Capítulo
12

Mi experiencia culinaria no me había enseñado qué dar de comer a un vampiro cuando venía a cenar.

En la biblioteca pasé la mayor parte del día en Internet buscando recetas en las que hubiera alimentos crudos, dejando mis manuscritos olvidados sobre la mesa. Matthew dijo que era omnívoro, pero eso no podía ser verdad. Seguramente un vampiro podía tolerar comida cruda, ya que estaba acostumbrado a una dieta de sangre. Pero él era tan civilizado que indudablemente iba a comer cualquier cosa que le pusiera delante.

Después de realizar una amplia investigación gastronómica, dejé la biblioteca a media tarde. Matthew había defendido la fortaleza Bishop a solas ese día, algo que tenía que haber complacido a Miriam. No había señales de Peter Knox ni de Gillian Chamberlain en ningún sitio de la sala Duke Humphrey, lo que me hizo muy feliz. Incluso Matthew parecía de buen humor cuando pasé por el pasillo para devolver mis manuscritos.

Después de pasar por la cúpula de la Cámara Radcliffe, donde los estudiantes leían sus libros asignados, y por las paredes medievales del Jesus College, fui de compras por los pasillos del mercado cubierto de Oxford. Lista en mano, me detuve primero en la carnicería en busca de venado y conejo frescos, y luego en la pescadería para adquirir salmones escoceses.

«¿Los vampiros comen verduras?», me pregunté.

Gracias a mi teléfono móvil, pude llamar al departamento de zoología para preguntar por los hábitos alimenticios de los lobos. Me preguntaron qué clase de lobos. Había visto lobos grises en un viaje de estudios al zoológico de Boston hacía mucho tiempo, y ése era el color favorito de Matthew, de modo que ésa fue mi respuesta. Después de recitar una larga lista de sabrosos mamíferos y de explicar que se trataba de «comidas preferidas», la voz aburrida en el otro extremo de la línea me dijo que los lobos grises también comían nueces, semillas y frutas del bosque.

—¡Pero no hay que darles de comer! —advirtió la voz—. ¡No son mascotas!

—Gracias por el consejo —dije, tratando de evitar una risita burlona.

El tendero me vendió, disculpándose, las últimas grosellas negras del verano y algunas olorosas fresas silvestres. Una bolsa de castañas encontró también su puesto en mi cada vez más grande cesta de la compra.

Luego me dirigí a la tienda de vinos, donde me encontré a merced de un evangelista de la viticultura que me preguntó si «el caballero entiende de vinos». Eso fue suficiente para sumergirme en un torbellino. El empleado aprovechó mi confusión para venderme lo que terminó siendo una notablemente escasa cantidad de botellas de vino francés y alemán por un precio exorbitante. Luego me puso en un taxi para que me recuperara de la conmoción producida por el precio durante el viaje de regreso a la residencia.

Ya en mis habitaciones, saqué todos los papeles de encima de una desvencijada mesa del siglo XVIII que servía tanto de escritorio como de mesa de comedor y la acerqué a la chimenea. Puse la mesa con sumo cuidado, usando la vajilla antigua y los cubiertos de plata que había en mis alacenas, junto con pesadas copas de cristal que debían de ser los últimos restos de un juego eduardiano usado alguna vez en la sala común de los estudiantes del último año. Las agradables señoras de la cocina me ofrecieron un hermoso mantel blanco y almidonado para cubrir la mesa, acompañado de servilletas plegadas que coloqué junto a los cubiertos y también algunos paños para la bandeja de madera descascarillada que me iba a ayudar a trasladar las cosas desde la cocina.

En cuanto empecé a preparar la comida, quedó claro que cocinar para un vampiro no requiere demasiado tiempo. En realidad prácticamente no se cocina nada.

A las siete encendí las velas; la comida estaba lista, excepto alguna cosa que debía ser preparada a última hora, pero la única que todavía no estaba lista era yo misma.

Mi armario no tenía muchas cosas adecuadas para una «cena con un vampiro». No podía cenar con Matthew vestida con un traje o con el conjunto que había usado para encontrarme con el director. El número de pantalones negros y leggings que poseía era increíble, todos con diferentes grados de estiramiento, pero casi todos tenían manchas de té, de grasa de bote o de ambas cosas. Finalmente encontré un par de pantalones negros con un brillo que les daba un cierto aire de pijama, aunque con un poco más de estilo. Eso estaría bien.

Sólo con el sujetador y los pantalones puestos, corrí al baño y me cepillé el largo pelo de color paja que me llegaba a los hombros. No sólo estaba enredado en los extremos, sino que me desafiaba a domarlo levantándose desde el cuero cabelludo a cada contacto con el cepillo. Por un momento consideré la posibilidad de recurrir a las tenacillas, pero había muchas probabilidades de que únicamente me diera tiempo para arreglar la mitad de mi cabeza antes de que Matthew llegara. Él iba a llegar puntual. Yo sabía que sería así.

Mientras me cepillaba los dientes, decidí que lo único que se podía hacer con mi pelo era retirarlo de la cara y retorcerlo en un moño. Eso hacía que mi barbilla y mi nariz parecieran más puntiagudas, pero creaba la ilusión de unos pómulos más prominentes y me sacaba el pelo de los ojos, mi mayor atractivo en esos días. Lo recogí hacia atrás, y de inmediato un mechón cayó hacia delante. Suspiré.

La cara de mi madre me devolvía la mirada desde el espejo. Me acordé de lo hermosa que estaba cuando se sentaba a cenar, y me preguntaba qué había hecho para conseguir que sus pálidas cejas y pestañas se destacaran y por qué su amplia boca tenía un aspecto tan diferente cuando nos sonreía a mí o a mi padre. El reloj eliminó cualquier idea de conseguir una transformación similar con los cosméticos. Tenía solamente tres minutos para encontrar una camisa, o le daría la bienvenida a Matthew Clairmont, distinguido catedrático de Bioquímica y Neurociencia, en ropa interior.

Mi armario ofrecía dos posibilidades: una negra y otra de color azul noche. La de color azul noche estaba limpia, un factor determinante a su favor. También tenía un extraño cuello que se levantaba por detrás y se abría hacia mi rostro antes de descender en un escote en forma de V. Las mangas eran relativamente cómodas y terminaban en puños largos y rígidos que flameaban ligeramente y terminaban hacia la mitad del dorso de mis manos. Estaba poniéndome unos pendientes de plata, cuando llamaron a la puerta.

Mi pecho se sobresaltó ante aquel sonido, como si aquélla fuera una cita. Eliminé semejante idea de inmediato.

Cuando abrí la puerta, allí estaba Matthew. Parecía el príncipe de un cuento de hadas, alto y erguido. Rompiendo sus costumbres habituales, vestía todo de negro, lo cual le daba un aspecto todavía más imponente… y más vampírico.

Esperó pacientemente en el descansillo de la escalera mientras lo examinaba.

—Pero ¿dónde están mis modales? Por favor, entra, Matthew. ¿Servirá esto como invitación formal para entrar a mi casa? —Yo había visto en la televisión o había leído en un libro que un vampiro no entra en una casa si no es invitado a hacerlo.

En sus labios se dibujó una sonrisa.

—Olvida la mayor parte de lo que crees saber sobre vampiros, Diana. Esto es simple cortesía. No hay una barrera mística entre una hermosa doncella y yo, una barrera que me mantiene aquí de pie. —Matthew tuvo que agacharse un poco para poder pasar por la puerta. Apoyaba en su brazo una botella de vino y traía unas rosas blancas—. Para ti —dijo con una mirada de aprobación y me dio las flores—. ¿Hay algún sitio donde pueda colocar esto hasta el postre? —Bajó la mirada hacia la botella.

—Gracias, adoro las rosas. ¿Qué tal el alféizar? —Sugerí, antes de irme a la cocina a buscar un florero. El otro florero que tenía había resultado ser una licorera, según el sommelier de la sala común de estudiantes avanzados, que había venido a mis habitaciones unas horas antes para enseñármelo cuando expresé mis dudas sobre la posibilidad de poseer semejante recipiente.

—Perfecto —respondió Matthew.

Cuando regresé con las flores, él estaba paseando por la habitación, mirando los grabados.

—¿Sabes una cosa? En realidad, estos grabados no son malos —comentó cuando puse el florero sobre una desvencijada cómoda napoleónica.

—Me temo que son en su mayoría escenas de caza.

—Detalle que no había escapado a mi atención —dijo Matthew, con un gesto divertido. Me ruboricé avergonzada.

—¿Tienes hambre? —Me había olvidado por completo de los aperitivos que habitualmente se supone que uno debe servir antes de la cena.

—Podría comer —respondió el vampiro con una gran sonrisa.

A salvo de vuelta en la cocina, saqué dos platos del frigorífico. El primero consistía en salmón ahumado salpicado con eneldo fresco y un puñadito de alcaparras y pepinillos en vinagre dispuestos artísticamente a un lado, que podían ser interpretados como adorno en caso de que los vampiros no comieran vegetales.

Cuando volví con la comida, Matthew esperaba junto a la silla más alejada de la cocina. El vino descansaba en un artefacto plateado alto que yo había estado usando para guardar monedas, pero que, según me explicó el mismo asistente de la sala común de los estudiantes avanzados, en realidad servía para sostener una botella de vino. Matthew se sentó mientras yo descorchaba una botella de Riesling alemán. Serví dos copas sin derramar una gota y me acerqué a él.

Mi invitado estaba absorto, concentrado, sosteniendo el Riesling delante de su larga nariz aguileña. Esperé a que terminara lo que estaba haciendo, preguntándome cuántos receptores sensoriales tenían los vampiros en la nariz en comparación con los de los perros.

A decir verdad, yo no sabía nada sobre los vampiros.

—Muy bueno —dijo finalmente, abriendo los ojos y dirigiéndome una sonrisa.

—No soy responsable del vino —me apresuré a decir, desplegando la servilleta en mi regazo—. Lo eligió el empleado de la tienda de vinos, de modo que si no es bueno, no es culpa mía.

—Muy bueno —repitió—, y el salmón parece estupendo.

Matthew cogió su cuchillo y su tenedor y cortó un trozo de pescado. Mientras yo lo miraba disimuladamente para ver si de verdad podía comerlo, piqué una alcaparra y un poco de salmón con mi tenedor.

—No comes como una estadounidense —comentó, después de tomar un sorbo de vino.

—No —confirmé, mirando el tenedor en mi mano izquierda y el cuchillo en mi mano derecha—. Supongo que he pasado demasiado tiempo en Inglaterra. ¿De verdad puedes comer esto? —Espeté, sin poder contenerme más.

Se rió.

—Sí. La verdad es que me gusta el salmón ahumado.

—Pero no comes de todo —insistí, dirigiendo la atención otra vez a mi plato.

—No —admitió—, pero puedo comer un poco de la mayoría de las comidas. Aunque para mí nada tiene demasiado gusto, a menos que esté crudo.

—Eso es raro, considerando que los vampiros tienen sentidos tan desarrollados. Yo pensaba que todas las comidas tendrían excelentes sabores. —Mi salmón tenía el gusto del agua fresca y fría.

Tomó su copa de vino y observó el transparente líquido dorado.

—El vino tiene un sabor estupendo. La comida le sabe mal a un vampiro una vez que ha sido cocinada.

Pensé en el menú con gran alivio.

—Si la comida no tiene buen sabor, ¿por qué sigues invitándome a salir a comer? —pregunté.

Matthew recorrió con sus ojos rápidamente mis mejillas, mis ojos y se detuvo en mi boca.

—Es más fácil estar contigo cuando estás comiendo. El olor de la comida cocinada me produce náuseas.

Lo miré parpadeando, todavía confundida.

—Mientras siento náuseas, no tengo hambre —explicó Matthew, con exasperación en su voz.

—¡Ah! —Las piezas encajaron. Yo ya sabía que le gustaba mi olor. Aparentemente eso le daba hambre—. Ah. —Me ruboricé.

—Creí que tú ya conocías esta cuestión —dijo con más delicadeza—, y que ésa era la razón por la que me invitaste a cenar.

Sacudí la cabeza, cogiendo otro bocado de salmón.

—Probablemente sé menos sobre vampiros que la mayoría de los humanos. Y lo poco que mi tía Sarah me enseñó debe ser considerado como algo muy dudoso, si tenemos en cuenta todos sus prejuicios. Ella tenía ideas muy claras, por ejemplo, acerca de tu dieta. Decía que los vampiros sólo se alimentan de sangre porque es lo único que necesitan para sobrevivir. Pero eso no es verdad, ¿no?

Matthew entrecerró los ojos, y su tono fue repentinamente frío:

—No. Tú necesitas agua para sobrevivir. ¿Eso es lo único que bebes?

—Seguramente no debería hablarte de estas cosas, ¿verdad? —Mis preguntas estaban empezando a molestarle. Nerviosamente, enrosqué mis piernas en las patas de la silla y me di cuenta de que no había llegado a ponerme los zapatos. Había recibido a mi invitado descalza.

—No puedes evitar ser curiosa, supongo —respondió Matthew después de pensar un rato en mi pregunta—. Bebo vino y puedo comer algo…, alimentos preferentemente crudos, o comidas que estén frías, para que no tengan tanto olor.

—Pero la comida y el vino no te nutren —supuse—. Tú te alimentas de sangre…, sangre de cualquier clase. —Él se estremeció—. Y no tienes que esperar fuera hasta que te invite a entrar a mi casa. ¿En qué otra cosa me equivoco respecto a los vampiros?

El rostro de Matthew adoptó una expresión de sufrida paciencia. Se echó hacia atrás en su silla, llevando la copa de vino consigo. Me estiré un poco y extendí la mano por encima de la mesa para servirle más. Si iba a someterlo a un interrogatorio, lo menos que podía hacer era darle buen vino. Inclinada sobre las velas, casi prendo fuego a mi blusa. Matthew agarró la botella de vino.

—Deja que lo haga yo —sugirió. Se sirvió un poco más y llenó mi copa también antes de responder—. Casi todo lo que sabes sobre mí…, sobre los vampiros…, es lo que los humanos han soñado. Estas leyendas hicieron posible que los humanos vivieran con nosotros. Las criaturas los asustan. Y no estoy hablando sólo de los vampiros.

—Sombreros negros, murciélagos, escobas. —Ésa era la infame trinidad de la tradición de brujería, que adquiría vida de forma espectacular y ridícula todos los años en Halloween.

—Exactamente. —Matthew asintió con la cabeza—. En cada una de esas historias hay una parte de verdad, algo que asustó a los humanos y los ayudó a negar que nosotros fuéramos reales. La característica más fuerte que distingue a los humanos es su capacidad de negación. Yo tengo fuerza y una vida larga, tú tienes habilidades sobrenaturales, los daimones tienen una creatividad impresionante. Los humanos pueden convencerse a sí mismos de que lo de arriba está abajo y de que lo negro es blanco. Ése es su don especial.

—¿Qué parte de verdad hay en la creencia de que los vampiros no entran en una casa sin que haya una invitación previa? —Después de haber indagado acerca de su dieta, me concentré en los protocolos de entrada a los sitios.

—Los humanos están con nosotros todo el tiempo. Simplemente se niegan a reconocer nuestra existencia porque no tenemos sentido dentro de su limitado mundo. Una vez que nos dejen entrar, que nos vean tal como realmente somos, nos quedaremos, como alguien que invitas a tu casa y luego te resulta difícil echarlo. Ya no podrían ignorarnos.

—Entonces es como las historias sobre la luz del sol —dije lentamente—. No es que vosotros no podáis estar a la luz del sol, sino que cuando eso ocurre es más difícil que los humanos os ignoren. En lugar de admitir que los vampiros se mueven entre ellos, los humanos se dicen a sí mismos que no podéis sobrevivir a la luz.

Matthew asintió con la cabeza de nuevo.

—De todos modos, se las arreglan para ignorarnos, por supuesto. No podemos quedarnos dentro hasta que oscurezca. Pero para los humanos tiene más sentido imaginarnos después del crepúsculo… y eso vale para ti también. Deberías verte cuando entras en una habitación o paseas por la calle.

Pensé en mi aspecto habitual y lo miré, dudosa. Matthew se rió entre dientes.

—No me crees, lo sé. Pero es verdad. Cuando los humanos ven a una criatura en pleno día, están incómodos. Somos demasiado para ellos…, demasiado altos, demasiado fuertes, demasiado seguros de nosotros mismos, demasiado creativos, demasiado poderosos, demasiado diferentes. Se esfuerzan por meter nuestras realidades en sus estrechos casilleros mentales durante el día. Por la noche les resulta un poco más fácil descartarnos simplemente como seres raros.

Me levanté y retiré los platos de pescado, contenta al ver que Matthew se había comido todo, menos la guarnición. Se sirvió un poco más del vino alemán en su copa mientras yo sacaba dos platos del frigorífico. En cada uno había unas lonchas de venado crudo cuidadosamente colocadas, tan finas que el carnicero me había asegurado que se podía leer el Oxford Mail a través de ellas. A los vampiros no les gustaban las verduras. A ver qué pasaba con los tubérculos y el queso. Puse algunas remolachas en el centro de cada plato y rallé parmesano encima.

Coloqué una licorera de fondo ancho llena de vino tinto en el centro de la mesa, que atrajo rápidamente la atención de Matthew.

—¿Puedo? —preguntó, indudablemente preocupado de que yo pudiera quemar la residencia. Cogió el recipiente de cristal liso, sirvió un poco de vino en nuestras copas y luego se lo llevó a la nariz.

—Côte-Rôtie —anunció con satisfacción—. Uno de mis favoritos.

Miré hacia el recipiente de cristal.

—¿Puedes saber cuál es sólo con olerlo?

Se rió.

—Algunas historias de vampiros son verdaderas. Tengo un excepcional sentido del olfato… y también son excelentes mi vista y mi oído. Pero incluso un humano podría distinguir que éste es un Côte-Rôtie. —Cerró los ojos otra vez—. ¿Es de la cosecha de 2003?

Abrí la boca de golpe.

—¡Sí! —Esto era mejor que ver un concurso. En la etiqueta había una pequeña corona—. ¿Tu nariz te dice de dónde procede?

—Sí, pero eso es porque he paseado por las viñas donde las uvas fueron cultivadas —confesó tímidamente, como si lo hubiera sorprendido haciendo trampas.

—¿Puedes percibir el olor del campo en esto? —Metí mi nariz en la copa, aliviada al notar que el olor del estiércol de caballo ya no se percibía.

—A veces creo que puedo recordar todo lo que he olido alguna vez. Probablemente sea sólo vanidad —dijo con pesar—, pero los olores te traen a la mente los recuerdos intensos. Yo recuerdo la primera vez que olí chocolate como si fuera ayer.

—¿En serio? —Adelanté mi cuerpo en la silla.

—Fue en 1615. La guerra no había estallado aún, y el rey francés se había casado con una princesa española que a nadie le gustaba, y menos al rey. —Cuando sonreí, me devolvió la sonrisa, aunque sus ojos estaban fijos en alguna imagen distante—. Ella trajo chocolate a París. Era tan amargo como el pecado y también tan decadente. Bebíamos directamente el cacao, mezclado con agua y sin azúcar.

Me reí.

—Parece horrible. Afortunadamente, a alguien se le ocurrió que el chocolate merecía ser dulce.

—Fue a un humano, me temo. A los vampiros les gustaba amargo y áspero.

Cogimos nuestros tenedores y empezamos con el venado.

—Más comida escocesa —dije, señalando la carne con el cuchillo.

Matthew masticó un poco.

—Venado rojo. Un ciervo joven de las Highlands, por el sabor.

Sacudí la cabeza asombrada.

—Como te he dicho —continuó—, algunas de esas historias son verdaderas.

—¿Puedes volar? —le pregunté, sabiendo ya la respuesta.

Dejó escapar un bufido.

—Por supuesto que no. Eso se lo dejamos a las brujas, ya que vosotras podéis controlar los elementos. Pero nosotros somos fuertes y rápidos. Los vampiros podemos correr y saltar, lo cual hace que los humanos crean que podemos volar. Somos eficientes también.

—¿Eficientes? —Dejé mi tenedor, no muy segura de que el venado crudo fuera de mi agrado.

—Nuestros cuerpos no desperdician demasiada energía. Tenemos mucha que utilizamos en nuestros movimientos cuando tenemos que hacerlos.

—Vosotros no respiráis mucho —dije, recordando la clase de yoga y tomando un sorbo de vino.

—No —confirmó Matthew—. Nuestros corazones no laten demasiado rápido. No necesitamos comer con demasiada frecuencia. Comemos alimentos fríos, lo cual disminuye la velocidad de la mayoría de los procesos corporales y ayuda a explicar por qué vivimos tanto tiempo.

—¡La historia del ataúd! No dormís mucho, pero cuando lo hacéis es como si estuvierais muertos.

Esbozó una amplia sonrisa.

—Veo que vas aprendiendo.

Matthew había vaciado su plato, menos las remolachas, y yo había dejado el venado en el mío. Levanté el segundo plato y lo invité a que sirviera más vino.

El plato principal era la única parte de la comida que requería calor, y no mucho. Ya tenía hecha una cosa un tanto rara, parecida a un bizcocho de castañas molidas. Lo único que me faltaba era rehogar un poco de conejo. La lista de ingredientes incluía romero, ajo y apio. Decidí renunciar al ajo. Con su sentido del olfato, el ajo iba a dominar sobre todo lo demás… Había algo de verdad en esa leyenda de vampiros. El apio también fue descartado. Decididamente a los vampiros no les gustaban las verduras. Las especias no parecían ser un problema, así que conservé el romero y molí un poco de pimienta sobre el conejo mientras se rehogaba en la cacerola.

Dejé la ración de conejo de Matthew a medio cocer y guisé el mío un poco más de lo requerido, con la esperanza de que lograría quitar de mi boca el sabor del venado crudo. Después de montar todo en artística superposición, lo llevé a la mesa.

—Me temo que esto está cocinado, pero sólo un poco.

—No estarás haciéndome una especie de prueba, ¿verdad? —La cara de Matthew se arrugó cuando frunció el ceño.

—No, no —me apresuré a responder—. Pero no estoy acostumbrada a recibir vampiros a la hora de la cena.

—Me alegro de oír eso —murmuró. Olfateó el conejo—. Huele muy bien. —Cuando se inclinó sobre su plato, el calor del conejo amplificó su propio olor distintivo a canela y clavo. Matthew cortó con el tenedor un trozo del bizcocho de castañas. A medida que fue acercándose a su boca, sus ojos se abrieron—. ¿Castañas?

—Sólo castañas, aceite de oliva y una pizca de levadura.

—Y sal, agua, romero y pimienta —completó tranquilamente, comiendo otro bocado de bizcocho.

—Dadas tus restricciones alimenticias, es bueno que puedas descubrir exactamente qué es lo que te llevas a la boca —mascullé, bromeando.

A medida que íbamos acabando de comer, me fui relajando. Charlamos sobre Oxford mientras yo llevaba los platos y traía queso, frutas del bosque y castañas asadas a la mesa.

—Sírvete tú mismo —dije mientras ponía un plato vacío delante de él. Matthew disfrutó el aroma de las fresas diminutas y suspiró con deleite al coger una castaña.

—Éstas realmente sí son mejores cuando están calientes —observó. Rompió el duro fruto fácilmente con los dedos y sacó rápidamente el interior fuera de la cáscara. El cascanueces que colgaba del borde del tazón era evidentemente un instrumento opcional habiendo un vampiro a la mesa.

—¿A qué huelo yo? —pregunté, jugueteando con mi copa de vino.

Por un momento pareció que no iba a responder. El silencio se prolongó bastante antes de que me mirara con sus melancólicos ojos. Bajó los párpados y aspiró profundamente.

—Tú hueles a savia de sauce. Y manzanilla aplastada. —Olfateó otra vez y mostró una sonrisa leve y triste—. Hay también madreselvas y hojas de roble caídas —dijo en voz baja, suspirando—, junto con avellano en flor y los primeros narcisos de la primavera. Y cosas antiguas…, malva, incienso, milenrama. Los olores que creía haber olvidado.

Abrió los ojos lentamente y miré hacia sus profundidades grises, temerosa de respirar y romper el hechizo que sus palabras habían provocado.

—¿Y yo? —preguntó, sosteniéndome la mirada.

—Canela. —Mi voz sonaba vacilante—. Y clavo. A veces creo que hueles a claveles…, pero no de los que se venden en las floristerías, sino a esos antiguos que crecen en los jardines de las casas de campo inglesas.

—Clavo y claveles reventones —dijo Matthew, arrugando divertido los extremos de sus ojos—. No está nada mal para una bruja.

Estiré la mano en busca de una castaña. Ahuequé las palmas para calentarme las manos pasándola de una a la otra y sentí que el calor subía por mis brazos repentinamente fríos.

Matthew se echó hacia atrás en su silla otra vez, examinando mi cara con pequeños movimientos de sus ojos.

—¿Cómo decidiste qué servir para la cena de esta noche? —Señaló las frutas del bosque y los frutos secos que quedaban sobre la mesa.

—Bien, no fue cosa de magia. El Departamento de Zoología ayudó mucho —expliqué.

Se mostró sorprendido, luego estalló en carcajadas.

—¿Indagaste en el Departamento de Zoología lo que me ibas a servir de cena?

—No exactamente —dije a la defensiva—. Había recetas de comida cruda en Internet, pero no sabía qué hacer después de comprar la carne. Me dijeron qué es lo que comen los lobos grises.

Matthew sacudió la cabeza, pero todavía seguía sonriendo, y mi actitud defensiva desapareció.

—Gracias —replicó sencillamente—. Hacía mucho tiempo que nadie me hacía una comida.

—No hay de qué. El vino fue la peor parte.

Los ojos de Matthew se iluminaron.

—Ya que hablamos de vino —dijo poniéndose de pie y doblando la servilleta—, he traído algo para que tomáramos después de la cena.

Me pidió que trajera dos copas limpias de la cocina. Una botella antigua y ligeramente torcida estaba sobre la mesa cuando volví. Tenía una descolorida etiqueta color crema con letras simples y una corona. Matthew estaba metiendo con sumo cuidado el sacacorchos en un corcho que estaba negro a causa de su antigüedad y amenazaba con desmenuzarse en cualquier momento.

Sus fosas nasales se dilataron al sacarlo y su rostro adquirió la expresión de un gato que ya tenía asegurada la posesión de un delicioso canario. El vino que salió de la botella era espeso como el almíbar y su color dorado lanzaba destellos a la luz de las velas.

—Huélelo —ordenó, entregándome una de las copas— y dime qué te parece.

Olí y abrí la boca.

—Huele a caramelo y frutas del bosque —dije, preguntándome cómo algo tan amarillo podía oler a frutos rojos.

Matthew me miró atentamente, muy interesado en mis reacciones.

—Toma un sorbo —sugirió.

Los sabores dulces del vino estallaron en mi boca. Albaricoques y natillas de vainilla hechas por las señoras de la cocina rodaron sobre mi lengua, y mi boca siguió impregnada con ellos hasta mucho después de haber tragado. Era como beber magia.

—¿Qué es esto? —dije finalmente, cuando el gusto del vino hubo desaparecido.

—Fue hecho con uvas recogidas hace mucho, mucho tiempo. Aquel verano había sido caluroso y soleado, y a los agricultores les preocupaba que vinieran las lluvias y arruinaran la cosecha. Pero el tiempo se mantuvo estable y cosecharon las uvas justo antes de que cambiara.

—Uno puede saborear el sol —dije, ganándome otra hermosa sonrisa.

—Durante la cosecha un cometa brilló sobre las viñas. Había sido visible a través de los telescopios de los astrónomos durante varios meses, pero en octubre era tan brillante que casi se podía leer con su luz. Los trabajadores lo vieron como una señal de que las uvas estaban benditas.

—¿Eso fue en 1986? ¿Era el cometa Halley?

Matthew sacudió la cabeza.

—No. Fue en 1811. —Miré asombrada aquel vino de casi doscientos años en mi copa, temiendo que pudiera evaporarse ante mis ojos—. El cometa Halley pasó en 1759 y en 1835. —Dijo «Hawley» al pronunciar ese nombre.

—¿Dónde lo conseguiste? —La tienda de vinos que estaba junto a la estación del tren no tenía un vino como ése.

—Se lo compré a Antoine-Marie en cuanto me dijo que iba a ser extraordinario —explicó divertido.

Giré la botella y miré la etiqueta. Château Yquem. Incluso yo había oído hablar de él.

—Y lo has conservado desde entonces —dije. Él había bebido chocolate en París en 1615, había recibido un permiso de construcción de Enrique VIII en 1536… y por supuesto había comprado vino en 1811. Además estaba la antigua ampulla que llevaba alrededor del cuello, de la que podía verse el cordón.

—Matthew —dije lentamente, mirándolo en busca de cualquier señal de advertencia previa a su enfado—, ¿qué edad tienes?

Su boca se endureció, pero mantuvo la voz tranquila:

—Soy más viejo de lo que parezco.

—Lo sé —dije, incapaz de controlar mi impaciencia.

—¿Por qué es importante mi edad?

—Soy historiadora. Si alguien me dice que recuerda cuándo fue introducido el chocolate en Francia o un cometa que pasa por el cielo en 1811, es difícil no sentir curiosidad por los demás acontecimientos de los que podría haber sido testigo. Estabas vivo en 1536…, he estado en la casa que hiciste construir. ¿Conociste a Maquiavelo? ¿Sobreviviste a la peste negra? ¿Estabas en la universidad de París cuando Abelardo enseñaba allí?

Permaneció en silencio. Me empezó a picar el pelo en la nuca.

—Tu símbolo de peregrino me dice que visitaste Tierra Santa. ¿Fuiste en una cruzada? ¿Viste el cometa Halley cuando pasó sobre Normandía en 1066?

Siguió sin decir nada.

—¿Asististe a la coronación de Carlomagno? ¿Sobreviviste a la caída de Cartago? ¿Ayudaste a evitar que Atila entrara en Roma?

Matthew alzó su dedo índice derecho.

—¿Qué caída de Cartago?

—¡Dímelo tú!

—Maldito seas, Hamish Osborne —farfulló mientras cerraba su mano sobre el mantel. Por segunda vez en dos días, Matthew luchaba contra lo que tenía que decir. Fijó la mirada en la vela, pasó lentamente el dedo a través de la llama. Su carne ardió produciendo rojas ampollas de furia, luego se suavizó hasta llegar un instante después a una perfección blanca, fría, sin que la más mínima chispa de dolor fuera evidente en su rostro.

—Creo que mi cuerpo tiene casi treinta y siete años de edad. Nací en los tiempos en que Clodoveo se convirtió al cristianismo. Mis padres recordaban eso; si no hubiera sido así, yo no tendría la menor idea. En esa época no celebrábamos los cumpleaños. Es más simple pensar que era el año 500 y listo. —Levantó la vista hacia mí, brevemente, y volvió su atención hacia las velas—. Renací como vampiro en el año 537 y, con excepción de Atila, que vivió antes de mis tiempos, tú has nombrado la mayor parte de los puntos altos y bajos del milenio entre entonces y el año en que puse la piedra angular de mi casa en Woodstock. Dado que eres historiadora, me siento obligado a decirte que Maquiavelo no era de ninguna manera tan impresionante como todos vosotros pensáis. Era simplemente un político florentino, y no de los mejores. —Una nota de desánimo se había deslizado en su voz.

Matthew Clairmont tenía más de mil quinientos años.

—No debería entrometerme… —dije a modo de disculpa, sin saber adónde mirar y desconcertada por haber llegado a pensar que el hecho de saber los acontecimientos históricos que este vampiro había presenciado me iba a ayudar a conocerlo mejor. Una frase de Ben Jonson flotaba en mi mente. Parecía explicar a Matthew de una manera que la coronación de Carlomagno no podía—. «¡Él no pertenecía a una era, sino a todos los tiempos!» —murmuré.

—«Conversando contigo me olvido de todo el tiempo» —respondió, avanzando en la literatura del siglo XVII y citando a su vez a Milton.

Nos miramos uno al otro todo el tiempo que pudimos soportarlo, forjando otro débil hechizo entre nosotros. Yo lo rompí:

—¿Qué estabas haciendo en el otoño de 1859?

Su cara se ensombreció.

—¿Qué te ha estado contando Peter Knox?

—Que seguramente no estabas dispuesto a compartir tus secretos con una bruja. —Mi voz parecía más serena de lo que yo me sentía.

—Ah, ¿sí? —dijo Matthew en voz baja, mostrando menos enojo del que evidentemente sentía. Podía darme cuenta por la tensión en su mandíbula y sus hombros—. En septiembre de 1859 estaba revisando manuscritos en el Museo Ashmolean.

—¿Por qué, Matthew? —«Por favor, dímelo», lo insté en silencio, cruzando los dedos en mi regazo. Lo había provocado para que revelara la primera parte de su secreto, pero quería que él me diera el resto libremente. «Nada de juegos, nada de acertijos. Sólo dímelo».

—Hacía poco que había terminado de leer el manuscrito de un libro que estaba a punto de publicarse. Había sido escrito por un naturalista de Cambridge. —Matthew dejó su copa.

Mi mano voló hasta mi boca cuando me di cuenta del significado de la fecha. El origen. Como el gran trabajo de física de Newton, los Principia, ése era un libro que no requería una cita completa. Cualquiera que hubiera aprobado Biología en el instituto conocía El origen de las especies, de Darwin.

—En un artículo, el verano anterior, Darwin presentó su teoría de la selección natural, pero el libro era muy diferente. Era maravillosa la manera en que mostraba cambios fácilmente observables en la naturaleza y lo empujaba lentamente a uno a aceptar algo tan revolucionario.

—Pero la alquimia no tiene nada que ver con la evolución. —Cogí la botella y me serví un poco más del precioso vino, menos preocupada por que pudiera desvanecerse que por la posibilidad de perder la compostura.

—Lamarck creía que cada especie descendía de antepasados diferentes y se desarrollaba por separado hacia formas superiores del ser. Eso es excepcionalmente similar a lo que tus alquimistas creían…, que la piedra filosofal era el esquivo producto final de una transmutación natural de metales de inferior nivel en metales más nobles, como cobre, plata y oro. —Matthew estiró la mano hacia el vino y yo se lo acerqué.

—Pero Darwin no estaba de acuerdo con Lamarck, a pesar de haber utilizado la misma palabra, «transmutación», en sus primeras discusiones sobre la evolución.

—Él no estaba de acuerdo con la transmutación lineal, es cierto. Pero la teoría de la selección natural de Darwin todavía puede ser vista como una serie de transmutaciones encadenadas.

Tal vez Matthew tenía razón y la magia estaba realmente en todo. Estaba en la teoría de la gravedad de Newton, y podría encontrarse también en la teoría de la evolución de Darwin.

—Hay manuscritos de alquimia en todo el mundo. —Yo trataba de relacionar todos los detalles a la vez para intentar comprender la imagen más amplia—. ¿Por qué los manuscritos de Ashmole?

—Cuando leí a Darwin y vi que él parecía explorar la teoría alquímica de la transmutación a través de la biología, recordé historias acerca de un misterioso libro que explicaba el origen de nuestras tres especies: los daimones, las brujas y los vampiros. Yo siempre las había desechado como algo fantástico. —Tomó un sorbo de vino—. La mayoría indicaba que la historia estaba oculta a los ojos humanos en un libro de alquimia. La publicación de El origen me impulsó a buscarlo, y si ese libro existía, Elias Ashmole lo habría comprado. Él tenía una asombrosa habilidad para encontrar manuscritos raros.

—¿Lo estabas buscando aquí, en Oxford, hace ciento cincuenta años?

—Sí —confirmó Matthew—. Y ciento cincuenta años antes de que te entregaran el Ashmole 782 me dijeron que estaba perdido.

Mi corazón latió más rápido y él me miró preocupado.

—Continúa —dije, haciéndole señas para que no se detuviera.

—Desde entonces he estado tratando de encontrarlo. Todos los demás manuscritos de Ashmole estaban ahí, y ninguno parecía prometedor. He estudiado manuscritos en otras bibliotecas…, la Herzog August Bibliothek en Alemania, la Bibliothèque Nationale en Francia, la Biblioteca Medici en Florencia, el Vaticano, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.

Mis ojos parpadearon al pensar en un vampiro recorriendo los pasillos del Vaticano.

—El único manuscrito que no he visto es el Ashmole 782. Por un simple proceso de eliminación, ése debe de ser el manuscrito que contiene nuestra historia…, si todavía existe.

—Tú has estudiado más manuscritos de alquimia que yo.

—Quizás —admitió Matthew—, pero eso no quiere decir que los comprenda tan bien como tú. Lo que todos los manuscritos que he visto tienen en común, sin embargo, es una confianza total en que el alquimista puede ayudar a una sustancia a transformarse en otra, creando nuevas formas de vida.

—Eso se parece a la evolución —dije inexpresivamente.

—Sí —aceptó Matthew en voz baja—, se parece mucho.

Nos trasladamos a los sofás, y yo me acurruqué hecha un ovillo en el fondo de uno, mientras Matthew se recostó en un lado de otro, con sus largas piernas estiradas delante de él. Afortunadamente, él había traído el vino. Cuando nos pusimos cómodos, fue el momento de desvelar más información sincera entre nosotros.

—Conocí a una daimón, Agatha Wilson, en Blackwell’s, la semana pasada. Según Internet, es una diseñadora famosa. Agatha me dijo que los daimones creen que el Ashmole 782 es la historia de todos los orígenes…, incluso del de los humanos. Peter Knox me contó una historia diferente. Me dijo que era el primer grimorio, el origen del poder de todas las brujas. Knox cree que el manuscrito contiene el secreto de la inmortalidad —afirmé, mirando directamente a Matthew— y el de cómo destruir a los vampiros. He escuchado las versiones de los daimones y de las brujas de esta historia…, ahora quiero la tuya.

—Los vampiros creen que el manuscrito perdido explica nuestra longevidad y nuestra fuerza —aclaró—. En el pasado, nuestro miedo era que este secreto, si caía en manos de las brujas, conduciría a nuestro exterminio. Algunos temen que la magia tenga algo que ver en nuestra creación y que las brujas pudieran encontrar una manera de alterar esa magia y destruirnos. Parece que esa parte de la leyenda podría ser cierta. —Exhaló sin hacer ruido, con aspecto de estar preocupado.

—Todavía no comprendo por qué estás tan seguro de que ese libro de los orígenes, contenga lo que contenga, está escondido dentro de un libro de alquimia.

—Un libro de alquimia podría ocultar estos secretos a la vista de todos, exactamente de la misma manera que Peter Knox esconde su identidad como mago bajo el disfraz de ser un experto en ciencias ocultas. Creo que fueron los vampiros los que se enteraron de que el libro era de alquimia. Es algo que encaja de manera tan perfecta que difícilmente puede ser una coincidencia. Los alquimistas humanos parece que entendieron lo que es ser un vampiro cuando escribieron sobre la piedra filosofal. Convertirnos en vampiros nos vuelve casi inmortales, nos hace ricos a la mayoría de nosotros y nos da la oportunidad de acumular conocimientos y aprendizajes inimaginables.

—Ésa es la piedra filosofal, precisamente. —Las similitudes entre esta sustancia mítica y la criatura sentada delante de mí eran sorprendentes… y escalofriantes—. Pero, de todos modos, es difícil imaginar que un libro semejante realmente exista. En primer lugar, todas las historias se contradicen entre sí. ¿Y quién sería tan estúpido como para poner tanta información en un solo sitio?

—Como ocurre con las leyendas sobre vampiros y brujas, por lo menos hay algo de verdad en todas las historias acerca del manuscrito. Sólo tenemos que descubrir qué es ese algo y quitar el resto. Entonces empezaremos a comprender.

El rostro de Matthew no mostraba señal alguna de engaños o de evasivas. Alentada por su uso de la primera persona del plural, «nosotros», decidí que se había ganado más información.

—Tienes razón acerca del Ashmole 782. El libro que has estado buscando está dentro de él.

—Sigue —dijo Matthew con suavidad, tratando de controlar su curiosidad.

—Aparentemente es un libro de alquimia. Las imágenes tienen errores, o equivocaciones deliberadas…, todavía no puedo decidir cuál de las dos cosas. —Me mordí el labio al concentrarme, y sus ojos se fijaron en el lugar donde mis dientes habían sacado una gotita de sangre a la superficie.

—¿Qué quieres decir con eso de que «aparentemente es un libro de alquimia»? —Matthew se llevó la copa a la nariz.

—Se trata de un palimpsesto, pero la tinta no ha sido lavada. La magia esconde el texto. Casi no pude ver las palabras, pues están muy bien escondidas. Pero cuando pasé una de las páginas, la luz estaba en el ángulo adecuado y pude ver líneas de escritura que se movían por debajo.

—¿Pudiste leerlas?

—No. —Sacudí la cabeza—. Si el Ashmole 782 contiene información acerca de quiénes somos, cómo llegamos a ser y cómo podríamos ser destruidos, está sepultada muy profundamente.

—Y está bien que siga sepultada —dijo Matthew sombríamente—, por lo menos por ahora. Pero se acerca rápidamente el tiempo en que vamos a necesitar ese libro.

—¿Por qué? ¿Qué lo hace tan urgente?

—Prefiero mostrártelo, antes que decírtelo. ¿Puedes venir a mi laboratorio mañana?

Asentí con la cabeza, perpleja.

—Podemos ir allí después de comer —sugirió, poniéndose de pie y estirándose. Habíamos vaciado la botella de vino durante esta charla de secretos y orígenes—. Es tarde. Debo irme.

Matthew agarró el pomo de la puerta y lo giró. Se oyó un chasquido y el pestillo se abrió con facilidad.

Frunció el ceño.

—¿Has tenido algún problema con la cerradura?

—No —respondí, moviendo el mecanismo hacia dentro y hacia fuera—. No, que yo sepa.

—Deberías mandar que vengan a revisarlo —sugirió, todavía moviendo la cerradura—. Podría quedarse abierto si no lo haces.

Cuando levanté la vista de la puerta, vi que una emoción que no podría identificar le cruzaba la cara.

—Lamento que la noche haya terminado de manera tan seria —dijo suavemente—. De verdad, he pasado una velada encantadora.

—¿La cena te ha gustado realmente? —quise saber. Habíamos hablado de los secretos del universo, pero a mí me preocupaba más su estómago.

—Ha estado más que bien —me aseguró.

Mi cara se relajó ante sus bellas y antiguas facciones. ¿Cómo podía la gente pasar junto a él en la calle y no quedarse con la boca abierta? Antes de que pudiera detenerme, los dedos de mis pies estaban agarrando la vieja alfombra y me estaba alzando para darle rápidamente un beso en la mejilla. Sentí su piel suave y fría como la seda, y noté mis labios inusitadamente cálidos sobre su carne.

«¿Por qué has hecho eso?», me pregunté a mí misma, bajando de las puntas de mis pies con la vista fija en el pomo para esconder mi confusión.

Todo terminó en pocos segundos, pero como había comprobado después de usar la magia para bajar Notas e Investigaciones del estante de la Bodleiana, unos pocos segundos era lo único que se necesitaba para cambiarle la vida a uno.

Matthew me observó. Como no mostré ninguna señal de histeria ni tendencia a ella, se inclinó hacia mí y me besó lentamente, con lengua, a la manera francesa. Su cara rozó la mía y él bebió mi olor de savia de sauce y madreselva. Cuando se enderezó, los ojos de Matthew parecían más nublados que de costumbre.

—Buenas noches, Diana —se despidió con una sonrisa.

Unos instantes después, apoyada contra la puerta cerrada, vi que el número uno brillaba intermitentemente en mi contestador automático. Afortunadamente, el volumen de la máquina estaba apagado.

La tía Sarah quería hacer la misma pregunta que yo me había hecho a mí misma.

Simplemente no quería responder.