COMARCA DE ZAAKE (SVONDA)
Duodécimo día desde Elleri. Año 569 después del Ocaso
Los vivos deberían cantar. Los muertos ya
no pueden hacerlo.
Reflexiones de un
öiyin
Había amanecido hacía ya mucho cuando Keyen
salió de Zaake tirando de las riendas de Imre, que relinchaba suavemente, aliviado por el
cambio de carga. Las monedas de oro, plata y bronce, claro está,
pesaban mucho menos que las corazas, espadas, cascos, botas y
jubones varios que había tenido que transportar hasta la
ciudad.
—No voy a llevarlo yo, ¿verdad? —le había
preguntado Keyen al caballo cuando éste protestó por el peso, allá
en los llanos de Khuvakha. Imre lo miró
con reproche: él no era un caballo de carga. O, al menos, nadie le
había informado de que lo fuera.
Ahora Imre parecía
mucho más conforme con la alforja y la pequeña bolsa tintineante
que Keyen le había colgado de la silla. Y éste se sentía mucho más
alegre de lo que había creído cuando, la noche anterior, se había
quedado dormido con la mejilla adherida a la pegajosa superficie de
la mesa. El sol trepaba por las cumbres más altas de las Lambhuari,
bañando de luz las escarpadas laderas, los arroyos saltarines, las
peñas como colmillos aguzados, como dedos que señalaban el cielo,
de un azul tan puro, tan vivo, que se mezclaba con el violáceo y
formaba un tono único, visible sólo a aquella altura. Y dominando
el paisaje, el altísimo pico de Fêrhaldhel, a cuyo pie se
acurrucaba Zaake; no buscando su protección, sino como un parásito
agarrado a la falda de la montaña casi vertical, disfrutando de su
sombra y del eterno caudal de agua que bajaba por las laderas en
forma de arroyos espumeantes. Y arriba, muy arriba, tanto que para
verla había que echar la cabeza atrás hasta que la nuca rozase la
espalda, la blanca cumbre de Fêrhaldhel, que rozaba el cielo color
añil.
Keyen dejó atrás Zaake por el ancho camino
que bajaba hacia el valle; a su derecha, la frontera de Thaledia.
Las Lambhuari cubrían el horizonte a sus espaldas como una hilera
de dientes afilados en la sonrisa del enorme monstruo que era
Tilhia, una sonrisa maligna dirigida ininterrumpidamente hacia
Svonda y Thaledia, cual si Tilhia fuese el tiburón y los dos países
del sur fueran los dos náufragos que se pelean por una tabla
cubierta de lapas sin adivinar la presencia de la amenazadora aleta
triangular dando vueltas a su alrededor.
La tabla, sonrió Keyen, era el Paso de
Skonje.
Conforme la sonrisa de Tilhia, las
Lambhuari, iban quedando atrás, el camino se fue haciendo más y más
llano. Los barrancos profundos y las rocas escarpadas
desaparecieron, sustituidos por árboles cubiertos de hojas, mares
de hierba esmeralda, colinas como olas en el océano verde intenso
salpicado aquí y allá de espuma amarilla. A su paso los pájaros
trinaban, gorjeaban, chillaban, formando una algarabía digna de la
partida de kasch más disputada. El olor
picante de la nieve, que portaba la brisa proveniente de las
montañas, se mezcló con el aroma dulce de las flores tardías y de
las frutas de los árboles, el olor seco de los campos de cereal que
se extendían más allá de la arboleda, el hedor a humedad y a cieno
del río Tilne.
—El ejército de Carleig se está reuniendo al
pie de las montañas, entre los llanos y la comarca de Zaake —le
había explicado Bred el día anterior, mucho antes de desplomarse
encima de su propia jarra de cerveza—. Si yo fuera tú, iría hacia
el sur.
—Tengo que ganarme la vida, Bred —respondió
Keyen negando con la cabeza—. El sur está en paz.
—Y tú necesitas la guerra —dijo Bred con
desagrado—. Pero este ejército no te va a servir, Keyen. No hasta
que no se reúna entero. Hasta entonces estarán todos vivos, y a ti
un ejército de vivos te resulta tan útil como a mí un ejército de
calvos rasurados.
«Por el momento —pensó Keyen, paseando junto
a Imre por el camino flanqueado de
árboles frutales—. Por el momento, están vivos.» Quizá no sería tan
mala idea dirigirse hacia el sur mientras Carleig se decidía a
atacar de nuevo. A unas pocas leguas, el sendero se convertía en el
Camino Grande, que atravesaba Svonda desde el Paso de Skonje hasta
Shidla, donde se bifurcaba para llegar por el este hasta Tula y por
el sur hasta Yintla; pero en el mismo punto en el que la senda
alcanzaba el Camino Grande, el Tilne hacía un meandro y se
introducía de lleno en Thaledia. Y quizás a Keyen le interesaría
cruzar la frontera. En Thaledia, los Sacerdotes Negros tenían mucha
menos influencia que en Svonda, donde Carleig los toleraba e
incluso les había otorgado una cierta inmunidad frente a los
ataques de los triastas, los sacerdotes de la religión oficial. En
Thaledia, los ianïe no eran tolerados, mucho menos protegidos. Y
Keyen todavía guardaba en sus alforjas un par de armas de
manufactura claramente svondena que no se había atrevido a intentar
vender en Zaake; si los zaakeños no tenían reparos en comprar
pertrechos de los caídos thaledii, en Thaledia tampoco ponían pegas
a las armas de sus enemigos muertos.
Tije le había dicho que fuera en busca de
Issi, y en principio a él le había parecido una buena idea. Pero
eso había sido antes de saber que los ianïe querían el brazalete de
la maldita niña del vestido azul. La niña que le tatuó el Öi a
Issi. Incluso Keyen, que jamás se había preocupado por las luchas
entre las distintas religiones que se extendían por el continente,
era capaz de ver las implicaciones de aquello.
Tije decía que el Öi era el símbolo de los
öiyin. Y si algo sabía de los ianïe, era que se declaraban enemigos
acérrimos de los öiyin, de su culto a la Muerte y del recuerdo de
Ahdiel. Entonces, ¿por qué buscaban un brazalete labrado con la
forma del Öi? Y, lo que era aún más inquietante, ¿qué harían si
descubrían que había una mujer con esa misma marca tatuada en la
frente?
«Pero Issi sabe cuidarse sólita —se dijo
Keyen mirando fijamente una enorme manzana roja que colgaba de la
rama de un árbol—. A eso se dedica. Yo, sin embargo...»
Él, sin embargo, sólo podía cuidar de sí
mismo cuando se trataba de enfrentarse a los muertos. Si eran vivos
los que le buscaban... Entonces, lo mejor era esconderse hasta que
dejasen de buscarlo o hasta que estuvieran muertos.
Estaba tan atento a sus propios pensamientos
que no se dio cuenta de la presencia de los soldados, vivos, hasta
que Imre se detuvo para no tropezar con
ellos.
—¿Un desertor? —preguntó en tono peligroso
el primero de ellos, cuando Keyen todavía no se había recuperado de
la sorpresa de ver el camino bloqueado—. ¿Tú sabes lo que les
hacemos a los desertores?
Keyen abrió la boca para responder, pero un
segundo soldado se adelantó, poniéndose a la altura del primero, y
lo miró fijamente.
—Les metemos un palo por el culo —contestó a
la pregunta que el primer soldado había dirigido a Keyen. Rio—. El
rey dice que los desertores no se merecen una muerte digna.
—Y no hay nada digno en morir con un palo
metido por el culo, eso te lo puedo asegurar —dijo un tercer
soldado—. Duele de cojones.
—¿Y bien? —preguntó el primero de ellos,
levantando la mano para indicar al resto que permaneciesen atrás—.
¿Eres un desertor?
Keyen parpadeó deprisa, paseando la mirada
por la decena de soldados que ocupaban todo el ancho del camino en
dos hileras. Buscó frenéticamente su voz.
—N-no —respondió al fin, encontrándola no
sabía dónde—. No, no soy un desertor.
—Eso dicen todos —rio el soldado risueño, el
que se había detenido junto al que parecía el jefe—. Pero luego
chillan pidiendo piedad cuando Liog se pone a afilar la estaca. Y
lo sueltan todo, corderillos. Como si eso los fuera a salvar.
—Pero... —Keyen tragó saliva. Imre resopló—. ¡Pero es que yo no soy un desertor!
No he luchado en...
—¿De dónde vienes? —preguntó bruscamente el
primer soldado—. ¿De Khuvakha? ¿O del Skonje?
—No, yo... —Keyen se pasó la lengua por los
labios, que se le habían quedado secos de repente. ¿Sería
preferible decirles la verdad? ¿O mentir? Si decía que venía de los
llanos de Khuvakha, lo colgarían por desertar en la batalla que se
había librado unos días atrás; si decía que venía del Paso de
Skonje, lo colgarían por intentar escapar de la leva masiva de
hombres que, según Bred, habían llevado a cabo entre los guardianes
y los mercenarios que se apostaban en el nacimiento del Tilne. En
ambas circunstancias se asegurarían de empalarlo antes, como
amablemente le había informado el soldado alegre. Por aquel camino
sólo podía venir del norte o de Thaledia... Y decir que venía de
Thaledia era, sin duda, la peor respuesta que se podía dar a
aquellos hombres. Así que sólo le quedaba el recurso de decir la
verdad—. De Zaake. Vengo de Zaake.
—Zaake. Ya. —El primer soldado, el jefe,
frunció el ceño—. ¿Comerciante? —inquirió, lacónico.
«¿Tengo pinta de comerciante?», pensó
desesperadamente Keyen. Lo mirara por donde lo mirase, Imre y él no podían ser más distintos de las
caravanas de los mercaderes. La escuálida alforja que colgaba de la
silla del caballo no parecía contener nada de valor, nada que un
comerciante honrado pudiera vender. «Pero tampoco tengo pinta de
desertor...»
—No —contestó, y se obligó a esbozar una
sonrisa bobalicona—. Soy un juglar, señor mío. Un simple
juglar...
Y rezando a todos los dioses cuyo nombre
hubiera oído en algún momento de su vida, se acercó a Imre y rebuscó en la alforja con cuidado de no
revelar la presencia de las armas que había recogido en Khuvakha.
«Sólo me faltaba eso: un montón de espadas y dagas svondenas.
¿Acaso podían querer más pruebas de que soy un desertor, y un
ladrón, para más señas?» Tomó aire y sacó una delgada flauta de
hueso de la alforja, se volvió y se la mostró al soldado, sonriendo
ampliamente.
—Hummm... —El que llevaba la voz cantante se
lo quedó mirando con los ojos entornados. Parecía algo interesado;
de hecho, parecía mucho más interesado de lo que Keyen había
esperado—. Así que un juglar, ¿eh? ¿Y adonde vas, si se puede
saber? Zaake es el mejor lugar para...
—Ah, pero es que últimamente en Zaake no hay
más que brutos e incultos, señoría —le interrumpió Keyen con una
exagerada reverencia—. Nadie que sepa apreciar el arte en todo lo
que vale. En Tula, sin embargo...
—¿Vas a Tula? —inquirió uno de los
soldados.
—Sí, señoría. Tula es una ciudad cultivada,
llena de poetas y de...
—No has estado nunca en Tula, ¿verdad? —bufó
otro.
—Y va a tener que esperar para ver ese nido
de víboras —dijo el jefe—. El rey nos ha ordenado que seamos diez
mil hombres cuando lleguemos al pie de las Lambhuari. Si no eres un
desertor, y parece que no lo eres —añadió con una mueca—, vas a
tener la oportunidad de demostrar lo bien que es capaz de luchar un
juglar.
Dio media vuelta e hizo una seña a sus
soldados; la mitad de ellos avanzó hasta adelantar a Keyen, la otra
mitad se quedó frente a él, mirándolo fijamente. El que parecía el
jefe giró la cabeza y también lo miró.
—Anímate, juglar —le dijo fingiendo alegría
y esbozando una sonrisa irónica—. ¿Qué mejor lugar para encontrar
temas para tus rimas que el sitio donde se producen las grandes
batallas, los grandes actos de valor, donde se escribe la
Historia?
—¿Te has comido una flor, Kamur? —preguntó
otro de los soldados, burlón.
—Los hay que escuchan lo que cantan los
juglares —rio un tercer soldado—. Kamur se queda embobado cuando
alguien canta una canción. Sobre todo si luego se lo puede tirar.
Yo que tú tendría cuidado, cantante —añadió guiñándole el ojo a
Keyen.
—Cállate, imbécil —dijo bruscamente Kamur, y
se volvió hacia Keyen—. El rey quiere que todos los svondenos
defendamos Svonda. Y tú eres joven y estás sano, y encima tienes un
caballo, de modo que eres justo lo que el rey busca. Andando.
Rodeó a Keyen y se puso al frente de los
soldados que ya habían comenzado a avanzar, dejando a Keyen entre
ellos y los cinco hombres que se habían quedado un poco atrás.
Imre pateó el suelo, nervioso. Keyen lo
acarició para tranquilizarlo. «¿Y quién me tranquiliza a mí?»,
gritó en silencio cuando uno de los soldados le clavó amablemente
el pomo de la espada en los riñones, instándolo a andar.
«Yo no quiero luchar por Svonda —gimió para
sí—. Ni siquiera quería quedarme en Svonda.» ¿Qué mejor lugar que
Thaledia para esconderse de los ianïe, para ganar un poco de tiempo
y de dinero, y para encontrar, si se dejaba encontrar, a una
mercenaria thaledi...?
Se encogió de hombros. «Míralo por el lado
bueno. Donde hay un ejército, tarde o temprano habrá muertos...
Cosa que me viene bien, siempre que yo no sea uno de ellos. Y en la
última batalla, Issi quería luchar con los svondenos. Issi es tan
thaledi como Carleig. Claro que también es tan svondena como
Adelfried... o sea, absolutamente nada.»
«O sea, que puede estar en cualquier
parte.»
Suspiró, al tiempo que tiraba de las riendas
de Imre y seguía al soldado de la sonrisa
irónica y el alma anhelante de música.