9

La prueba de la Hornilla

Vamos, dime,

¿cómo queda este anillo?

La tragedia de la novia

Lunes, 21 de junio

Harriet Vane y lord Peter Wimsey estaban sentados en la playa, juntos, contemplando la Hornilla del Diablo. El viento salino del mar soplaba con fuerza, alborotando el pelo oscuro de Harriet. Hacía buen día, pero el sol aparecía en arrebatos, lanzando destellos entre las nubes que iban inflándose por la tumultuosa bóveda celeste. Frente a las Muelas, el mar rompía en furiosas manchas blancas. Eran alrededor de las tres de la tarde y había bajamar, pero aun así la Hornilla del Diablo apenas quedaba al descubierto y las rugientes olas del Atlántico avasallaban su base sin cesar. Entre la pareja había una cesta con comida sin abrir. Wimsey estaba trazando un plano en la arena húmeda.

—Lo que queremos saber es la hora de la muerte —dijo—. La policía tiene bastante claro cómo llegó Alexis hasta aquí y, por lo visto, no hay eludas sobre ese particular, lo cual es una gran suerte. Hay un tren que sale de Wilvercombe y para en el apeadero de Darley a las diez y cuarto de la mañana los jueves para llevar gente al mercado de Heathbury. Alexis fue en ese tren y se bajó en el apeadero. Tenía que ser Alexis, con esa barba negra tan llamativa y tan peripuesto como iba. Creo que podemos considerar que eso está demostrado. El guarda del tren lo recordaba, y también tres o cuatro pasajeros. Encima, su patraña dice que dejó la pensión a tiempo para coger el tren y el taquillero recuerda haberlo visto en Wilvercombe. Y, además, mi querida Harriet, hay un billete de ida y vuelta de primera clase desde Wilvercombe hasta el apeadero que no fue entregado y del que no se han dado explicaciones.

—¿Un billete de ida y vuelta? —repitió Harriet.

—Un billete de ida y vuelta. Y como agudamente habrás observado, Sherlock, ese detalle parece echar por tierra la teoría del suicidio. Así se lo dije al comisario, pero ¿qué me respondió? Que los suicidios, y aún más de extranjeros, son tan incoherentes que no hay forma de explicarlos.

—Pueden serlo… en la vida real —dijo Harriet, pensativa—. Alguien que tiene intención de suicidarse no saca un billete de ida y vuelta en un libro, pero la gente de carne y hueso es distinta. Quizá fuera un error, o la costumbre… o a lo mejor todavía no había tomado una decisión sobre el suicidio.

—Pensaba que mi amigo el inspector jefe Parker era el bribón más prudente sobre la faz de la tierra, pero tú le ganas. Puedes eliminar el argumento de la costumbre. Me niego a creer que nuestro Alexis, tan remilgado, tuviera por costumbre ir en tren hasta el apeadero para luego andar siete kilómetros y llorar frente a las tristes olas del mar. Sin embargo, tenemos que encontrar explicación a la otra mitad del billete, la de regreso. Bien. Como resulta que nadie más se bajó en el apeadero, pero sí entró un montón de gente, no sabemos qué le pasó a Alexis, aunque si calculamos que pudo haber andado a un ritmo moderado, unos cinco kilómetros por hora, no pudo llegar a la Hornilla más tarde de las doce menos cuarto, pongamos.

—Un momento. ¿Y la marea? ¿Cuándo hubo bajamar el jueves?

—A la una y cuarto. Ya he mirado todo eso. A las doce menos cuarto debía de haber como un metro y medio de agua al pie de la Hornilla, pero la roca tiene tres metros de altura y se eleva gradualmente desde tierra. A las doce menos cuarto o muy poco después nuestro amigo pudo llegar andando sin mojarse hasta la roca y sentarse en ella.

—Bien. Sabemos que llegó con los zapatos secos, así que todo encaja estupendamente. ¿Y después?

—¿Qué? ¿Si se cortó el cuello él mismo o se lo cortó alguien? Es una verdadera lástima que hayamos perdido el cadáver. Incluso si apareciera ahora, no averiguaríamos nada. No estaba rígido cuando lo viste, naturalmente, y dices que no sabes si estaba frío.

—Si en ese momento hubiera habido un bloque de hielo en esa roca, se podrían haber cocido huevos.

—Qué pena, qué pena. Un momento. La sangre. ¿Qué me dices? ¿Observaste si formaba coágulos densos y rojos o era una especie de gelatina de suero blanco, roja por abajo o algo distinto?

Harriet negó con la cabeza.

—No. Estaba líquida.

—¿Que estaba cómo?

—Líquida. Cuando la toqué estaba húmeda.

—¡Santo Cielo! Un momento. ¿Dónde estaba? Supongo que estaría todo lleno de salpicaduras.

—No exactamente. Había un charco grande debajo del cuerpo, como si se hubiera inclinado y se hubiese cortado el cuello sobre un cuenco. Se había acumulado en una especie de hueco de la roca.

—Ah, comprendo. Eso lo explica todo. Supongo que el hueco estaba lleno de agua de mar que había dejado la marea y que lo que parecía sangre era una mezcla de agua y sangre. Había empezado a creer…

—¿Me quieres escuchar? Estaba líquida por todas partes y fluía del cuello. Cuando le levanté la cabeza y moví el cuerpo, salió más. ¡Fue horrible!

—Pero, mi querida muchacha…

—¡Sí, pero sigue escuchando! Cuando intenté quitarle el guante, el cuero no estaba rígido, sino suave y húmedo. Tenía las manos debajo del cuello.

—¡Dios santo! Pero…

—Era la mano izquierda. La derecha estaba colgando, a un lado de la roca, y no podía llegar a ella sin trepar por encima del cuerpo, algo que no me apetecía hacer, francamente. Si no, lo habría intentado. Por eso preguntaba el porqué de los guantes.

—Sí, sí, claro. Sabemos que no le pasaba nada en las manos, pero eso ahora no importa. Es la sangre… ¿Te das cuenta de que si la sangre todavía estaba líquida solo podía llevar muerto unos minutos?

—¡Oh! —Harriet guardó silencio, apesadumbrada—. ¡Qué estúpida soy! Tendría que haberlo sabido. ¡Y yo que pensaba que mis deducciones eran estupendas! Supongo que no se fue desangrando lentamente hasta morir, ¿no?

—¿Con un tajo en el cuello? Cálmate, hija mía. Verás. La sangre se coagula rápidamente, más rápido en una superficie fría, claro. En circunstancias normales se coagularía casi de inmediato al contacto con el aire. Supongo que podría tardar un poco más en una superficie caliente como la roca que tan gráficamente has descrito. Digamos diez minutos, como máximo.

—Diez minutos. ¡Oh, Peter!

—Dime.

—El ruido que me despertó. Pensé que era una gaviota… Suenan tan humanas… Pero supongo que era…

—Debió de serlo. ¿Cuándo lo oíste?

—A las dos. Miré el reloj. Y no creo que tardara más de diez minutos en llegar a la roca, pero ¡una cosa!

—¿Qué?

—¿Y tu teoría del asesinato? Eso la desarma por completo. Si asesinaron a Alexis a las dos y yo estaba allí diez minutos más tarde…, ¿dónde se metió el asesino?

Wimsey se incorporó bruscamente, como si le hubieran dado un pinchazo.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Harriet, mi querida, mi hermosa, mi dulce Harriet: dime que has cometido un error. No podemos equivocarnos con lo del asesinato. He puesto en juego mi reputación con el inspector Umpelty al asegurar que no puede haber sido suicidio. Tendré que marcharme del país. No volveré a levantar cabeza. Tendré que dedicarme a cazar tigres en junglas infestadas de fiebres y moriré balbuceando que era asesinato con labios hinchados y ennegrecidos. Di que la sangre estaba coagulada, que había huellas de pisadas y no te diste cuenta o que había un barco desde el que podían oírte.

—Había un barco, pero no me oyeron, por más que grité.

—¡Gracias a Dios que había un barco! Quizá mis pobres huesos puedan seguir reposando en la vieja Inglaterra. ¿Qué quieres decir con que gritaste hacia un barco y no te oyeron? Si el asesino estaba en el barco, por supuesto no habría vuelto ni aunque hubiera oído el canto de las sirenas. Preferiría que no me dieras esos sustos. Mis nervios ya no son lo que eran.

—No entiendo mucho de barcos, pero me dio la impresión de que ese estaba mar adentro. El viento soplaba hacia la orilla, ¿comprendes?

—Es igual. Siempre y cuando el viento soplara con fuerza y le fuera favorable, pudo avanzar un buen trecho en diez minutos. ¿Qué clase de barco era?

Los conocimientos de Harriet no llegaban a tanto en ese terreno. Había creído que era un barco pesquero, pero no porque fuera capaz de distinguir técnicamente un barco pesquero de un yate de cinco metros, sino porque cuando vas a la orilla del mar, de manera casi automática tomas por barcos pesqueros todos los que ves a menos que te digan otra cosa. Pensaba que tenía una vela puntiaguda, o varias, no estaba segura. De lo que sí estaba segura era de que no se trataba de una goleta de cuatro mástiles con todos los aparejos, por ejemplo, pero por lo demás todos los veleros le parecían exactamente iguales, como a la mayoría de las personas criadas en una ciudad y, sobre todo, a las jóvenes literatas.

—No importa —dijo Wimsey—. Ya lo localizaremos. Todos los barcos tienen que volver a tierra en alguna parte, afortunadamente. Y en la costa todo el mundo los conoce. Solo quería saber qué calado podía tener. Verás, es que si la embarcación no podía llegar hasta la roca, el tipo en cuestión tendría que haber llegado a nado o remando, y eso lo habría retrasado considerablemente. Y tendría que haberse quedado alguien en el barco mientras lo hacía, a menos que se parase para arriar velas y esas cosas. O sea, no puedes parar un velero y marcharte como si fuera un automóvil, dejarlo sin más hasta que tú vuelvas y lo arranques. Tendrías problemas. Pero eso da igual. ¿Por qué no iba a tener el asesino un cómplice? No es nada extraño. Lo mejor será suponer que había al menos dos hombres en un barco pequeño de calado muy ligero. Así habrían podido aproximar la embarcación, uno de ellos la habría puesto al pairo mientras el otro llegaba a nado o remando a la orilla, cometía el asesinato y volvía sin perder un segundo. Verás: hay que cometer el asesinato, regresar al barco y regresar hasta donde tú los viste durante los diez minutos que transcurrieron entre el chillido que oíste y cuando llegaste a la roca. Así que no podemos dejar mucho margen de tiempo para acercar el barco a la orilla, atracar, desatracar, volver a zarpar y todo eso. De ahí que necesitemos un cómplice.

—Pero ¿y las Muelas? —preguntó Harriet con cierta timidez—. Tenía entendido que es muy peligroso acercar barcos a la orilla en esa zona.

—¡No te fastidia! Pues claro que es peligroso. En fin, deben de ser navegantes muy hábiles, pero de todos modos, eso significa que tuvieron que nadar o remar aún más. ¡Maldita sea! Ojalá pudiéramos darles más margen de tiempo.

—No pensarás que… —empezó a decir Harriet. Se le acababa de ocurrir una idea muy desagradable—. No pensarás que el asesino pudo estar allí todo el rato, buceando o algo, ¿no?

—Tendría que haber subido a la superficie para respirar.

—Sí, pero yo no tuve por qué verlo. No estuve mirando el mar todo el tiempo. Quizá me oyó cuando me acercaba, se escondió bajo la roca y esperó hasta que yo empecé a buscar la navaja. Después se alejó de allí a nado, mientras yo estaba de espaldas. No sé si es posible, pero espero que no, porque me horrorizaría pensar que estuvo allí todo el tiempo… ¡observándome!

—Es una idea repugnante —concedió Wimsey—. Pero espero que estuviera allí. Debió de llevarse un susto de muerte al verte allí dando vueltas, haciendo fotos y todo eso. Me gustaría saber si hay alguna cavidad en la Hornilla donde hubiera podido esconderse. ¡Maldita roca! ¿Por qué no sale y da la cara como un hombre? Mira, voy a echarle un vistazo. Vuelve tus castos ojos hacia el mar mientras me pongo el traje de baño. Después me iré a explorar.

No gustándole aquel plan, inapropiado para una mujer tan activa, Harriet trasladó no solo la mirada, sino su persona, hasta una roca que estaba allí cerca y salió de detrás del refugio embutida en un bañador, a tiempo de alcanzar a Wimsey, que ya iba corriendo por la arena.

Pues sin ropa está mejor de lo que pensaba, dijo para sus adentros con sinceridad. Mejores hombros de lo que creía y con pantorrillas, gracias a Dios. Wimsey, que estaba bastante orgulloso de su tipo, no se habría sentido demasiado halagado de haber oído aquel moderado elogio, pero de momento estaba tan tranquilo, sin preocuparse de su aspecto. Se metió en el agua, cerca de la Hornilla, con cautela, al no saber con qué bultos y rocas podría encontrarse, dio unas cuantas brazadas para entrar en calor, sacó la cabeza y dijo que el agua estaba terriblemente fría y que a Harriet le sentaría bien.

Harriet se metió en el agua y confirmó que estaba fría y que el viento era helador. Una vez admitido este extremo, volvieron a la Hornilla y la rodearon con cuidado. Después Wimsey, que había buceado un poco para investigar junto a la cara de la roca que daba a Wilvercombe, salió resoplando y le preguntó a Harriet si había bajado por ese lado o por el otro para buscar la navaja.

—Por el otro —contestó Harriet—. Mira, fue así: yo estaba en la roca con el cadáver, de esta manera. —Subió hasta la cima de la roca y se quedó allí, tiritando al viento—. Miré a los dos lados, así.

—¿No mirarías por casualidad hacia abajo, en esta dirección? —preguntó Wimsey, sacando la cabeza del agua como una foca, con el pelo liso y brillante.

—No, creo que no. Después de manosear un poco el cadáver bajé por aquí. Me senté ahí, me quité los zapatos y las medias y me subí la ropa. Después fui en esa dirección y tanteé debajo de la roca. Entonces había unos cincuenta centímetros de agua. Yo diría que ahora hay como un metro y medio.

—¿Puedes…? —empezó a decir Wimsey. Una ola le pasó por encima y ahogó su voz. Harriet se rió—. ¿Puedes verme? —añadió, sacándose el agua de la nariz.

—No, pero te he oído. Ha sido muy gracioso.

—Pues no tengas tanto sentido del humor. No puedes verme.

—No. Hay una protuberancia en la roca. Por cierto, ¿dónde estás exactamente?

—En una bonita hornacina, de pie, como un santo en el pórtico de una catedral. Es del tamaño de un ataúd. Tiene menos de dos metros de altura, con un tejado muy bonito y espacio para estar de lado, un poco apretado, si no eres «vulgarmente grande», como decía el Leopardo. Ven a verlo.

—Un sitio ideal —dijo Harriet, gateando y ocupando el lugar de Wimsey en la concavidad—. Estupendamente protegido por todas partes, excepto por el lado del mar. No te pueden ver ni siquiera con marea baja, a no ser, claro, que alguien venga y se ponga justo enfrente de la abertura. Desde luego, no es lo que yo hice. ¡Qué horror! Ese hombre debió de estar aquí todo el rato.

—Sí, creo que es más verosímil que la idea del barco.

—¡Bright!

[4] —exclamó Harriet.

—Me alegro de que pienses eso.

—No me refería a eso… y, además, ha sido idea mía. Me refería a Bright, el hombre que compró la navaja. ¿No dijo el peluquero que era un hombre más bien bajo… bueno, por lo menos más bajo que tú?

—Así es. Apúntate una. Ojalá pudiéramos echarle el guante a ese Bright. ¡Mira lo que he encontrado! —¡Ah! ¿Qué?

—Es una argolla… como las que se usan para amarrar los barcos. Incrustada en la roca. Está debajo del agua y no la veo bien, pero está como a metro y medio del suelo y es suave al tacto, como si no estuviera corroída. ¿Contribuye a nuestra teoría del barco, me pregunto?

—Pues —dijo Harriet contemplando el mar y la orilla solitarios—, no veo ninguna razón especial para que alguien amarre aquí habitualmente un barco.

—No la hay. En ese caso, el asesino, si es que existe…

—Lo damos por supuesto, ¿no?

—Sí. Quizá la pusiera aquí para su uso particular. O amarró un barco o…

—O no lo amarró.

—Iba a decir que la usaba para otra cosa, pero que me aspen si sé para qué.

—Pues eso sí que es de gran ayuda. Oye, tengo frío. Vamos a nadar un poco. Después nos vestimos y lo hablamos.

No se puede asegurar si fue la natación o la posterior carrera por la arena para entrar en calor lo que estimuló el cerebro de Harriet, pero una vez sentados ante la cesta de la comida, descubrió que tenía ideas a montones.

—¡Veamos! Si fueras un asesino y vieras a una mujer dando vueltas alrededor de las pruebas del delito y después corriendo en busca de ayuda, ¿qué harías?

—Salir corriendo en dirección contraria.

—Ya. ¿Seguro? ¿No querrías controlarla? ¿O incluso cargártela? Es que a Bright (si podemos llamarlo así de momento), le habría resultado lo más fácil del mundo matarme allí mismo.

—Pero ¿por qué iba a hacerlo? Claro que no…, si lo que intentaba era que el asesinato pareciera suicidio. Aún más, tú eres una testigo muy valiosa para él. Habías visto el cadáver y, en caso de que se perdiera, podrías demostrar que existía. Y también podrías demostrar que había un arma y que, por consiguiente, el suicidio es lo más probable. Y, encima, puedes jurar que no existían huellas de pisadas, otro punto a favor del suicidio. No, hija mía, el asesino te cuidaría como a la niña de sus ojos.

—Sí, tienes razón, en el supuesto de que quisiera que se encontrase el cadáver. Desde luego, hay miles de razones por las que querría que se encontrase. Si fuera a heredar por un testamento, por ejemplo, y tuviera que demostrar esa muerte.

—Para mí que nuestro amigo Alexis no habrá dejado mucho en su testamento. Vamos, estoy seguro. Y podrían existir otras razones para querer anunciar a los cuatro vientos que estaba muerto.

—Entonces, ¿crees que cuando me marché el asesino se fue tranquilamente a Lesston Hoe? No pudo haberse ido en otra dirección, a menos que viniera detrás de mí a propósito. ¿Crees que es posible? A lo mejor me siguió para ver qué hacía.

—Es posible. Quién sabe. Sobre todo teniendo en cuenta que muy poco después abandonaste la carretera principal para ir a la granja.

—Supongamos que me perdió de vista y siguió por la carretera hasta Wilvercombe. ¿Se podría averiguar si entró por el paso a nivel en el apeadero, por ejemplo? O… ¡oye! ¿Y si hubiera seguido por la carretera y después hubiera vuelto, para hacer como si viniera de Wilvercombe?

—Entonces lo habrías visto.

—Pues… supongo que sí.

—Pero… ¡claro, por Dios! El señor como se llame, el de Londres. ¡Diantres!

—Perkins. Pues sí, me extraña que pueda haber una persona tan estúpida en la vida real como parece el señor Perkins. También es pequeñajo y pelirrojo.

—Y corto de vista ¿no?, según has dicho, porque llevaba gafas. Merryweather no dijo que Bright llevara gafas.

—A lo mejor se las puso para disimular. No sé, a lo mejor no eran graduadas. No soy capaz como el doctor Thorndyke de averiguar si reflejaban la llama de una vela al derecho o al revés. Y otra cosa: me parece de lo más curioso que el señor Perkins desapareciera sin más cuando llegamos a las tiendas del pueblo. Estaba más que dispuesto a venir conmigo y, de repente, en cuanto me puse en contacto con la civilización, se esfumó. Es muy raro. Si era Bright, a lo mejor se quedó allí rondando para hacerse una idea de lo que iba a contar yo a la policía y después se largó antes de la investigación. ¡Dios bendito! ¿Te lo imaginas, yo andando tranquilamente dos kilómetros codo con codo con un asesino?

—Qué barbaridad, qué barbaridad. Tendremos que investigar a fondo al señor Perkins. (¿Será un apellido de verdad? Parece demasiado corriente.) ¿Sabes adónde se fue?

—No.

—Alquiló en el pueblo un coche con chófer que lo llevó a la estación de tren de Wilvercombe. Piensan que cogió un tren a alguna parte, pero ese día había un montón de excursionistas y caminantes, así que de momento no lo han localizado. Tendrán que intentarlo otra vez. Este asunto empieza a parecerme demasiado claro. Veamos. En primer lugar, Alexis llega al apeadero en el tren de las diez y cuarto y continúa, a pie o por otros medios, hasta la Hornilla. ¿Por qué?

—Porque tenía una cita con Perkins, es de suponer. Alexis no era esa clase de personas dispuesta a andar por el campo por el embriagador placer de sentarse en una roca.

—Cierto, oh, reina, por siempre viva. Acudió a su cita con Perkins a las dos.

—No, antes. Si no, ¿por qué iba a llegar en el tren de las diez y cuarto?

—Muy sencillo: porque el tren de las diez y cuarto es el único que para allí por la mañana.

—Entonces, ¿por qué no fue en coche?

—Ahí vamos. ¿Por qué? Pues supongo que porque no tenía coche y no quería que nadie supiera adónde iba.

—Entonces, ¿por qué no alquiló un coche para conducirlo él?

—No sabía conducir, no tenía buena fama en Wilvercombe… o ¡espera!

—¿Qué?

—Pues iba a decir que porque no tenía intención de volver, pero eso no nos sirve, por lo del billete de vuelta. A menos que lo comprara por simple distracción, tenía intención de volver. O a lo mejor no lo tenía muy claro. A lo mejor cogió un billete de ida y vuelta por si acaso…, unos peniques más o menos. Pero no iba a alquilar un coche y dejarlo allí sin más.

—No…, claro. Bueno, sí, si no tenía demasiados problemas con las cosas de los demás. Pero no se me ocurre ninguna otra razón. Tendría que haber dejado el coche en la cima del acantilado, para que pudiera verse. A lo mejor no quería que la gente supiera que había alguien en la Hornilla.

—No, no puede ser. Dos personas charlando en la Hornilla serían bien visibles desde el acantilado, con o sin coche.

—Sí, pero a menos que te acercaras a ellas no sabrías quiénes son, mientras que con un coche puedes fijarte en la matrícula.

—Es verdad…, pero de todos modos me parece una explicación muy endeble. Bueno, dejémoslo así. Por alguna razón, Alexis pensó que llamaría menos la atención si iba en tren. En ese caso, supongo que fue andando por la carretera, no querría que lo llevara nadie por temor a que le hicieran preguntas.

—Por supuesto, pero ¿por qué demonios tuvo que elegir un sitio tan despejado para esa cita?

—¿Qué piensas? ¿Que deberían haber charlado detrás de una roca, bajo unos árboles, en un cobertizo abandonado, en una cantera o algo por estilo?

—¿No sería más lógico?

—Pues no, si no quieres que te oigan. Si quieres contar secretos, evita por todos los medios el roble herido por el rayo, el seto de ligustre o el viejo cenador del jardín italiano, todos esos sitios a los que cualquiera puede acercarse sigilosamente sin ser visto y pegar la oreja. Eliges un espacio abierto, en medio del campo, o el centro de un lago o una roca como la Hornilla, desde donde puedes ver si llega alguien con media hora de antelación. Y, por cierto, eso me recuerda que en uno de tus libros…

—¡Deja en paz mis libros! Ya entiendo lo que quieres decir. O sea, Bright llega en un momento dado a la cita. ¿Cómo? ¿Y cuándo?

—Andando por la orilla, desde cualquier sitio que se te ocurra. En cuanto al momento, lo único que se me ocurre es mientras tú, hija mía, te habías quedado dormida con Tristam Shandy, y supongo que debía de venir desde Wilvercombe, porque si no, te habría visto. No creo que se arriesgara a cometer un asesinato si hubiera sabido que había alguien a pocos metros.

—De todos modos, me parece tremendo que no echase un vistazo por las rocas.

—Cierto, pero al parecer no lo hizo. En cualquier caso, comete el asesinato, y la hora se ha fijado a las dos, así que debió de llegar a la Hornilla entre la una y media y las dos, o posiblemente entre la una y las dos, porque, si tú estabas comiendo y leyendo en ese sitio tan acogedor, probablemente no lo viste ni lo oíste llegar. No pudo haber sido antes de la una, porque estabas mirando la orilla en ese momento y estás segura de que no había ni un alma a la vista desde el acantilado.

—Exacto.

—Bien. Entonces, comete el asesinato. El pobre Alexis suelta un chillido cuando ve la navaja y tú te despiertas. ¿Gritaste o algo?

—No.

—¿O te pusiste a cantar?

—No.

—¿O echaste a correr soltando risitas como una jovencita tonta?

—Pues no. Sí que eché a correr unos minutos más tarde, pero sin hacer mucho ruido.

—No entiendo por qué el asesino no se largó inmediatamente. Si lo hubiera hecho, lo habrías visto. Veamos. ¡Ah, claro, se me olvidaba lo de los papeles! Tenía que encontrarlos.

—¿Qué papeles?

—Bueno, no puedo jurar que fueran papeles. A lo mejor era el diamante del rajá o vaya usted a saber qué, pero desde luego quería llevarse algo del cadáver. Y justo cuando se inclinó sobre su víctima, te oyó dando brincos entre los guijarros. El sonido se propaga enormemente junto al agua. El criminal se para, desconcertado, y cuando percibe los ruidos más cerca baja a toda prisa hacia el lado del mar de la Hornilla y allí se esconde.

—¿Vestido de arriba abajo?

—Eso se me había olvidado. Estaría un poco mojado al salir, ¿no? No. Sin ropa. La dejó en la orilla, por donde empezó a andar. Posiblemente se puso un traje de baño, de modo que si alguien lo veía pareciera un inofensivo bañista chapoteando entre las olas.

—¿Llevaba la navaja en el bolsillo del traje reglamentario?

—No, en la mano, o colgada del cuello. No preguntes tonterías. Debió de esperar en su escondite hasta que tú te marchaste y después salió corriendo por la orilla…

—Pero no hacia Wilvercombe.

—¡Venga! Entonces lo habrías visto, pero no si estaba junto al acantilado. No le debió de preocupar demasiado dejar huellas si la marea estaba subiendo. Eso tenía fácil solución. Después subió por el acantilado, hasta el sitio desde el que bajó, siguió por la carretera de Wilvercombe, se desvió por cualquier sitio y te encontró a ti al volver. ¿Qué te parece?

—Bastante claro.

—Cuanto más lo pienso, más me gusta. Me encanta la idea de que Bright sea Perkins, pero tenemos que atender al asunto ese de la joroba. ¿Iba Perkins más tieso que una vela?

—En absoluto. Yo no diría que es jorobado, sino un poco cargado de espaldas, y un poco zarrapastroso. Llevaba una mochila y cojeaba un poco, porque dijo que se le había hecho una ampolla en un pie.

—Buena manera de disimular cierto desequilibrio físico. Es fácil encorvarte un poquito por el hombro hundido. Es nuestro hombre, Bright-Perkins. Tendríamos que poner a la policía detrás de esto inmediatamente, pero es que tengo ganas de comer. ¿Qué hora es? ¡Las cuatro! Me voy en el coche para telefonear a Glaisher y vuelvo en un santiamén. Ni por mil asesinos tendríamos que dejar de comer.