CORDILLERA DE CERHÂNEDIN (SVONDA)
Yeöi. Año 569 después del Ocaso
Como un horrible súcubo, la Öiyya nubla la
mente del hombre piadoso y le hace olvidar sus razones, sus
pensamientos y su verdadero ser, hasta que, sirviéndose de su
cuerpo, le absorbe el alma y deja en la carcasa vacía sólo el deseo
por la Muerte.
Regnum
Mortis
Corrió y corrió, la lluvia atacándola con
más fiereza que las saetas de los ejércitos de Thaledia, o de
Svonda, o de cualquier país contra el que le hubieran pagado para
luchar. Keyen tiraba de ella, obligándola a correr cada vez más
rápido; el terror y la repulsa parecían haberle dado alas. Y el
terror y la repulsa que Issi también sentía la empujaron a correr y
correr tras él, hasta que le ardieron los pulmones, el corazón
pugnaba por salírsele por la boca, las piernas le flaquearon y
amenazaron con dejar de sostenerla.
—No... puedo... más... —farfulló—. Keyen, no
puedo... más...
Keyen la miró sin dejar de correr, y siguió
corriendo. Issi tropezó con sus propios pies y estuvo a punto de
caer. Empapada, aterrorizada y sin aliento, apretó los dientes y
corrió, implorando que el cansancio se llevase consigo todo lo que
sus ojos habían visto y su mente se negaba a olvidar.
Keyen la arrastró por una empinada cuesta de
roca. Dejaron atrás los árboles y su precaria protección contra la
lluvia, que caía como si el cielo estuviera a punto de desplomarse
sobre sus cabezas.
—Allí —jadeó Keyen, señalando con el brazo—.
Un agujero.
Issi ni siquiera levantó la cabeza para
mirar. Se dejó llevar por él ladera arriba, sin molestarse en alzar
la mano para enjugarse el agua que corría por su rostro, pegándole
el pelo a la cabeza y la ropa al cuerpo. Arrastrando los pies,
subieron por la interminable cuesta hasta que Keyen se
detuvo.
—Entra —dijo.
Issi se agachó detrás de él y pasó por un
hueco en la roca, mucho más pequeño que el que salía de la montaña
junto al claro de los öiyin. Se enderezó, y su cabeza chocó contra
el techo. Sin una palabra, se dejó caer en el suelo y cerró los
ojos.
Cuando volvió a abrirlos tuvo que esperar un
rato a que su vista se acostumbrase a la penumbra. Se incorporó a
medias, apoyó la espalda en la piedra y se quedó inmóvil;
acurrucada, horrorizada, se llevó la mano a la boca y ahogó una
arcada. Se limpió los ojos, los labios y la frente, y
parpadeó.
No era una cueva, sino un simple agujero en
la ladera de la montaña, una oquedad en la que apenas había espacio
para ellos dos. La ropa mojada se adhería a su piel, la sensación
de éxtasis provocada por la muerte de Rhinuv se pegaba a sus poros
aún con más ahínco. A su lado, Keyen tiritó ruidosamente.
Issi temblaba con violencia, casi tanto como
Keyen. Empapada, muerta de frío y de miedo, se apretó contra él,
buscando su propia voz.
—Hay tanta, tanta muerte... —sollozó.
Y de repente estaba en sus brazos, y él la
besaba, y ella le besaba a él, agarrándose a su cuello como un
náufrago a una tabla que le ayudase a mantenerse en la superficie.
Frenéticamente siguió besándolo, y él la abrazó con tanta fuerza
que Issi pensó por un instante que compartían el mismo miedo, el
mismo asco, el mismo terror por lo que habían visto. Enardecidos
por el horror de la muerte, cayeron de nuevo al suelo húmedo y duro
de la pequeña cueva.
—Keyen —dijo ella contra sus labios.
—Issi —contestó él, y a ella no le hizo
falta nada más, ni un «te quiero», ni una poesía, ni una canción,
ni siquiera un suspiro: sólo con pronunciar su nombre, Keyen había
dicho todo lo que le hacía falta saber. Y ella había hecho lo mismo
al decir el suyo.
Empezó a temblar de frío, de sorpresa. Keyen
la abrazó con fuerza, acariciando su pelo, su mejilla, y la arrulló
contra su pecho mientras susurraba cosas sin sentido, que sin
embargo para ella tenían todo el sentido del mundo. Cerró los ojos
y se dejó acunar, y finalmente levantó el rostro, con los párpados
entreabiertos y los labios entornados, y él volvió a besarla.
La besó en el cuello, y bajo la oreja, y en
el hombro, y acarició su pecho con la mano cálida, apartando la
blusa manchada de polvo, agua, barro y sangre. Su respiración se
aceleró.
—Issi —murmuró Keyen, levantando la cabeza y
sonriendo repentinamente. Sus ojos brillaron como dos esmeraldas en
la penumbra.
—¿Qué?
El rio. Rio. Tenía por costumbre reír en los
momentos más inoportunos. Pero el sonido de su risa actuó sobre el
alma dolorida de Issi como un bálsamo.
—Ya sé que no es eso lo que significa tu
tatuaje —dijo Keyen, y le pasó con suavidad un dedo sobre la marca
de la frente—, pero...
—Pero ¿qué? —preguntó ella.
Volvió a reír, muy bajito, junto a su
oreja.
—No sé si serán las más grandes de toda
Thaledia, pero sí sé que son las más bonitas.
Ella se quedó boquiabierta un instante, sin
comprender, hasta que de pronto lo entendió.
—¡Serás... imbécil! ¡Cerdo! —Intentó
apartarlo de un empujón, pero Keyen la sujetó, sin dejar de reír, y
la besó, primero en un pecho, luego en el otro, y después en los
labios.
—Cállate, preciosa —dijo en un susurro—.
Tienes que aprender a distinguir lo que digo en broma y lo que digo
en serio. Lo del tatuaje era broma. Pero te aseguro que esto va muy
en serio.
Y volvió a besarla suavemente, después con
más insistencia, hasta que Issi dejó de retorcerse y se quedó
inmóvil.
—Tengo miedo —musitó ella.
Él la miró con el rostro serio.
—Lo sé.
—Nada que pueda causar tanto miedo debería
ser tomado a risa —dijo ella.
Keyen sonrió y posó los labios en la piel
suave de su cuello.
Issi cerró los ojos, permitiéndose disfrutar
de su caricia por un momento, y finalmente levantó los brazos y los
pasó por detrás de la cabeza de Keyen, apretándolo contra sí. Esta
vez fue ella quien le besó, y quien comenzó a tironear de su camisa
hasta que, con un movimiento brusco, se la rasgó por la
espalda.
—Mañana voy a tener que ir desnudo —murmuró
Keyen contra la piel de su barbilla—. No tengo otra.
—Tengo una idea —dijo ella sin sonreír,
quitándole la prenda inservible con una ansiedad que no tenía muy
claro de dónde había salido pero a la que no podía resistirse—.
Empieza por ir desnudo hoy. Ahora.
Keyen rio de nuevo y posó los labios sobre
los de Issi, apoyando el torso desnudo sobre el pecho de ella. Y de
repente ninguno de los dos tuvo ganas de seguir riendo. Issi apartó
el rostro, con los ojos cerrados, y suspiró. Y el sonido pareció
enardecer a Keyen, que buscó su boca y empezó a besarla con un
ardor que casi asustó a Issi. Casi, porque ella también sentía la
misma pasión. Lamió sus labios, le metió la lengua en la boca, y
mientras tanto forcejeó por quitarse las botas empujando con sus
propios pies, mientras él terminaba de desnudarla y de desnudarse
con movimientos rápidos.
Keyen recorrió su cuello con los labios;
Issi sintió que se le erizaba el vello de la nuca, y se aferró a
sus brazos, apretando con fuerza los músculos tensos, dejándose
llevar por la sensación de su boca contra su piel. Mareada, cerró
de nuevo los ojos cuando un escalofrío recorrió toda su columna y
se instaló a la altura de sus riñones. Se apretó aún más contra él,
agradeciendo el calor de su piel, y deseando, casi implorando,
poder estar más cerca.
—Keyen —gimió cuando él entró en ella, y le
abrazó con fuerza, inmóvil, y suspiró, contenta, al sentir el tenue
beso de él sobre su hombro. «Tanto, tanto tiempo...» Tantos años
deseando aquello, deseando a aquel hombre, sin querer reconocerlo
ni ante sí misma. Y entonces volvió a gemir, esta vez sin poder
contenerse, cuando él empezó a moverse dentro de ella. Abrió los
ojos, sorprendida, y lo miró, y él le devolvió la mirada, sin
sonreír. Issi se arqueó, levantó las piernas y rodeó el cuerpo de
Keyen, y, sin que su mente participase para nada, su garganta, por
cuenta propia, volvió a emitir un suave gemido.
—Issi —contestó Keyen.
Ella entreabrió los labios, intentó decir
algo pero, en vez de eso, echó la cabeza hacia atrás y jadeó, y en
ese momento dejó de pensar. Él se hundió en ella; por un instante
creyó que iba a desmayarse por el placer que recorrió todo su
cuerpo como un rayo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies.
Clavó las uñas en sus brazos. Él soltó un gruñido y siguió
moviéndose dentro de ella, hasta que Issi pensó que iba a morir, el
placer tan intenso que casi era dolor. Sus ojos se posaron en los
de Keyen; los ojos verdes, oscurecidos por el deseo, se clavaron en
los suyos justo antes de que él cerrase los párpados y emitiese un
gemido ahogado, echando la cabeza hacia atrás. Issi también cerró
los ojos, alzó las caderas hacia él y lo sintió hundirse tan
profundamente en su interior que gritó de placer. Y volvió a gritar
una vez más, y su último grito se mezcló con el de Keyen.
Cuando volvió a ser capaz de pensar, él se
había desplomado sobre ella, y acariciaba su rostro suavemente,
jadeante. Con la respiración entrecortada, notando los latidos del
corazón de Keyen sobre su propio corazón, Issi le pasó la mano por
el pelo húmedo de sudor y posó los labios en su frente,
aturdida.
—¿Tienes idea de lo que habría dado por una
simple caricia tuya? —susurró Keyen de pronto, cerrando los ojos—.
Pero por esto... Por esto habría sido capaz de matar. O de dejarme
matar.
Ella asintió, sin escuchar realmente lo que
decía. Se acurrucó contra él y, disfrutando de su piel tibia, de la
languidez que comenzaba a invadir todos sus músculos, se fue
sumergiendo poco a poco en el sueño.