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El testimonio del dependiente de la mercería

¡Ajá! ¡Vaya!

Tú escancias la mayor de las dichas,

mas era un rumor, una mentira.

El segundo hermano

Lunes, 6 de julio

—Yo lo veo de esta manera —dijo el comisario Glaisher—. Si ese Bright es Morecambe y si la señora Morecambe está conchabada con Weldon, entonces Weldon y Bright, vamos a llamarlo así, también están conchabados.

—Indudablemente —replicó Wimsey—, pero si cree que esa identificación va a hacer de su vida un camino de rosas, se equivoca. Lo único que ha conseguido es cargarse todas las conclusiones a las que habíamos llegado.

—Sí, milord, no cabe duda de que aún queda alguna pega. Sin embargo, todo ayuda, por poco que sea, y en esta ocasión no es poco lo que tenemos. Deberíamos intentar saber dónde nos encontramos. En primer lugar, si Bright es Morecambe, no es barbero: por consiguiente no tenía motivo justificado para comprar la navaja de afeitar y, por consiguiente, su historia sobre la navaja es un cuento chino, como siempre pensamos, y, por consiguiente, humanamente hablando no caben demasiadas dudas de que Paul Alexis no se suicidó, sino que lo asesinaron.

—Exacto —dijo Wimsey— y, como hemos dedicado mucho tiempo y mucho pensar a este caso basándonos en el supuesto de que fue asesinato, sería conveniente saber que ese supuesto probablemente es correcto.

—Efectivamente. Bueno, si Weldon y Morecambe están metidos en esto, es probable que el móvil del asesinato fuera el que pensábamos, hacerse con el dinero de la señora Weldon… ¿o no?

—Es probable —concedió Wimsey.

—Entonces, ¿qué tiene que ver el asunto ese de los bolcheviques? —preguntó el inspector Umpelty.

—Mucho —contestó Wimsey—. Verán. Voy a presentarles dos identificaciones más. En primer lugar, sugiero que Morecambe era el amigo barbudo que estuvo con Weldon en Fourways a finales de febrero. Y en segundo lugar, sugiero que Morecambe fue el caballero con barba que le pidió al señor Sullivan, de Wardour Street, la fotografía de una chica de aspecto ruso. Interesante que la cultura teatral del señor Horrocks le llevara a asociarlo inmediatamente con Ricardo III.

El inspector Umpelty se quedó perplejo, pero el comisario dio un golpe en la mesa con la mano.

—¡El jorobado! —exclamó.

—Sí, pero hoy en día pocas veces representan a Ricardo III como un auténtico jorobado. Lo que suelen ofrecer es un ligero encorvamiento, ese hombro un poco más alto que el otro que tiene Morecambe.

—Desde luego, ahora que sabemos lo de la barba eso es evidente —dijo Glaisher—. Pero ¿y lo de la fotografía?

—Intentemos ordenar toda la historia, hasta donde sabemos —sugirió Wimsey—. En primer lugar, tenemos a Weldon, endeudado hasta las cejas y recibiendo dinero de su madre, contra todo pronóstico. Bien. A principios de este año, la señora Weldon va a Wilvercombe y empieza a interesarse extraordinariamente por Paul Alexis. En febrero anuncia que tiene intención de casarse con él y posiblemente comete la estupidez de reconocer que, si se casa con él, le dejará todo su dinero. Casi inmediatamente después de anunciarlo, Morecambe va a la granja de Weldon. Y al cabo de un par de semanas empiezan a llegarle a Alexis las extrañas cartas cifradas con sellos del extranjero.

—Eso está muy claro.

—Bien. Alexis siempre insinuaba que había algún misterio en su nacimiento. Él se creía que era de noble ascendencia rusa. Se me ocurre que la primera carta…

—Un momento, milord. ¿Quién piensa que escribió esas cartas?

—Creo que las escribió Morecambe y que un amigo las envió desde Varsovia. Tal y como lo veo, Morecambe es el cerebro de semejante maquinación. Escribe la primera carta, sin duda en lenguaje normal y corriente, dando a entender ciertas actividades en pro del imperio en Rusia y grandiosas perspectivas para Alexis, si puede demostrar su ascendencia…, pero claro, el asunto debe mantenerse en el mayor de los secretos.

—¿Y por qué tanto secreto?

—Para alimentar el romanticismo. El pobre Alexis muerde el anzuelo. Contesta sin demora contándole al tal Boris todo lo que sabe o imagina sobre su persona. A partir de entonces utilizan la clave, naturalmente, para que Alexis mantenga los ánimos y tenga un bonito juguete con el que entretenerse. Entonces, con los retazos de la tradición que le proporciona Alexis, Boris, es decir, Morecambe, forja una fantasía genealógica que encaja con esos datos y trama una prodigiosa conspiración para elevar a Alexis al trono imperial de Rusia. Entretanto, Alexis se dedica a leer libros de historia de Rusia y, todo servicial, ayuda a su asesino a preparar la trampa. Por último, Boris le dice que la conspiración está casi a punto de surtir efecto y es entonces cuando Alexis empieza con sus misteriosas indirectas y profecías sobre su inminente apoteosis.

—Un momento —intervino Glaisher—. Considero que lo más sencillo para Morecambe habría sido convencer a Alexis de que rompiera con la señora Weldon porque tenía que ir a Rusia para ser zar. Seguro que con eso se habría alcanzado el objetivo de la maquinación sin quitar de en medio a ese pobre desgraciado.

—¿Ah, sí? —replicó Wimsey—. En primer lugar, me parece a mí que la primera reacción de la señora Weldon ante tan romántica idea habría sido transferirle a Alexis grandes cantidades de dinero para las arcas de la guerra imperial, algo que difícilmente habría complacido a los señores Weldon y Morecambe. En segundo lugar, si Alexis rompía el compromiso de matrimonio y ellos confiaban en eso…, ¿qué pasaría entonces? No podían pasarse el resto de la vida escribiendo cartas cifradas sobre conspiraciones imaginarias. Tarde o temprano, Alexis caería en la cuenta de que la conspiración jamás se materializaría. Se lo contaría a la señora Weldon y se restablecería la situación. Y La dama estaría más dispuesta que nunca a casarse si pensaba que su prometido era el zar no reconocido de todas las Rusias. No: la vía más segura era decirle que lo mantuviera todo en secreto y, después, llegado el momento, acabar con él de una vez por todas.

—Ya… Comprendo.

—Y ahora pasamos a Leila Garland. Creo que no cabe duda de que Alexis la echó deliberadamente en brazos de nuestro joven y engreído amigo, Da Soto, aunque, por supuesto, ni ella ni Da Soto lo reconocerían. Para mí que Antoine lo sabe muy bien. Probablemente es un observador de considerable experiencia en estos asuntos. Leila habría sido una persona muy peligrosa si se hubiera enterado de esa supuesta conspiración. Habría hablado y ellos no querían que hablara. Hemos de recordar que el objeto de todo este asunto era orquestar un suicidio. Los emperadores jóvenes a punto de dirigir revoluciones y ganarlas no se suicidan. Haberle contado a Leila lo de la conspiración habría sido como decírselo a todo el mundo. Por consiguiente, había que librarse de ella, porque si seguía en estrecho contacto con Alexis, habría resultado prácticamente imposible mantenerla en la ignorancia.

—Ese joven Alexis debía de ser un poco canalla —dijo el inspector Umpelty—. En primer lugar, deja plantada a su chica. Después, lleva al huerto a la señora Weldon con una promesa de matrimonio que no piensa cumplir.

—No —replicó Wimsey—. No tiene usted en cuenta la perspectiva imperial. Un príncipe en el exilio puede mantener relaciones un tanto irregulares, pero cuando le llega la hora de ocupar su cargo imperial, ha de sacrificar todos los lazos personales en aras de su deber público. A una simple mantenida, como Leila, se la puede despedir o pasársela a otro. También tendrá que sacrificar a una persona con la que lo unen vínculos más honorables, pero tendrá que hacerlo con más ceremonia. No sabemos, y nunca lo sabremos, qué intenciones tenía Alexis con la señora Weldon. Ella asegura que Alexis intentó prepararla para un acontecimiento grandioso y sorprendente en un futuro próximo, pero naturalmente lo interpretó mal. Me imagino que lo que Alexis pensaba hacer era escribirle una carta tras partir hacia Varsovia, explicándole lo que le había ocurrido y ofreciéndole su hospitalidad en la corte imperial. Toda la historia se habría rodeado de tal halo de romanticismo, esplendor y abnegación, que no cabe duda de que la señora Weldon la habría disfrutado a base de bien. Pero hay una cosa: que aunque antes de que empezara ese asunto ruso Alexis tenía a la señora Weldon totalmente a su merced, al parecer siempre se negó a aceptar grandes cantidades de dinero de ella, lo que le honra y demuestra que tenía si no instintos de príncipe, sí de caballero.

—Es cierto —dijo Glaisher—. Supongo que si esa conspiración no hubiera empezado, se habría casado con ella.

—Sí, creo que sí. Se habría casado con ella, habría cumplido con su obligación según sus propios criterios, que probablemente eran…, bueno, europeos. Habría sido un marido encantador y, de una forma discreta y decente, habría tenido una amante.

El inspector Umpelty dio la impresión de querer discutir el término «decente», pero Wimsey se apresuró a proseguir su argumento.

—También me imagino que Alexis debió de mostrarse un tanto reacio a actuar así con Leila y la señora Weldon. Quizá tuviera realmente cariño a Leila o quizá le incomodara la idea de abandonar a la señora Weldon y por eso inventaron a Feodora.

—¿Y quién es Feodora?

—Feodora era indudablemente la dama de alta cuna destinada a ser la esposa del nuevo zar, Pavlo Alexeyevitch. Nada más fácil que acudir a un representante teatral, pedir la fotografía de una señora no demasiado conocida y ascendencia rusa y enviársela a Alexis como si fuera el retrato de la princesa Feodora, la hermosa dama que lo esperaba y trabajaba para él en el exilio hasta que llegara el momento de ocupar su puesto al lado de Alexis en el trono imperial. Esas dichosas novelas románticas a las que Alexis era tan aficionado están plagadas de cosas así. Posiblemente recibiría cartas de Feodora, cargadas de la ternura que le esperaba. Ya debía de estar enamorada del gran duque Pavlo por todo lo que había oído sobre él. Todo aquello debió de fascinarlo. Y, además, su deber para con su pueblo sería casarse con Feodora. ¿Cómo iba a dudarlo? Solo con mirar aquella hermosa cara, coronada con el regio tocado de perlas…

—Ah, claro —interrumpió Glaisher—. Esa debió de ser una de las razones por las que eligieron esa fotografía en concreto.

—Desde luego. No cabe duda de que las perlas no eran sino el mejor producto de los almacenes Woolworth, como el resto del penoso montaje, pero esas cosas les bastaban, Glaisher, les bastaban. Por Dios, Glaisher…, imaginar a ese pobre diablo yendo al encuentro de la muerte en una roca solitaria, con la cabeza dándole vueltas a la idea de ser coronado emperador…

Wimsey se calló, embargado por una emoción insólitamente intensa en él. Los dos policías arrastraron los pies, comprensivos.

—Bueno, la verdad es que es una lástima, milord —dijo Glaisher—. Confiemos en que muriera rápidamente, sin enterarse.

—Ah, pero ¿cómo murió? Ahí está el problema. En fin, no nos ocuparemos de eso de momento. ¿Qué más? Ah, sí, las trescientas libras en oro. Una circunstancia curiosa que estuvo a punto de dar al traste con la conspiración.

—No me creo que eso formara parte del plan tal y como lo habían ideado al principio. Morecambe no pudo haber previsto la oportunidad de hacerse con el oro. Creo que eso fue la contribución de Alexis a la novela. Seguramente por los libros se enteró de que el oro se acepta en todos los sitios y pensó que podría conquistar un trono con una cartuchera llena de oro. Una estupidez, por supuesto, y una cantidad absurda y demasiado voluminosa para llevarla encima, pero al fin y al cabo era oro. Es que el oro tiene su propio brillo, ya se sabe. Como alguien dijo «el brillo es el oro». Suena a física relativista, pero es una reacción psicológica comprensible. Glaisher, si fuera usted un príncipe romántico, o pensara que lo es, ¿pagaría las cuentas con unos trozos sucios de papel o con esto?

Se llevó la mano a un bolsillo y sacó un puñado de soberanos de oro. Cuando los tiró sobre la mesa rodaron tintineando y Glaisher y Umpelty se abalanzaron sobre ellos con ávidas manos mientras giraban a la luz de la lámpara. Los cogieron y los sopesaron en las palmas de las manos, pasaron sus dedos curiosos por los cantos acordonados y por el liso relieve de Jorge y el dragón.

—Sí, es agradable tocarlos, ¿verdad? —dijo Wimsey—. Aquí hay diez, y no tienen más valor que las libras de papel,

[12] y para mí en realidad no tienen ningún valor, porque como soy tonto, no me animaría a gastármelos. Pero son oro. No me importaría estar en posesión de trescientas libras en oro, aunque pesaran un montón y resultaran un verdadero incordio. Pero lo más raro es… que ese peso de más destruyó el delicado equilibrio entre el cadáver y el agua. El peso de un cadáver es justo un poquito menos que suficiente para que se hunda, pero solo un poquito. Unos zapatos muy pesados o una cartuchera llena de oro son suficientes para arrastrarlo y embutirlo entre las rocas de las Muelas…, como bien sabe usted, Umpelty. A los conspiradores les habría supuesto una molestia extraordinaria que no se hubiera encontrado a Alexis. Con el tiempo, la señora Weldon se habría convencido de que había muerto, supongo…, pero después de haber dilapidado su fortuna intentando buscarlo.

—Toda la historia es muy rara —dijo Glaisher—, y se podría decir que quien no la conociera desde el principio no se la creería…, pero aun así, milord, suponiendo que lo hubieran planeado como usted dice, ¿qué pasa con el asesinato?

—Exacto. Reconozco con toda franqueza que no hemos avanzado mucho en ese sentido. Los preliminares están claros. En primer lugar, alguien tuvo que ir a echar un vistazo al lugar en cuestión. No sé quién fue, pero me lo puedo imaginar: alguien que ya había tanteado el terreno por haber estado allí antes. Alguien que tenía coche para dar vueltas por la zona y una excusa estupenda para andar por allí y amigos respetables cuyos huéspedes no despertarían ninguna sospecha.

—¡La señora Morecambe!

—Ni más ni menos. La señora Morecambe y posiblemente también el señor Morecambe. Podríamos averiguar si esa encantadora pareja pasó un fin de semana en la vicaría de Heathbury en los últimos meses.

—Pues así fue —terció Umpelty—. La señora pasó allí un par de semanas a finales de febrero y su marido se acercó a pasar un fin de semana. Nos lo dijeron durante la investigación, pero en su momento no le dimos mucha importancia.

—Desde luego que no. En fin. Cuando todo está a punto de reventar, aparece el resto de la panda. Morecambe se hace pasar por barbero y se da a conocer por la región. Tiene que hacerlo, porque quiere comprar una navaja barbera de forma que resulte difícil seguirle la pista. Podrían preguntarse: ¿por qué una navaja, cuando tenían que saber que Alexis no se afeitaba? Creo que sé por qué: porque es más discreta que una pistola y es un arma típica para el suicidio, además de muy segura y mucho más fácil de llevar que un cuchillo de cocina, por ejemplo. Y si alguien le preguntaba, Morecambe siempre podía darse a conocer y contar una historia convincente de cómo le había dado la navaja a Alexis.

—Ah, en eso estaba pensando yo. ¿Cree que se habría dado a conocer si no hubiera sacado usted lo del periódico?

—Quién sabe. Pero supongo que habría esperado a ver cómo iban las cosas. Probablemente habría asistido al juicio como un espectador más y, si el juez daba muestras de no aceptar la teoría del suicidio, se habría levantado y habría eliminado todas las dudas con unas cuantas palabras bien elegidas. Es que la maravilla del personaje del barbero consiste en que le proporcionaba una excelente excusa para aparecer y desaparecer, como el gato de Cheshire, y también para cambiar de nombre. Por cierto, creo que averiguaremos que de verdad vivió en Manchester en una época determinada y por eso sabía cuánto podía soltar sobre las calles abandonadas y las peluquerías desaparecidas en esa ciudad.

—Entonces, es de suponer que lleva barba en la vida normal.

—Sí, claro. Se la afeitó cuando empezó a representar su personaje. Después, al volver a Londres, le enviaron una barba postiza a un hotel con un apellido distinto y se la puso para recorrer el corto trayecto hasta Kensington en taxi. Si por casualidad el acomodador de la sala de cine se hubiera dado cuenta de que un señor se estaba poniendo una barba postiza en los lavabos, y no tenía por qué, no era asunto suyo, además Morecambe había hecho todo lo posible para despistar a cualquier espía. Si Bunter no hubiera sido extraordinariamente perseverante y extraordinariamente rápido, le habría perdido la pista veinte veces. Es más, casi perdió de vista a Morecambe en el cine. En el caso de que Bunter hubiera seguido a Morecambe hasta los lavabos, este habría dejado lo de la barba para mejor ocasión y se habría iniciado otra persecución, pero al tener el sentido común de no entrar, le dio a entender a Morecambe que no había moros en la costa. Scotland Yard tiene vigilada la casa de Morecambe, pero supongo que se encontrarán con que el buen señor está enfermo, en la cama, con su abnegada esposa cuidando de él. Volverá a aparecer cuando le crezca la barba y, entretanto, la señora Morecambe, que fue actriz y algo sabe de maquillaje, se encargará de que siempre tenga una barba dispuesta para que la vea la doncella cuando entre a arreglar la habitación.

—Solucionado lo de Morecambe —dijo Glaisher—, pero ¿y Weldon? Lo habíamos apartado del asunto y ahora tenemos que volver a meterlo. Dos días antes de que se vaya a cometer el asesinato llega en el Morgan, y acampa en el sendero de Hinks, que alguien ha tenido la bondad de inspeccionar con antelación. Supongo que la señora Morecambe… Bien. Explica su presencia en ese lugar con un cuento chino, controlar los asuntos amorosos de su madre. De acuerdo. Pero lo que yo querría saber es por qué vino y se metió en semejante lío, corriendo tantos riesgos. No pudo cometer el asesinato, porque sabemos dónde estaba a la una y media, si bien no a las dos menos cinco, y no podemos encajar las horas, ni siquiera suponiendo que Perkins mienta, algo que no podemos probar. Y no pudo ir en la yegua hasta la Hornilla, porque sabemos dónde estaba a las doce…

—¿Lo sabemos? —intervino Harriet con delicadeza.

Se había incorporado a la reunión a la mitad de la sesión y hasta entonces había estado en silencio en un sillón, fumando, con el sombrero sobre una rodilla.

—Exacto. ¿Lo sabemos? —repitió Wimsey—. Creímos que sí cuando consideramos a la señora Morecambe una testigo sin tacha, pero ¿ahora? Me parece ver cierto brillo en los ojos de la señorita Vane que indica que nos va a dar una buena lección. A ver. ¡Estoy dispuesto a escucharla! ¿Qué ha descubierto Robert Templeton?

—El señor Weldon no estuvo haciendo nada perverso en Wilvercombe el jueves dieciocho. No hizo nada en Wilvercombe. No estuvo en Wilvercombe. No compró cuellos de camisas. No fue a los Jardines de Invierno. La señora Morecambe llegó sola y se marchó sola: no existe prueba alguna de que el señor Weldon estuviera con ella en ningún momento del viaje.

—¡Oh, alma mía profética! ¡Adiós a mi reputación! Dije que se vendría abajo la coartada de las dos de la tarde y resulta que se mantiene como la roca de la Hornilla. Dije que la coartada de Wilvercombe se mantendría en pie y se ha hecho pedazos como una pieza de cerámica. Ya no investigaré más contigo, ¡oh, hermosa doncella! ¡Vaya con Dios y para siempre la tranquilidad de espíritu! ¡Adiós para siempre el júbilo! Adiós los cuidados de Otelo. Oye, ¿estás segura?

—Bastante. Fui a esa tienda de ropa para caballeros y pedí cuellos de camisa como los que había comprado mi marido el día dieciocho. ¿Tenía el resguardo? Pues no. ¿Qué clase de cuellos de camisa? Pues cuellos de camisa, normales. ¿Cómo es mi marido? Describí a Weldon, con sus gafas oscuras. Nadie lo recordaba. ¿Les importaría comprobar en el registro? Bueno, pues miraron el papelito ese de la caja y encontraron el artículo en cuestión. Sí, sí, el dependiente recordaba esos cuellos. Se los vendió a una señora. ¿A una señora? Ah, sí, mi cuñada, sin duda. Le hice una descripción de la señora Morecambe. Sí, esa era la dama. ¿Solo había vendido esos cuellos de camisa esa mañana? Sí. Así que esos debían de ser. Compré seis (aquí están) y le pregunté si el señor se había quedado fuera, en el coche. Es que los caballeros son tan raros para entrar en las tiendas… No, no había nadie. El dependiente había llevado el paquete al coche y vio que estaba vacío. Así que después me fui a los Jardines de Invierno. Naturalmente, sabía que habían preguntado por Weldon, pero yo les pregunté por la señora Morecambe y encontré a un acomodador que la recordaba por su aspecto y su atuendo y también porque tomó notas del programa. Para Weldon, naturalmente. Después fui a preguntar al policía que dirigía el tráfico en la plaza del mercado. Un policía de lo más agradable e inteligente. Recordaba el coche, por la matrícula tan curiosa que tiene, y también que dentro solo estaba la señora que conducía. Volvió a fijarse en él cuando se marchó: solo iba la señora. Y eso es todo. Por supuesto, es posible que la señora Morecambe dejara a Henry Weldon en algún sitio entre Darley y Wilvercombe, pero en cuanto a que Weldon estuviera en Wilvercombe, puedo asegurar que no estuvo, que no llegó hasta la plaza con ella, como él dice.

—No —dijo Glaisher—. Y ahora ha quedado muy claro dónde estuvo. En la playa, a lomos de esa maldita yegua… Salió a las once y volvió a las doce y media aproximadamente, pero ¿por qué?

—Eso también está claro. Era el Jinete del Mar. Pero él no mató a Paul Alexis. Entonces ¿quién?

—En fin, milord, tendremos que volver a nuestra primera idea —dijo el inspector Umpelty—. Weldon le llevó malas noticias sobre la conspiración esa y Alexis se suicidó.

—¿Con la navaja de Morecambe? No, se equivoca, inspector. Se equivoca por completo.

—¿No sería mejor que le preguntáramos a Weldon qué sabe del asunto? Si lo sorprendemos con lo que sabemos de Morecambe, con la carta y todo lo demás. A lo mejor resulta que es inocente. De todos modos, si estaba allí a las doce y cuarto, tuvo que ver a Alexis.

Wimsey negó con la cabeza.

—Hasta el cuello —dijo—. Estamos hasta el cuello. Veamos. Tengo la impresión de que hemos estado trabajando en este asunto por el lado erróneo. Saber algo más de esos papeles que Alexis envió a «Boris» nos sería de ayuda. ¿Dónde creen que están? Podrían decir que en Varsovia, pero yo no lo creo. Me imagino que Varsovia era tan solo un domicilio postal. Todo lo que llegaba allí probablemente volvía a manos de Morecambe.

—Entonces, a lo mejor los encontramos en Londres —intervino Glaisher, esperanzado.

—O a lo peor no. Quien planeó esta trama no es tonto. Si le dijo a Alexis que destruyera todos sus papeles, difícilmente se arriesgaría a guardar nada por el estilo. Pero podríamos intentarlo. ¿Tenemos suficientes pruebas para justificar una orden de registro?

—Pues sí. —Glaisher reflexionó—. Identificar a Morecambe como Bright, significa que ha dado información falsa a la policía, así que podemos detenerlo como sospechoso y registrar su casa de Kensington. Los de Londres lo tienen vigilado, pero no queríamos precipitarnos. Pensábamos que a lo mejor el verdadero asesino estaba en contacto con él. Es que tiene que haber otro cómplice en este asunto, el que hizo el trabajo sucio, pero no tenemos ni idea de quién puede ser. Pero claro, también hay otra cosa: que cuanto más dejemos en paz a Morecambe, más tiempo tendrá para deshacerse de las pruebas. Quizá tenga razón, milord, y debamos echarle el guante. Pero tenga en cuenta, milord, que si lo detenemos, tendremos que presentar cargos. Existe algo llamado hábeas corpus.

—De todos modos, creo que deben arriesgarse —replicó Wimsey—. No creo que vayan a encontrar papeles, pero quizá sí encuentren otra cosa. El papel y la tinta que usaron para escribir las cartas, por ejemplo, y libros de consulta sobre Rusia. No es tan fácil deshacerse de los libros como de los papeles. Y tenemos que averiguar la relación concreta que existe entre Morecambe y Weldon.

—Ya están trabajando en eso, milord.

—Muy bien. Al fin y al cabo, la gente no conspira para cometer un asesinato por divertirse. ¿Sabe la señora Weldon algo de los Morecambe?

—No —contestó Harriet—. Se lo he preguntado y no ha oído hablar de ellos.

—Entonces la relación no puede ser muy antigua. Debió de iniciarse en Londres o Huntingdonshire. Por cierto, ¿a qué se dedica Morecambe?

—Se le considera comisionista, milord.

—¿Ah, sí? Esa consideración esconde una multitud de pecados. Pues adelante, comisario. En cuanto a mí, voy a tener que hacer algo realmente drástico para recuperar mi autoestima. «En busca del burbujeante prestigio aun en la boca del cañón.»

—¡Vaya! —Harriet sonrió con picardía—. Cuando a lord Peter le da por soltar citas suele andar detrás de algo.

—Y que lo digas —replicó Wimsey—. Voy a cortejar a Leila Garland, ahora mismo.

—Pues ten cuidado con Da Soto.

—Correré el riesgo. ¡Bunter!

—¿Sí, milord?

Bunter salió de la habitación de Wimsey correcto e impoluto, como si jamás hubiera estado ejerciendo de detective por los alrededores del sur de Londres.

—Quiero presentarme como mi famoso personaje de perfecto postinero… Imitation très difficile.

—A sus órdenes, milord. Sugiero el traje beis que no nos termina de gustar, con los calcetines de color hoja de otoño y la enorme boquilla de ámbar.

—Como tú digas, Bunter. Como tú digas. Hemos de rebajarnos para emprender la conquista.

Se besó la mano con galantería ante los presentes y se dirigió a sus aposentos.