20
Señora, extraños somos,
mas hace tiempo conocí
una figura como la vuestra.
Jueves, 25 de junio
Al comisario y al inspector quizá les sorprendió incluso más que les alegró que se hubiera identificado al señor Haviland Martin. Tenían la sensación de que los aficionados les habían ganado por la mano, si bien, como ambos se apresuraron a asegurar, el caso seguía tan confuso como antes, si no más. Es decir, considerado como un asesinato, era confuso; por otra parte, las pruebas del suicidio se habían fortalecido un poquito, aunque negativamente. En lugar del siniestro Martin, que podría haber sido cualquiera, ahora solo contaban con el señor Henry Weldon, a quien conocían. Desde luego, saltaba a la vista que Henry Weldon tenía una razón de peso para desear quitar a Alexis de en medio, pero por lo que parecía la explicación de su presencia en Darley, si bien absurda, resultaba verosímil, y sin duda alguna no podía haber estado en la Hornilla a las dos. Además, dado que lo conocían desde hacía cinco años como el Haviland Martin de las gafas oscuras, la relevancia de su última farsa se reducía a la mitad: no había inventado el personaje de Martin para el actual propósito y, como ya existía, parecía natural que Weldon lo hubiera adoptado con el fin de espiar a su madre.
Con respecto a los detalles más destacados de la historia de Weldon, podían comprobarse fácilmente. La factura de los cuellos de camisa llevaba fecha del 18 de junio, fecha que no parecían haber modificado. Lo confirmó una llamada de teléfono, con el dato complementario de que la factura en cuestión correspondía a una de las seis últimas extendidas aquel día. Como el jueves era el día en que todo se cerraba temprano, cuando la tienda echó el cierre, a la una, quedaba bastante claro que la compra se había realizado poco antes de esa hora.
Quizá lo siguiente en importancia fuera el testimonio del policía de Darley. Lo encontraron inmediatamente y lo interrogaron. Reconoció que lo que había contado Weldon era absolutamente cierto. Había estado en Wilvercombe aquella noche, alrededor de las nueve, para ver a su novia, pues no estaba de servicio, y se había encontrado a un agente de la policía de Wilvercombe, llamado Rennie, a la puerta del Resplendent. Le preguntó si había alguna novedad sobre el cadáver que habían hallado en la Hornilla y Rennie le habló de lo de la identificación y se lo confirmó. No había razón para dudarlo: habían revelado e impreso las fotografías una hora después de que las entregaran en la comisaría; los hoteles fueron los primeros lugares a los que había ido la policía; la identificación se realizó poco antes de las nueve, y Rennie estaba de servicio con el inspector Umpelty mientras interrogaban al director del Resplendent. El agente de Darley también admitió haber hablado de la identificación mientras estaba en el bar del Three Feathers. Entró en el bar, reglamentariamente, antes de la hora del cierre, en busca de un hombre sospechoso de una fechoría insignificante, y recordaba con toda claridad que «Martin» estaba allí presente. Ambos agentes fueron reprendidos por haberse ido de la lengua, pero el hecho era que Weldon se había enterado del asunto de la identificación aquella noche.
—Así que, ¿qué nos queda? —preguntó el comisario Glaisher.
Wimsey movió la cabeza.
—No gran cosa, pero algo es algo. En primer lugar: Weldon sabe algo de ese caballo. Yo pondría la mano en el fuego. Vaciló cuando le pregunté si había visto a alguien, algo o algún animal, y estoy casi seguro de que se pensó si decir que no o contarme una trola. En segundo lugar, toda esta historia es muy poco convincente. Un niño habría hecho sus dichosas pesquisas mejor que él. ¿Por qué fue dos veces a Wilvercombe y se marchó dos veces sin sacar nada en claro? En tercer lugar, la historia es demasiado enrevesada, y con demasiadas horas exactas. ¿Por qué, si no estuviera preparando una coartada a propósito? En cuarto lugar, justo en el momento crucial, nos cuenta que lo ha visto una persona desconocida que le pregunta la hora. ¿Por qué demonios iba alguien que acaba de pasar por un pueblo lleno de gente y de relojes llegar hasta el sendero de Hinks para preguntarle la hora a un campista que está allí por casualidad? El hombre que pregunta la hora es una pieza imprescindible para quien se inventa una coartada. Es todo tan complicado y sospechoso… ¿No le parece?
Glaisher asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo con usted. Resulta sospechoso, pero ¿qué significa eso?
—Pues ahí me ha pillado. Lo único que se me ocurre es que, hiciera lo que hiciese Weldon en Wilvercombe aquella mañana, no es lo que cuenta, de manera que podría estar confabulado con el verdadero asesino. ¿Y ese coche con matrícula OI0101?
—Es una matrícula de un condado, pero eso no quiere decir nada. Hoy en día todo el mundo compra coches de segunda mano. De todos modos, iniciaremos una investigación, naturalmente. Un telegrama a las autoridades del condado nos dará una pista, pero eso no nos servirá de mucho para saber qué hizo Weldon más tarde.
—Para nada, pero no vendría mal encontrar a la señora. ¿Han preguntado en los Jardines de Invierno qué concierto hubo el jueves pasado por la mañana?
—Sí. El agente Ormond está allí. ¡Ah, aquí está!
El agente había investigado a fondo. Fue un concierto de música clásica, que empezó a las diez y media: Eine Kleine Nachtmusik, de Mozart; dos Lieder ohne Worter, de Mendelssohn; una cantata de Bach; una suite de Händel; intermedio; la Heroica de Beethoven. Todo correcto, según lo ya indicado, y aproximadamente a la hora señalada. No había programa impreso, por lo que nadie se pudo llevar uno ni memorizarlo. Además, en el último momento habían sustituido la Heroica por la Pastoral, porque habían perdido unas partituras. El director anunció cada obra desde el estrado. Si alguien albergaba aún la sospecha de que Henry Weldon no había asistido a ese concierto, solo podía deberse a que le sorprendieran las molestias que se había tomado para recordar con tal escrupulosidad lo que había oído. No había verdadera confirmación de lo que había contado, si bien el agente Ormond había interrogado a conciencia a los asistentes, pero, ¡ay!, en los Jardines de Invierno las personas con gafas oscuras eran tan numerosas como cucarachas en carbonera.
Otro agente aportó cierta confirmación de la historia de Weldon minutos más tarde. Había interrogado a la señora Lefranc y había descubierto que un caballero con gafas oscuras había ido en busca de Paul Alexis el miércoles y que había intentado obtener información sobre Leila Garland. Oliéndose «problemas», la señora Lefranc lo despachó y él se fue con las orejas gachas al restaurante en el que Alexis comía con frecuencia. El dueño lo recordaba: sí, habló sobre los Jardines de Invierno con un caballero de la orquesta que casualmente pasó por allí… No, no el señor Da Soto, sino un caballero mucho más sencillo, que tocaba con los segundos violines en el cuarto atril. Por último, y a consecuencia de una serie de pesquisas realizadas en los principales talleres de Wilvercombe, encontró a un mecánico que recordaba a un señor que había ido con un Morgan el miércoles por la tarde quejándose de problemas con el arranque y el encendido. El mecánico no encontró ninguna avería, salvo cierto desgaste de los platinos, que podía influir en las dificultades que tenía aquel coche para arrancar cuando el motor estaba frío.
Todos esos detalles eran de poca importancia en el crimen, si acaso había tal; no obstante, contribuían a apoyar la exactitud de lo declarado por Weldon.
Uno de los pequeños inconvenientes del trabajo detectivesco consiste en los obstáculos con que uno se topa durante la investigación: las conferencias telefónicas se retrasan, las personas a las que se ha de interrogar urgentemente no se encuentran en casa y las cartas tardan tiempo en llegar. Por tanto, resultó sorprendente y gratificante que la identificación de la propietaria del vehículo con matrícula OI0101 fuera como la seda. Al cabo de una hora llegó un telegrama del Consejo del Condado, en el que se afirmaba que el vehículo en cuestión había sido traspasado recientemente a una tal señora Morecambe, con domicilio en el número 17 de Popcorn Street, en Kensington. Al cabo de diez minutos, la central telefónica de Wilvercombe ponía una conferencia. Al cabo de quince minutos sonó el teléfono y el comisario Glaisher se enteró por la doncella de la señora Morecambe de que esta se encontraba en la vicaría de Heathbury. En la vicaría respondieron de manera inmediata. Sí, la señora Morecambe se encontraba allí pasando unos días; sí, estaba en casa; sí, irían a buscarla; sí, la señora Morecambe al habla; sí, recordaba con toda claridad haber llevado en su coche a un caballero con gafas oscuras de Darley a Wilvercombe y viceversa el jueves anterior; sí, creía que podía recordar las horas: debió de recogerlo hacia las diez, a juzgar por la hora a la que ella había salido de Heathbury, y sabía con toda seguridad que lo había dejado en Darley a la una, porque miró el reloj para ver si llegaría a tiempo para el almuerzo y el partido de tenis en casa del coronel Cranton, al otro lado de Heathbury. No, no había visto antes al caballero en cuestión y no sabía cómo se llamaba, pero creía que podría reconocerlo si fuera necesario. Ninguna molestia, gracias… Se alegraba de saber que la policía no tenía nada contra ella (risa argentina). Cuando la doncella le dijo que el comisario estaba al teléfono pensó que habría pisado la raya continua, habría aparcado mal o algo así. Esperaba no haber ayudado a escapar a un atracador o algo por el estilo.
El comisario se rascó la cabeza.
—Qué raro —dijo—. Lo sabemos todo, todo está en orden… ¡ni una sola equivocación! Pero si la señora es amiga del reverendo Trevor, debe de ser así. El reverendo vive aquí desde hace quince años y es el hombre más agradable que se pueda imaginar…, muy de la vieja escuela. Averiguaremos hasta qué punto conoce a la señora Morecambe, pero supongo que todo irá bien. Con respecto a esta identificación, no sé si vale la pena.
—Seguramente no se esperaba que pudiera identificarlo sin las gafas y el pelo oscuros —dijo Wimsey—. Es increíble lo que se cambia con los ojos ocultos. Él podría ponerse las gafas o podría usted traerla a ella y que él la identifique. Mire. Vuelva a llamar y pregúntele si puede venir ahora. Yo iré a buscar a Weldon y lo sacaré a la galería del Resplendent. Usted lleve a la señora como quien no quiere la cosa. Si él la reconoce a ella, todo perfecto; si ella lo reconoce a él, es otro asunto.
—Comprendo —dijo Glaisher—. No es mala idea. Adelante.
Volvió a llamar a la vicaría de Heathbury.
—Bien. Va a venir.
—Estupendo. Voy a ver si consigo arrancar a Weldon de las faldas de mamá. Si la señora Weldon está presente, el bueno de Henry se verá en un aprieto. Si no puedo llevármelo, le llamo.
Encontró inmediatamente a Henry Weldon en el salón. Estaba tomando el té con su madre, pero se excusó cuando apareció Wimsey y le preguntó si podía hablar un momento en privado. Eligieron una mesa situada en medio de la galería y Weldon pidió unas copas, mientras Wimsey daba cuenta prolijamente de su entrevista con la policía aquella mañana. Insistió bastante en las dificultades para convencer a Glaisher de que la historia no llegara a oídos de la señora Weldon, a lo que Henry le expresó debidamente su gratitud.
De repente hizo su aparición un personaje fornido, con el aspecto típico de un agente de policía vestido de paisano, acompañando a una señora mayor de aspecto joven vestida a la última moda. Cruzaron lentamente por la galería, que estaba llena de gente, y se sentaron a una mesa libre que había al fondo. Wimsey observó que la mirada de la señora recorría a la concurrencia; se posó en él, recayó sobre Weldon y, sin detenerse ni dar señal alguna de reconocimiento, pasó a un joven con gafas azules que estaba jugueteando con un helado de chocolate en la mesa contigua. Ahí se detuvo un momento… y siguió. Al mismo tiempo Weldon dio un respingo.
—Perdón —dijo Wimsey, interrumpiendo de golpe su monólogo—. ¿Qué ha dicho?
—Eh…, no, nada —replicó Weldon—. Pensaba que había visto a alguien, pero igual es porque se parecen un poco.
Siguió a la señora Morecambe con la mirada cuando se aproximó a ellos y se llevó la mano al sombrero, vacilante.
La señora Morecambe se percató de aquel gesto y miró a Weldon un tanto desconcertada. Abrió la boca, como para decir algo, pero volvió a cerrarla. Weldon se quitó el sombrero y se levantó.
—Buenas tardes —dijo —. Supongo que no me…
La señora Morecambe se quedó mirándolo cortésmente, pero con sorpresa.
—Estoy seguro de no equivocarme —dijo Weldon—, Tuvo usted la bondad de llevarme en su coche el otro día.
—¿Sí? —contestó la señora Morecambe. Miró con más atención y añadió—: Ah, sí, creo que sí…, pero ¿no llevaba usted gafas oscuras ese día?
—Yo…, bueno, cambia mucho el aspecto, ¿verdad?
—Francamente, no lo habría reconocido, pero sí que reconozco su voz. Claro que yo tenía la idea… ¡Pero en fin, no soy muy observadora! Me dio la impresión de que tenía usted el pelo bastante oscuro, pero sería por las gafas. Qué tonta he sido. Espero que le hayan arreglado el Morgan.
—Sí, sí, gracias. Qué curioso encontrarla aquí. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?
—Desde luego. Espero que esté disfrutando de sus vacaciones.
—Sí, mucho, gracias… Ahora que mi coche se está portando como es debido, sí. Le estoy muy agradecido por haberse apiadado de mí aquel día.
—No tiene ninguna importancia, fue todo un placer.
La señora Morecambe inclinó la cabeza cortésmente y se alejó con su acompañante. Wimsey sonrió.
—Así que esa es su atractiva dama. Vaya, vaya. Es usted un tipo divertido. Jóvenes o viejas, siempre se fijan en usted, con gafas o sin gafas.
—¡Venga ya! —exclamó Henry, encantado—. Qué suerte que haya aparecido por aquí, ¿no?
—Una suerte extraordinaria —contestó Wimsey.
—No me gusta el paleto ese que va con ella —añadió Henry—. Supongo que es uno de los guindillas de por aquí, ¿no?
Wimsey volvió a sonreír. ¿Podía haber alguien más corto de entendederas o Henry se hacía el bobo?
—Debería haber intentado averiguar quién es la señora —dijo Henry—, pero pensé que habría parecido un poco descarado. Sin embargo, supongo que podrán localizarla, ¿no? Es que para mí es muy importante.
—Sí, ¿verdad? Muy guapa y también con mucho dinero, por lo que parece. Le felicito, Weldon. ¿Quiere que la localice yo? Soy un experto alcahuete y la perfecta carabina.
—No diga estupideces, Wimsey. Ella es mi coartada, imbécil.
—¡Claro que sí! ¡Bueno, pues adelante!
Wimsey se esfumó, riendo para sus adentros.
—Pues muy bien —dijo Glaisher cuando se lo contaron—. Tenemos controlada a la señora. Es la hija de una antigua compañera de colegio de la señora Trevor y pasa con ellos todos los veranos. Lleva en Heathbury al menos tres semanas. Su marido es un destacado financiero londinense, y va a verla algunos fines de semana, pero este verano todavía no ha aparecido por allí. Lo del almuerzo y el tenis en casa del coronel Cranton es cierto. No hay nada raro. Weldon nos dijo la verdad.
—Será un alivio para él. Estaba un poco nervioso con esa coartada que se ha buscado. En cuanto vio a la señora Morecambe arremetió como un ariete.
—¿Ah, sí? Supongo que de pura alegría. Francamente, no es de extrañar. ¿Cómo podría saber la hora para la que se necesita la coartada? Hemos conseguido que ese detalle no salga en los periódicos, así que es probable que siga pensando, como nosotros al principio, que Alexis murió un rato antes de que la señorita Vane encontrase el cadáver. Sabe muy bien que tenía un móvil más que sobrado para matar a Alexis y que su estancia aquí se desarrolló en circunstancias más que sospechosas. De todos modos, tenemos que descartarlo, porque si cometió el asesinato o ayudó a cometerlo, no se habría equivocado en la hora. Está muerto de miedo, y no me extraña. Pero el hecho de que no lo sepa lo descarta seguro, como si tuviera una coartada a toda prueba para las dos de la tarde.
—No tan seguro, querido amigo. Es precisamente cuando alguien tiene una coartada a prueba de bomba cuando yo empiezo a sospechar. La coartada de Weldon para las dos de la tarde no podría ser mejor, pero cuando alguien jura por todos los santos que vio a Weldon comportándose como un angelito a las dos de la tarde es precisamente cuando empiezo a trenzar una corbata de cáñamo para él. A menos que…
—¿Qué?
—Pues iba a decir que a menos que Weldon y otra persona se hubieran confabulado para matar a Alexis y que esa otra persona hubiera asesinado a Alexis. Veamos. Supongamos que Weldon y nuestro amigo Bright estuvieran implicados y que Bright estuviera encargado de hacer el trabajo sucio, mientras Weldon urdía su coartada, y supongamos también que se presentó alguna complicación y el asesinato no se cometió hasta las dos, y, también suponiendo, que Weldon no lo supiera y se atuviera a la hora que tenían pensada… ¿No podría haber sido así?
—Es mucho suponer. Bright o quienquiera que fuese habría tenido tiempo de sobra para comunicarse con Weldon. No puede ser tan idiota como para no habérselo dicho.
—De acuerdo. Esa idea no me hace ninguna gracia, porque no le pega nada a Bright.
—Y, además, Bright tiene una coartada a prueba de bomba para las dos de la tarde.
—Ya lo sé. Y precisamente por eso tengo mis sospechas, pero lo que quiero decir es que Bright era libre de hacer lo que quisiera. Incluso si hubiera sido demasiado peligroso verse con Weldon, podría haberle escrito o telefoneado, lo que también podría haber hecho Weldon. ¿No tendrá a nadie en chirona que cumpla los requisitos? ¿O algún muerto? Lo único que se me ocurre es que el cómplice estuviera en algún lugar desde el que no pudiera comunicarse con nadie… No sé, en la cárcel o dos metros bajo tierra con un ataúd de madera de olmo y asas de latón.
—¿Y en un hospital?
—Pues sí, también en un hospital.
—Buena idea —dijo Glaisher—. Nos encargaremos de eso, milord.
—No vendría mal…, pero no tengo yo mucha fe. Últimamente no tengo mucha fe, qué le vamos a hacer. ¡Bueno, gracias a Dios ya es casi hora de cenar, así que por lo menos se puede comer! Pero, pero… ¿qué es ese alboroto?
El comisario Glaisher se asomó a la ventana. Se oyeron ruidos de pisadas.
—Están bajando algo al depósito de cadáveres. Quizá sea…
La puerta se abrió de par en par, sin ceremonia, e irrumpió el inspector Umpelty, empapado y con aire triunfal.
—Perdón, señor —dijo—. Buenas noches, milord. ¡Tenemos el cadáver!