COHAYALENA (THALEDIA)
Undécimo día desde Elleri. Año 569 después del Ocaso
Tras el Ocaso de Ahdiel, sin embargo,
muchos renunciaron a los dioses y se refugiaron en otras deidades
que ellos mismos crearon: la violencia, la muerte, el orgullo, el
honor.
Enciclopedia del
mundo
Adelfried suspiró.
—Puedes retirarte, Beful —dijo, apoyando la
cabeza en el respaldo del trono. Contrajo el gesto cuando se golpeó
con más fuerza de la que había previsto. «Este maldito asiento es
capaz de descalabrar a cualquiera», gruñó en silencio.
El bufón salió, encogido, sin atreverse a
hacer una sola cabriola. Adelfried tamborileó los dedos en el brazo
del trono y dejó que sus ojos vidriosos se posasen en un lugar
indeterminado del enorme salón, un estandarte colgado encima de la
puerta que Beful acababa de cerrar.
—¿Vais a hacer algo, mi señor? —preguntó
Kinho de Talamn.
El rey parpadeó y lo miró sin cambiar de
postura; el señor de Talamn parecía verdaderamente preocupado por
su soberano. Adelfried sonrió.
—Voy a hacer lo mismo que llevo haciendo un
año. O sea, no voy a hacer nada —contestó. Kinho abrió mucho los
ojos: su sorpresa aparentaba ser genuina. «¿Por qué no iba a serlo?
¿O es que toda Cohayalena sabe que el rey sabe que es un cornudo?»
—Pero... Majestad...
—Kinho —le interrumpió sin ceremonias, y
puso los ojos en blanco—. Hace siglos que sé a qué se dedica Thais
con Vohhio en su tiempo libre. ¿Crees que, si tuviera intención de
hacer algo, habría esperado hasta que su embarazo fuera tan
evidente? ¿No habría sido más sencillo mandarla al cuerno antes de
que Riheki me llenase las calles de banderolas anunciando el
próximo nacimiento de mi heredero? —preguntó, sardónico.
Kinho sonrió.
—Tenéis razón, señor —admitió con una
graciosa reverencia—. Y lamento que fuera precisamente mi esposa
quien empujó al señor de Vohhio a los brazos de la vuestra.
—Fue sin querer, estoy seguro —dijo
Adelfried con una mueca, girando el cuerpo para cambiar de postura
en el incómodo trono.
—Pero sigo pensando que deberíais deshonrar
el león de Vohhio.
El rey hizo una mueca, aburrido.
—Eso sólo le daría una alegría al gremio de
costureras, Kinho. ¿Y de qué me serviría cortarle las pelotas al
estandarte de Adhar, si voy a acabar regalándole el trono al crío
que ha salido de las suyas? —agregó, apoyando la mejilla en la
palma de la mano.
—Al menos, todo el reino sabría que ha caído
en desgracia...
—Sí —bufó Adelfried—. Y que ha ido a caerse
justo entre las piernas de mi mujer. Eso sería estupendo, desde
luego.
Kinho guardó un respetuoso silencio.
«Mejor», se dijo Adelfried, hastiado.