COHAYALENA (THALEDIA)

 

Segundo día desde Yeöi. Año 569 después del Ocaso

 

En ocasiones, saber demasiado puede acabar con la mente más frágil. A veces, también puede acabar con el cuerpo que alberga dicha mente.

 

Política moderna

 

 

Adhar rompió a llorar. No le importó la expresión cariacontecida de la comadrona, ni la estupefacción pintada en el rostro del maestro de ceremonias, que permanecía inmóvil en la puerta. La matrona, alarmada, cogió el pequeño bulto que berreaba sin parar y se lo pasó a una de las damas para que lo sacase del dormitorio. El maestro de ceremonias vaciló, miró el lecho, después a Adhar, y, murmurando una rápida excusa, salió, probablemente a avisar al rey. Eso tampoco le importó a Adhar, como le dio igual la presencia de las damas de compañía de la reina y del triakos que se acurrucaba en un rincón, tratando de pasar desapercibido. Se dejó caer junto a la enorme cama, sin dejar de sollozar.
—Más de treinta horas de parto —había dicho la comadrona meneando la cabeza—. Es imposible. Estas thaledii de caderas estrechas... —Y, chasqueando la lengua, se había encogido de hombros, como si no estuviera hablando de su reina, como si no estuviera hablando de Thais.
El niño vivía. Con esos gritos era imposible creer lo contrario. Pero en esos momentos, a Adhar tampoco le importaba. Sólo le importaba Thais, su reina, que yacía en la cama, demasiado débil para levantar la mano y acariciarle el rostro lleno de lágrimas.
—Se le ha roto algo por dentro —había sido la sencilla explicación de la partera—. No puede haber otro motivo. Se está desangrando.
Y con esas pocas palabras había destrozado el mundo de Adhar, desmenuzándolo minuciosamente y esparciendo los pedazos por el infinito.
Thais abrió los ojos. A Adhar se le hizo un nudo en la garganta. Tenía el rostro tan pálido que parecía esculpido en mármol, y sus ojos color miel relucían, mortecinos, a la luz de las velas. Daba la impresión de que un soplido, una palabra, podían llevársela de este mundo.
—Adhar...
Tragándose las lágrimas, él luchó por sonreír. —Estoy aquí —susurró, cogiendo su mano y acercándosela a la mejilla.
Thais le devolvió una sonrisa tan débil que Adhar sintió que se le encogía el corazón.
—Me queda poco tiempo... —musitó ella. Tosió e hizo un gesto de dolor—. Adhar...
Él esperó mientras ella encontraba el aliento para continuar, acariciándole la mano con la mejilla, al revés de como solía ser.
—Prométeme que harás que Adelfried lo reconozca —dijo Thais. Adhar asintió, y notó cómo las lágrimas volvían a manar de sus ojos—. Dile...
—Lo haré —le aseguró él—. No hables. —Los dedos de ella se crisparon débilmente contra su rostro.
—Adhar —gimió.
Él besó su mano, apretándola con toda la desesperación que empezaba a invadir su cuerpo como la muerte estaba invadiendo el de ella. Hizo un esfuerzo por sonreír y fracasó.
—Espérame en la Otra Orilla —susurró—. Espérame, Thais.
—Te esperaré.
Se quedó al pie de su cama, apretando la mano helada contra su mejilla, hasta que alguien se inclinó sobre ella para cerrarle los ojos. Sin decir una palabra, posó una mano sobre el hombro de Adhar y apretó afectuosamente.
—Lo siento, amigo mío —dijo Adelfried, rey de Thaledia, en su oído. Volvió a apretar su hombro con los dedos, ignorando las miradas que intercambiaban las damas, horrorizadas al ver cómo el esposo de la difunta le daba el pésame a su amante.
La elegida de la muerte
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