CORDILLERA DE CERHÂNEDIN (SVONDA)
Cuarto día desde Ebba. Año 569 después del Ocaso
Los öiyin cayeron con Ahdiel. Pero muchos
de los que sobrevivieron a aquella terrorífica jornada juran haber
oído decir a algunos de ellos que nadie, jamás, podría hacerlos
desaparecer, igual que nadie podía vencer a la Muerte.
El Ocaso de Ahdiel y
el hundimiento del Hombre
Cruzaron de nuevo el Tilne al pie de
Cerhânedin, media jornada después de volver a entrar en territorio
svondeno. Nada más pisar el otro lado de la frontera, Kamur obligó
a sus hombres a vestir otra vez el uniforme del ejército. Debía de
sentirse más seguro, como se había creído a salvo ocultando su
identidad en el país enemigo.
Se notaba que Ebba había pasado en el aire
frío que soplaba desde los riscos de la cordillera, en la escarcha
que cubría sus mantas y capas cuando despertaban cada mañana, en el
vaho que formaba su aliento casi a cualquier hora del día, y, sobre
todo, en la luz: amanecía mucho más tarde, y apenas les daba tiempo
a recorrer unas pocas leguas antes de que el sol volviera a caer. Y
sus rayos no calentaban, aunque, paradójicamente, eran mucho más
deslumbrantes que en mitad del verano, entre Dietlinde, la Fiesta
de los Brotes, y Elleri.
Si Keyen y ella habían bordeado Cerhânedin
por la cara norte, esta vez Kamur los conducía de vuelta a Svonda
por el sur. Aquello tenía su lógica: aunque el camino más directo
de Delen a Tula era por el norte, a esas alturas del año el viento
en la parte más septentrional de la cordillera era cortante, y
cualquiera preferiría alargar el viaje un par de días a transitar
por las laderas desoladas que Issi y Keyen habían recorrido días
atrás.
Keyen la evitaba. O eso le parecía a Issi,
que se iba hundiendo cada vez más en su propia miseria conforme
avanzaban hacia el rey de Svonda. Cuando lo pensaba con calma,
deducía que, en realidad, Keyen tenía la misma libertad de
movimientos que ella, que era nula, y por tanto era muy difícil que
se acercase a Issi cuando le viniera en gana o cuando ella lo
necesitaba; pero no siempre era capaz de pensar con calma. Y no
podía echarle la culpa al golpe que había recibido en la cabeza,
porque hacía ya días que la hinchazón había desaparecido, y con
ella los dolores en el cráneo y los mareos que obligaban a Kamur a
sujetarla con fuerza para que no se cayera del caballo que
compartían.
—No deberías haber dejado nuestros caballos
en Delen —dijo Keyen una noche, mientras comían una exigua ración
de carne seca y pan duro.
Kamur no levantó la vista.
—De algún modo debía pagar al tabernero por
tener que limpiar todo ese estropicio —contestó—. Y por la vida de
ese chico, claro.
Nern enrojeció y agachó la cabeza.
—Pero con dos caballos cargados con dos
personas, no vamos a llegar a Tula hasta la víspera de Yeöi —señaló
Keyen tranquilamente.
Issi lo miró. ¿Eran imaginaciones suyas, o
Keyen tenía muchas ganas de llegar junto a Carleig? Sacudió la
cabeza. «Estoy paranoica. Kamur sólo quería que dudase de él, nada
más.» Y maldito fuera si no lo había conseguido.
—No vamos a Tula —se limitó a responder
Kamur. Oyó la exclamación incrédula de Keyen, y debió de percibir
las miradas atónitas de Nern y de Reinkahr, porque alzó el rostro y
sonrió—. El rey no está en Tula, está en Yintla. Y allí es donde
vamos nosotros. Doce jornadas, Keyen, no treinta.
Se metió un trozo de carne en la boca y la
masticó con parsimonia.
—¿Por qué? —preguntó Keyen—. La corte de
invierno está en Shidla... ¿Por qué Yintla? ¿No está demasiado
cerca de la frontera con Thaledia?
—Y de Monmor —respondió Kamur con
calma.
—Pero... además, es demasiado pronto para
trasladar la corte de Tula a Shidla... o a Yintla, o adonde sea...
Aún quedan más de treinta días para Yeöi —insistió Keyen.
El teniente se encogió de hombros.
—Yo cumplo órdenes, no las cuestiono.
Keyen no dijo nada más. Tampoco la miró.
Nunca la miraba. «Ya no.» La evitaba. Issi creía saber por qué:
porque sabía que ella se había dado cuenta de lo que había hecho. Y
Keyen no quería tener que reconocerlo ante ella.
Sólo cuando lograba apartar de su mente las
telarañas de la depresión que amenazaban con sumirla aún más en la
oscuridad era capaz de ver que Keyen no la había traicionado, que
Keyen no había provocado su captura a manos de los tres soldados de
Svonda. Pero el resto del tiempo, cuando el desaliento y el
desánimo la embargaban, miraba a Keyen y veía a un hombre vendido,
por miedo, o por dinero; a un svondeno fiel no a ella sino a su
país y a su rey, a un hombre que había olvidado la máxima que
tantas veces le había repetido: «Si ningún país me guarda lealtad a
mí, ¿por qué iba yo a guardar lealtad a ningún país?»
Pero, sobre todo, veía al hombre que le
había prometido que no la abandonaría. Y que la había abandonado.
«Igual que cuando me juró que me protegería.» Y había sido incapaz
de protegerla.
Los ojos azules de Antje se le aparecían
cada noche, y en ocasiones también durante las horas de vigilia. Y
además, estaban aquellos otros sueños, los de la ciudad blanca y
negra, que la aturdían y la dejaban temblorosa por el deseo de
obedecer la llamada de la montaña.
El arco apuntado de cristal tendría unas dos
varas de altura. Dos finas columnas enmarcaban el espacio que
guardaba, uniéndose con el inicio del arco a la altura de su
rostro. La clave, la pieza de cristal que sostenía todo el arco,
tenía unas marcas talladas que Issi tampoco pudo leer. Relucía como
el diamante tallado en la roca gris de la montaña. Y al otro lado,
no había... nada. Pero Issi se quedaba mirando la nada, sabiendo
que no le estaba permitido entrar, y, sin embargo, deseando con
todas las fibras de su ser poder atravesarlo. La oscuridad la
llamaba, pronunciaba su nombre.
Se agitaba en sueños, incapaz de escapar y
sin querer hacerlo, y cuando despertaba sentía bajo sus pies las
baldosas negras y blancas de la ciudad.
El Tilne atravesaba la cordillera de
Cerhânedin por una estrecha garganta, y salía de entre las montañas
cayendo por un abrupto acantilado de unas veinte varas de altura,
formando un salto de agua que bajaba, rugiente, hasta un profundo
estanque rodeado de piedras musgosas y resbaladizas. Al pie de la
catarata se detuvieron tres días después de la Fiesta de la
Cosecha, protegidos de las salpicaduras por una roca rectangular
tumbada que recordaba poderosamente a un sepulcro.
Como cada noche, Issi permitió dócilmente
que Kamur atase sus manos con la fina cuerda que Reinkahr había
llevado consigo, se sentó junto al fuego y se cubrió con la capa
del teniente svondeno. La suya, junto con su manta, se había
quedado con Lena en Delen. El recuerdo de
la yegua castaña todavía era un picor constante en su corazón, que
ya tenía bastante escocido por todo lo que estaba sintiendo en los
últimos días. Rabia, tristeza, dolor, miedo, soledad, odio, y otros
muchos sentimientos que ni siquiera se atrevía a analizar.
Rechazó el trozo de pan y la escudilla con
sopa de nabos que Reinkahr le tendía, se envolvió con la capa, y
con la mirada perdida en las llamas doradas que chisporroteaban en
la hoguera encendida con ramas húmedas, imploró a cualquier dios,
diosa, ente, espíritu o fuerza de la Naturaleza que estuviera
escuchando que el olvido del sueño llegase lo antes posible. Porque
no podía soportar las emociones que se agolpaban en su mente, y,
por encima de todo, no podía soportarse a sí misma. Desde el bosque
de Nienlhat. Desde antes, incluso.
Desde que había visto los ojos de Antje. O
desde que había visto los ojos de la niña del vestido azul. O,
quizá, desde la primera vez que había visto los ojos de Keyen,
tantos, tantos años atrás.
Kamur se levantó de un salto. Con un
movimiento brusco la obligó a bajar la cabeza, hundiendo su rostro
en la capa. Se inclinó y susurró en su oído:
—No te muevas. ¿Me oyes? ¡Ni un movimiento!
—Y se alejó a grandes zancadas.
Issi no se atrevió a desobedecerle.
Sorprendida, parpadeó varias veces para aclararse la vista y, con
una imperceptible sacudida, apartó un mechón de pelo de delante de
sus ojos, lo suficiente para entrever lo que sucedía.
En el borde de la laguna, justo en el límite
de la luz de la hoguera, Kamur se reunía en ese momento con una
figura desvaída. En un primer instante pensó que era uno de los
espectros que había invocado segundos antes. Pero al rato, cuando
empezó a acostumbrarse a la penumbra y sus ojos obviaron el brillo
más cercano del fuego, comenzó a vislumbrar los contornos, los
volúmenes, hasta que se dio cuenta de que era un hombre.
Vivo.
Por lo que Issi podía ver, se cubría con una
capa peluda, quizá de piel de oso, y llevaba sueltos los largos
cabellos blancos. Parecía un hombre corpulento, pero tal vez no
fuese más que la ilusión óptica producida por la capa, que
ensanchaba su figura hasta dotarle de unos hombros el doble de
anchos que los de Kamur. Hasta ella no llegaba más que el sonido
profundo de su voz, y el de la voz de Kamur, pero no alcanzaba a
comprender las palabras. Kamur gesticulaba mucho; el extraño
permanecía inconmovible.
La conversación se extendió lo suficiente
como para que Issi empezase a sentir un pinchazo en el cuello. Los
músculos de su espalda protestaron por la prolongada inmovilidad en
aquella postura, medio encogida, medio agachada, que el teniente la
había obligado a adoptar. Finalmente Kamur se despidió del hombre
con una rígida inclinación de cabeza y regresó junto al fuego,
mientras el desconocido volvía a perderse entre las sombras
fantasmagóricas producidas por la luz de las llamas danzarinas al
chocar con las rocas cubiertas de musgo.
Kamur se sentó entre Reinkahr y Keyen, cogió
la escudilla de sopa que había dejado al lado de la hoguera para
que no se enfriase, y se la llevó a los labios.
Sólo después de sorber todo el caldo pareció
darse cuenta de las miradas insistentes, llenas de curiosidad, de
sus dos hombres y de sus dos prisioneros. Issi, segura de que el
extraño se había marchado, no se atrevió, sin embargo, a alzar del
todo la cabeza. Lo miraba entre los rizos que cubrían su rostro,
tratando de no hacer caso a las punzadas de dolor que contraían
todos sus músculos.
Kamur los miró de uno en uno, con expresión
de sorpresa, y dejó el recipiente en el suelo.
—Sólo eran los habitantes de la cordillera
—dijo—. Los que consideran que estas montañas son su reino, y ellos
sus reyes. Pero nos permiten pasar, no os preocupéis.
Keyen arqueó las cejas.
—No tenía pinta de bandido.
—No —respondió sencillamente Kamur.
Los cuatro hombres se quedaron callados un
buen rato. Los troncos húmedos de la hoguera crujieron, y el
silencio podía oírse más aún, podía incluso masticarse. Harta de
todo y de todos, Issi se enderezó, estiró la espalda, torció el
cuello hacia uno y otro lado, dolorida, y lanzó una mirada
desafiante a Kamur. Este no reaccionó.
—He oído, y más de una vez, y de más de una
persona —dijo Keyen de repente, sin mirar a ningún lugar concreto—,
que en Cerhânedin los öiyin siguen practicando sus ritos. Que aquí
es donde viven desde el Ocaso, donde se refugiaron los que
sobrevivieron al Hundimiento de Ahdiel.
Inopinadamente, Nern empezó a temblar con
violencia. Kamur le lanzó una rápida mirada y después escrutó a
Keyen. Devolviéndole la mirada, éste se llevó las manos amarradas a
la boca y mordió un trozo de pan mojado en sopa. El caldo se
escurrió por su barbilla, y él se lo limpió con el dorso de la
mano, sin dejar de mirar al teniente svondeno.
—Muy bien —dijo éste al fin, y, con un hondo
suspiro, se levantó. Caminó hacia los caballos, haciendo caso omiso
de las estupefactas miradas de sus compañeros; abrió su alforja,
sacó un trozo de lienzo limpio y, volviendo hasta la hoguera, se
inclinó sobre Issi—. Quieta —ordenó.
Ella se dejó hacer mientras él le vendaba la
frente. Cuando apretó el nudo, se enderezó, cogió la daga de la
propia Issi, que ahora guardaba en su cinturón, y, sin una palabra,
se hizo un corte en el antebrazo. Frotó la herida contra el lateral
de la cabeza vendada de Issi hasta que la sangre correteó por su
mejilla.
—¿Qué estás haciendo, Kamur? —inquirió
Keyen, asombrado.
El soldado se apartó de Issi y la estudió
con los ojos entrecerrados, asintió y regresó a su lugar junto al
fuego.
—¿Teniente? —preguntó Nern. El muchacho
parecía aún más desconcertado que Keyen, y miraba a su superior con
la boca muy abierta y un brillo enloquecido en los ojos.
Kamur cogió el pellejo de agua y se lavó la
herida que él mismo acababa de hacerse.
—Pensaba esperar hasta salir de Cerhânedin
—explicó—, hasta el Camino del Sur, antes de cambiar de rumbo. Pero
—se encogió de hombros—, si de verdad queréis saber, si vais a
seguir preguntando...
Clavó los ojos en Issi. Ella se estremeció y
levantó la capa hasta la barbilla, tratando inconscientemente de
protegerse de la amenaza que se ocultaba tras el brillo de los ojos
negros.
—Voy a llevarme a la mujer al norte —dijo
Kamur—. No a Carleig, ni de vuelta con el ejército. A las
Lambhuari. Y ahora que ya lo sabéis —paseó la mirada por los
rostros estupefactos de Nern, Reinkahr y Keyen y la expresión
resignada y confundida de Issi—, no tiene sentido seguir hasta la
carretera y subir hacia Shidla. Atravesaremos Cerhânedin y
seguiremos el Tilne corriente arriba hasta el Paso de Skonje.
Se frotó las manos ante las llamas. A su
lado, Nern lo miraba como quien levanta una piedra en busca de
lombrices para pescar y se encuentra con una víbora.
—Teniente —dijo Reinkahr en voz baja.
Parecía mucho más tranquilo que el joven soldado, que seguía
mirando a Kamur boquiabierto, atónito—. ¿Por qué? —preguntó
simplemente.
Él sonrió con frialdad.
—Porque es la Öiyya. Y si hay que atravesar
el territorio de los öiyin, más nos vale que no descubran ese
maldito signo en su frente.
—Quería decir que por qué. Por qué al norte.
Por qué no a Yintla. Por qué desobedecer una orden directa del rey.
—Reinkahr dejó entrever su desconcierto en la forma de sacudir la
cabeza, en el leve temblor de sus manos, aferradas a un trozo de
pan que desmigajaba compulsivamente entre los dedos.
Kamur asintió.
—Ah. Eso es más difícil de explicar.
—Levantó el rostro y miró al cielo. La luna en cuarto creciente
impedía ver las estrellas con claridad. Sin embargo, estaban allí,
observándolos con sus ojos fríos, distantes—. Es una cuestión de
lealtad. Pero —repitió— si vais a seguir preguntando...
Suspiró y cerró los ojos.
—¿Cuántos reyes ha tenido Svonda desde su
fundación? ¿Cuántos han tenido Thaledia, Monmor, Tilhia? Y todos se
creen con poder sobre las vidas de sus súbditos. Y sobre las de los
súbditos de sus enemigos. —A la luz de la luna, el color de su piel
desaparecía, sustituido por un enfermizo tono blancuzco, casi gris.
A Issi se le revolvió el estómago. Kamur abrió los ojos y siguió
hablando—: A todos se les olvida que la única dueña de la Vida es
la Vida misma.
Keyen soltó un silbido prolongado.
—Vaya —dijo, mirando a Kamur con una sonrisa
torcida—. Un ianïe. Quién lo iba a decir, teniente —añadió,
enfatizando la última palabra con una inflexión burlona.
Nern ahogó una exclamación de incredulidad y
horror.
El oficial svondeno bajó la cabeza con
humildad.
—Aún no se me considera digno de servir al
Ia, pero obedezco a la Iannä, sí —contestó—. Ella me ordenó sacarla
del poder de Svonda y llevársela. Y es lo que yo voy a hacer
—añadió con un leve tinte amenazador en la voz calmada.
Reinkahr agachó la cabeza y no dijo nada.
Nern parecía incapaz de hablar. Keyen, por el contrario, rio
suavemente.
—¿Y qué podría querer la Iannä de
ella?
—Eso —Kamur hizo un gesto vago desechando la
pregunta— es cosa suya. De la Iannä, y, por supuesto, de la Öiyya
—señaló a Issi con un gesto—. No en vano, son iguales. Diferentes,
pero iguales.
Keyen asintió.
—Para creer que son iguales, Kamur —dijo,
inclinándose hacia delante—, has tratado a Issi de un modo muy
distinto al que habrías utilizado con tu Iannä...
—Sirvo a la Vida —dijo Kamur con fervor, y
miró a Issi de soslayo—. Pero respeto a la Muerte. Y a ella la he
respetado. He hecho lo necesario para hacer lo que la Iannä me
pidió que hiciera, pero la he respetado.
«Me has dado tu capa, pasando frío por las
noches en mi lugar. Me has sostenido en el caballo cuando estaba
demasiado débil para permanecer montada. Incluso te has cortado el
brazo tú mismo para ocultarme, en lugar de herirme a mí», pensó
Issi, confusa. Pero también la había perseguido, la había golpeado,
la había obligado a salir de nuevo de su país contra su
voluntad.
—Si querías llevarla a las Lambhuari
—continuó Keyen—, ¿por qué la dejaste marchar de Sinkikhe? Estabas
a pocas jornadas de viaje del Skonje... Pero has permitido que
llegase hasta aquí, ¿y ahora quieres volver a llevarla al
norte?
—Yo cumplo órdenes —repitió Kamur
fríamente—, no las cuestiono.
Miró a Nern y a Reinkahr. El soldado mayor
sostuvo su mirada con tranquilidad, mientras el más joven parecía
no saber dónde esconderse. Los ojos de Kamur se entretuvieron en el
rostro de Nern. La expresión del teniente era indescifrable, la del
joven soldado estaba preñada de terror.
—Y vosotros también —finalizó con voz dura—.
Vosotros también cumplís órdenes.
Reinkahr asintió.
—Cumplimos órdenes, mi teniente —contestó.
Sin una advertencia, sin un gesto que traicionase sus intenciones,
se abalanzó sobre Kamur y lo tiró al suelo.
Issi no reaccionó al ver a los dos hombres
rodar por el suelo. Keyen tampoco hizo nada. Se limitó a
observarlos sin dejar que por su expresión pudiera saberse lo que
pensaba de la escena, mientras Kamur y Reinkahr se agarraban el uno
al otro, uno intentando estrangular al otro, el otro sujetándose de
las manos que se aferraban a su garganta, ambos gruñendo palabras
ininteligibles. Rodaron hasta el borde de la laguna, tan
estrechamente abrazados que más parecían dos amantes que dos
hombres luchando, los gruñidos que emitían en su esfuerzo
fácilmente confundibles con los gemidos de placer que dos
enamorados habrían dejado escapar.
Cayeron al agua con un fuerte chapoteo. Nern
se levantó de un brinco y se acercó al borde de la laguna,
indeciso, ansioso, incapaz de decidir qué hacer. Issi no podía
evitar sentir lástima por él. ¿A quién debía obedecer, a su
teniente, o a su rey? Nern gimió, con los ojos clavados en la
agitada superficie del agua, justo en el mismo momento en que las
cabezas de Reinkahr y Kamur volvían a salir a la superficie.
Sujetando todavía a Kamur por la garganta,
Reinkahr lo empujó para estrellarle la sien contra la roca afilada
del borde, una, dos, tres veces, hasta que Kamur se agitó y pataleó
en el agua para liberarse. Levantó la mano y clavó el dedo en el
ojo del soldado. Reinkahr aulló de dolor, pero no soltó al
teniente. Del párpado destrozado brotó un chorro de sangre que
empapó el rostro de Kamur. Él cerró los ojos. Y Reinkahr,
enloquecido por el dolor, volvió a estamparle la nuca contra la
roca, una, dos, tres, cuatro veces, hasta que la cabeza de Kamur
cayó hacia delante y el agua oscura del lago se tiñó de rojo.
Tuvo que contener el impulso de apartar la
mirada cuando Reinkahr soltó a Kamur y el cuerpo de éste se quedó
flácido, flotando boca abajo en el agua. Pero no lo hizo. Siguió
mirando, incrédula, mientras el soldado de mayor edad trepaba por
la orilla rocosa para salir del lago, completamente empapado de
agua y sangre. «Kamur.» Aquel cuyo rostro se había vuelto gris a la
luz de la luna. Ahogó un sollozo histérico, con los ojos fijos en
el cuerpo inerte del teniente, hasta que Reinkahr la agarró con
violencia del brazo y la obligó a levantarse.
—Vamos —gruñó. Tenía el párpado destrozado,
la cuenca del ojo convertida en un amasijo de carne y sangre. Pero
no parecía importarle. La sacudió con fuerza cuando ella lo miró,
atónita—. Hay que irse de aquí. Ya.
—¿Q-qué...? —balbució.
Él la arrastró hasta donde Nern desataba los
caballos. Keyen ya estaba allí, dispuesto a montar en el caballo
que había pertenecido a Kamur. Nern no dijo nada.
—Nosotros siempre obedecemos las órdenes que
recibimos. Siempre, ¿entendido? —ladró Reinkahr, y la obligó a
montar en su propio caballo. Subió detrás de ella, la envolvió
rudamente con la capa de Kamur, que ella todavía tenía sobre los
hombros, y espoleó al animal, dejando atrás la fogata casi extinta,
las escudillas medio llenas de sopa de nabo y el cuerpo de Kamur,
flotando con los brazos abiertos y el rostro hundido en el agua de
la laguna, bajo la catarata del Tilne.