COMARCA DE ZAAKE (SVONDA)

 

Vigésimo quinto día desde Elleri. Año 569 después del Ocaso

 

Fueron muchos los que aseguraron, cuando Ahdiel se hundió en el Abismo y comenzó el Año del Terror, que la suerte había abandonado al Hombre, y que, sin fortuna, la esperanza estaba condenada a morir. Fueron muchos los que olvidaron que la suerte no es más que el nombre que los hombres dan al Azar.

 

El Ocaso de Ahdiel y el hundimiento del Hombre

 

 

Detuvo a Lena con un breve tirón de las riendas y aguzó el oído.
Nada. Sólo los pájaros, trinando alborozadamente, y el débil roce de la brisa entre las hojas. Issi se encogió de hombros y azuzó a Lena para que siguiera avanzando al paso, con la mente todavía perdida en sus propios sueños, que cada noche se hacían más extraños.
Había entrado en la ciudad de las montañas mirando a su alrededor con asombro. Los edificios eran de piedra blanca y negra; el negro relucía como el azabache, el blanco brillaba como la plata más pura. Sus pies pisaban grandes losas de la misma piedra iridiscente, negra y blanca, como un tablero de jedra de casillas redondeadas. Quería quedarse admirando las altas torres, las fuentes cantarinas, las calles rectas y amplias, pero algo tiraba de ella y la obligaba a seguir andando hacia la ladera de la montaña a cuyos pies descansaba la ciudad. La gente, figuras sin rostro vestidas de negro y plata, se inclinaba a su paso. Al despertar, todavía notaba el tirón que la llevaba hacia la ladera de una montaña que sólo existía en sus sueños. Y ahora se descubría oteando el horizonte en busca del perfil de la altísima cumbre nevada que la llamaba por su nombre.
Creía haber oído pasos. Muchos. El tipo de ruido que hacía un pelotón, por lo menos, al avanzar por un camino de tierra arcillosa, exactamente como aquél. Pero una vez más se había equivocado. «Como rastreadora no tengo precio», se burló de sí misma. Y cuan cierto se había hecho el dicho, que nunca encuentras lo que buscas cuando lo buscas. Si se hubiera tropezado con alguno de los grupos de soldados que, según se decía, se dirigían hacia el norte por todos los caminos principales, reclutando luchadores por el camino... Entonces quizás, y sólo quizás, habría encontrado lo que buscaba. O lo que buscaba la habría encontrado a ella. «Siempre que Dagna no estuviera con ellos, claro.» O alguien como Dagna. «Maldito hijoputa.» Si todos los mandos de los ejércitos fueran como él, Issi se habría muerto de hambre hacía mucho.
Hacía seis días que había llegado a Zaake, y habían pasado otros dos desde que había salido de allí. En total, quince días desde que dejó a Antje en Cidelor, al cuidado de Haern y Naila, sorda, muda, ciega, indiferente al mundo que la rodeaba. «Pero viva», se repitió Issi no por primera vez. Viva, entera y hermosa, pese a las heridas que no sanaban. Antje tenía mucho que agradecer. Sólo hacía falta que se diese cuenta.
A Antje no había parecido importarle que Issi la dejase allí, en Cidelor, rodeada de gente desconocida y a la sombra perenne de las murallas. No había respondido a sus intentos de entablar una conversación, ni la había mirado. Por lo que Issi sabía, la muchacha de las trenzas doradas ni siquiera había advertido que había pasado a su lado seis días.
«Se recuperará.» Todas lo hacían. Sacudió la cabeza. Al menos, Antje podía estar segura de que iba a comer aquella noche. O casi. Issi todavía tenía que recuperarse de la última decepción, la que la esperaba en Zaake.
Por primera vez desde el Ocaso, las calles de Zaake estaban vacías. Excepto por los soldados: ésos estaban por todas partes. Habían acaparado la plaza del mercado, las tabernas, las posadas, los prostíbulos. Incluso algunas casas particulares. Issi había oído a una mujer quejarse de ello en la fuente, uno de los pocos lugares a los que los soldados no se acercaban. «Habiendo cerveza y aguardiente, ¿quién quiere beber agua?», pensó Issi, socarrona. Tampoco la usaban para lavarse, como atestiguaba el olor que emanaba de muchos de ellos.
Los hombres de Zaake no se atrevían a salir a la calle. Probablemente por miedo a que los obligasen a seguirlos a la guerra; no era ningún secreto que Carleig necesitaba como el aire incrementar su número de soldados. «Los dioses les dan pan a quienes no tienen dientes», se dijo Issi, furiosa. Tanta necesidad tenía ella, tantas ganas de que la reclutasen... y los soldados ni la miraban. Ni siquiera con deseo. Sus ojos parecían resbalar sobre ella como si fuera invisible. Curiosamente, eso la enfurecía todavía más.
—Vienen de paso —murmuró en su oído una mujer, una de las dos tardes que Issi decidió hacer compañía a las matronas, ya que los hombres parecían haber desaparecido de la faz de la tierra—. Vienen de paso, de camino a la guerra. No van a quedarse.
Issi la miró, escéptica.
—Pues casi se diría que os han invadido y han instaurado un toque de queda —respondió—. ¿Es esto lo que hacen los soldados que llegan a una ciudad a pedir ayuda, hombres y alimentos? ¿Ocuparla como si fueran chinches?
La mujer se encogió de hombros. Parecía asustada. Tenía los ojos muy abiertos, hablaba en voz muy baja y retorcía constantemente un trapo que llevaba colgado del cinturón.
—No van a quedarse —repitió.
—Sí, se irán —dijo otra mujer a su lado.
La matrona del pañuelo arrugado dio un respingo y se alejó a toda prisa, como si de pronto se hubiera asustado aún más: por Issi, sus ropas de cuero, su olor a caballo, su espada y su inequívoco aire beligerante, o por la mujer que había hablado detrás de ella. Issi se volvió.
La otra mujer sonrió. Era bonita. Más que bonita, hermosa. Issi la miró sin mucho interés: pelirroja, ojos brillantes, de un color indefinido. Vestido negro, pese al intenso sol vespertino que caía a plomo sobre la plazoleta; rasgos exóticos. Quizá tuviera sangre monmorense: no sabía demasiado acerca de los habitantes del sur, pero tenía la vaga impresión de que no eran exactamente igual que ellos.
—Se irán —repitió la mujer, mirándola sin parpadear. Issi tuvo la molesta sensación de que no la miraba a los ojos, sino a la frente. Se llevó la mano al Signo tatuado y se lo frotó, incómoda. La sonrisa de la mujer se ensanchó—. Se irán, mas tú no te irás con ellos, mercenaria.
Ella frunció el ceño. Abrió la boca para replicar, pero la mujer soltó una risita cantarina y se sentó a su lado en el borde del pilón, sin miedo a mojarse la falda de terciopelo negro. Parecía una mujer noble, o la esposa de un rico comerciante. Por un momento, Issi se preguntó qué haría allí.
—Aquí no vas a conseguir que te den trabajo, Isendra —dijo la mujer; Issi se quedó boquiabierta, lo cual provocó otra risita burlona de la mujer—. ¿Te extraña que sepa tu nombre? ¿Por qué? ¿Hay muchas mujeres que se ganen la vida matando hombres con una espada?
Se miró las uñas. Issi no pudo sino darse cuenta de que tenía unas manos perfectas. Limpias, suaves, de uñas pulidas, sin una callosidad ni una rojez. Como si no hubiera empuñado una azada, no hubiera hecho una colada, no hubiera transportado un balde en su vida.
—Y, lo que es más importante, ¿hay muchas mujeres que lleven un tatuaje plateado en la frente?
Issi se quedó tan estupefacta que creyó que sería incapaz de volver a pronunciar palabra. Y la maldita mujer no ayudaba nada: la miraba fijamente, con una ceja enarcada, la sonrisita irónica más enervante bailando en los labios carnosos.
—No hace falta que abras la boca como un pez, cachorrita —se burló—. La verdad es que es muy visible. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que está ahí.
—P-pero... pero... —balbució Issi, desconcertada—. ¿Cómo...?
—Ah, está bien. —La mujer estiró las piernas y levantó el rostro hacia el sol, cerrando los ojos—. No eres la única que conoce a Keyen. Y a él le gusta mucho contarme cosas, ¿sabes? —comentó, mirándola de reojo con los párpados casi cerrados. Se sonrió—. Y preguntármelas. Es capaz de lo que sea con tal de que responda a sus preguntas, si entiendes lo que quiero decir. —Y volvió a reír.
Sin poder evitarlo, Issi sintió que el desconcierto cedía ante la rabia. Apretó los dientes y contuvo su mano, que se había movido inconscientemente hacia el cuchillo que guardaba atado al muslo.
—No te pongas tan colorada. Nunca se ha quejado —siguió diciendo la mujer—. Yo me sentiría halagada si un hombre fuera capaz de acostarse con otra sólo por descubrir si yo corro peligro o no.
«¿Y a ti no te importó que lo hiciera sólo por eso, maldita puta?», se encrespó Issi. Pero no se atrevió a decirlo en voz alta. En aquella mujer había algo que la amedrentaba.
—No —contestó ella, entornando los párpados. Issi se sobresaltó tanto que estuvo a punto de caerse de espaldas al agua—. No, no me importó. Y me llamo Tije, por si quieres insultarme con nombre propio. Pero por mucho que me insultes, vas a salir de Zaake sin un trabajo.
Torció la cabeza y abrió los ojos para mirarla. Issi retrocedió de forma inconsciente: los iris de aquella mujer eran imposibles, de todos los colores y a la vez de ninguno.
—¿Por qué? —fue capaz de articular después de varios intentos.
Tije no parpadeó.
—Para un mercenario, encontrar un encargo —dijo— es cuestión de suerte.
Todavía entonces, tres días después, Issi no sabía por qué había seguido el consejo de aquella extraña mujer y se había marchado de Zaake. Sólo sabía que Tije había dicho que debía acudir al grueso del ejército para pedir al comandante mismo que contratase su espada: los soldados que acampaban en Zaake tenían permiso, incluso órdenes, de llevarse consigo a todos los hombres capaces de luchar. Pero nadie les había dicho nada de las mujeres.
Además, Tije había hablado de Keyen. «Es posible que haya mentido», dijo una voz en su mente. Ella asintió. Pero Tije sabía quién era, sabía que Keyen conocía a una mercenaria llamada Isendra con un tatuaje en la frente. Eso implicaba muchas cosas: entre ellas, que Keyen había estado en Zaake después del día de Elleri, después de la batalla de los llanos. Y que Keyen había hablado con Tije de Issi y de su tatuaje. ¿Para qué?
«¿Para descubrir si yo corro peligro o no, como dijo Tije?» ¿De qué iba todo aquello? ¿En qué podía resultar peligroso ese tatuaje? Era horrible, sí, pero de ahí a que fuera peligroso... ¿O se refería a otro tipo de peligro? «¿Una vez más, Keyen se ha creído mi padre y ha decidido que esta vida que llevo es demasiado arriesgada?»
¿Y realmente se había acostado con aquella mujer a cambio de información? Issi bufó. «Menuda excusa.» Keyen no necesitaba una justificación para tirarse a todo lo que llevase faldas: guapas, feas, listas o tontas. Y Tije, mal que le pesara a Issi, era espectacular. «Habría babeado por ella con o sin información. Rijoso de mierda. —Agachó la cabeza para esquivar la rama de un árbol que invadía medio camino—. Y seguro que lleva babeando por ella al menos desde el Ocaso.»
Aun así, había seguido los consejos de Tije. Lena y ella se dirigían al este, alejándose del Tilne y de la frontera de Thaledia. Ante ella se extendía el altiplano de Sinkikhe, y, justo detrás, los llanos de Khuvakha, donde todavía debían de pudrirse los miles de soldados que habían muerto días antes.
—¿Quieres saber, cachorrita? —había preguntado Tije, mirándola con esos ojos irisados, cambiantes—. Sirve a la Muerte —había dicho simplemente.
Ni siquiera había intentado entenderla. Sin saber muy bien por qué, aquello la había enfurecido.
—No quiero servir a nadie. Y menos a Ella.
Tije se había echado a reír.
—Ah, pero tú llevas sirviéndola toda la vida. Desde aquella primera vez, ¿recuerdas? Issi lo recordaba. —Yo no maté a aquel hombre.
—No —había aceptado Tije—. Pero tú fuiste la causa de su muerte. No la culpable, pero sí la causa. Y desde entonces... ¿A cuántos has matado? ¿Llevas acaso la cuenta?
—Habrían muerto igual, tarde o temprano. Todos mueren. Todos morimos.
—Sí. Habrían muerto. Todos mueren. Pero tú has sido el brazo que los ha matado. El brazo de la Muerte. —Y había vuelto a reír, animada. Issi tuvo que contener el deseo de estrangularla.
—Maldita zorra —murmuró.
Y aun así, había seguido el camino que ella le había señalado con sus dedos largos de uñas pulidas.
A lo lejos el aire se teñía de gris. Igual que había hecho un día antes de Elleri, Issi oteó el horizonte y se permitió esbozar una sonrisa: por la cantidad de humo que se veía sobre Sinkikhe, el ejército que se estaba reuniendo debía de ser enorme. Y ejércitos enormes se preparaban para enormes batallas, se dijo animadamente. Después de tantos siglos de guerra, después de la sangría de los llanos de Khuvakha, y pese a la leva masiva de hombres ordenada por Carleig, un ejército así siempre necesitaba una espada más. Aunque la empuñase una mano femenina.
Cuando faltaba una jornada para la fiesta de Elleri, había pensado que era un buen augurio hallar justo entonces un ejército preparándose para luchar. «La Fiesta de la Abundancia —pensó, irónica—. Creí que iba a obtener un buen precio por mi brazo, que el ejército de Svonda iba a obtener una victoria aplastante.»
Al final había habido abundancia, sí. Pero de cadáveres. Svondenos y thaledii.
Todavía quedaban veinticinco días para Ebba, la Fiesta de la Cosecha. Se encogió de hombros: quizá la Cosechadora esperaría hasta entonces para recolectar sus vidas, o tal vez a la Cosechadora le daba igual la fecha. Era posible que Elleri no hubiera tenido nada que ver con la abundancia de muertos. Era probable que a la Muerte no le importase que la fecha dedicada a la cosecha aún quedase lejos en el calendario. «Augurios.» Issi agitó la cabeza para apartarse el pelo de los ojos y espoleó a Lena. Si algo había aprendido, era que no había augurio, predicción o hechizo que pudiera con una buena espada. Y si el augurio se refería a dos espadas... entonces vencía la mejor.
«El mundo es mucho más simple de lo que la gente quiere creer. Gana quien más personas mata. Gana el que sobrevive.» La niña cuyo cuerpo debía de estar sirviendo de alimento a los gusanos, una vez que los cuervos se hubieran dado por satisfechos, era un ejemplo perfecto: «Tanta magia, tanto augurio, y está tan muerta como todos los demás, con un agujero en el estómago.» Lo único que había conseguido hacer con sus trucos era dibujarle a Issi una flor en la frente. Rio secamente.
—Vamos allá, ¿de acuerdo, preciosa? —dijo, dándole a Lena una palmadita en el cuello. La yegua piafó—. Con un poco de suerte, el comandante será capaz de ver más allá de lo que tengo entre las piernas y nos ofrecerá un buen precio.
«Y ni siquiera me pedirá que duerma esta noche en su tienda —añadió para sus adentros—. Qué asco de hombres. No son capaces de pensar en otra cosa ni siquiera cuando los buitres y los cuervos vuelan dando vueltas alrededor de ellos.»
—No es despreciable utilizar tu cuerpo para lograr que un hombre haga lo que tú quieras —le había dicho Tije, estudiando atentamente su rostro para ver su reacción—. Pero es mucho más divertido que el hombre utilice su cuerpo para conseguir de ti lo que él quiere. Y mucho más placentero. Dónde va a parar —añadió con su eterna risita burlona.
«Puede utilizar el cuerpo de Keyen todas las veces que quiera —se dijo Issi apretando los labios—. Y Keyen puede hacer lo que quiera con su cosita. Pero yo no pienso abrir las piernas para conseguir que me contraten.»
Todavía no tenía tanta hambre.
El sol se elevaba delante de ella, cegándola.
La elegida de la muerte
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