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El sendero resbalaba con la sangre a borbotones.
Jueves, 18 de junio
El mejor remedio para un corazón roto no es, como piensan muchas personas, descansar sobre un pecho de hombre. Resultan mucho más eficaces el trabajo honrado, el ejercicio físico y el enriquecimiento súbito. Tras ser absuelta del asesinato de su amante, y precisamente a consecuencia de la absolución, Harriet Vane disponía con creces de esos tres recursos, y a pesar de que lord Peter Wimsey, con una conmovedora fe en la tradición, se empeñaba en ofrecerle su pecho un día sí y otro también, ella no parecía muy proclive a recostarse sobre él.
Trabajo, tenía, y de sobra. Ser juzgada por asesinato es una publicidad excelente para una escritora de novela policíaca. Las ventas de sus libros se habían disparado. Había firmado tan magníficos contratos en Europa y América, que se vio con mucho más dinero del que jamás había soñado. Tras haber terminado Asesinato gradual y antes de embarcarse en El misterio de la estilográfica, emprendió una excursión a pie, en solitario: mucho ejercicio y nada de responsabilidades ni de correspondencia. Era junio, hacía un tiempo estupendo, y si de vez en cuando pensaba en lord Peter Wimsey, que llamaba diligente a una casa vacía, eso ni le preocupaba ni la obligaba a cambiar el recorrido por la costa suroeste de Inglaterra.
En la mañana del 18 de junio partió de Lesston Hoe con la intención de ir por los acantilados hasta Wilvercombe, a unos veinticinco kilómetros de distancia. No es que le hiciera mucha ilusión Wilvercombe, con población veraniega, viejecitas y enfermos cuyos apagados intentos de alegrarse la vida resultaban casi tan acartonados y enfermizos como ellos, pero el pueblo estaba bien situado y desde allí siempre podía elegir algún lugar más campestre donde alojarse una noche. La carretera de la costa discurría plácidamente por entre una cadena de acantilados bajos, desde donde se veía la amarilla extensión de la playa, rota aquí y allá por una serie de rocas que iban apareciendo, una tras otra, refulgentes al sol, conforme la marea se iba retirando perezosamente.
El cielo delineaba una inmensa cúpula azul, quebrada únicamente por alguna que otra tenue nube blanca, alta y vaporosa. Soplaba viento del oeste, muy suave, pero los expertos podrían deducir que iba a refrescar. La carretera, estrecha y en mal estado, estaba casi desierta, ya que el grueso del tráfico pasaba por la arteria principal que discurría señorialmente tierra adentro enlazando pueblos e ignorando las curvas de la costa y sus aldehuelas. De vez en cuando pasaba un pastor con su perro, hombre y bestia igualmente impasibles y ensimismados; aquí y allá un par de caballos pastando alzaban la mirada, tan estúpida como tímida; aquí y allá un hato de vacas la saludaba con fuertes resoplidos asomando la cabeza por encima de una cerca de piedra. De vez en cuando la vela blanca de un barco pesquero rompía el horizonte. Salvo la furgoneta de algún tendero, un Morris destartalado y la aparición intermitente del humo blanco de una locomotora, el paisaje era tan rural y solitario como podría haberlo sido hacía doscientos años.
Harriet caminaba con brío, apenas notaba el peso de la ligera mochila que llevaba a la espalda. Tenía veintiocho años, era morena, menuda, de piel un tanto cetrina, pero ya había adquirido un bonito color tostado gracias al sol y el viento. A las personas que tienen la suerte de tener esa clase de piel no les preocupan ni los mosquitos ni las quemaduras del sol, y aunque Harriet no era demasiado mayor para tener que cuidar su aspecto, sí lo era lo suficiente para anteponer la comodidad a la exhibición. Por consiguiente, no iba cargada de cremas, lociones para los insectos, vestidos de seda, planchas eléctricas portátiles y demás impedimenta tan apreciada por los lectores de la «Columna del excursionista». Iba vestida de manera prudente, con una falda corta y un jersey fino y, aparte de una muda y otro par de zapatos, llevaba poco más que una edición de bolsillo de Tristam Shandy, una pequeña cámara fotográfica, un botiquín y un emparedado para almorzar.
Sería la una menos cuarto cuando Harriet empezó a pensar con seriedad en el asunto de la comida. Había recorrido unos diez kilómetros en dirección a Wilvercombe, tomándoselo con calma y dando un rodeo para visitar unas ruinas romanas que, según la guía, tenían «un considerable interés». Empezó a sentir cansancio y hambre, y a buscar un sitio apropiado para comer.
La marea estaba bajando y la playa húmeda lanzaba destellos de oro y plata a la indolente luz del mediodía. Harriet pensó que sería agradable bajar hasta la orilla, e incluso darse un baño, aunque eso le producía cierta inquietud, porque sentía un sano terror a las playas recónditas y las corrientes imprevisibles. De todos modos, no había ningún peligro en echar un vistazo. Saltó por encima del muro bajo junto a la carretera y buscó un camino para llegar a la orilla. Tras cabriolear por entre unas rocas recubiertas de escabiosa y armería llegó sin grandes dificultades a la playa. Descubrió una calita protegida del viento por un acantilado y con unos cuantos peñascos estratégicamente situados donde recostarse. Eligió el sitio más acogedor, sacó el almuerzo y Tristam Shandy, y se acomodó.
No existe estímulo más poderoso para el sueño que el sol en una playa después de comer, y el ritmo de Tristam Shandy no contribuye precisamente a mantener las facultades mentales a pleno rendimiento. A Harriet se le caía el libro de las manos. En dos ocasiones tuvo que recogerlo, con un sobresalto; a la tercera, se le escapó. Se quedó dormida con la cabeza torcida en una postura muy poco seductora.
La despertó bruscamente un chillido o un grito, prácticamente junto al oído. Al incorporarse parpadeando, una gaviota pasó por encima de su cabeza, graznando, planeando sobre un trocito de emparedado. Harriet se despabiló con mala conciencia y miró el reloj. Eran las dos. Al darse cuenta de que no había dormido mucho tiempo, se puso en pie, contenta, y se sacudió las migas. No se sentía con demasiadas fuerzas, pero aún tenía tiempo de sobra para llegar a Wilvercombe antes del anochecer. Al mirar hacia el mar, vio una larga banda de guijarros y una estrecha franja de arena inmaculada y brillante, que llegaba hasta la orilla.
Algo tiene la arena inmaculada que despierta los peores instintos del escritor de novela policíaca, un deseo irresistible de dejar huellas por todas partes. La excusa que la mente profesional se da a sí misma es que la arena proporciona una extraordinaria oportunidad para observar y experimentar, y Harriet no era ajena a ese impulso. Tras decidir caminar hasta aquella tentadora franja de arena, recogió sus cosas y avanzó entre los guijarros, observando, como ya había hecho en varias ocasiones, que las pisadas no dejaban señales visibles en el árido terreno por encima de la línea de pleamar. Al poco trecho, una cenefa de conchas rotas y algas medio secas señalaba el punto hasta el que había llegado la marea.
Me gustaría saber si podría deducir algo sobre el estado de las mareas, dijo Harriet para sus adentros. Vamos a ver. Cuando hay marea muerta, no sube ni baja tanto como cuando hay marea viva. Por consiguiente, si ese es el caso, tendría que haber dos marcas de algas, una más seca, tierra adentro, señal del punto más alto de la marea viva, y otra húmeda, más abajo, que mostrara hasta dónde ha llegado hoy. Miró hacia atrás y hacia delante. Pues no: solo hay una marca. Por consiguiente, he de deducir que he llegado a alguna conclusión sobre el tope de las mareas vivas, si esa es la expresión correcta. Elemental, querido Watson. Por debajo de la marca de la marea, dejo huellas marcadas. Como no hay más por ninguna parte, debo de ser la única persona que ha pasado por esta playa desde la última marea alta, que debió de ser a las… ¡ah!, claro. Ahí está el problema. Sé que entre una marea alta y la siguiente deberían pasar unas doce horas, pero no tengo la menor idea de si el mar está subiendo o bajando. Sí sé que mientras me acercaba aquí estaba bajando, y ahora parece bastante lejos. No creo que ande muy descaminada si digo que no ha pasado nadie por aquí desde hace al menos cinco horas. Estoy dejando unas huellas estupendas y, naturalmente, la arena está cada vez más húmeda. A ver cómo quedan si echo a correr.
Dio unos saltos y observó la mayor profundidad de las huellas de los dedos de los pies y el pequeño surtidor de arena que brotaba a cada paso. Con semejante arrebato de energías dobló el extremo del acantilado y salió a una cala mucho más grande, cuya única característica destacable era una roca de buen tamaño junto a la orilla, al otro lado del acantilado. Era triangular, sobresalía unos tres metros del agua y estaba coronada por un extraño bulto de algas negras.
Una roca solitaria siempre resulta atractiva. Toda persona sensata siente un irresistible deseo de escalarla y sentarse en ella. Harriet se dirigió hacia allí sin plantearse ninguna duda, intentando sacar conclusiones.
¿Queda esa roca cubierta con la marea alta? Sí, claro, porque, si no, no habría algas en la parte de arriba. Además, así lo demuestra la pendiente de la orilla. Ojalá supiera calcular mejor las distancias y los ángulos, pero yo diría que queda a bastante profundidad. Sin embargo, es raro que solo tenga algas en este retazo de encima. Lo normal es que estuvieran en la base, pero los lados parecen limpios casi hasta el agua. Bueno, supongo que son algas, pero es muy extraño. Parece un hombre tumbado. ¿Es posible que las algas estén tan… tan localizadas?
Miró la roca y le picó un poco la curiosidad. Siguió hablando en voz alta, una insoportable costumbre suya.
Que me aspen si no es un hombre tumbado. Pues qué sitio más absurdo ha elegido. Debe de sentirse como un huevo frito. Lo entendería si quisiera tostarse al sol, pero me parece que lleva toda la ropa puesta. Y por si fuera poco, con un traje oscuro. No se mueve. A lo mejor se ha quedado dormido. Si la marea subiera de repente, no tendría escapatoria, como dicen en esos estúpidos relatos de las revistas. Pues no pienso rescatarlo. Que se quite los calcetines y se moje los pies. Todavía tiene tiempo.
Miró, vacilante, la roca; no sabía si ir hasta allí. No quería despertar al durmiente y verse obligada a entablar conversación. Seguro que era un excursionista inofensivo, alguien sin el menor interés. Sin embargo, siguió andando, meditando y haciendo deducciones a modo de práctica.
Debe de ser un excursionista. Los lugareños no echan la siesta en una roca; se quedan en casa con todas las ventanas cerradas. Y no puede ser un pescador ni nada por el estilo. Esa gente no se puede permitir el lujo de echarse una cabezadita. Eso es para los trabajadores de chaqueta y corbata. Digamos que es tendero o empleado de banca. Pero claro, normalmente se van de vacaciones con toda la familia, y este es un bicho solitario. ¿Maestro? No. A los maestros no los sueltan hasta finales de julio. ¿Estudiante universitario? El curso acaba de terminar. Bueno, un señor sin nada que hacer, por lo que se ve. O a lo mejor un turista como yo… pero el atuendo no parece muy adecuado. Ya se había acercado lo suficiente para ver el traje azul marino del durmiente. Bueno, yo no soy capaz de catalogarlo, pero seguro que el detective Thorndyke lo haría sin dudar. ¡Claro! ¡Si seré tonta! Tiene que ser un hombre de letras o algo parecido, de los que se dedican a pensar en las musarañas y no dejan que su familia los moleste.
Se encontraba a escasos metros de la roca, contemplando al durmiente, que estaba encogido, en una postura incómoda, en el extremo de la roca que se asomaba al mar, con las rodillas dobladas de modo que quedaban al descubierto unos calcetines de color malva. La cabeza, encajada entre los hombros, no se veía.
Vaya forma de dormir, dijo Harriet. Más parece un gato que un ser humano. No es una postura natural. Debe de tener la cabeza colgando en el borde la roca. Como para que le dé una apoplejía. Con un poco de suerte, me lo encuentro cadáver, tengo que dar parte y apareceré en los periódicos. Sería como darme publicidad. «Conocida novelista encuentra misterioso cadáver en playa solitaria.» Pero a los escritores nunca les pasan esas cosas. Quienes encuentran cadáveres son siempre un apacible obrero o un vigilante nocturno…
La roca estaba ladeada como un gigantesco trozo de tarta, con la base apuntaba hacia la orilla y la superficie en leve declive hacia donde el pico se adentraba en la arena. Harriet subió por la superficie lisa, que estaba seca, hasta llegar casi a donde se encontraba el hombre, que estaba completamente inmóvil. Algo la impulsó a gritar:
—¡Oiga!
No hubo movimiento ni respuesta.
Ojalá no se despierte, pensó Harriet. No sé ni por qué estoy gritando.
—¡Oiga! —repitió.
Igual le ha dado un ataque o se ha desmayado, dijo para sus adentros. O sufre una insolación. Eso es lo más probable, con el calor que hace.
Miró parpadeando el cielo insolente, se agachó y puso una mano sobre la roca. Estaba ardiendo. Volvió a gritar, se inclinó sobre el hombre y le tocó un hombro.
—¿Se encuentra bien?
El hombre no respondió y Harriet lo sacudió por el hombro. Se movió un poco… como un peso muerto. Harriet se agachó y levantó la cabeza del hombre con delicadeza.
Harriet estaba de suerte.
Era un cadáver. Y no uno de esos cadáveres sobre los que cabe alguna duda. El señor Samuel Weare, de Lyons Inn, cuyo «cuello cortaron de oreja a oreja», no podría haber sido un cadáver más auténtico. Si la cabeza no se le cayó de las manos a Harriet fue gracias a que la columna vertebral estaba intacta, porque la laringe y todas las arterias del cuello habían sido seccionadas hasta «el mismo hueso», y por la roca caía un chorro de un rojo brillante que goteaba hasta un pequeño hueco que había abajo.
Harriet dejó caer suavemente la cabeza del hombre y le dieron ganas de vomitar. En muchas ocasiones había descrito en sus libros esa clase de cadáveres, pero ver uno de carne y hueso, eso era harina de otro costal. Hasta entonces no se había dado cuenta de la carnicería que podían suponer las venas cortadas ni se había dado de manos a boca con el repugnante hálito de la sangre que se metía en sus fosas nasales bajo el sol abrasador. Tenía las manos teñidas de rojo, empapadas. Se miró el vestido, que, gracias a Dios, se había librado. Bajó de la roca mecánicamente y fue hasta la orilla. Se lavó las manos una y otra vez, y se las secó con desmesurado esmero con un pañuelo. No le gustaba el aspecto del hilillo rojo que bajaba por la superficie de la roca hasta el agua. Se apartó precipitadamente y se sentó en unas rocas.
—Un cuerpo sin vida —dijo Harriet en voz alta, dirigiéndose al sol y las gaviotas—. Un cuerpo sin vida. ¡Qué… qué oportuno! —añadió, riéndose—. Lo importante —continuó, tras una pausa—, lo importante es mantener la calma. Venga, sangre fría, muchacha. ¿Qué haría lord Peter Wimsey en un caso como este? O Robert Templeton, por supuesto.
Robert Templeton era el protagonista de las novelas de Harriet que entre cubierta y contracubierta ejercía de detective. Rechazó la imagen mental de lord Peter Wimsey y se concentró en la de Robert Templeton, un caballero de extraordinarias aptitudes científicas, a las que había que añadir un desarrollo muscular poco menos que prodigioso. Tenía brazos de orangután y una cara fea pero atractiva. Harriet invocó a aquel fantasma con el atuendo de llamativos bombachos con los que solía vestirlo, y consultó con él en espíritu.
Harriet pensó que lo primero que se plantearía Robert Templeton sería: «¿Es asesinato o suicidio?». También supuso que enseguida rechazaría la idea de que se tratara de un accidente. Esa clase de accidentes sencillamente no ocurre. Robert Templeton examinaría con minuciosidad el cuerpo y dictaminaría…
Exacto: Robert Templeton examinaría el cuerpo. Era conocido por la sangre fría con que examinaba cadáveres en las condiciones más repulsivas: cadáveres reducidos a gelatina sin huesos al caer de un avión, cadáveres reducidos a «bultos irreconocibles» por la acción del fuego, cuerpos aplastados por vehículos pesados que había que retirar con palas de la carretera… Robert Templeton estaba acostumbrado a examinarlos sin inmutarse. Harriet pensó que nunca había llegado a apreciar como se merecía la extraordinaria flema de su vástago literario.
Naturalmente, cualquier persona normal y corriente, lo que no era el caso de Robert Templeton, dejaría el cadáver donde estaba y echaría a correr en busca de la policía, pero no había policía. No había ni hombre ni mujer ni niño a la vista, no había ni un alma; solo un barquito de pesca a lo lejos. Harriet agitó los brazos como loca, pero los tripulantes no la vieron o pensaron que estaba haciendo ejercicio para adelgazar. Probablemente la vela les impedía ver la orilla, ya que estaban virando, con el casco muy inclinado. Harriet gritó, pero su voz se perdió entre los graznidos de las gaviotas.
Mientras seguía gritando desesperadamente notó algo húmedo en los pies. La marea había cambiado y estaba subiendo con rapidez. El cerebro de Harriet percibió aquel hecho de repente y se le aclararon las ideas.
Calculó que estaba al menos a doce kilómetros de Wilvercombe, la población más cercana. Quizá hubiera unas cuantas casas desperdigadas junto a la carretera, pero seguramente serían de pescadores y, con toda probabilidad, solo encontraría mujeres y niños, quienes no resultarían de ayuda en una emergencia. Cuando hubiera dado con los hombres y los hubiera llevado a la orilla, seguro que el mar ya habría cubierto el cadáver. Tanto si era un suicidio como un asesinato, había que inspeccionar el cuerpo a toda costa antes de que quedara empapado o lo arrastrara el agua. Recobró el ánimo y se dirigió con decisión hacia el cadáver.
Era un hombre joven, con traje de sarga azul de buen corte, zapatos marrones de horma estrecha, demasiado elegantes, calcetines de color malva y corbata también malva antes de haberse teñido de rojo. El sombrero de fieltro gris se había caído… No; se lo había quitado y lo había dejado sobre la roca. Lo cogió y miró en el interior, pero lo único que vio fue el nombre del fabricante. Lo reconoció: era una sombrerería muy conocida, pero no precisamente en el mejor sentido de la palabra.
La cabeza que en su día había adornado aquel sombrero estaba cubierta por una cabellera espesa, rizada, oscura, algo crecida, esmeradamente cortada y con olor a brillantina. Harriet pensó que el cutis era muy pálido y que no mostraba signo alguno de insolación. Los ojos, con una desagradable mirada vidriosa, eran azules. La boca, abierta, dejaba al descubierto dos hileras de dientes cuidados y muy blancos. No había huecos, pero Harriet observó que uno de los molares tenía una corona postiza. Intentó calcular la edad exacta del difunto. Resultaba difícil porque, curiosamente, tenía barba corta, oscura, puntiaguda. Además de darle un aire extranjero, aquella barba lo hacía parecer mayor, a pesar de lo cual Harriet pensó que debía de ser un hombre muy joven. Cierta inmadurez del rostro y la nariz daba a entender que no tenía mucho más de veinte años.
De la cara pasó a observar las manos, y se llevó otra sorpresa. Dejando a un lado a Robert Templeton, había dado por sentado que aquel joven con elegante atuendo había ido hasta aquel lugar tan insólito como solitario para suicidarse, en cuyo caso resultaba realmente extraño que se hubiera dejado los guantes puestos. Estaba tumbado, con los brazos debajo del cuerpo y los guantes manchados. Harriet empezó a quitarle uno, pero le dio un asco que no pudo controlar. Vio que se trataba de unos guantes de gamuza de buena calidad, a juego con el resto del atuendo.
Suicidarse… ¿con los guantes puestos? ¿Por qué estaba tan segura de que había sido un suicidio? Tenía que haber una razón.
Pues claro. Si no era un suicidio, ¿dónde se había metido el asesino? Harriet sabía que no podía haber ido por la playa desde Lesston Hoe, porque recordaba aquella franja de arena desnuda y brillante. Estaban sus propias huellas solitarias desde los guijarros, nada más. Hacia Wilvercombe la arena estaba intacta salvo por un rastro de pisadas, posiblemente del hombre muerto.
Por tanto, aquel hombre había bajado a la playa, él solo, y a menos que el asesino hubiera llegado por mar, estaba solo cuando murió. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto? La marea había cambiado hacía poco y no había huellas de embarcaciones en la arena. No cabía duda de que nadie se había encaramado a la roca por el lado del mar. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que las aguas eran suficientemente profundas para que un barco llegara con facilidad hasta el cadáver?
En aquel momento Harriet deseó saber más sobre mareas y horarios. Si en el transcurso de su brillante trayectoria profesional Robert Templeton se hubiera topado con un caso en el mar, ella habría tenido que buscar información al respecto, pero siempre había evitado los problemas marinos, precisamente por el gran esfuerzo que exigían. Desde luego, el arquetípico Robert Templeton lo habría sabido todo, pero sus conocimientos estaban encerrados en su cerebro, misterioso e irreal. Y en fin, ¿cuánto tiempo llevaba muerto aquel hombre?
Robert Templeton también lo habría sabido, porque, entre otras cosas, había realizado unos cursos de medicina y, además, jamás salía de casa sin un termómetro y otros artilugios igualmente apropiados para comprobar la lozanía de los cadáveres, o lo contrario. Pero Harriet no llevaba ningún termómetro, y en caso de haberlo llevado, no habría sabido cómo utilizarlo en tal ocasión. Robert Templeton estaba acostumbrado a decir, con toda naturalidad: «A juzgar por el rigor mortis y la temperatura corporal, yo diría que la muerte tuvo lugar a tal hora», sin entrar en detalles triviales como los grados que marcaba el instrumento. Con respecto al rigor mortis, no había señal alguna, cosa natural, porque normalmente no empieza a presentarse hasta cuatro o diez horas después de la muerte. El traje azul y los zapatos marrones no mostraban trazas de agua de mar, el sombrero seguía en la roca, pero cuatro horas antes el agua debía de haber cubierto la roca y las huellas, así que la tragedia debía de haber sido más reciente.
Harriet puso una mano sobre el cadáver. Parecía bastante caliente, pero en un día tan achicharrante todo estaba caliente. La nuca y la coronilla desprendían tanto calor como la superficie de la roca, que por debajo estaba más fresca, por encontrarse a la sombra, pero no mucho más fresca que las manos de Harriet, que acababa de meterlas en el agua.
Ya… pero había un criterio que sí podía aplicar. El arma. Sin arma, no hay suicidio: la ley de los medos y los persas. En las manos no había nada, ningún signo de la útil «rigidez de la muerte» que con tanta frecuencia conserva pruebas de las que se puede servir el investigador. Aquel hombre se había desplomado hacia delante, con un brazo entre el cuerpo y la roca, y el otro, el derecho, colgaba por encima del borde, justo debajo de la cara. Y bajo esa mano descendía el repugnante chorro de sangre, hasta teñir el agua. Si el arma estaba en alguna parte, allí tenía que ser. Harriet se quitó los zapatos y las medias, se arremangó hasta los codos y chapoteó con cuidado en el agua, que llegaba a unos cuarenta y cinco centímetros de altura de la roca. Se anduvo con pies de plomo, por temor a pisar el filo de un cuchillo, y menos mal, porque de repente su mano se topó con algo duro y afilado. A costa de un ligero corte en un dedo, sacó una navaja de afeitar abierta, ya medio enterrada en la arena.
El arma estaba allí, de modo que la solución parecía ser el suicidio. Harriet se puso en pie con la navaja en la mano, pensando si ella estaría dejando huellas en la superficie húmeda. Naturalmente, el suicida no habría dejado ninguna, ya que llevaba guantes. Pero entonces, ¿por qué tomar esa precaución? Es lógico ponerse guantes para cometer un asesinato, pero no para suicidarse. Dejó ese tema de reflexión para más adelante y envolvió la navaja en el pañuelo.
La marea seguía subiendo, inexorable. ¿Qué más podía hacer? ¿Registrarle los bolsillos? No tenía la fuerza de un Robert Templeton para arrastrar el cuerpo por encima de la línea de pleamar. Eso sería tarea de la policía, cuando rescataran el cadáver, pero cabía la posibilidad de que hubiera papeles, que el agua dejaría ilegibles. Palpó los bolsillos de la chaqueta con prudencia, pero saltaba a la vista que el difunto se preocupaba demasiado por su ropa para cargarla de cosas. Solo encontró un pañuelo de seda con el distintivo de una lavandería y una delgada pitillera de oro en el bolsillo derecho; el otro estaba vacío. En el bolsillo superior había un pañuelo de seda malva, evidentemente para lucirlo, no para usarlo; en el inferior no había nada. No podía registrar los bolsillos de los pantalones sin levantar el cadáver, algo que no deseaba hacer por múltiples razones. Desde luego, el sitio idóneo para guardar papeles era el bolsillo interior de la chaqueta, pero a Harriet solo la idea de hurgar allí le producía una profunda repugnancia, parecía haber recibido directamente el chorro de sangre de la garganta. Harriet se excusó pensando que si había algún papel ya resultaría ilegible. Una excusa cobarde, posiblemente, pero qué le iba a hacer. No tenía valor para tocarlo.
Sujetó con fuerza el pañuelo y la pitillera y miró a su alrededor. Mar y tierra estaban desiertos. El sol seguía brillando, pero en el horizonte, hacia el mar, empezaban a amontonarse las nubes. También el viento había comenzado a soplar por el suroeste, con intensidad creciente. Daba la impresión de que la belleza del día no duraría mucho.
Aún tenía que mirar las huellas del difunto, antes de que las borrara la marea ascendente. De pronto se acordó de que llevaba una cámara fotográfica. Era pequeña, pero estaba dotada de un dispositivo ajustable para captar objetos a una distancia de hasta dos metros del objetivo. Sacó la cámara de la mochila y tomó tres instantáneas de la roca y del cuerpo desde diversos ángulos. La cabeza del cadáver seguía como había quedado después de que Harriet la levantara, un poco ladeada, de modo que apenas pudo obtener una fotografía de las facciones. Empleó una película entera, llevando la cámara hasta la línea de los dos metros. Le quedaban cuatro fotografías. En una tomó una vista general de la costa con el cadáver en primer plano, alejándose un poco de la roca con tal objeto. En la segunda tomó una vista más cercana de las huellas, que se extendían por la arena desde la roca en dirección a Wilvercombe. En la tercera captó un primer plano de una de las huellas, manteniendo la cámara, ajustada a los dos metros, por encima de la cabeza y dirigiendo el objetivo directamente hacia abajo.
Miró el reloj. Habían pasados unos veinte minutos desde que descubrió el cadáver. Pensó que, ya puestos, podía dedicar algo más de tiempo a asegurarse de que las huellas eran del cadáver. Le quitó un zapato y observó que, aunque en la suela había restos de arena, no había manchas de agua en el cuero. Insertando el zapato en una de las huellas, comprobó que encajaba perfectamente. No se molestó en volver a poner el zapato en su sitio y se lo llevó. Al llegar a los guijarros se detuvo un momento para tomar una panorámica de la roca desde tierra.
El día se estaba nublando y el viento empezaba a arreciar. Al mirar hacia el mar vio una hilera de remolinos y caracolillos que rompían de vez en cuando levantando enfurecidos chorros de espuma, como si chocaran contra rocas invisibles. Por entre las olas asomaban borbotones de espuma y las nubes abullonadas proyectaban reflejos de un amarillo pálido mar adentro. El barco casi se había perdido de vista, rumbo a Wilvercombe.
Sin saber realmente si había actuado bien o mal, Harriet recogió sus cosas, junto con el zapato, el sombrero, la navaja, la pitillera y el pañuelo, y empezó a gatear por el acantilado. Eran poco más de las dos y media.