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La prueba del diccionario

No es sino una clave sin sentido.

La tragedia de la novia

Martes, 30 de junio

Era estupendo saber que el testimonio de Perkins era falso, pensó el agente Ormond, pero el problema consistía en demostrarlo. Había dos posibles explicaciones. O Perkins mentía, o Weldon lo había engañado deliberadamente. Si se trataba de lo primero, la policía tendría que enfrentarse con la famosa dificultad de demostrar una negación. Si se trataba de lo segundo, una consulta al señor Polwhistle, del taller de Darley, probablemente aclararía el asunto.

El señor Polwhistle y el mecánico estaban más que dispuestos a colaborar. Recordaban a la perfección al señor Perkins, cosa nada sorprendente, dado que la llegada de un desconocido para alquilar un coche era algo que raramente ocurría en Darley. Recordaban que el señor Perkins había sacado su reloj para comparar la hora con la del reloj del taller, comentando que se le había parado y que había tenido que preguntar la hora por el camino. Después añadió: «Ah, sí, parece que va bien», y preguntó si el reloj del taller era de fiar y cuánto tardarían en llegar a Wilvercombe.

—¿Y su reloj es de fiar?

—Por lo menos aquel día, sí.

—¿Cómo que aquel día?

—Bueno, es que se atrasa un poquito y «la» pusimos en hora el jueves por la mañana, ¿no, Tom?

Tom dijo que sí y añadió que funcionaba ocho días a la semana, y que tenía la costumbre de «darla cuerda» los jueves por la mañana, porque el jueves era un día importante, por el mercado de Heathbury, el centro alrededor del cual se desarrollaba todo el comercio de la región.

Aquella prueba parecía inamovible. Cierto que ni el señor Polwhistle ni Tom habían visto la esfera del reloj del señor Perkins, pero ambos declararon que él había dicho: «Sí, parece que va bien». Por consiguiente, si había alguna divergencia de hora, Perkins debió de ocultar deliberadamente la esfera del reloj. Resultaba un tanto llamativo que Perkins hubiera insistido tanto en si su reloj funcionaba bien. El agente Ormond volvió a montarse en su motocicleta y regresó a Wilvercombe, más convencido que nunca de que Perkins era un embustero sin escrúpulos.

—Verá, señor —empezó a exponer Ormond, respetuosamente—, he estado pensando que si Weldon o quien sea pasó por la playa que hay entre Darley y la Hornilla, alguien tuvo que verlo. ¿Hemos preguntado a todas las personas que estuvieron por los acantilados a esa hora más o menos?

—Venga, muchacho, no creerá que no se me había ocurrido —contestó el inspector con frialdad—. He interrogado a todos los que pasaron por allí entre la una y las dos, y nadie vio ni un alma.

—¿Y los habitantes de esas casas?

—¿Esos? —El inspector soltó un bufido—. Esos sí que no verían nada, aunque los mataran… Ni hablar, si el viejo Pollock está metido en el asunto, como suponemos…, siempre y cuando haya algún asunto en el que estar metido, claro. De todos modos, vaya a ver qué puede hacer, joven, y si les sonsaca algo, dejaré este asunto en sus manos. El viejo Pollock está pero que muy enfadado y ni él ni ese cuñado suyo, Billy Moggeridge, contarán nada a la policía, pero de todos modos vaya allí. Es usted un soltero de buen ver, así que quizá pueda sonsacar algo a las mujeres.

Sonrojado, Ormond se dirigió a las casas, donde comprobó con alivio que todos los hombres estaban fuera y las mujeres ocupadas en el lavado. Al principio no lo recibieron con cordialidad, pero tras despojarse de la chaqueta del uniforme, echarle una mano a la joven señora Pollock con el rodillo y llevar dos cubos de agua del pozo a la señora Moggeridge, el ambiente se volvió menos tenso y pudo plantear las preguntas.

Pero los resultados fueron decepcionantes. Las mujeres tenían muy buenas razones para no haber visto ni caballo ni jinete algunos el jueves 18. Como de costumbre, la familia había comido a las doce, y después había que terminar de planchar. El señor Ormond comprobó por sí mismo que la señora Pollock y la señora Moggeridge tenían una buena pila de ropa que despachar. Estaban el abuelo y la abuela Pollock, y encima Jem, que era muy quisquilloso con las camisas y los cuellos de las camisas, y Arthur, Polly, Rosie, Billy Moggeridge, Susie, Fanny, el pequeño David y el niño, y el niño de Jenny Moggeridge, Charles, que había llegado por accidente y lo cuidaba la señora Moggeridge porque Jenny estaba sirviendo en una casa, y todos daban mucho trabajo, por lo que a veces no se acababa de lavar hasta el sábado, y no era de extrañar, entre los jerséis y los calcetines de los hombres y otras cosas, y encima había que ir a buscar el agua. Aquella tarde nadie había salido de casa, solo a la parte trasera, por lo menos hasta después de las tres, cuando Susie estuvo pelando las patatas para la cena en el jardín delantero. Susie vio a un caballero, con pantalones cortos y mochila, subiendo por el sendero desde la orilla del mar, pero no debía de ser el hombre por el que preguntaba el señor Ormond, porque llegó a la casa más tarde con una señorita que les contó que había encontrado un cadáver. No obstante, el señor Ormond se alegró de oír hablar sobre ese caballero. Llevaba gafas de concha, subió por el sendero «entre las tres y media y las cuatro» y siguió por la carretera hacia Lesston Hoe. Naturalmente, debía de ser Perkins y el rápido cálculo que hizo demostró que la hora encajaba bastante bien con la historia que él había contado y con la de Harriet. Esta lo había visto a las cuatro, como un kilómetro más adelante. Pero eso no probaba nada y el intervalo crucial, entre la una y media y las tres, seguía sumido en la oscuridad.

Confuso y descontento, Ormond volvió lentamente a Darley, observando por el camino lo poco de la playa que se veía desde la carretera. En realidad, la carretera solo discurría a ambos lados de la Hornilla aproximadamente un kilómetro y medio por el borde de los acantilados. Allí había un extenso prado y la altura del acantilado no permitía ver la arena. No habría sido tan arriesgado ir a caballo hasta la Hornilla a plena luz del día y cometer un asesinato, pues no era de extrañar que ningún viajero hubiera visto la yegua desde la carretera, pero ¿había pasado por allí? Tenían la herradura como prueba, y el perno en la roca como indicio. Lo que de verdad preocupaba al agente Ormond era el perno de la argolla, porque si no estaba allí para amarrar el caballo, ¿para qué estaba? Y según la última teoría de Wimsey, era necesario que hubieran soltado al animal para que volviera solo antes de llegar a la Hornilla.

Y era una teoría que dejaba mucho que desear, desde el punto de vista del asesino. ¿Cómo iba a saber si la yegua volvería o se quedaría por allí llamando la atención? En realidad, tras haber recorrido a galope tendido más de siete kilómetros, era más que probable que hubiera querido descansar. Dejando a un lado el perno de la argolla, ¿no cabía la posibilidad de que hubieran atado la yegua en otro sitio, para recogerla después? Pero había razones de peso para no pensarlo. No había ni postes ni escolleras en la orilla a los que se la hubiera podido sujetar, y, si el asesino la había llevado bajo el acantilado, tendría que haber dejado dos hileras de huellas, las huellas de la yegua al ir y las suyas al volver. Pero también podía haber pensado que no habría sido prueba de nada si se encontraban a cierta distancia de la Hornilla. Quizá mereciera la pena volver a examinar la orilla desde ese punto de vista.

Dicho y hecho. Llegó hasta la Hornilla y bajó por el mismo camino que Harriet, siguiendo por el pie del acantilado en dirección a Darley. Tras explorar una media hora, encontró lo que andaba buscando. Había una cavidad en el acantilado donde en algún momento se había desplomado una piedra. Embutido entre las rocas había un gran poste de madera, que seguramente en otra época había formado parte de una cerca, erigida sin duda para evitar que personas o animales pasaran a la zona peligrosa de los acantilados. Si habían llevado la yegua hasta allí, fácilmente podrían haberla atado al poste y, protegida por un saliente de la roca y el montón de piedras caídas, habría permanecido prácticamente invisible, tanto desde el mar como desde la carretera.

Aquel hallazgo le resultó gratificante, pero habría sido aún más gratificante si hubiera encontrado algún indicio positivo de que aquello era lo que realmente había ocurrido. La arena estaba tan suelta y tan seca que no podía confiar en dar con huellas reconocibles por encima de la línea de pleamar y, a pesar de que examinó el poste minuciosamente con una lupa, tampoco encontró indicios de que hubieran atado un caballo. En aquel momento una fibra de cuerda o un par de pelos de caballo habrían alegrado más a Ormond que un billete de banco, y un montón de excrementos de caballo habrían valido su peso en rubíes. Pero su atento escrutinio no se vio recompensado por la aparición de objetos tan vulgares. Vio el trozo de madera y el hueco en el acantilado, pero nada más.

Moviendo la cabeza fue hasta la orilla, y se dirigió a buen paso a la Hornilla. Descubrió que a esa velocidad un agente de policía joven, un tanto fornido y completamente uniformado, en un día tan caluroso de verano, podía recorrer esa distancia en doce minutos exactos. Era demasiado. Según los cálculos de Wimsey, Weldon no habría tenido más de cinco minutos y, además, andando. Ormond volvió a subir el acantilado, se montó en la motocicleta y se puso a hacer cuentas mentalmente.

Las cuentas ya habían adquirido una forma definitiva antes de que hubiera llegado a la comisaría.

—Yo lo veo así, señor —le dijo al comisario Glaisher—. Hemos seguido una línea de investigación en la que Perkins le estaba proporcionando una coartada a Weldon. ¿Y si fuera al revés? ¿Y si Weldon le estuviera proporcionando la coartada a Perkins? ¿Qué sabemos de Perkins? Solo que es maestro y que nadie lo ha tenido controlado desde mayo. Dice que durmió en Wilvercombe y que esa mañana no salió hasta la una. Me parece un poco raro. La única prueba que ofrece es que compró algo en la farmacia… Ni se acuerda del nombre de la farmacia ni tiene clara la hora. Bien. Sabemos que Weldon estuvo en Wilvercombe esa mañana, pero tampoco se ha llegado a aclarar a qué hora. Vamos a suponer que los dos llegaron a un acuerdo y que Perkins vino a Darley y recogió la yegua.

—Tendríamos que averiguar si alguien lo vio pasar por el pueblo.

—Eso es, señor. Tenemos que comprobarlo, claro, pero supongamos que realmente llegó allí alrededor de la una y cuarto. Entonces habría tenido tiempo de sobra para haberse llevado la yegua, atarla al poste, ir hasta la roca y cometer el asesinato.

—A ver, un momento —dijo Glaisher—. Ese sitio está a quince minutos de la roca y eso andando muy rápido.

—Más bien corriendo, señor.

—Sí, pero con la arena húmeda o más bien por el agua. Digamos que algo más de un kilómetro y medio. Bien. Con eso a la yegua le quedan cinco kilómetros y medio. A unos trece kilómetros por hora, se necesitarían… Trece kilómetros en sesenta minutos…, un kilómetro y medio multiplicado por… —Glaisher siempre tenía que hacer las reglas de tres en los márgenes de los cuadernos: aquel era el mayor escollo con el que se había tropezado para el ascenso—. A ver, treinta multiplicado por trece y dividido por… ¡Vaya por Dios!

Ormond, que tenía el don de sumar tres columnas de cifras mentalmente, se quedó esperando respetuosamente.

—Para mí que unos veintiséis minutos —concluyó Glaisher.

—Sí, señor.

—Eso significa… —Glaisher miró la esfera del reloj de la comisaría, moviendo los labios—. Las dos menos cuarto y, si le quitamos otros veintiséis minutos…, la una y diecinueve minutos.

—Sí, señor, y además tenemos que sumar otros cuatro minutos para que atara la yegua al poste. Tendría que haber salido de Darley a la una y cuarto.

—Pues sí. Solo estaba comprobando sus cálculos. En ese caso, tendría que haber estado en el pueblo alrededor de la una y diez.

—Así es, señor.

—¿Y cómo y cuándo volvió a recoger la yegua, Ormond?

—Es que no lo hizo, señor, en mi opinión.

—Y entonces, ¿qué pasó?

—Pues desde mi punto de vista es así, señor: el error que hemos cometido es pensar que todo lo hizo la misma persona. Vamos a suponer que ese tal Perkins comete el asesinato a las dos y después se esconde debajo de la Hornilla, como habíamos pensado. No puede salir de allí hasta las dos y media. Lo sabemos porque la señorita Vane estuvo allí hasta esa hora. Pues entonces, a las dos y media, ella se larga y él también, pero él vuelve.

—¿Y por qué iba a volver a pie en lugar de continuar? Ah, claro… La hora tiene que encajar con la coartada de Weldon para las dos menos cinco.

—Así es, señor. Pues bien, si hubiera vuelto directamente a pie a la casa de Pollock, que está a unos tres kilómetros de la Hornilla, yendo a una velocidad de cinco kilómetros por hora, habría llegado allí a las tres y diez, pero Susie Moggeridge dice que no lo vio hasta las tres y media o las cuatro, y no veo por qué tendría que mentir la muchacha.

—A lo mejor también está metida en el ajo. Tenemos nuestras dudas sobre Pollock.

—Sí, señor, pero si la chica estuviera mintiendo, lo haría para defender a la otra parte. No le daría más tiempo del que necesitaba para volver desde la Hornilla. No, señor. Lo que creo es que Perkins tuvo que pararse para hacer algo en el camino y creo que sé para qué. De acuerdo, el médico puede decir que el hombre que se cortó el cuello no tenía sangre en el cuerpo, pero otra cosa es que no se la pusieran de alguna manera… Eso no tiene nada que ver. Creo que Perkins tuvo que pararse para arreglarse un poco. Podría llevar fácilmente una camisa y un par de pantalones en la mochila para cambiarse. Incluso le podría haber dado un rápido lavado a los que llevaba. Supongamos que lo hizo y que llegó a casa de Pollock alrededor de las cuatro menos cuarto. Sube por el sendero, donde lo ve Susie Moggeridge, y sigue andando un kilómetro o así, hasta que se encuentra con la señorita Vane a las cuatro… Y así fue.

—¡Hummm…! —Glaisher le dio vueltas a esa idea en la cabeza. Tenía sus puntos interesantes, pero dejaba muchas cuestiones en el aire—. Sí, Ormond, pero ¿y la yegua?

—Verá, señor, solo sabemos de una persona que pudiera devolver la yegua a su sitio y es Weldon, y solo una hora a la que hubiera podido hacerlo y es entre las cuatro, cuando Polwhistle y Tom se despidieron de él, y las cinco y veinte, cuando la señorita Vane lo vio en Darley. Vamos a ver qué tal sale, señor. Desde el sendero de Hinks hasta el sitio donde dejaron la yegua hay como cinco kilómetros y medio. Pudo salir a las cuatro, recorrer esa distancia en una hora o un poco menos, volver corriendo y estar allí a las cinco y veinte, a tiempo de que los otros dos lo vieran. Encaja perfectamente, ¿no?

—Pues sí, Ormond, encaja, como usted dice, pero yo diría que por los pelos. ¿Por qué cree que Perkins volvió con la señorita Vane en lugar de continuar hacia Lesston Hoe?

—A lo mejor para averiguar qué pensaba hacer ella, señor, o simplemente para parecer inocente. Supongo que le sorprendería verla allí, porque no sabía que había ido a Brennerton, así que no me extraña que se preocupara cuando ella se dirigió a él. Quizá pensara que volver con ella sería lo más descarado y lo mejor. O quizá estuviera angustiado por no saber si Weldon había vuelto bien con el jamelgo. Se cuidó mucho de no hablar con Weldon cuando se vieron, incluso podría decirse que se tomó muchas molestias para no tener nada que ver con él. Y con respecto a cómo se largó, si uno se para a pensarlo, es natural, en el supuesto de que tuviera los pantalones y lo demás manchados de sangre en la mochila.

—Tiene usted respuesta para todo, Ormond. A ver, otra pregunta. ¿Por qué demonios, si todo eso es verdad, no fue Perkins en la maldita yegua hasta la roca, mientras tanto? Podría haberla devuelto y atado tranquilamente.

—Sí, señor, y a juzgar por el perno de la argolla, supongo que eso debió de ser lo primero que pensó, pero hoy he estado echando un vistazo por los acantilados y me he dado cuenta de que desde la Hornilla solo hay como un kilómetro y medio de la carretera que discurre al borde desde donde se puede ver bien la playa. Cuando se lo pensaron mejor, igual cayeron en la cuenta de que un hombre a caballo en esa parte de la playa habría llamado mucho la atención, así que Perkins escondió el caballito donde la playa ya no está a resguardo y siguió a pie por la orilla, pensando que así sería menos visible.

—Sí, puede que tenga razón, pero todo depende de cuándo pasó Perkins por Darley. Tenemos que averiguarlo. Un momento, Ormond. No digo que no haya pensado muy bien todo esto, y me gusta que tenga iniciativa y que haya abierto una línea de investigación propia, pero no podemos ir detrás de los acontecimientos cuando todo está dicho y hecho.

—No, señor. Por supuesto que no, señor, pero si no fuera Perkins, podría ser otro.

—¿Qué otro?

—El cómplice, señor.

—Otra vez dando vueltas con lo mismo, Ormond.

—Sí, señor.

—Bueno, márchese y a ver qué saca en claro.

—Sí, señor.

Glaisher se frotó la barbilla pensativo cuando Ormond salió. Aquel asunto le tenía preocupado. El jefe de policía le había metido prisas aquella mañana y se había mostrado desagradable con él. Militar de la vieja escuela, el jefe de policía pensaba que Glaisher estaba mareando la perdiz. Para él saltaba a la vista que aquel forastero bailarín, bastante despreciable, se había cortado el cuello, así que más valía dejarlo como estaba. A Glaisher le habría gustado dejarlo como estaba, pero estaba realmente convencido de que tenía que haber algo más. No tenía la conciencia tranquila… En ese caso nunca la había tenido. Había demasiadas circunstancias extrañas. La navaja de afeitar, los guantes, los incomprensibles movimientos de Weldon, la reserva del señor Pollock, la herradura, el perno, el error de Bright con las mareas y, sobre todo, las cartas en clave y la fotografía de la misteriosa Feodora. Por separado, cada una de ellas podía tener una explicación normal y corriente, pero sin duda no todas en conjunto. Le había planteado sus dudas al jefe de policía, quien le había dado permiso, si bien a regañadientes, para que siguiera con las pesquisas, pero no estaba nada contento.

Se preguntó qué estaría haciendo Umpelty. Se había enterado de la excursión que había hecho a Londres con Wimsey y consideraba que aquello solo había servido para sumir las cosas en una oscuridad aún mayor. Y, encima, el pesado de Bright. Según le habían informado, Bright se dirigía Londres. Iba a costar bastante trabajo mantenerlo bajo vigilancia… sobre todo porque no acababa de ver ninguna razón para ello. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho Bright? Era un personaje que dejaba mucho que desear y había confundido la marea alta con la baja, pero en todos los demás aspectos parecía haber dicho la pura verdad. Glaisher se daba cuenta de que, por motivos absurdos, se estaba granjeando la antipatía de la policía de al menos seis condados.

Decidió quitarse ese caso de la cabeza y aplicarse a asuntos rutinarios, como pequeños hurtos e infracciones de tráfico, y así pasó el resto de la tarde. Pero después de cenar el problema de Paul Alexis empezó a reconcomerlo de nuevo. Umpelty había informado del resultado de varias pesquisas de rutina sobre Perkins, el único dato interesante de las cuales consistía en que el individuo en cuestión era miembro del Club Soviético y simpatizaba con los comunistas. Con quién si no iba a simpatizar, pensó Glaisher; siempre eran las personas débiles, gentiles y tímidas quienes ansiaban la revolución y el derramamiento de sangre. Pero, si eso se relacionaba con las cartas en clave, el asunto revestía cierta importancia. Se preguntó cuándo estarían disponibles las fotografías de las cartas encontradas en el cuerpo de Alexis. Se angustió, se peleó con su mujer, pisó sin querer al gato y decidió pasarse por el Bellevue a ver a lord Peter Wimsey.

Wimsey estaba fuera y, tras hacer unas preguntas, Glaisher llegó a la casa de la señora Lefranc, donde no solo encontró a Wimsey, sino al inspector Umpelty, sentados con Harriet en el dormitorio y cuarto de estar que en su momento había ocupado Paul Alexis, los tres entregados a una especie de concurso para encontrar la palabra que faltaba. Había libros por todas partes, y Harriet, Diccionario Chambers en mano, leía palabras a sus compañeros.

—¡Hola, comisario! —exclamó Wimsey—. Pase, pase. Seguro que a nuestra anfitriona le encantará verlo. Estamos descubriendo cosas.

—¿De veras, milord? Pues nosotros también… Bueno, al menos ese muchacho, Ormond, ha andado husmeando por ahí, por así decirlo.

Se lanzó en picado a contar la historia. Se alegraba de ver cómo reaccionaban otros. Umpelty soltó un gruñido. Wimsey cogió un mapa y una hoja de papel y se puso a calcular distancias y horas. Hablaron de ello. Discutieron sobre la velocidad de la yegua. Wimsey parecía pensar que la había subestimado. Pediría al dueño que le dejara el animal, le haría una prueba… Harriet no dijo nada.

—Y tú, ¿qué piensas? —le preguntó Wimsey bruscamente.

—No me creo ni media palabra —contestó Harriet.

Glaisher se echó a reír.

—Como suele decirse, la intuición de la señorita Vane es muy distinta —dijo.

—No se trata de intuición —replicó Harriet—. Eso no existe. Es sentido común, o sentido artístico, si lo prefiere. Todas esas teorías… son erróneas. Son artificiales. Se les ve el truco.

Glaisher volvió a reírse.

—No lo entiendo, francamente.

—Estos hombres… —dijo Harriet—. Se han entusiasmado con tanto número y tanto horario y han perdido de vista lo que realmente nos ocupa, pero es completamente artificioso, se viene abajo por todas partes. Es como… como la trama de una mala novela, construida en torno a una idea que no puede funcionar. Se les ha metido en la cabeza que Weldon, el caballo y Perkins tienen que estar implicados a toda costa y, cuando se tropiezan con una contradicción, dicen: «Bueno, ya lo solucionaremos. Que ahora haga esto o lo otro, y ya está». Pero la gente no puede hacer cosas solo para complacerlos, no en la vida real. ¿Por qué se sienten obligados a meter a todas estas personas en el asunto?

—No me negará que hay muchas cosas que necesitan una explicación —dijo Umpelty.

—Por supuesto que hay muchas cosas que necesitan explicación, pero sus explicaciones resultan más increíbles que el problema en sí. Es imposible que nadie planeara así un asesinato. Unas veces los hacen parecer demasiado ingeniosos y, otras, demasiado tontos. Sea cual sea la explicación, tiene que ser más sencilla, más amplia, no tan… cicatera. ¿No entienden lo que quiero decir? Están preparando una acusación, ni más ni menos.

—Sí, entiendo lo que quieres decir —contestó Wimsey.

—Desde luego que es un poco complicado —reconoció Glaisher—, pero si no presentamos una acusación contra Weldon, Bright y Perkins o contra uno o dos de ellos…, ¿contra quién si no? ¿Los bolcheviques? Y, además, el tal Perkins es bolchevique o comunista, y si está en el ajo, también lo estará Weldon, porque tienen una coartada común.

—Sí, pero todo lo que plantean ustedes es así. En primer lugar, quiere que Weldon sea culpable, por el dinero de su madre, y después dice que Perkins debe de ser su cómplice porque le ha ofrecido una coartada a Weldon. Ahora resulta que quiere que Perkins sea culpable porque es comunista, así que dice que Weldon tiene que ser el cómplice, porque le está ofreciendo una coartada a Perkins. Pero es sencillamente imposible que esas dos teorías sean ciertas. ¿Y cómo se conocieron Weldon y Perkins?

—Todavía no hemos terminado las pesquisas.

—Ya, pero parece un tanto inverosímil, ¿no? Un maestro de Tottenham Court Road, de Londres, y un agricultor de Huntingdonshire. ¿Cómo? ¿Qué probabilidades hay? Y con respecto a Bright…, no existe nada, absolutamente nada para relacionarlo con ninguno de los otros dos. Y si lo que ha contado es verdad, tampoco existe la menor prueba de que Alexis no se suicidara. En cuyo caso, si quieren probar que fue asesinato, habrá que relacionar a Bright con quienquiera que lo cometiese, y no han encontrado el menor indicio de que hubiera comunicación entre él y Waldon o Perkins.

—¿Ha recibido Bright alguna carta? —le preguntó Wimsey a Umpelty.

—Ni una letra, por lo menos desde que apareció aquí.

—Con respecto a Perkins, pronto daremos con algo —dijo Glaisher—. Naturalmente, que le dieran ese golpe y tuviera que quedarse tanto tiempo en la cama debe de haber desconcertado a sus cómplices tanto como a nosotros. Quizá haya un montón de correspondencia aguardándolo en algún domicilio, con otro nombre, en cualquier ciudad.

—¿Por qué se empeña en que sea Perkins? —protestó Harriet—. ¿De verdad piensa que Perkins recorrió la playa a caballo, a pelo, y le cortó el cuello a un hombre con una navaja?

—¿Y por qué no? —contestó Umpelty.

—¿Se lo parece?

—¿«Lo parezco?», dijo la jota. «Y por cierto que no lo parecía, al estar hecha de cartulina.» No he visto a ese tipo, pero reconozco que su descripción no deja demasiadas esperanzas. —Wimsey sonrió—. Pero nunca se sabe. El amigo Henry me tomó por alguien de un club nocturno.

Harriet lanzó una breve ojeada a las esbeltas piernas y el ágil cuerpo de Wimsey.

—¿Qué quieres? ¿Que te regalen los oídos? —dijo con frialdad—. Todos sabemos que tus aires lánguidos son fingidos y que eres capaz de hacer maravillas con tus manos de artista. Perkins es fofo, tiene cuello de pollo y manos como chancletas. —Se volvió hacia Glaisher—. No me imagino a Perkins en el papel de forajido. Pero si lo que tenía usted al principio contra mí era mejor…

Glaisher parpadeó, pero recibió impasible el golpe.

—Sí, señorita. Había mucho que decir al respecto, desde luego.

—Desde luego. Por cierto, ¿por qué lo dejó?

Glaisher comprendió por instinto que pisaba terreno resbaladizo.

—Pues parecía demasiado evidente, digamos —contestó—, y además no pudimos establecer ninguna relación entre el difunto y usted.

—Fue usted muy inteligente al hacer esas pesquisas. Porque, naturalmente, solo contaba con mi palabra, ¿no? Y esas fotografías demostraban que soy una persona con mucha sangre fría y, además, mi historia anterior estaba… ¿digamos que llena de percances?

—Pues sí, señorita.

Los ojos del comisario no reflejaban expresión alguna.

—¿Y a quién le preguntó, por cierto?

—A su asistenta —contestó Glaisher.

—¡Ah! ¿Cree que ella sabe si conocía a Paul Alexis?

—Según nuestra experiencia, la mayoría de las asistentas saben esas cosas —contestó el comisario.

—Así es. ¿Y ya ha dejado de sospechar de mí?

—Sí, sí, por Dios.

—¿Por el testimonio de mi asistenta sobre mi manera de ser?

—Complementado por nuestra propia observación.

—Ya.

Harriet miró con dureza a Glaisher, pero el comisario era inmune a esa clase de tercer grado y se limitó a sonreír de manera insulsa. Wimsey, que había escuchado el diálogo con cara de palo, decidió concederle al impasible policía el primer premio por el tacto que había mostrado. Terció en la conversación con un frío comentario.

—Ahora que la señorita Vane y usted han hecho trizas sus respectivas teorías, quizá le gustaría saber qué hemos hecho nosotros esta tarde —dijo.

—Mucho, milord.

—Empezamos buscando nuevas pistas entre los objetos personales del cadáver, naturalmente con la esperanza de que arrojaran luz alguna sobre Feodora o las cartas cifradas. El inspector Umpelty tuvo la bondad de prestarnos su ayuda. Lo cierto es que su colaboración ha sido valiosísima. Lleva ahí dos horas sentado, observándonos, y cada que vez que mirábamos en un agujero o un rincón y no había nada, nos aseguraba que él ya había mirado en ese agujero o ese rincón y que no había nada.

El inspector Umpelty soltó una risita.

—Lo único que hemos descubierto —prosiguió lord Peter— es el Diccionario Chambers, y no precisamente esta tarde, porque la señorita Vane ya lo había encontrado mientras perdía el tiempo resolviendo crucigramas en lugar de trabajar. Hemos descubierto un montón de palabras subrayadas a lápiz. Estábamos reuniéndolas cuando llegó usted. Quizá le gustaría oír algunos ejemplos. Aquí tiene. Voy a recitarlos al azar. Peculiar, diplomacia, cortesano, amueblado, vizconde, dilapidar, casulla, clérigo, luminaria, millares, pobreza, querubín, traición, cabriolé, reumatismo, apóstol, sastre, viaducto. Hay muchas más. ¿Le dicen algo? Algunas tienen carácter eclesiástico, pero otras no. Cortesano, por ejemplo, a la que podría añadir pandereta, combate y novedad.

Glaisher se rió.

—Me da la impresión de que ese joven también era aficionado a los crucigramas. La mayoría son palabras bonitas y largas.

—Pero no las más largas. Las hay todavía más, como supralapsariano, monocotiledónea y diafragmático, pero no ha marcado las realmente kilométricas. De momento, todas tienen dos características en común y parecen indicar algo.

—¿Qué, milord?

—Ninguna tiene menos de siete letras y casi ninguna consonante se repite en la misma palabra.

El comisario levantó bruscamente una mano, como un niño en el colegio.

—¡Las cartas cifradas! —exclamó.

—Como usted dice, las cartas cifradas. Pensamos que podrían ser las palabras clave de un código y, dado que no se repite ninguna consonante en casi ninguna de ellas, supongo que podría adivinarse el tipo de código. El problema es que ya hemos contado doscientas palabras marcadas y aún no hemos acabado el alfabeto, lo cual me lleva a una conclusión deprimente.

—¿Cuál?

—Que en cada carta han cambiado la palabra clave. Lo que creo que ocurre es lo siguiente: creo que cada carta contenía la palabra clave de la siguiente carta y que estas señales representan unas palabras que Alexis buscaba de antemano para estar listo cuando le llegara el turno de escribir.

—¿No podrían ser las palabras clave ya utilizadas?

—Lo dudo. No creo que mandara más de doscientas cartas codificadas desde marzo, cuando empezó esta correspondencia. Incluso si hubiera escrito una al día, no habría alcanzado tal cantidad.

—No habría podido, no, milord. Sin embargo, si el papel que encontramos en el cadáver es una de esas cartas cifradas, la palabra clave será una de las que están señaladas. Eso reduce las posibilidades.

—No creo, pues considero que son palabras de las cartas que envió Alexis. En cada una anunciaba su palabra clave para su siguiente carta, pero el corresponsal haría otro tanto, de modo que es mucho más probable que la palabra clave del papel que se encontró en el cuerpo de Alexis sea la que no está señalada aquí. Claro, a menos que el papel hubiera sido escrito por Alexis, lo que no parece muy probable.

—Entonces ni siquiera podemos decir eso —se lamentó Glaisher—. Porque al corresponsal podría habérsele ocurrido una palabra que ya hubiera señalado Alexis. Podría ser cualquier cosa.

—Muy cierto. Entonces, la única ayuda que nos proporciona esto es que la clave utilizada fue una palabra inglesa y que las cartas probablemente estaban escritas en inglés, pero no necesariamente, porque podían estar en francés, italiano u otro idioma con el mismo alfabeto que el inglés, así que seguro que no están en ruso, con un alfabeto completamente distinto. Al menos eso es una bendición.

—Si tiene algo que ver con los bolcheviques, es un poco raro que no escribieran en ruso —dijo Glaisher pensativamente—. Así habrían estado más seguros. El ruso de por sí ya sería complejo, pero un código en ruso sería tremebundo.

—Efectivamente. Como ya he dicho, no me trago la teoría de los bolcheviques. Sin embargo… ¡Maldita sea! Es que no soy capaz de encajar estas cartas con la historia de los Weldon.

—Lo que quiero saber es lo siguiente —terció el inspector—. ¿Cómo consiguieron los asesinos que Alexis fuera a la Hornilla? Y si fueron los bolcheviques los que lo llevaron allí, ¿cómo sabían Weldon y compañía que iba a estar allí? Tienen que ser las mismas personas las que concertaron la cita con Alexis y le cortaron el cuello. Con lo cual llegamos al punto en el que los de Weldon escribieron la carta o los extranjeros cometieron el asesinato.

—«Cierto, oh, rey.»

—¿Y qué pinta Olga Kohn en todo esto? —preguntó Harriet.

—¡Ahí vamos! —exclamó Wimsey—. Ese es el mayor misterio. Juraría que esa chica decía la verdad, pero también juraría que el radicalmente no irlandés señor Sullivan decía la verdad. «Florecilla del muro agrietado, de las grietas te arranco», mas como añade el poeta, si lo entendiera, sabría quién es el culpable. Pero no lo entiendo. ¿Quién es el misterioso caballero de barba que le pidió al señor Sullivan un retrato de una muchacha de aspecto ruso y cómo llegó el retrato a un bolsillo del cadáver con la firma de Feodora? Nos estamos metiendo en algo muy serio, Watson.

—Pues yo estoy por volver a lo que pensaba al principio —gruñó el inspector—. Estoy convencido de que ese tipo estaba chiflado y se cortó el cuello. Punto. A lo mejor le había dado por coleccionar fotografías de chicas y enviarse a sí mismo cartas cifradas.

—¿Y enviarlas a Checoslovaquia?

—Bueno, a lo mejor lo hacía otra persona. No podemos acusar de nada ni a Weldon ni a Bright, y la acusación contra Perkins tiene más agujeros que un colador. Y con eso de los bolcheviques…, ¿dónde están? Ese amigo suyo, el inspector jefe Parker, ha hecho sus investigaciones por todo el país y resulta que no se sabe de ninguno que haya rondado por aquí últimamente y, con respecto al jueves dieciocho, al parecer todos han podido explicarse. Podría usted pensar que es un agente bolchevique desconocido, pero no hay tantos sueltos como se podría creer. Los agentes de Londres saben mucho más de lo que se cree la gente. Si hubiera pasado algo raro con Alexis y todos esos, se habrían volcado en ello.

Wimsey suspiró y se levantó.

—Me voy a casa, quiero acostarme —anunció—. Tenemos que esperar a tener las fotografías. La vida no es sino polvo y cenizas. No puedo demostrar mis teorías y Bunter ha vuelto a abandonarme. Desapareció de Wilvercombe el mismo día que William Bright y me dejó un recado: que uno de mis calcetines preferidos se había perdido en la lavandería y que había presentado una reclamación a la dirección. Señorita Vane, o Harriet, si me permites llamarte así, ¿quieres casarte conmigo, ocuparte de mis calcetines y, ya de paso, ser la única novelista que acepta una propuesta de matrimonio en presencia de un comisario y un inspector de policía?

—Ni aunque me sacaran en primera plana.

—Ya me lo imaginaba. Hoy en día, ni siquiera la publicidad es lo que era. A ver, comisario, ¿qué se apuesta a que Alexis no se suicidó y a que no lo mataron los bolcheviques?

El comisario respondió con cautela que él no era hombre dado a esas cosas.

—¡Otra vez machacado! —protestó su señoría—. Da igual —añadió con un destello de su espíritu de siempre—. Me voy a cargar esa coartada aunque muera en el intento.