Capítulo
39

A la mañana siguiente, estábamos a mitad de camino bajando las escaleras cuando nos detuvimos para descansar, pero yo estaba decidida a llegar a la cocina por mis propios medios. Para mi sorpresa, Matthew no trató de disuadirme. Nos sentamos en los gastados escalones de madera en un amable silencio. Una luz clara, acuosa, se filtraba a través de los paneles de vidrio ondulado de la puerta principal, anunciando que tendríamos un día soleado. De la sala llegaba el ruido de las fichas del Scrabble.

—¿Cuándo se lo dirás? —No había mucho que anunciar aún, pues todavía estaba elaborando las líneas principales del plan.

—Después —dijo, inclinándose hacia mí. Me giré hacia él y nuestros hombros se tocaron.

—Ni siquiera varios litros de café impedirán que Sarah se ponga frenética cuando se entere. —Puse mi mano sobre la barandilla e hice fuerza para ponerme de pie con un suspiro—. Probemos otra vez con esto.

En la sala, Em me trajo mi primera taza de té. Lo bebí en el sofá mientras Matthew y Marcus salían a dar su paseo matutino con mi silenciosa bendición. Debían pasar juntos todo el tiempo que les fuera posible antes de que nos marcháramos.

Después de mi té, Sarah me hizo sus famosos huevos revueltos. Estaban rehogados con cebollas champiñones y queso, y cubiertos con una cucharada de salsa picante. Puso un plato humeante delante de mí.

—Gracias, Sarah. —Me lancé sobre él sin más ceremonias.

—No sólo Matthew necesita comida y descanso. —Miró por la ventana hacia el huerto, donde los dos vampiros paseaban.

—Me siento mucho mejor hoy —dije mientras mordía una tostada.

—Por lo menos parece que has recuperado el apetito. —Ya había un hueco de gran tamaño en la montaña de huevos.

Cuando Matthew y Marcus regresaron, yo estaba con mi segundo plato de huevos revueltos. Ambos venían con aspecto sombrío, pero Matthew sacudió la cabeza ante mi expresión de curiosidad.

Aparentemente no habían estado hablando de nuestros planes de viajar en el tiempo. Era otra cosa la que los había puesto de mal humor. Matthew acercó un taburete, abrió el periódico con un solo movimiento y se concentró en las noticias. Comí mis huevos y tostadas, hice más té y esperé el momento oportuno mientras Sarah fregaba y guardaba los platos.

Por fin, Matthew dobló el periódico y lo dejó a un lado.

—Me gustaría ir al bosque. Al lugar donde murió Juliette —anuncié.

Él se puso de pie.

—Traeré el Range Rover a la puerta.

—Eso es una locura, Matthew. Es demasiado pronto. —Marcus se volvió hacia Sarah en busca de apoyo.

—Déjalos que vayan —dijo Sarah—. Pero Diana debe ponerse un abrigo antes. Hace frío fuera.

Em apareció con una expresión de perplejidad en la cara.

—¿Estamos esperando visitas? La casa cree que sí.

—¡Estás bromeando! —exclamé—. La casa no ha añadido ninguna habitación desde la última reunión familiar. ¿Dónde está?

—Entre el baño y el desván. —Em señaló el techo.

«Te dije que esto no os afectaba sólo a ti y a Matthew —me dijo Em en silencio cuando subimos para ver la transformación—. Mis premoniciones rara vez son equivocadas».

La recién materializada habitación tenía una cama antigua de bronce con enorme bolas pulidas coronando las esquinas, cortinas rojas de guinga que Em insistió en sacar de inmediato, una alfombra de nudos de fuertes tonos granate y ciruela, y un maltrecho lavabo con una desportillada jofaina rosa y una jarra. Ninguno de nosotros reconoció aquellos objetos.

—¿De dónde ha salido todo esto? —preguntó asombrada Miriam.

—¿Quién sabe dónde guarda la casa estas cosas? —Sarah se sentó sobre la cama y saltó sobre ella con energía. La cama respondió con una serie de chirridos indignados.

—Las hazañas más asombrosas de la casa ocurrieron alrededor de mi decimotercer cumpleaños —recordé con una gran sonrisa—. Batió un récord cuando hizo aparecer cuatro dormitorios y un salón victoriano completo.

—Y un juego de porcelana azul para veinticuatro personas —recordó Em—. Todavía tenemos algunas de las tazas de té, aunque la mayoría de las piezas más grandes desaparecieron otra vez cuando la familia se fue.

Cuando todo el mundo hubo inspeccionado la nueva habitación y el desván considerablemente reducido junto a ella, me cambié y bajé con paso vacilante para subir al Range Rover. Cerca del sitio donde Juliette había encontrado su fin, Matthew se detuvo. Los pesados neumáticos se hundieron en el suelo blando.

—¿Vamos andando la distancia que falta? —sugirió—. Podemos ir despacio.

Lo encontraba diferente esa mañana. No me mimaba ni tampoco me decía qué debía hacer.

—¿Qué es lo que ha cambiado? —pregunté cuando nos acercábamos al viejo roble.

—Te he visto luchar —respondió en voz baja—. En el campo de batalla los hombres más valientes se desploman de miedo. Sencillamente no pueden luchar, ni siquiera para salvarse.

—Pero me quedé paralizada. —Mi pelo cayó hacia delante y ocultó mi rostro.

Matthew se detuvo de golpe y me apretó el brazo con sus dedos para que yo me detuviera también.

—Por supuesto que sí. Estabas a punto de acabar con una vida. Pero no le tienes miedo a la muerte.

—No. —Había vivido con la muerte, y a veces la había deseado, desde que tenía siete años.

Me hizo girarme para mirarlo de frente.

—Con lo de La Pierre, Satu te dejó maltrecha e insegura. Toda la vida te has ocultado de tus miedos. Yo no estaba seguro de si ibas a poder pelear cuando llegara el momento. Ahora lo único que tengo que hacer es impedir que corras riesgos innecesarios. —Su mirada bajó hasta mi cuello.

Matthew siguió avanzando, arrastrándome con delicadeza. Una mancha de hierba ennegrecida me indicó que habíamos llegado al claro. Me puse tensa y él me soltó el brazo.

Las marcas dejadas por el fuego conducían al lugar donde Juliette había caído. El bosque estaba inquietantemente silencioso, sin cantos de pájaros ni ningún otro sonido de vida. Recogí un trozo de madera carbonizada del suelo. Se desintegró entre mis dedos.

—No conocía a Juliette, pero en ese momento la odié lo suficiente como para matarla. —Sus ojos marrón verdoso siempre me perseguirían desde las sombras debajo de los árboles.

Seguí la línea dejada por el arco de fuego que yo había conjurado hasta donde la doncella y la anciana habían aceptado ayudarme a salvar a Matthew. Levanté la mirada hacia la copa del roble y ahogué un grito.

—Empezó ayer. —Matthew siguió mi mirada—. Sarah dice que tú sacaste la vida de él.

Por encima de mi cabeza, las ramas del árbol estaban rotas y mustias. Las ramas desnudas se abrían una y otra vez en formas que hacían recordar la cornamenta de un ciervo. Hojas marrones daban vueltas alrededor de mis pies. Matthew había sobrevivido porque yo había sacado la vitalidad del árbol a través de mis venas para llevarla a su cuerpo. De la áspera corteza del roble antes emanaba esa fuerza, pero ahora no había nada más que vacío.

—El poder impone siempre un precio —dijo Matthew—, sea mágico o no.

—¿Qué he hecho? —La muerte de un árbol no iba a saldar mi deuda con la diosa. Por primera vez, sentí miedo por el trato que había realizado.

Matthew atravesó el claro y me acogió en sus brazos. Nos abrazamos abrumados, conscientes de todo lo que casi habíamos perdido.

—Me prometiste que ibas a ser menos imprudente. —Había irritación en su voz.

Yo también estaba enfadada con él.

—Se suponía que tú eras indestructible.

Apoyó su frente contra la mía.

—Debería haberte hablado de Juliette.

—Sí, debiste hacerlo. Ella casi te aparta de mí. —Mi pulso latió detrás de la venda del cuello. Matthew apoyó el pulgar sobre el sitio donde había atravesado con un mordisco piel y músculos. Su contacto resultó inesperadamente cálido.

—Estuvo demasiado cerca. —Sus dedos se enredaban en mi pelo y su boca se apretaba sobre la mía. Así nos quedamos, los corazones del uno junto al otro, en aquel silencio.

—Cuando le quité la vida a Juliette, la convertí en parte de la mía… para siempre.

Matthew me acarició el pelo.

—La muerte tiene su propia y poderosa magia.

En calma otra vez, dije, sin pronunciarla, una palabra de agradecimiento a la diosa, no sólo por la vida de Matthew, sino también por la mía.

Caminamos hacia el Range Rover, pero a medio camino me sentí fatigada. Matthew me cargó en su espalda y me llevó el resto del camino.

Sarah estaba inclinada sobre su escritorio en el despacho cuando llegamos a casa. Salió volando y abrió la puerta del coche a una velocidad que un vampiro podría envidiar.

—¡Maldición, Matthew! —dijo tras ver mi rostro exhausto.

Juntos me llevaron adentro y otra vez al sofá de la sala, donde apoyé la cabeza en el regazo de Matthew. Fui arrullada hasta quedarme dormida por los sonidos tranquilos de la actividad que me rodeaba, y lo último que recordé claramente fue el olor a vainilla y el ruido de la maltrecha batidora de Em.

Matthew me despertó a la hora de comer; había sopa de verduras. La expresión en su cara indicaba que en breve yo necesitaría recuperar fuerzas de alguna otra forma. Estaba a punto de contar a nuestras familias cuál era nuestro plan.

—¿Lista, mon coeur? —me preguntó. Asentí con la cabeza, mientras tomaba mi última cucharada de sopa. Marcus giró la cabeza hacia nosotros—. Tenemos algo que deciros —anunció.

La nueva rutina de la familia era reunirnos en el comedor cada vez que había que hablar de algo importante. Cuando estuvimos reunidos, todas las miradas se volvieron hacia Matthew.

—¿Qué has decidido? —preguntó Marcus sin preámbulos.

Matthew respiró profundamente y empezó:

—Tenemos que irnos a un lugar donde a la Congregación no le resulte fácil seguirnos; un lugar en el que Diana tenga tiempo y maestros que le ayuden a dominar su magia.

Sarah se rió entre dientes.

—¿Dónde está ese lugar en el que hay brujas fuertes y pacientes a las que no les molesta tener un vampiro cerca?

—No tengo en mente ningún lugar especial —replicó Matthew enigmáticamente—. Vamos a esconder a Diana en el tiempo.

Todos empezaron a gritar a la vez. Matthew me cogió de la mano.

—Courage —murmuré en francés, repitiendo el consejo que él me dio cuando conocí a Ysabeau.

Resopló y me devolvió una lúgubre sonrisa.

Sentí cierta simpatía por la incredulidad y el asombro de todos ellos. La noche anterior, cuando ya estaba en la cama, mi propia reacción había sido más o menos la misma. Primero había insistido en que era imposible, y luego hice mil preguntas. Necesitaba saber cuándo y adónde nos íbamos a ir.

Matthew me había explicado lo que había podido, que no era mucho:

—Tú quieres usar tu magia, pero en este momento ella te está usando a ti. Necesitas un maestro, alguien que sea más hábil que Sarah o Emily. No es culpa suya no poder ayudarte. Las brujas en el pasado eran diferentes. Muchos de sus conocimientos se han perdido.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —había susurrado yo en la oscuridad.

—Nada demasiado lejano…, aunque el pasado reciente tiene sus propios riesgos…, pero lo suficientemente distante como para encontrar una bruja que pueda entrenarte. Primero tenemos que hablar con Sarah y preguntarle si se puede hacer sin correr ningún riesgo. Y luego tenemos que localizar tres cosas que nos conduzcan a la época correcta.

—¿Nosotros? —había preguntado sorprendida—. ¿No te encontraré directamente allí?

—No, salvo que no haya ninguna otra alternativa. Yo no era la misma criatura entonces, y no confiaría del todo en mis anteriores egos si estuviera en tu lugar.

Su boca se había suavizado aliviada en cuanto asentí con la cabeza para indicar que estaba de acuerdo. Unos días atrás él había rechazado la idea de viajar en el tiempo. Aparentemente, los riesgos si nos quedábamos en el presente eran todavía mayores.

—¿Qué harán los otros?

Deslizó lentamente el pulgar sobre las venas en el dorso de mi mano.

—Miriam y Marcus regresarán a Oxford. La Congregación te buscará primero aquí. Sería mejor que Sarah y Emily se fuesen, al menos durante algún tiempo. ¿Estarían dispuestas a irse con Ysabeau? —preguntó Matthew.

La idea, en principio, parecía ridícula. ¿Sarah e Ysabeau bajo el mismo techo? Sin embargo, cuanto más lo pensaba, menos improbable me parecía.

—No lo sé —respondí reflexiva. Luego surgió una nueva preocupación: Marcus. No comprendía yo del todo las complejidades de los caballeros de Lázaro, pero sin la presencia de Matthew, él iba a tener que cargar con más responsabilidades todavía.

—Es la única forma —había dicho Matthew en la oscuridad, tranquilizándome con un beso.

Ésa era precisamente la conclusión que Em quería discutir en ese momento.

—¡Tiene que haber otra manera! —protestó ella.

—Trataré de pensar en una, Emily —le dijo Matthew en tono apaciguador.

—¿Dónde…, o debo decir «cuándo»…, estás pensando ir? Diana no es precisamente alguien que pueda pasar inadvertida con facilidad. Es demasiado alta. —Miriam bajó la mirada para detenerse en sus propias manos diminutas.

—Aparte de que Diana pueda o no pasar inadvertida, es demasiado peligroso —intervino Marcus con voz firme—. Podríais terminar en medio de una guerra. O de una epidemia.

—O de una caza de brujas. —Miriam no lo dijo maliciosamente, pero de todos modos tres cabezas se volvieron indignadas hacia ella.

—Sarah, ¿qué piensas? —quiso saber Matthew.

De todas las criaturas en la habitación, ella era la que se mostraba más serena.

—¿La llevarás a un tiempo en el que estará con brujas que puedan ayudarla?

—Sí.

Sarah cerró los ojos un instante, luego los abrió.

—Vosotros no estáis seguros aquí: Juliette Durand lo demostró. Y si no estáis a salvo en Madison, no lo estaréis en ninguna parte.

—Gracias. —Matthew abrió la boca para decir algo más, pero Sarah levantó una mano.

—No me prometas nada —dijo con voz tensa—. Tendrás cuidado, por el bien de ella y por el tuyo propio.

—Ahora lo único por lo que tenemos que preocuparnos es por el viaje en el tiempo. —Matthew se giró para hablar con toda seriedad—. Diana va a necesitar tres artículos de una época y un lugar especial adonde poder viajar sin peligro.

Sarah asintió con la cabeza.

—¿Yo cuento como un objeto de la época? —preguntó él.

—¿Te late el corazón? ¡Por supuesto que no eres un objeto! —Aquélla era una de las declaraciones más positivas que Sarah había hecho jamás acerca de los vampiros.

—Si necesitas cosas para que te guíen en tu viaje, te regalo éstas. —Marcus tiró de un cordón de cuero fino bajo el cuello de su camisa y se lo quitó por encima de la cabeza. Estaba adornado con una rara colección de artículos que incluía un diente, una moneda, un pedazo de algo brillante negro y dorado y un maltrecho silbato de plata. Se lo arrojó a Matthew.

—¿No conseguiste esto de una víctima de la fiebre amarilla? —preguntó Matthew, tocando el diente.

—En Nueva Orleans —respondió Marcus—. Durante la epidemia de 1819.

—A Nueva Orleans es imposible —sentenció Matthew bruscamente.

—Supongo que sí. —Marcus me dirigió una mirada y luego volvió a prestar atención a su padre—. ¿Y París? Ahí tienes uno de los pendientes de Fanny.

Matthew rozó una pequeña piedra roja engarzada en filigrana de oro.

—Philippe y yo tuvimos que sacarte de París, y a Fanny también. Lo llamaban el Terror, ¿te acuerdas? No es un buen sitio para Diana.

—Vosotros os preocupabais por mí como dos viejas. Yo ya había estado en una revolución. Además, si estás buscando un lugar seguro en el pasado, te será muy difícil hallarlo —masculló Marcus. Su cara se iluminó—. ¿Filadelfia?

—No estuve en Filadelfia contigo, ni en California —se apresuró a decir Matthew, antes de que su hijo pudiera hablar—. Sería preferible ir hacia un tiempo y un lugar que yo conozca.

—Aunque sepas adónde vamos a ir, Matthew, no estoy segura de poder hacerlo. —Mi decisión de mantenerme alejada de la magia se había apoderado otra vez de mí.

—Yo creo que sí puedes —intervino Sarah tajante—, lo has estado haciendo toda tu vida. Cuando eras un bebé, cuando eras niña y jugabas al escondite con Stephen, y también cuando eras adolescente. ¿Recuerdas todas aquellas mañanas en que te arrastrábamos para sacarte del bosque y teníamos que cambiarte de ropa a tiempo para ir a la escuela? ¿Qué imaginas que estabas haciendo entonces?

—Indudablemente no era viajar en el tiempo —repliqué sinceramente—. La ciencia de esto todavía me preocupa. ¿Adónde va este cuerpo cuando yo estoy en otra parte?

—¿Quién lo sabe? Pero no te preocupes. Eso le ha pasado a todo el mundo. Vas en tu coche al trabajo y no recuerdas cómo llegaste allí. O pasa toda una tarde y no tienes la menor idea de lo que hiciste. Cada vez que ocurre algo así, puedes apostar que hay un viajero del tiempo en las cercanías —explicó Sarah. Se estaba mostrando totalmente indiferente ante esa posibilidad.

Matthew percibió mi angustia y me cogió de la mano.

—Einstein dijo que todos los físicos sabían que las diferencias entre el pasado, el presente y el futuro eran sólo lo que él llamaba «una ilusión tercamente persistente». Él no sólo creía en prodigios y maravillas, sino también en la elasticidad del tiempo.

Se oyó un tímido golpe en la puerta.

—No he oído ningún coche —dijo Miriam cautelosamente mientras se ponía de pie.

—Es Sammy, que viene a buscar el dinero del periódico. —Em se levantó de su silla.

Esperamos en silencio mientras ella cruzaba el salón y las tablas del suelo protestaban bajo sus pies. Por la forma de poner sus manos extendidas y apoyadas sobre la superficie de madera de la mesa, tanto Matthew como Marcus estaban preparados para salir disparados hacia la puerta también.

Una corriente de aire frío entró al comedor.

—¿Sí? —preguntó Em con voz perpleja. En un instante, Marcus y Matthew se pusieron de pie y fueron junto a ella, acompañados por Tabitha, que estaba decidida a seguir al jefe de la manada en su importante expedición.

—No es el repartidor de periódicos —explicó innecesariamente Sarah, mirando la silla vacía junto a mí.

—¿Es usted Diana Bishop? —preguntó una profunda voz masculina con un acento conocido extranjero de vocales abiertas y un poco arrastradas.

—No, soy su tía —respondió Em.

—¿Podemos ayudarle en algo? —Matthew se mostraba frío, aunque educado.

—Mi nombre es Nathaniel Wilson, y ésta es mi esposa, Sophie. Nos dijeron que podríamos encontrar a Diana Bishop aquí.

—¿Quién les ha dicho eso? —preguntó Matthew con suavidad.

—La madre de él…, Agatha. —Me puse de pie y fui a la puerta.

Su voz me hizo recordar a la daimón de Blackwell’s, la diseñadora de moda asutraliana con hermosos ojos marrones.

Miriam trató de impedirme seguir hacia el vestíbulo, pero se apartó a un lado cuando vio mi expresión. No pude controlar a Marcus con la misma facilidad: me cogió el brazo y me mantuvo en las sombras junto a la escalera.

Nathaniel puso sus ojos en suave contacto sobre mi cara. No tenía más de veintiún o veintidós años; su pelo rubio, sus ojos color chocolate, así como la boca grande y las delicadas facciones eran las de su madre. Pero si Agatha era estilizada y firme, él era casi tan alto como Matthew, con los hombros anchos y las caderas estrechas de un nadador. Una mochila enorme le colgaba de un hombro.

—¿Es usted Diana Bishop? —preguntó él.

Un rostro de mujer asomó al lado de Nathaniel. Era dulce y redonda, con ojos castaños inteligentes y con un hoyuelo en la barbilla. También ella tenía unos veintitantos años, y la apacible e insidiosa presión de su mirada indicaba que era una daimón.

Mientras me examinaba, un largo mechón de color castaño cayó sobre su hombro.

—Es ella —dijo la joven con un suave acento que revelaba que había nacido en el sur de Estados Unidos—. Es igual a la que aparecía en mis sueños.

—Está bien, Matthew —dije. Estos dos daimones no eran más peligrosos para mí que Marthe para Ysabeau.

—Entonces usted es el vampiro —dijo Nathaniel, mirándolo atentamente—. Mi madre me advirtió sobre usted.

—Pues debería hacer caso a sus recomendaciones —sugirió Matthew con una voz peligrosamente suave.

Nathaniel no se mostró impresionado.

—Ella me dijo que usted no vería con buenos ojos la llegada del hijo de un miembro de la Congregación. Pero no estoy aquí como enviado suyo. Estoy aquí por Sophie. —Pasó un brazo alrededor del hombro de su esposa con un gesto protector, y ella se estremeció al acercarse un poco más. Ninguno de los dos iba vestido para el otoño de Nueva York. Nathaniel llevaba un viejo chaquetón y Sophie sólo iba abrigada con un jersey de cuello alto y una chaqueta tejida a mano que le llegaba a las rodillas.

—¿Los dos son daimones? —me preguntó Matthew.

—Sí —respondí, aunque algo me hizo dudar.

—¿Tú también eres un vampiro? —le preguntó Nathaniel a Marcus.

Marcus le dirigió una gran sonrisa lobuna.

—Sí, señor.

Sophie todavía seguía tocándome con su característica mirada de daimón, pero también había un ligero hormigueo en mi piel. La mano de ella se deslizó posesivamente sobre su vientre.

—¡Estás embarazada! —exclamé.

Marcus se sintió tan sorprendido que aflojó la mano con la que me agarraba. Matthew me detuvo cuando pasé junto a él. La casa, nerviosa por la aparición de dos visitantes y por el brusco movimiento de Matthew, manifestó su desagrado cerrando con un golpe brusco las puertas del salón principal.

—Lo que tú sientes… me pasa a mí —explicó Sophie, acercándose unos centímetros más a su marido—. Vengo de una familia de brujas, pero yo salí diferente.

Sarah entró en el vestíbulo, vio a los visitantes y alzó las manos al cielo.

—¡Lo que nos faltaba! Ya había dicho yo que pronto habría daimones en Madison. De todas formas, la casa por lo general conoce nuestros asuntos mejor que nosotros mismos. Pues bien, ya que estáis aquí, será mejor que entréis. Fuera hace frío.

La casa gruñó como si estuviera muy harta de nosotros cuando entraron los daimones.

—No os preocupéis —dije, tratando de tranquilizarlos—. La casa nos avisó que estabais a punto de llegar, aunque parezca que está protestando.

—La casa de mi abuela era igual. —Sophie sonrió—. Vivía en Seven Devils, el antiguo pueblo normando. Allí nací. Forma parte oficialmente de Carolina del Norte, pero mi padre decía que nadie se había molestado en informar de ello a la gente del pueblo. Somos una especie de nación aparte.

Las puertas del salón principal se abrieron de par en par, dejando ver a mi abuela y a tres o cuatro Bishop más que observaban aquellos movimientos con interés. Un muchacho con una cesta de frutas del bosque saludó con la mano. Sophie le devolvió el saludo tímidamente.

—Mi abuela también tenía fantasmas —explicó tranquilamente.

Los fantasmas, sumados a dos vampiros poco amistosos y una casa excesivamente expresiva fueron demasiado para Nathaniel.

—No nos quedemos aquí más tiempo del necesario, Sophie. Has venido a darle algo a Diana. Dáselo y marchémonos —dijo Nathaniel. Miriam escogió ese instante para salir de las sombras junto al comedor, con los brazos cruzados sobre el pecho. Nathaniel dio un paso hacia atrás.

—Primero vampiros, ahora daimones. ¿Qué vendrá luego? —masculló Sarah. Se volvió hacia Sophie—: ¿Así que estás más o menos de cinco meses?

—El bebé se aceleró la semana pasada —respondió Sophie, con las dos manos apoyadas sobre el vientre—. Fue entonces cuando Agatha nos dijo dónde podíamos encontrar a Diana. Ella no sabía nada sobre mi familia. He estado soñando contigo durante meses. Y no sé qué fue lo que Agatha vio que la asustó tanto.

—¿Qué tipo de sueños? —intervino rápidamente Matthew.

—Dejemos que Sophie se siente antes de someterla a este interrogatorio. —Sin decir nada más, Sarah se hizo cargo de la situación—. Em, ¿puedes traernos unas galletas? Y leche también.

Em se dirigió a la cocina, donde pudimos escuchar los ruidos distantes de los vasos.

—Podrían ser mis sueños o podrían ser los de ella. —Sophie se miró el vientre mientras Sarah los conducía, a ella y a Nathaniel, al interior de la casa. Miró por encima de su hombro a Matthew—. Como ves, se trata de una bruja. Probablemente eso era lo que le preocupaba a la madre de Nathaniel.

Todas las miradas se dirigieron al vientre que sobresalía debajo del jersey azul de Sophie.

—¡Al comedor! —ordenó Sarah en un tono que no admitía discusiones—. ¡Todo el mundo al comedor!

Matthew me retuvo.

—Resulta demasiado extraño que hayan aparecido justo ahora. No hay que mencionar el asunto de viajar en el tiempo delante de ellos.

—Son inofensivos. —Todos mis instintos lo confirmaban.

—Nadie es inofensivo, y eso también cuenta para el hijo de Agatha Wilson. —Tabitha, que estaba sentada junto a Matthew, maulló para mostrar que estaba de acuerdo.

—Vosotros dos, ¿vais a venir con nosotros o tendré que arrastraros para que os acerquéis? —nos llamó Sarah.

—Ya vamos —respondió Matthew suavemente.

Sarah estaba en la cabecera de la mesa. Señaló las sillas vacías a su derecha.

—Sentaos.

Estábamos frente a Sophie y Nathaniel, que había dejado un asiento vacío entre ellos y Marcus. El hijo de Matthew repartía su atención entre su padre y los daimones. Yo me senté entre Matthew y Miriam, que no apartaban sus ojos de Nathaniel. Cuando Em entró, traía una bandeja cargada con vino, leche, boles con frutas del bosque y frutos secos, y un enorme plato de galletas.

—¡Por Dios, esas galletas despiertan en mí un profundo deseo de ser una criatura de sangre caliente! —exclamó Marcus con un tono reverente, y cogió uno de los discos dorados rellenos con chocolate para llevárselo a la nariz—. Su olor es tan delicioso como horrible el gusto que tienen.

—Prueba éstos —ofreció Em, acercándole un bol de frutos secos—. Están recubiertos con vainilla y azúcar. No son galletas, pero se parecen. —También le pasó una botella de vino y un sacacorchos—. Ábrela y sírvele a tu padre.

—Gracias, Em —dijo Marcus con la boca llena de nueces pegajosas mientras descorchaba la botella—. Eres maravillosa.

Sarah observó atentamente mientras Sophie bebía con avidez el vaso de leche y se comía una galleta. Cuando la daimón estiró la mano en busca de su segunda galleta, mi tía se volvió hacia Nathaniel.

—¿Y dónde está tu coche? —Teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido, era una pregunta rara para iniciar la conversación.

—Hemos venido a pie. —Nathaniel no había tocado nada de lo que Em le había puesto delante.

—¿Desde dónde? —preguntó Marcus incrédulo, mientras le pasaba un vaso de vino a Matthew. Había visto lo suficiente del campo circundante como para saber que no había nada a una distancia razonable como para venir caminando.

—Hemos viajado con un amigo desde Durham hasta Washington —explicó Sophie—. Luego cogimos un tren desde allí hasta Nueva York. No me gustó mucho la ciudad.

—Fuimos en tren a Albany y luego a Syracuse. Un autobús nos llevó a Cazenovia. —Nathaniel tocó con la mano el brazo de Sophie a modo de advertencia.

—Él no quiere que cuente que aceptamos ser recogidos por un coche desconocido —confesó Sophie con una sonrisa—. La señora sabía dónde estaba la casa. A sus hijos les encanta venir aquí en Halloween porque ustedes son brujas de verdad. —Sophie tomó otro sorbo de leche—. Aunque no necesitábamos que nos dijeran dónde estaba la casa. Hay mucha energía en ella. Es imposible no descubrirla.

—¿Hay alguna razón por la que elegiste dar un rodeo tan grande? —le preguntó Matthew a Nathaniel.

—Alguien nos siguió hasta Nueva York, pero Sophie y yo nos subimos en el tren de Washington y dejaron de interesarse por nosotros —respondió Nathaniel, molesto.

—Luego bajamos del tren en Nueva Jersey y fuimos a la ciudad. Un hombre en la estación nos dijo que los turistas se confunden casi siempre con los trenes que tienen que coger. Ni siquiera nos cobraron, ¿no es cierto, Nathaniel? —Sophie parecía encantada con el trato amable que habían recibido por parte de la Amtrak, la compañía de ferrocarriles.

Matthew siguió con su interrogatorio a Nathaniel:

—¿Dónde vais a quedaros?

—Se quedarán aquí. —La voz de Em tenía un cierto tono agudo—. No tienen coche y la casa ya ha hecho una habitación para ellos. Además, Sophie tiene que hablar con Diana.

—Me gustaría hacerlo. Agatha dijo que tú podrías ayudarnos. Mencionó algo sobre un libro para el bebé —dijo Sophie en voz baja. Marcus dirigió rápidamente su mirada a la página del Ashmole 782, cuyo borde sobresalía por debajo del gráfico que dibujaba la cadena de mando de los caballeros de Lázaro. Rápidamente acomodó todos los papeles en un solo montón y puso encima del todo una serie de resultados de ADN de aspecto inofensivo.

—¿Qué libro, Sophie? —pregunté.

—No le dijimos a Agatha que yo pertenecía a una familia de brujas. Ni siquiera se lo dije a Nathaniel…, por lo menos no lo hice hasta que no vino a casa para conocer a mi padre. Estábamos juntos desde hacía casi cuatro años, y mi padre estaba enfermo y perdía el control sobre su magia. No quería que Nathaniel se asustara. De todos modos, cuando nos casamos, pensamos que lo mejor era no montar ningún escándalo. Agatha ya estaba en la Congregación y siempre hablaba de las reglas de segregación y de lo que ocurría cuando la gente las violaba. —Sophie negó con la cabeza—. Eso nunca tuvo sentido para mí.

—¿El libro? —repetí, tratando delicadamente de desviar la conversación.

—¡Ah! —Sophie arrugó la frente para concentrarse y se quedó en silencio.

—Mi madre estaba emocionada con el bebé. Dijo que iba a ser la niña mejor vestida que jamás se ha visto. —Nathaniel sonrió a su esposa tiernamente—. Entonces empezaron los sueños. Sophie presentía que se aproximaba una época de problemas. Ella tiene premoniciones fuertes para ser una daimón, igual que mi madre. En septiembre empezó a ver tu cara, Diana, y a escuchar tu nombre. Sophie dijo que la gente quiere algo de ti.

Matthew me tocó con los dedos en la parte baja de la espalda, donde nacía la cicatriz de Satu.

—Enséñales la jarra con su cara, Nathaniel. Es sólo una fotografía. Yo quería traerla, pero él dijo que no podíamos llevar una jarra de cuatro litros desde Durham hasta Nueva York.

Su marido sacó obedientemente su teléfono e hizo aparecer una fotografía en la pantalla. Nathaniel le pasó el teléfono a Sarah, que se quedó con la boca abierta.

—Soy alfarera, como mi madre y mi abuela. Mi abuela usaba el fuego de brujos en su horno, pero yo trabajo sólo de la manera habitual. Todas las caras de mis sueños aparecen en mis cacharros. No todas asustan. La tuya tampoco.

Sarah le pasó el teléfono a Matthew.

—Es preciosa, Sophie —dijo él con sinceridad.

Tuve que estar de acuerdo. Su forma alta y redondeada era de color gris pálido, y dos asas se curvaban hacia fuera desde su boca. En la parte de delante había una cara…, mi cara, aunque distorsionada por las proporciones de la jarra. Mi barbilla sobresalía de la superficie, así como la nariz, las orejas y el trazo amplio de los huesos bajo mis cejas. Gruesos garabatos asemejaban mi cabello. Tenía los ojos cerrados, y mi boca sonreía plácidamente, como si estuviera guardando un secreto.

—Esto es para ti. —Sophie sacó un objeto pequeño y lleno de bultos del bolsillo de su chaqueta. Estaba envuelto en un hule asegurado con un cordel—. Cuando el bebé se aceleró, estuve segura de que era tuyo. El bebé lo sabe también. Tal vez fue eso lo que preocupó tanto a Agatha. Y por supuesto ninguno de nosotros sabe qué hacer con un bebé que será bruja. La madre de Nathaniel pensó que tú podrías tener alguna idea.

Observábamos en silencio mientras Sophie se ocupaba de deshacer el paquete.

—Lo siento —farfulló—. Lo ha atado mi padre. Él estuvo en la marina.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Marcus, tendiendo la mano hacia el paquete.

—No, ya está. —Sophie le sonrió dulcemente y volvió a su tarea—. Tiene que estar envuelto, si no, se ennegrece. Y se supone que no es negro, sino blanco.

Aquello había provocado una gran curiosidad en todos nosotros. No se oía un solo ruido en la casa, salvo el que hacía la lengua de Tabitha al lamerse las patas. El cordel salió y luego lo siguió el hule.

—Aquí tienes —susurró Sophie—. Puede que no sea una bruja, pero soy la última de los normandos. Hemos estado guardando esto para ti.

Era una pequeña estatuilla de no más de diez centímetros de alto y estaba hecha de una plata vieja que brillaba con los suaves reflejos bruñidos que se ven en las vitrinas de exposición de un museo. Sophie giró la estatuilla para que mirara hacia mí.

—Diana —dije innecesariamente. La diosa estaba representada con precisión, desde las puntas de la luna creciente sobre su frente hasta sus pies con sandalias. Estaba en movimiento, con un pie dando un paso adelante mientras una mano iba hacia los hombros para sacar una flecha de la aljaba. La otra mano reposaba sobre la cornamenta de un ciervo.

—¿Dónde has conseguido eso? —La voz de Matthew sonaba extraña y su cara se había puesto gris.

Sophie se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Los normandos lo han tenido desde siempre. Ha ido pasando de generación en generación dentro de esta familia de brujos y brujas. «Cuando llegue el momento, dásela a quien la necesite». Eso es lo que mi abuela le decía a mi padre, y mi padre me lo dijo a mí. También estaba escrito en un pequeño trozo de papel, pero se perdió hace mucho tiempo.

—¿Qué pasa, Matthew? —Marcus parecía inquieto. Igual que Nathaniel.

—Es una pieza de ajedrez —a Matthew se le quebró la voz—. La reina blanca.

—¿Cómo lo sabes? —Sarah observó la estatuilla con mirada crítica—. No se parece a ninguna pieza de ajedrez que yo haya visto.

Matthew tuvo que esforzarse por hacer salir las palabras; sus labios estaban apretados.

—Porque hubo un tiempo en que fue mía. Mi padre me la regaló.

—¿Y cómo vino a parar a Carolina del Norte? —Estiré mis dedos hacia el objeto de plata, y la estatuilla se deslizó sobre la mesa como si quisiera que yo la cogiese. La cornamenta del ciervo se clavó en la palma de mi mano cuando la cogí y al tocarla el metal se calentó rápidamente.

—La perdí en una apuesta —dijo Matthew en voz baja—. No tengo ni idea de cómo llegó a Carolina del Norte. —Hundió la cara entre sus manos y murmuró una sola palabra que no tenía sentido para mí—: Kit.

—¿Recuerdas cuándo estuvo en tu poder por última vez? —preguntó Sarah de manera brusca.

—Lo recuerdo con precisión. —Matthew levantó la cabeza—. Estaba jugando una partida con ella hace muchos años. Era la Noche de Difuntos. Fue entonces cuando perdí mi apuesta.

—Eso es la semana que viene. —Miriam se dio la vuelta en su asiento para mirar a Sarah a los ojos—. ¿Viajar en el tiempo sería más fácil en torno a la Noche de Todos los Santos y a la de Difuntos?

—¡Miriam! —reaccionó Matthew gruñendo, pero ya era demasiado tarde.

—¿Qué es eso de viajar en el tiempo? —le susurró Nathaniel a Sophie.

—Mi madre viajaba en el tiempo —respondió Sophie con otro susurro—. Lo hacía muy bien, además, y siempre volvía del siglo XVIII con muchas ideas para hacer teteras y jarras.

—¿Tu madre visitó el pasado? —preguntó Nathaniel con asombro. Miró por toda la habitación a aquella colección de diferentes criaturas y luego al vientre de su esposa—. ¿Eso es normal en las familias de brujos y brujas, como la clarividencia?

Sarah le respondió a Miriam por encima de la conversación susurrada de los daimones:

—No hay mucha separación entre los vivos y los muertos entre la noche de Halloween y la de Difuntos. No sería difícil deslizarse entre el pasado y el presente en ese momento.

Nathaniel parecía cada vez más preocupado.

—¿Vivos y muertos? Sophie y yo sólo hemos venido para entregar esa estatuilla, o lo que sea, para que ella pueda dormir por la noche.

—¿Se habrá recuperado Diana lo suficiente? —le preguntó Marcus a Matthew, ignorando a Nathaniel.

—En esta época del año a Diana debería resultarle mucho más fácil viajar en el tiempo —reflexionó Sarah en voz alta.

Sophie miró feliz alrededor de la mesa.

—Esto me recuerda los viejos tiempos, cuando la abuela y sus hermanas se reunían a chismorrear. Parecía que nunca prestaban atención a lo que las demás decían, pero siempre sabían lo que todas estaban comentando.

Las diferentes conversaciones que se desarrollaban en la habitación se detuvieron de repente cuando las puertas del comedor se abrieron y se cerraron ruidosamente, a lo que siguió un mayor estruendo producido por las más pesadas puertas del salón principal. Nathaniel, Miriam y Marcus se pusieron de pie de un salto.

—¿Qué diablos ha sido eso? —quiso saber Marcus.

—La casa —respondí con un cierto cansancio—. Iré a ver qué es lo que quiere.

Matthew cogió la estatuilla y me siguió.

La anciana con el corpiño bordado estaba esperando en el umbral de la sala principal.

—Hola, señora. —Sophie nos había seguido e inclinaba cortésmente la cabeza hacia la anciana. Estudió mis facciones—. La dama se parece un poco a ti, ¿no?

«Así que ya has elegido tu camino», señaló la anciana. Su voz era más débil que antes.

—Lo hemos elegido —dije. Oí pasos detrás de mí mientras los restantes ocupantes del comedor se acercaban para ver de qué se trataba toda aquella conmoción.

«Vas a necesitar otra cosa para tu viaje», respondió.

Las grandes puertas de la sala se abrieron y el grupo de criaturas a mi espalda se enfrentó a una multitud de fantasmas que esperaba junto a la chimenea.

«Esto va a ser interesante», dijo mi abuela irónicamente desde su posición a la cabeza del fantasmal grupo.

Se oyó un retumbar en las paredes, como un golpeteo de huesos. Me senté en la mecedora de mi abuela, pues las rodillas ya no podían sostener mi peso.

Comenzó a formarse una grieta en los paneles de madera entre la ventana y la chimenea. Avanzó ensanchándose en un corte diagonal. La antigua madera vibró y chirrió. Algo blando con piernas y brazos salió volando de esa abertura. Me estremecí cuando aterrizó en mi regazo.

—¡Demonios! —exclamó Sarah.

«Esos paneles de madera nunca volverán a ser los mismos», comentó mi abuela, sacudiendo la cabeza y lamentándolo mientras observaba la madera resquebrajada.

Fuese lo que fuese lo que voló hacia mí, estaba hecho de una tela rústica desteñida en la que se conservaba un indefinido marrón grisáceo. Además de sus cuatro miembros, en el lugar en donde debía estar la cabeza había un bulto adornado con mechones desteñidos de pelo. Alguien había cosido una X donde debía estar el corazón.

—¿Qué es eso? —Apunté con el índice hacia las puntadas irregulares y burdas.

—¡No lo toques! —gritó Em.

—Ya lo estoy tocando —dije, levantando la vista confundida—: lo tengo en mi regazo.

—Nunca he visto una muñeca de trapo tan vieja —dijo Sophie, que se inclinaba para mirarlo.

—¿Muñeca de trapo? —Miriam frunció el ceño—. ¿No fue una de tus antepasadas la que tuvo problemas por una muñeca de trapo?

—Bridget Bishop —dijimos Sarah, Em y yo a la vez.

La anciana con el corpiño bordado se había acercado a mi abuela.

—¿Esto es tuyo? —susurré.

Una sonrisa apareció en los extremos de la boca de Bridget. «Recuerda que debes ser astuta cuando te encuentres en una encrucijada, hija. Nunca se sabe qué secretos hay enterrados ahí».

Bajé la mirada hacia la muñeca de trapo y toqué con suavidad la X de su pecho. La tela se abrió para dejar a la vista un relleno hecho de hojas, ramitas y flores secas que llenó el aire con olor a hierbas.

—Ruda —dije al reconocer una de las hierbas del té de Marthe.

—Trébol, brezo, duraznillo y resbaladiza corteza de olmo también, por el olor —añadió tras oler Sarah con fuerza el aire—. Esa muñeca de trapo fue hecha para atraer a alguien…, a Diana presumiblemente…, y además tiene un hechizo en ella como protección.

«Has hecho un buen trabajo con ella», le dijo Bridget a mi abuela apuntando con una inclinación de cabeza a Sarah.

Algo brillaba a través de la tela marrón. Cuando tiré de ella con suavidad, la muñeca de trapo se desarmó por completo.

«Y hay un final para ello», dijo Bridget con un suspiro. Mi abuela puso un brazo reconfortante alrededor de ella.

—Es un pendiente. —Sus intrincadas superficies doradas reflejaban la luz, y una enorme perla en forma de lágrima brillaba en el extremo.

—¿Cómo diablos fue a parar uno de los pendientes de mi madre a la muñeca de trapo de Bridget Bishop? —La cara de Matthew adquirió otra vez ese color gris pastoso.

—¿Los pendientes de tu madre estaban en el mismo sitio que tu juego de ajedrez aquella noche, hace mucho tiempo? —preguntó Miriam. Tanto el pendiente como la pieza de ajedrez eran antiguos, mucho más que la muñeca de trapo y que la casa de las Bishop.

Matthew pensó un momento, luego asintió con la cabeza.

—Sí. ¿Una semana es tiempo suficiente? ¿Puedes estar lista? —me preguntó en tono apremiante.

—No lo sé.

—Seguro que estarás lista —canturreó Sophie, mirándose el vientre—. Ella hará que todo salga bien para ti, brujita. Tú serás su madrina —dijo Sophie con una sonrisa radiante—. A ella le gustará.

—Si contamos al bebé, y sin contar a los fantasmas, por supuesto —intervino Marcus en un tono aparentemente tranquilo que me recordó la forma de hablar de Matthew cuando estaba estresado—, somos nueve en esta habitación.

—Cuatro brujas, tres vampiros y dos daimones —precisó Sophie en un tono soñador, con sus manos todavía sobre el vientre—. Pero nos falta un daimón. Sin él no podemos ser una asamblea secreta. Y cuando Matthew y Diana se vayan, necesitaremos otro vampiro también. ¿La madre de Matthew todavía vive?

—Está cansada —dijo Nathaniel como disculpándola, y apretó con las manos los hombros de su esposa—. Le resulta difícil concentrarse.

—¿Cómo has dicho? —le preguntó Em a Sophie. Se esforzaba por mantener un tono de voz calmado.

Los ojos de Sophie perdieron su somnolencia.

—Una asamblea secreta. Así es como llamaban antiguamente a las reuniones de los disidentes. Pregúntales a ellos. —Inclinó su cabeza en dirección a Marcus y Miriam.

—Ya he dicho que esto no era sólo un asunto de los Bishop y los De Clermont —observó Em mirando a Sarah—. No es ni siquiera un asunto de Matthew y Diana sobre si pueden estar juntos o no. Implica a Sophie y Nathaniel también. Es sobre el futuro, tal como dijo Diana. Así es como lucharemos contra la Congregación…, no como familias individuales sino como una…, ¿cómo la has llamado?

—Una asamblea secreta —respondió Miriam—. Siempre me gustó esa expresión…, es tan encantadoramente siniestra… —Se afirmó sobre sus pies con una sonrisa de satisfacción.

Matthew se giró hacia Nathaniel.

—Parece que tu madre tenía razón. Aquí es donde debéis estar, con nosotros.

—Por supuesto que debéis estar aquí —dijo Sarah con energía—. Vuestro dormitorio está listo, Nathaniel. Es arriba, la segunda puerta a la derecha.

—Gracias —dijo Nathaniel con un cierto alivio en la voz, aunque todavía miraba a Matthew con cautela.

—Soy Marcus. —El hijo de Matthew le dio la mano al daimón. Nathaniel la estrechó con fuerza, reaccionando muy poco a la impresionante frialdad de la piel del vampiro.

—¿Ves? No necesitábamos hacer una reserva en ese hotel, mi amor —le dijo Sophie a su marido con una sonrisa beatífica. Buscó a Em con la mirada—: ¿Hay más galletas?