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El testimonio del maestro del Consejo del Condado de Londres

Qué humanidad tan sumisa y medrosa.

El libro de burlas de la Muerte

Lunes, 29 de junio

Martes, 30 de junio

Paul Alexis fue enterrado el lunes, rodeado de muchas flores y una multitud de curiosos. Lord Peter estaba aún en Londres con el inspector, pero en digna representación suya fue Bunter, quien había vuelto de Huntingdonshire y, tan eficiente como siempre, llevó una bonita corona, con la dedicatoria adecuada. Presidía el duelo la señora Weldon, acompañada por Henry, de riguroso luto, y el personal del Resplendent envió una representación y un arreglo floral en forma de saxofón. El director de la orquesta, un hombre sumamente realista, había sugerido que un par de zapatillas de baile habrían resultado más simbólicas, pero casi todos opinaban lo contrario y que lo decía movido por los celos profesionales. La señorita Leila Garland hizo su aparición con indumentaria de medio luto y afrentó a la señora Weldon al arrojar un enorme ramo de violetas de Parma a la tumba en el momento más conmovedor, dejándose embargar histriónicamente por la emoción, hasta el punto de que tuvieron que llevársela, presa de un ataque de histeria. La ceremonia fue cubierta por la prensa, con fotografías incluidas, y había tanta gente en las mesas del Resplendent aquella noche que tuvieron que servir cenas en el salón Luis XV.

—Supongo que se marchará pronto de Wilvercombe —le dijo Harriet a la señora Weldon—. Este lugar tendrá recuerdos muy tristes para usted.

—De ninguna manera, hija mía. Tengo intención de quedarme aquí hasta que se disipen las nubes que amenazan la memoria de Paul. Estoy absolutamente convencida de que lo asesinó una banda soviética y considero absolutamente vergonzoso que la policía permita que ocurran estas cosas.

—Ojalá convenciera a mi madre de que se marchara —dijo Henry—. Quedarse aquí no le sentará bien. Supongo que usted se irá dentro de poco, ¿no?

—Probablemente.

La verdad es que había pocas razones para permanecer allí. William Bright había pedido permiso a la policía para marcharse y se lo concedieron, bajo promesa de mantenerlos informados de su paradero. Volvió sin demora a su alojamiento en Seahampton, recogió sus cosas y emprendió una excursión a pie hacia el norte.

—Y sería necesario que continuara bajo vigilancia —dijo el comisario Glaisher—, pero no podemos seguirlo por todos los condados de Inglaterra. No tenemos nada contra él.

Al volver a Wilvercombe el martes por la mañana, recibieron a Wimsey y al inspector con un nuevo dato.

—Ya tenemos a Perkins —dijo el comisario Glaisher.

Al parecer, tras marcharse de Darley para ir a Wilvercombe en el coche de alquiler, el señor Julián Perkins había cogido el tren de Seahampton y desde allí había continuado el viaje a pie. A unos treinta kilómetros de allí lo atropello un camión y había estado ingresado casi una semana en el hospital, inconsciente y sin poder hablar. En su escaso equipaje no había nada que sirviera para identificarlo y hasta que pudo incorporarse y empezó a recobrar la conciencia no se supo nada sobre él. En cuanto se sintió lo bastante bien para charlar un poco, descubrió que los demás pacientes hablaban sobre la investigación judicial de Wilvercombe y comentó con un lánguido aire de suficiencia que había estado en contacto con la señorita que había encontrado el cadáver. Una de las enfermeras recordó que en la radio habían emitido un programa para averiguar el paradero de alguien llamado Perkins en relación con ese caso. Avisaron a la policía de Wilvercombe y el agente Ormond fue a interrogar al señor Perkins.

Naturalmente, estaba claro por qué no había recibido respuesta la llamada de socorro, ni por parte del señor Perkins ni de sus conocidos cuando se emitió el programa radiofónico. También se aclaró por qué nadie había intentado averiguar la razón de la desaparición del señor Perkins. El señor Perkins era maestro de una escuela del Consejo del Condado de Londres y le habían concedido un permiso de tres meses por razones de salud. Estaba soltero, era huérfano, no tenía familiares cercanos y vivía en una residencia en las inmediaciones de Tottenham Court Road. Se había marchado de la residencia en mayo, tras anunciar que iba a hacer un viaje a pie y que no tendría domicilio fijo. Dejó dicho que escribiría de vez en cuando para que pudieran enviarle las cartas que recibiera en la residencia. Dio la casualidad de que no le había llegado ninguna carta desde la última vez que él les había escrito (desde Taunton, el 29 de mayo). Por consiguiente, a nadie se le había ocurrido averiguar su paradero y la llamada de socorro en la que solo se mencionaba su apellido no dejó claro si el señor Perkins al que reclamaba la policía era el señor Julián Perkins de la residencia. De todos modos, como nadie sabía por dónde andaba, nadie pudo aportar ninguna información. La policía se puso en contacto con la residencia y recibió el correo del señor Perkins, consistente en un anuncio de un sastre de tres al cuarto, una invitación para una participación de última hora en las carreras y una carta de un alumno sobre las actividades de los boy scouts.

El señor Julián Perkins no tenía precisamente aspecto de criminal, pero claro, nunca se sabe. Lo interrogaron recostado en la cama y, con la chaquetilla roja del hospital, con la cara sin afeitar, angustiada y toda vendada, de la que sobresalían las gafas con montura de concha, producía un efecto tragicómico.

—De modo que abandonó el viaje y volvió a Darley con esa señorita —dijo el agente Ormond—. ¿Puedo preguntarle por qué, señor?

—Quería ayudar a la señorita.

—Claro, señor, es natural, pero la verdad es que no pudo ayudarla mucho.

—No. —El señor Perkins revolvió la sábana—. Dijo que si íbamos a buscar el cadáver, pero claro yo…, pues pensé que yo no tenía nada que ver con eso. No soy precisamente fuerte y, además, la marea estaba subiendo, así que pensé…

El agente Ormond esperó paciente.

El señor Perkins alivió de repente su conciencia con una confesión.

—La verdad es que no quería continuar caminando por la carretera. Me daba miedo que el asesino estuviera por allí acechando.

—Conque el asesino, ¿eh? ¿Y por qué pensó que era un asesinato?

El señor Perkins se encogió entre las almohadas.

—La señorita dijo que podía ser un asesinato. Yo es que no soy muy valiente, bueno, desde que tuve esa enfermedad…, pues estoy de los nervios, bueno, es una cuestión de nervios… Y físicamente no soy muy fuerte. No me gustaba nada la idea.

—Pues no me extraña, señor. —La campechanía del agente asustó un poco al señor Perkins, como si hubiera notado cierta falsedad en su tono de voz—. Así que cuando llegó a Darley pensó que la señorita estaba en buenas manos y no necesitaba más protección, de manera que se marchó sin despedirse.

—Sí. Sí. Yo… Es que no quería meterme en líos. No es muy agradable, dada mi posición. Un profesor tiene que tener cuidado. Además…

—Dígame, señor.

En otro arrebato, el señor Perkins siguió confesando.

—Me lo pensé mejor. Me parecía todo muy raro. Pensé que quizá la señorita… No sé, a veces te enteras de esas cosas… pactos de suicidio… No quería que me relacionaran con nada parecido. Reconozco que soy muy tímido, tampoco soy precisamente un hombre fuerte desde la enfermedad que tuve y entre unas cosas y otras…

El agente Ormond, que tenía cierta imaginación y mucho sentido del humor, si bien un tanto rudimentario, disimuló una sonrisa con la mano. De repente se imaginó al señor Perkins aterrorizado, renqueando con ampollas en los pies, entre la espada y la pared, huyendo a la desesperada de la perspectiva de un maníaco homicida en la Hornilla para verse asediado por la pesadilla de estar acompañando a una posible asesina despiadada e inmoral.

Chupó el lápiz y volvió a empezar.

—Sí, señor. Comprendo lo que quiere decir. Una situación muy desagradable. Pero, por simple rutina, tenemos que comprobar los movimientos de todas las personas que pasaron por la carretera de la costa aquel día, si bien no tiene nada de que preocuparse. —El lápiz era de mina indeleble y dejaba un sabor desagradable en la boca. Se pasó la lengua rosada por los labios teñidos de morado y al señor Perkins, con su imaginación de duende encantado, se le antojó un enorme perro saboreando un hueso bien jugoso—. ¿Y dónde estaría usted a eso de las dos, señor?

El señor Perkins se quedó con la boca abierta y balbuceó:

—Yo… pues… Yo…

Intervino una enfermera que andaba rondando por allí.

—Espero que no tenga que seguir mucho tiempo, agente —dijo mordaz—. No hay que alterar a mi paciente. A ver, número veintidós, tome un sorbito de esto e intente mantener la calma.

—Gracias, estoy bien. —El señor Perkins tomó un sorbito y recuperó el color—. Puedo decirle con exactitud dónde estaba a las dos. Toda una suerte que me pregunte por esa hora. Toda una suerte. Estaba en Darley.

—Efectivamente. Muy adecuado —dijo el señor Ormond.

—Sí, y puedo demostrarlo. Verá, es que venía de Wilvercombe y me compré una loción de calamina allí. Supongo que el farmacéutico se acordará de mí. Tengo la piel muy sensible y hablamos un poco sobre el asunto. No sé dónde está la farmacia, pero usted podrá averiguarlo. No, no recuerdo la hora exacta. Después seguí andando hasta Darley. Son más de seis kilómetros. Debe de tardarse un poco más de una hora, así que debí de salir de Wilvercombe a eso de la una.

—¿Dónde pasó la noche anterior?

—En Wilvercombe, en el albergue. Si quiere, allí encontrará mi nombre.

—Un poco tarde para emprender la excursión, ¿no, señor?

—Pues sí, pero es que no había dormido bien. Me sentía como con fiebre… Con insolación, ¿sabe? Es que me pongo así, con sarpullidos y todo, como le pasa a mucha gente. Ya le he dicho que tengo la piel muy sensible. Fue por el sol tan fuerte de la semana anterior. Yo esperaba mejorar, pero como me puse peor, afeitarme fue un martirio, un auténtico martirio. Así que me quedé en la cama hasta las diez, desayuné ya tarde, a la once, y llegué a Darley a eso de las dos. Sé que eran las dos porque le pregunté la hora a un hombre.

—¿Ah, sí, señor? Qué suerte. Seguro que podemos corroborarlo.

—Claro que sí. No les costará trabajo encontrarlo. No fue en el pueblo, sino en las afueras. Era un caballero que había acampado por allí. Bueno, he dicho un caballero, pero no se portó como tal.

El agente Ormond por poco no dio un salto. Era un hombre joven, soltero, entusiasta y profesaba a lord Peter Wimsey una admiración rayana en la idolatría. Le fascinaban la ropa de Wimsey, su coche y su asombrosa habilidad deductiva. Wimsey había dicho que encontrarían el oro en el cadáver y hétenos aquí que así fue. Había dicho que en cuanto la investigación hubiera determinado la hora de la muerte, daría la casualidad de que Henry Weldon tendría una coartada para las dos de la tarde, y allí estaba la coartada, coincidiendo como la marea con la luna. Y como también había dicho que aquella coartada era frágil, el agente Ormond estaba decidido a destrozarla.

Preguntó, con cierto recelo, por qué había consultado la hora a un desconocido en lugar de haber preguntado en el pueblo.

—Es que no se me ocurrió hacerlo en el pueblo. Allí no me paré en ningún sitio. Después empecé a pensar en comer. Había mirado el reloj como unos dos kilómetros antes, cuando eran las dos menos veinticinco, así que pensé en llegar hasta el mar y comer allí, en la orilla. Cuando volví a mirar el reloj, todavía eran las dos menos veinticinco, así que me di cuenta de que se me había parado y que había pasado tiempo. Vi un caminito que bajaba hacia el mar, y por allí me metí. Al pie había un espacio abierto, con un coche y una pequeña tienda de campaña, donde un hombre estaba trasteando con el coche. Era un hombre corpulento, de pelo oscuro, cara rubicunda y gafas oscuras. Me dijo que eran las dos menos cinco. Puse mi reloj en hora, le di las gracias y le dije algo, no sé qué, sobre el sitio tan bonito que había elegido para acampar. Me contestó con una grosería y pensé que a lo mejor estaba enfadado porque no le funcionaba el coche, así que le pregunté, de la forma más educada posible, si le ocurría algo. Eso fue todo. No entiendo por qué se sintió ofendido, pero así fue. Le reprendí y le dije que solo lo preguntaba por pura cortesía, por saber si podía ayudarle en algo, pero él me soltó un insulto tremendo y…

El señor Perkins se sonrojó, vacilante.

—¿Sí? —dijo el agente Ormond.

—Pues… Lamento decirlo, pero perdió el control hasta el extremo de agredirme.

—¿Cómo? ¿Qué hizo?

—Me… me dio una patada —dijo el señor Perkins, casi con un chillido—, en… el…, o sea, por detrás.

—¡No me diga!

—Pues sí. Yo, por supuesto, no respondí. No me parecía… digno. Me alejé de allí y le dije que se avergonzaría cuando recordara lo que había hecho. Lamento decir que entonces echó a correr detrás de mí y pensé que lo mejor sería no tener nada que ver con semejante persona, así que me marché y comí en la playa.

—En la playa, ¿eh?

—Sí. Estaba…, o sea, yo estaba mirando en esa dirección cuando me agredió y lo que menos deseaba era volver a pasar junto a esa persona. Por el mapa que llevaba, sabía que se puede ir a pie desde Darley hasta Lesston Hoe, así que eso es lo que hice.

—Ya. Así que almorzó a la orilla del mar. ¿Por dónde? ¿Y cuánto tiempo se quedó allí?

—Pues me quedé a unos cincuenta metros del sendero. Quería darle a entender a ese hombre que no podía intimidarme. Me senté donde podía verme y me puse a comer.

El agente Ormond tomó nota mentalmente de que la patada no podía haber sido muy fuerte, pues el señor Perkins se había sentado.

—Creo que estuve allí como unos tres cuartos de hora.

—¿Y quién pasó por la playa durante ese tiempo? —preguntó Ormond con cierta brusquedad.

—¿Que quién pasó por la playa? Pues nadie.

—¿Ni mujer, ni hombre ni niño? ¿Ningún barco? ¿Ningún caballo? ¿Nada?

—Nada en absoluto. La playa estaba completamente desierta. Incluso ese hombre tan odioso se marchó al final. Es decir, justo antes de que yo me marchara. No lo perdí de vista, por si acaso quería jugarme otra mala pasada.

El agente Ormond se mordisqueó los labios.

—¿Y qué estuvo haciendo ese hombre todo ese tiempo? ¿Enredando en el coche?

—No. Me dio la impresión de que acabó bastante pronto. Estaba haciendo algo junto a la hoguera, supongo que cocinando. Después subió por el sendero.

El policía se quedó pensando unos momentos.

—¿Y qué hizo usted entonces?

—Fui andando muy despacio por la playa hasta llegar a un sendero que discurre entre unos muros de piedra. Llega hasta unas casas. Por allí llegué a la carretera y cuando encontré a la señorita me dirigía a Lesston Hoe.

—¿Volvió a ver al hombre de las gafas oscuras aquella tarde?

—Sí. Cuando volvía con la señorita, él salió del sendero. Me fastidió muchísimo que, sin ninguna necesidad, ella se pusiera a hablar con él. Yo seguí andando, porque no tenía ningunas ganas de soportar otra grosería.

—Lo comprendo, señor. Está muy claro. Pero me gustaría hacerle una pregunta muy importante. La siguiente vez que tuvo la oportunidad de poner en hora su reloj, ¿iba adelantado o atrasado, y cuánto tiempo?

—Lo comparé con el reloj del garaje de Darley. Eran exactamente las cinco y media.

—¿Y no lo había cambiado hasta entonces?

—No… ¿Por qué?

El agente Ormond miró con severidad al señor Perkins, cerró el cuaderno con un golpe seco, sacó la mandíbula inferior y dijo con tranquilidad pero también con firmeza:

—Verá, señor. Nos encontramos ante un caso de asesinato. Sabemos que alguien pasó por esa playa entre las dos y las tres de la tarde. ¿No sería mejor que dijera la verdad?

Los ojos del señor Perkins reflejaron el miedo que sentía.

—Yo no… Yo no… —empezó a decir, apenas sin fuerzas.

Sus manos se aferraron a la sábana. Después se desmayó y la enfermera, toda afanosa, echó al agente de la habitación.