BLAKHA-SCILKE
Sexto día desde Elleri. Año 569 después del Ocaso
En muchas ocasiones se ha dicho que los
asesinos de Blakha-Scilke son más civilizados que los mismos reyes.
Al menos, ellos saben cuál es su lugar en el mundo: los reyes matan
porque creen que el mundo es suyo.
Enciclopedia del
mundo
De los lugares vedados a hombres y bestias,
Ahdiel era, sin duda, el más terrorífico, el más desconocido, el
único que evitaban todas y cada una de las criaturas vivas,
independientemente del país en el que hubieran nacido.
El segundo lugar más peligroso era
Blakha-Scilke.
Situada en el delta del Tilne, edificada en
la isla que bifurcaba en dos el río antes de que éste llegase al
mar, la ciudad de Blakha-Scilke no pertenecía ni a Thaledia, en
cuyo territorio supuestamente se hallaba, ni a Svonda, dentro de
cuyas fronteras había estado infinidad de veces. Blakha-Scilke sólo
se pertenecía a sí misma.
Pese a todo, Rhinuv no se asombró al ver la
librea del hombre que permanecía de pie ante él, con evidentes
signos de nerviosismo. El león dorado temblaba tanto como el
mensajero que se hallaba debajo de la tela. Rhinuv esperó un rato
antes de alzar la mirada y posarla en los ojos huidizos del hombre,
y no hizo ningún comentario cuando el mensajero empezó a retorcerse
las manos con tanta ansiedad que parecía querer arrancarse sus
propios dedos.
—¿Y qué es lo que quiere Adelfried de mí?
—inquirió al fin.
El hombre tuvo que hacer varios intentos
antes de ser capaz de pronunciar una palabra y, cuando finalmente
lo hizo, lo que emitió fue un gañido agudo. Carraspeó.
—Su Ma-Majestad, Adelfried Quinto, rey de
Thaledia, señor de Adile y Shisyial, conquistador de...
—Ya, vale, ahórrame los títulos, ¿quieres?
—gruñó Rhinuv, sin dejar de pasar la piedra de amolar por la hoja
de la daga.
El mensajero tragó saliva, asintió
frenéticamente y, de entre los pliegues de su ropa, extrajo una
carta doblada y sellada. Rhinuv dejó a un lado la hoja y la piedra
y alargó la mano para cogerla. Sonrió cuando el hombre retiró los
dedos con tanta prisa que la carta cayó, planeando, hasta posarse
con suavidad en el suelo empedrado.
El lacre también tenía la estampa del león
real. Rhinuv lo miró con los ojos entrecerrados, torció la carta
para verlo desde todos los ángulos. «Bueno, es un león porque ellos
lo dicen, porque visto desde aquí parece una grulla...» En el
suelo, delante de él, los pies del mensajero se frotaban el uno
contra el otro, soportando primero uno, luego el otro, el peso del
cuerpo que tenían encima. Gruñó otra vez, impaciente: los pies se
quedaron clavados al suelo al instante.
Abrió la carta sin romper el sello, rasgando
el papel justo por encima del botón rojo medio derretido y
solidificado de nuevo. Después tendría que llevar el papel al
lakh'a: nadie se guardaba una prueba que pudiera ser utilizada como
defensa o como chantaje, nadie la tiraba o la destruía. Y el sello
real de Thaledia era algo demasiado peligroso y demasiado útil como
para arriesgarse a dañarlo lo más mínimo.
Leyó la carta sin pestañear. El mensajero
parecía incómodo. «¿No esperabas que un asesino supiera leer?», se
preguntó con sorna. Paseó la mirada por el pliego una, dos veces,
absorbiendo las palabras hasta que se grabaron en su mente. Palpó
el papel con cuidado con los dedos, admirando la superficie lisa y
suave. Era un papel grueso pero con un acabado perfecto, un papel
de los que sólo la nobleza podía permitirse utilizar. Volvió a
alzar la vista.
—¿Sabe el lakh'a lo que Adelfried quiere?
—preguntó en voz baja.
El mensajero se apresuró a asentir.
—Sí, mi señor. Sí, él fue quien dijo a Su
Majestad, Adelfried Quin...
—Bien. —Hizo un breve gesto con la mano.
Probablemente era cierto. Incluso un ratón como aquél sabría que
ningún asesino que hubiera ascendido al rango de scilke movería un
dedo siquiera sin consultar al lakh'a. Los que aceptaban encargos
sin contar con el señor de Blakha-Scilke no vivían lo suficiente
como para poder añadir a sus nombres el sufijo «-ke», mucho menos
el «scilke» completo—. ¿Y sabes qué más me pide Adelfried en esta
carta?
El mensajero frunció el ceño, desconcertado.
Abrió la boca para contestar, pero no llegó a emitir ningún sonido.
Con un movimiento seco y rápido, Rhinuv lanzó la mano hacia su
cuello y la retiró al instante, como una cobra atacando a su presa
y volviendo a su posición original. Impasible, clavó los ojos en la
mirada sorprendida del lacayo y observó cómo las pupilas dilatadas
por la sorpresa se iban velando conforme la sangre que manaba a
borbotones por la finísima herida del cuello empapaba la librea con
el león de Thaledia, enturbiando sus pupilas. El mensajero,
paralizado, pareció pugnar por huir de allí, pero sólo logró agitar
las manos y los párpados espasmódicamente. Cada latido de su
corazón hacía manar una gran cantidad de sangre espesa,
debilitándolo ante Rhinuv, que no cambió de expresión cuando el
hombre se desplomó despacio y cayó a sus pies. Fue entonces cuando
soltó el primer gemido, convertido en un gorgoteo por la sangre que
inundaba su garganta.
Rhinuv esperó pacientemente hasta que el
mensajero quedó en silencio, y volvió a mirar el pliego sellado, en
cuyo borde destacaba una única gota de sangre.
—«Una joven con un tatuaje plateado en la
frente» —leyó en un murmullo. Volvió a plegar el papel y jugueteó
con él, ausente—. No son muchos datos —se dijo a sí mismo,
frunciendo el ceño—. Quinientos oros... —El lakh'a querría que
pidiese cinco mil, o más. No sólo había de matarla, también tenía
que encontrarla. Y, según la misiva, podía estar en cualquier
parte. Pero ¿quién regateaba con un rey?
—El lakh'a —se contestó a sí mismo. Suspiró
y se puso en pie. Aunque el mensajero hubiera asegurado que el rey
supremo de Blakha-Scilke conocía el contenido de la carta, tenía
que acudir a su presencia y pedirle permiso para partir a cumplir
el contrato.
En Blakha-Scilke, los acuerdos se firmaban
automáticamente, en cuanto el asesino leía las órdenes de su
empleador. Por eso Rhinuv había matado al mensajero, como exigía
Adelfried de Thaledia en su misiva. Si una carta llegaba a manos de
un habitante de la ciudad del delta, era porque el lakh'a ya tenía
conocimiento de su contenido: era el lakh'a quien se encargaba de
dirigir los pasos del portador de la misiva hacia uno u otro de sus
asesinos. Todos los habitantes de Blakha-Scilke debían obediencia a
la ciudad. Y el lakh'a, que había ascendido hasta ese rango por
méritos propios, era la ciudad.
Rhinuv nunca había incumplido una norma, ni
había desobedecido una orden. Por eso podía hacerse llamar Rhinuv
Scilke, el siguiente en la jerarquía de Blakha-Scilke, justo debajo
del propio lakh'a. El rango, sin embargo, sólo hacía que para él
fuese mucho más importante cumplir las normas y obedecer las
órdenes: su muerte, si no lo hiciera, sería mucho más horrible que
la de un simple asesino sin apellido. Se miró la marca de la
golondrina, la scilke, tatuada en el
dorso de su mano. La mayor distinción que alguien como él podía
llegar a alcanzar, a excepción de la golondrina coronada que
adornaba la mejilla del lakh'a. ¿Y no había sido él mismo quien
había elegido Blakha-Scilke como hogar, su forma de vida como vida
propia?
Una joven con un tatuaje plateado en la
frente... Rhinuv se encogió de hombros. «Que los reyes decidan a
quién quieren matar —pensó—. Que sean ellos quienes piensen.»
Blakha-Scilke se limitaba a convertir esos pensamientos en
realidades.