Capítulo
29
Los ojos de mi captora eran de color azul brillante, situados oblicuamente sobre pómulos altos y fuertes, con un mechón de pelo platino. Vestía un grueso jersey de cuello alto tejido a mano y un par de vaqueros ajustados. No llevaba un vestido negro ni una escoba, pero era, de manera inconfundible, una bruja.
Con un despectivo chasquido de sus dedos, detuvo el sonido de mi grito antes de que se iniciara. Su brazo se movió hacia la izquierda, lo que hizo que nos desplazáramos más en línea horizontal que vertical por primera vez desde que me había arrancado del jardín en Sept-Tours.
Matthew se despertaría para descubrir que yo no estaba. Nunca se iba a perdonar por haberse quedado dormido, ni a mí por salir al jardín. «Idiota», me dije a mí misma.
—Sí, eres una idiota, Diana Bishop —dijo la bruja con un extraño acento en la voz.
Cerré de golpe las puertas imaginarias detrás de mis ojos que siempre habían mantenido alejados los esfuerzos invasores de brujas y daimones.
Se rió. Fue un sonido cristalino que me heló los huesos. Asustada y a cientos de metros por encima de la Auvernia, vacié mi mente con la esperanza de no dejar nada que ella pudiera encontrar una vez que violara mis inadecuadas defensas. Entonces me dejó caer.
A medida que el suelo se acercaba, mis pensamientos se organizaron alrededor de una sola palabra: «Matthew».
La bruja me atrapó entre sus manos apenas comencé a oler la tierra.
—Eres demasiado ligera para ser alguien que no puede volar. ¿Por qué no vuelas? —me preguntó.
En silencio recité la lista de reyes y reinas de Inglaterra para mantener mi mente vacía.
La bruja suspiró.
—No soy tu enemiga, Diana. Ambas somos brujas.
Los vientos cambiaron mientras la bruja volaba al suroeste, alejándose de Sept-Tours. Rápidamente me fui desorientando. El gran brillo de luces en la distancia podría ser Lyon, pero no nos dirigíamos allí. En cambio, nos internábamos cada vez más en las montañas… y no se parecían a los picos que Matthew me había señalado antes.
Bajamos hacia algo que parecía un cráter separado del campo circundante por enormes barrancos y bosques espesos. Resultó ser las ruinas de un castillo medieval, con altas murallas y gruesos cimientos que se hundían muy profundamente en la tierra. Crecían árboles dentro de las cáscaras de los edificios abandonados hacía mucho tiempo, agrupados a la sombra de la fortaleza. El castillo no tenía una sola línea agradable ni nada que resultara atractivo. Había sólo una razón para su existencia: mantener alejado a cualquiera que deseara entrar. Los ignotos caminos de tierra que se extendían sobre las montañas eran el único lazo del castillo con el resto del mundo. Sentí que mi corazón se contraía.
La bruja movió sus pies para apuntar hacia abajo con los dedos del pie, y como yo no movía los míos, los obligó con otro chasquido de sus dedos. Los pequeños huesos se quejaron ante la fuerza invisible. Nos deslizamos por encima de lo que quedaba de los techos de tejas grises sin tocarlos y nos dirigimos hacia un pequeño patio central. De pronto mis pies se enderezaron y golpearon sobre el pavimento de piedra. El impacto vibró a través de mis piernas.
—Con el tiempo aprenderás a aterrizar más suavemente —dijo la bruja con total naturalidad.
Me resultaba imposible procesar el cambio en mis circunstancias. Hacía apenas unos momentos yo había estado acostada, somnolienta y satisfecha, en la cama con Matthew. Y de golpe estaba en un castillo frío y húmedo con una bruja extraña.
Cuando dos figuras pálidas salieron de las sombras, mi confusión se convirtió en terror. Uno era Domenico Michele. El otro personaje era desconocido para mí, pero el frío helado de su mirada me dijo que se trataba también de un vampiro. Una oleada de incienso y azufre lo identificó: se trataba de Gerberto de Aurillac, el papa vampiro.
Gerberto no era físicamente intimidante, pero el mal habitaba en su interior más profundo, lo cual hizo que instintivamente me encogiera. Indicios de esa oscuridad aparecían en sus ojos castaños, que miraban desde profundos huecos entre unos pómulos tan prominentes que la piel parecía estirada sobre ellos. La nariz era ligeramente aguileña y apuntaba a los finos labios que se curvaban en una sonrisa cruel. Con los ojos oscuros de ese vampiro fijos en mí, la amenaza que significaba Peter Knox perdía importancia.
—Gracias por indicarme este lugar, Gerberto —dijo la bruja amablemente mientras me mantenía junto a ella—. Tienes razón…, nadie me molestará aquí.
—Lo hago con placer, Satu. ¿Puedo examinar a tu bruja? —preguntó Gerberto en tono amable, dirigiéndose lentamente a derecha e izquierda como si estuviera buscando el mejor ángulo para observar un premio—. Es difícil, ya que ha estado con De Clermont, decir dónde empiezan los olores de ella y dónde terminan los de él.
Mi secuestradora lanzó una mirada de ira al oír el nombre de Matthew.
—Diana Bishop está ahora a mi cuidado. Ya no es necesaria tu presencia aquí.
La atención de Gerberto siguió fija en mí a medida que se aproximaba con pasos cortos y mesurados. Su exagerada lentitud no hacía más que agudizar su actitud amenazadora.
—Es un libro extraño, ¿verdad, Diana? Hace mil años, lo obtuve de un gran mago en Toledo. Cuando lo traje a Francia, ya estaba envuelto en capas y capas de hechizos.
—A pesar de tus conocimientos de la magia, no puedes desvelar sus secretos. —El desprecio en la voz de la bruja era inconfundible—. El manuscrito no está ahora menos hechizado que entonces. Deja eso en nuestras manos.
Él siguió avanzando.
—El nombre de mi bruja era similar al tuyo…: Meridiana. No quería ayudarme a revelar los secretos del manuscrito, por supuesto. Pero mi sangre la convertía en mi esclava. —Estaba tan cerca en ese momento que el frío que emanaba de su cuerpo me congeló—. Cada vez que yo bebía de ella, pequeños elementos de su magia y fragmentos de sus conocimientos pasaban a mí. Pero eran frustrantemente fugaces. Tuve que regresar en busca de más. Ella se debilitó y fue fácil de controlar. —El dedo de Gerberto me tocó la cara—. Los ojos de Meridiana eran más o menos como los tuyos. ¿Qué viste, Diana? ¿Me lo vas a contar?
—¡Basta, Gerberto! —La voz de Satu fue casi un grito de advertencia, y Domenico gruñó.
—No creas que ésta es la última vez que me verás, Diana. Primero las brujas te meterán en vereda. Luego la Congregación decidirá qué hacer contigo. —Gerberto perforó mis ojos con los suyos, y movió su dedo sobre mi mejilla como una caricia—. Después de eso, serás mía. Por ahora —dijo con una ligera reverencia dirigida a Satu— es tuya.
Los vampiros se retiraron. Domenico miró hacia atrás, pues no quería marcharse. Satu esperó, con la mirada vacía, hasta que el ruido del choque entre el metal, la madera y la piedra indicó que habían abandonado el castillo. Sus ojos azules volvieron a estar atentos y los fijó en mí. Con un pequeño ademán liberó el hechizo que me había mantenido callada.
—¿Quién eres? —exclamé cuando me fue posible formar palabras otra vez.
—Mi nombre es Satu Järvinen —dijo, y comenzó a andar lentamente en círculo alrededor de mí, arrastrando una mano detrás de sí. Provocó un profundo recuerdo de otra mano que se había movido como la suya. Una vez Sarah había recorrido un sendero similar en el jardín trasero, allá en Madison, tratando de dominar a un perro perdido, pero en mi mente las manos no eran suyas.
Los talentos de Sarah no eran nada comparados con los que poseía esta bruja. Ya había dejado claro que era poderosa por la manera en que volaba. Pero era igualmente buena con los hechizos. Incluso en ese momento me retenía dentro de finos hilos mágicos que se extendían por todo el patio sin haber pronunciado una sola palabra. Cualquier esperanza de una huida fácil desapareció.
—¿Por qué me has raptado? —pregunté, tratando de distraerla de su trabajo.
—Tratamos de hacerte ver lo peligroso que era Clairmont. Como brujas, no queríamos llegar a estos extremos, pero tú te negaste a escuchar. —Las palabras de Satu eran cordiales; su voz, cálida—. No te reuniste con nosotras en Mabon, ignoraste a Peter Knox. A medida que pasaban los días, ese vampiro se acercaba más. Pero ahora ya estás a salvo, fuera de su alcance.
Cada uno de mis instintos me advertía a gritos que había peligro.
—No es culpa tuya —continuó Satu, tocándome apenas en el hombro. Mi piel hormigueó y la bruja sonrió—. Los vampiros son tan seductores, tan simpáticos… Tú fuiste esclavizada por él, como Meridiana lo fue por Gerberto. No te culpamos por esto, Diana. Tuviste una infancia muy protegida. No era posible que lo vieras a él tal como es.
—No estoy esclavizada por Matthew —dije con firmeza. Más allá de la definición del diccionario, no tenía ni idea de qué podría significar eso, pero Satu lo hacía parecer como algo represivo.
—¿Estás segura? —preguntó amablemente—. ¿Nunca has probado una gota de su sangre?
—¡Por supuesto que no! —En mi infancia podría haber carecido de una gran instrucción en magia, pero no era una completa idiota. La sangre de vampiro es una sustancia poderosa y capaz de alterar la vida.
—¿No recuerdas ningún sabor a sal concentrada? ¿Ninguna fatiga anormal? ¿Nunca te has quedado profundamente dormida en su presencia, aunque no querías cerrar los ojos?
En el avión, viajando a Francia, Matthew se había tocado los labios con los dedos para luego rozar los míos. Había sentido sabor a sal entonces. Y cuando quise recordar, ya estábamos en Francia. Mi certeza vaciló.
—Ya veo. Entonces él sí te ha dado su sangre. —Satu sacudió la cabeza—. Eso no es bueno, Diana. Pensamos que podría sido así cuando nos enteramos de que te siguió de vuelta a la residencia universitaria en Mabon y trepó para entrar por tu ventana.
—¿De qué estás hablando? —La sangre se me congeló en las venas. Matthew nunca me daría su sangre. Ni tampoco iba a violar mi territorio. Si hubiera hecho esas cosas, seguramente habría habido una razón, y lo habría hablado conmigo.
—La noche en que os conocisteis, Clairmont te siguió hasta tus habitaciones. Se introdujo por una ventana abierta y estuvo allí varias horas. ¿No te despertaste? Si no lo hiciste, seguramente fue porque él usaría su sangre para mantenerte dormida. ¿De qué otra manera podemos explicarlo?
Mi boca se había llenado aquella noche del sabor a clavo. Cerré los ojos para evitar el recuerdo, y el dolor que lo acompañaba.
—Esta relación no ha sido más que un elaborado engaño, Diana. Matthew Clairmont sólo perseguía una cosa: el manuscrito perdido. Todo lo que el vampiro ha hecho y todas las mentiras que ha dicho a lo largo de este tiempo no han sido más que medios para ese fin.
—No. —Era imposible. No podía haber estado mintiéndome la noche anterior, cuando estábamos el uno en brazos del otro.
—Sí. Lamento tener que decirte estas cosas, pero no nos has dejado otra alternativa. Tratamos de mantenerte alejada de él, pero eres muy terca.
«Igual que mi padre», pensé. Entrecerré los ojos.
—¿Cómo sé que no me estás mintiendo?
—Una bruja no puede mentirle a otra bruja. Somos hermanas, después de todo.
—¿Hermanas? —pregunté, y mi desconfianza aumentó—. Tú eres exactamente como Gillian…, finges hermandad mientras recoges información y tratas de envenenar mi mente contra Matthew.
—Entonces sabes lo de Gillian —dijo Satu, con un cierto tono lastimero.
—Sé que me ha estado vigilando.
—¿Sabes que ha muerto? —La voz de Satu sonó de pronto cruel.
—¿Qué? —El suelo pareció inclinarse, y sentí que me deslizaba por esa súbita pendiente.
—Clairmont la mató. Por eso te sacó de Oxford tan rápidamente. Se trata de otra muerte inocente más que no hemos podido mantener lejos de la prensa. ¿Qué fue lo que dijeron los titulares? Ah, sí: «Joven erudita estadounidense muere en el extranjero, donde realizaba investigaciones». —Satu curvó los labios en una sonrisa maliciosa.
—No. —Sacudí la cabeza—. Matthew no puede haberla matado.
—Te aseguro que sí lo hizo. Sin duda la interrogó primero. Al parecer, los vampiros nunca se han enterado de que matar al mensajero carece de sentido.
—La fotografía de mis padres. —Matthew podría haber matado al que me hubiese mandado esa foto, fuese quien fuese.
—Fue una torpeza que Peter te la enviara y poco cuidadoso por su parte dejar que Gillian la entregara —continuó Satu—. Pero Clairmont es demasiado listo como para dejar pruebas. Hizo que pareciera un suicidio y dejó su cuerpo apoyado como una tarjeta de visita contra la puerta de la habitación de Peter en el hotel Randolph.
Gillian Chamberlain no había sido amiga mía precisamente, pero el hecho de saber que nunca más se iba a inclinar sobre sus fragmentos de papiros protegidos por cristales me resultó más angustiante de lo que hubiera esperado.
Y era Matthew quien la había matado. La cabeza me daba vueltas. ¿Cómo podía Matthew decir que me quería y ocultarme esas cosas? Los secretos eran una cosa, pero el homicidio —incluso con el pretexto de venganza o represalia— era otra. Él insistía en advertirme que no podía confiar en él. Y yo no le había prestado atención, desdeñando sus palabras. ¿Había sido eso también parte de su plan, otra estrategia para hacerme creer que podía confiar en él?
—Debes dejar que te ayude. —Satu habló de nuevo con amabilidad—. Esto ha ido demasiado lejos, y tú corres un grave peligro. Puedo enseñarte a usar tus poderes. Luego podrás protegerte tú misma de Clairmont y de los otros vampiros, como Gerberto y Domenico. Algún día serás una gran bruja, igual que tu madre. Puedes confiar en mí, Diana. Somos de la familia.
—Familia —repetí atontada.
—Tu madre y tu padre no habrían querido que cayeras en las garras de un vampiro —explicó Satu, como si yo fuera una niña—. Ellos sabían lo importante que era mantener los lazos entre las brujas.
—¿Cómo has dicho? —El remolino en mi cabeza había desaparecido. En cambio mi mente parecía increíblemente aguda y me hormigueaba la piel por todas partes, como si mil brujas me estuvieran mirando. Había algo de lo que me estaba olvidando, algo sobre mis padres que hacía que todo lo que Satu decía fuera mentira.
Un ruido extraño llegó a mis oídos. Era una mezcla de un siseo y un chirrido, como sogas arrastradas sobre la piedra. Bajé la mirada y vi gruesas raíces marrones que se estiraban retorciéndose por el suelo. Avanzaban en dirección a mí.
Satu parecía no darse cuenta de su avance.
—Tus padres habrían querido que vivieras de acuerdo a tus responsabilidades como Bishop y como bruja.
—¿Mis padres? —Aparté la mirada del suelo, tratando de concentrarme en las palabras de Satu.
—Tú nos debes lealtad y fidelidad, a mí y a todas las demás brujas, no a Matthew Clairmont. Piensa en tu madre y en tu padre. Piensa en lo que esta relación les haría a ellos, si pudieran conocerla.
Un frío escalofrío de desconfianza me recorrió la columna vertebral, y todos mis instintos me advirtieron de que aquella bruja era peligrosa. Las raíces llegaron entonces hasta mis pies. Como si pudieran percibir mi angustia, las raíces cambiaron bruscamente de dirección, hundiéndose en las losas del pavimento a ambos lados de donde yo me encontraba, antes de entrelazarse en una red fuerte e invisible por debajo del suelo del castillo.
—Gillian me dijo que las brujas mataron a mis padres —afirmé—. ¿Puedes negarlo? Dime la verdad de lo que ocurrió en Nigeria.
Satu guardó silencio, lo cual equivalía a una confesión.
—Lo que yo había imaginado —reflexioné amargamente.
Un leve movimiento de su muñeca me lanzó de espaldas al suelo, con los pies en el aire, antes de que manos invisibles me arrastraran por la superficie resbaladiza del patio helado hacia un espacio cavernoso con altas ventanas, al que sólo le quedaba una parte del techo.
Mi espalda quedó maltrecha después de aquel paseo sobre las piedras del antiguo salón del castillo. Y lo que era peor, mis esfuerzos contra la magia de Satu resultaban vanos e inexpertos. Ysabeau tenía razón. Mi debilidad —mi ignorancia acerca de quién era yo y de cómo defenderme— me había acarreado serios problemas.
—Una vez más te niegas a atender a razones. No quiero hacerte daño, Diana, pero lo haré si ésa es la única manera de conseguir que veas la gravedad de esta situación. Debes abandonar a Matthew Clairmont y mostrarnos lo que hiciste para acceder al manuscrito.
—Nunca abandonaré a mi marido, y tampoco os voy a ayudar a ninguna de vosotras a reclamar el manuscrito. No nos pertenece a nosotras.
Este comentario me valió la sensación de que mi cabeza se partía en dos cuando un chillido espeluznante atravesó el aire. Lo siguió una cacofonía de ruidos horrorosos. Eran tan dolorosos que caí de rodillas y me tapé la cabeza con los brazos.
Satu entrecerró los ojos hasta convertirlos en simples hendiduras, y me encontré con la espalda sobre la piedra fría.
—¿Nosotras? ¿Te atreves a considerarte una bruja cuando vienes directamente del lecho de un vampiro?
—Soy una bruja —respondí con firmeza, sorprendida ante lo mucho que me molestaba su desprecio.
—Eres una vergüenza, como lo fue Stephen —susurró Satu—. Terca, combativa, independiente. Y llena de secretos.
—Así es, Satu, soy exactamente igual que mi padre. Él no te habría revelado nada. Yo tampoco voy a hacerlo.
—Sí que lo harás. La única manera en que los vampiros pueden descubrir los secretos de una bruja es gota a gota. —Para mostrarme lo que quería decir, Satu chasqueó los dedos en dirección a mi antebrazo derecho. La mano de otra bruja se había movido rápidamente sobre un corte en mi rodilla hacía mucho tiempo, pero ese movimiento había cerrado mi herida mejor que cualquier apósito. En cambio, éste me cortó la piel con un cuchillo invisible. La sangre empezó a gotear de la herida. Satu observó fascinada la salida de la sangre.
Cubrí la herida con una mano, presionando sobre ella. Resultó asombrosamente doloroso, y mi preocupación empezó a aumentar.
«No —me dijo una voz familiar y feroz—. No debes ceder al dolor». Me esforcé por mantenerme bajo control.
—Como bruja, tengo otras maneras de revelar lo que estás ocultando. Te abriré por completo, Diana, para localizar cada secreto que posees —prometió Satu—. Veremos dónde queda entonces tu testarudez.
Toda la sangre abandonó mi cabeza, haciendo que me mareara. La voz familiar atrajo mi atención susurrando mi nombre.
«¿De quién protegemos nuestros secretos, Diana?».
«De todos», respondí en silencio y automáticamente, como si la pregunta fuera rutinaria. Otro par de puertas mucho más robustas se cerró de golpe detrás de las inadecuadas barreras que había necesitado para mantener fuera de mi cabeza a alguna bruja curiosa.
Satu sonrió con los ojos echando chispas cuando detectó mis nuevas defensas.
—He ahí un secreto revelado ya. Veamos qué más tienes, además de la habilidad de proteger tu mente.
La bruja masculló algo y mi cuerpo dio vueltas sobre sí para luego aplastarse contra el suelo, boca abajo. El impacto me dejó sin aire. Un círculo de lenguas de fuego salió de las piedras frías, con llamaradas verdes y dañinas.
Algo candente me quemó la espalda. Trazó una curva de hombro a hombro como una estrella fugaz para descender hasta más abajo de la cintura y luego describir otra curva antes de subir otra vez hasta donde había empezado. La magia de Satu me sujetaba con fuerza, haciendo imposible que me moviera para liberarme. El dolor era indescriptible, pero antes de que la acogedora oscuridad pudiera llevarme, me soltó. Cuando la oscuridad retrocedió, el dolor comenzó otra vez.
Fue entonces cuando me di cuenta con una sacudida repugnante de que ella estaba abriendo mi estómago, tal como había prometido. Estaba dibujando un círculo mágico… sobre mí.
«Debes ser muy, muy valiente».
A través de la neblina del dolor perseguía las raíces de árbol que serpenteaban cubriendo el suelo del salón en dirección a la voz familiar. Mi madre estaba sentada bajo un manzano, justo fuera de la línea de fuego verde.
—¡Mamá! —grité débilmente, estirando la mano hacia ella. Pero la magia de Satu continuaba.
Los ojos de mi madre, más oscuros de lo que recordaba pero muy parecidos a los míos en la forma, eran tenaces. Puso un dedo fantasmal sobre sus labios en un gesto de silencio. Lo último que me quedaba de energía lo usé en una inclinación de cabeza que reconocía su presencia. Mi último pensamiento coherente fue sobre Matthew.
Después de eso, sólo hubo dolor y miedo, junto a un oscuro deseo de cerrar los ojos y dormir para siempre.
Eso seguramente fue muchas horas antes de que Satu me arrojara, frustrada, al otro lado de la habitación. Me ardía la espalda como consecuencia de su hechizo, y había vuelto a abrir mi antebrazo herido una y otra vez. En algún momento me suspendió cabeza abajo por un tobillo para debilitar mi resistencia y se burló de mí por mi incapacidad de salir volando y escapar. A pesar de estos esfuerzos, Satu no estaba más cerca de comprender mi magia que cuando empezó.
Rugió de cólera, golpeando con los tacones de sus botas contra las piedras mientras caminaba de un lado a otro y tramaba nuevas agresiones. Me levanté apoyada en el codo para prever mejor su próximo movimiento.
«Resiste. Sé valiente». Mi madre todavía estaba bajo el manzano; su cara brillaba a causa de las lágrimas. Recordé cuando Ysabeau le dijo a Marthe que yo tenía más valor del que ella imaginaba, y a Matthew que me susurraba al oído: «Mi valiente niña». Reuní la energía necesaria para sonreír, pues no quería que mi madre llorara. Mi sonrisa sólo hizo que Satu se enfureciera más todavía.
—¿Por qué no usas tu poder para protegerte? ¡Sé que lo tienes dentro de ti! —gritó. Satu recogió los brazos sobre su pecho, y luego los lanzó hacia delante con una serie de palabras. Mi cuerpo se convirtió en una pelota alrededor de un dolor punzante e irregular en mi abdomen. La sensación me recordó el cuerpo de mi padre con las vísceras fuera, los intestinos arrancados junto a él.
«Eso es lo que vendrá después». Me sentí curiosamente aliviada al saberlo.
Las siguientes palabras de Satu me lanzaron por encima del suelo del salón en ruinas. Estiré las manos inútilmente más allá de mi cabeza para tratar de frenar el impulso mientras me deslizaba sobre las piedras irregulares y las nudosas raíces de los árboles. Flexioné los dedos una vez como si pudieran atravesar la Auvernia y conectarse con Matthew.
El cuerpo de mi madre tenía ese aspecto, inmóvil dentro de un círculo mágico en Nigeria. Exhalé bruscamente y grité.
«Diana, debes escucharme. Te sentirás completamente sola». Mi madre me estaba hablando, y con el sonido me convertí en una niña otra vez sentada en un columpio colgado del manzano en el jardín trasero de nuestra casa en Cambridge, en una tarde de agosto de hacía mucho tiempo. Había el olor a césped cortado, fresco y verde, y el olor de lirios del valle de mi madre. «¿Puedes ser valiente mientras estás sola? ¿Puedes hacerlo por mí?».
No había ninguna suave brisa de agosto contra mi piel en este momento. En cambio, la piedra áspera me arañó la mejilla cuando respondí asintiendo con la cabeza.
Satu me dio la vuelta y las puntiagudas piedras me hicieron daño en la espalda.
—No queremos hacer esto, hermana —dijo pesarosa—. Pero debemos hacerlo. Ya lo entenderás, una vez que olvides a Clairmont, y me perdonarás por ello.
«Algo muy poco probable —pensé—. Si él no te mata, te perseguirá durante el resto de tus días cuando me haya ido».
Con unas pocas palabras susurradas, Satu me levantó del suelo y me propulsó con ráfagas de viento al exterior del salón y hacia abajo por escaleras que serpenteaban hacia las profundidades del castillo. Me llevó por entre los antiguos calabozos. Algo se deslizaba detrás de mí y estiré el cuello para ver qué era.
Fantasmas, docenas de fantasmas, pasaban por detrás de nosotras en un espectral cortejo fúnebre, con sus rostros tristes y temerosos. A pesar de todos sus poderes, Satu parecía incapaz de ver a los muertos que estaban por todos lados alrededor de nosotras, de la misma forma que no había podido ver a mi madre.
La bruja estaba tratando de levantar con las manos un pesado bloque de madera del suelo. Cerré los ojos y me preparé para una caída. Pero Satu me agarró del pelo y apuntó mi cara hacia un agujero oscuro. El olor de la muerte subió en una oleada pestilente, y los fantasmas se movieron y gimieron.
—¿Sabes qué es esto, Diana?
Retrocedí y sacudí la cabeza, demasiado asustada y exhausta como para hablar.
—Es una mazmorra sin salida. —La palabra pasó de fantasma en fantasma. Una mujer pequeña, con la cara marcada por la edad, empezó a llorar—. Estas mazmorras son lugares de olvido. Los humanos que son arrojados a estas mazmorras ciegas se vuelven locos y luego mueren de hambre…, si sobreviven al impacto. Es una caída muy larga. No pueden salir sin ayuda desde arriba, y la ayuda no llega nunca.
El fantasma de un hombre joven con un corte profundo sobre el pecho asintió con la cabeza, confirmando a las palabras de Satu. «No caigas, niña», dijo con voz triste.
—Pero a ti no te olvidaremos. Voy a buscar refuerzos. Tú puedes mostrarte terca ante una de las brujas de la Congregación, pero no ante las tres. Eso mismo ocurrió con tus padres.
Siguió agarrándome con fuerza a medida que volábamos más de veinte metros hacia abajo, hasta el fondo de la mazmorra sin más salida que la del techo. Las paredes de roca cambiaban de color y de consistencia mientras nos hundíamos más en la montaña.
—Por favor —imploré cuando Satu me dejó caer al suelo—, no me dejes aquí. No tengo ningún secreto. No sé cómo usar mi magia ni cómo recuperar el manuscrito.
—Eres la hija de Rebecca Bishop —dijo Satu—. Tienes poder, puedo sentirlo, y nos aseguraremos de que se libere. Si tu madre estuviera aquí, simplemente saldría volando. —Satu miró hacia la negrura que se elevaba por encima de nosotras, luego miró mi tobillo—. Pero tú no eres realmente una hija digna de tu madre, ¿verdad? Por lo menos en nada de lo que importa.
La bruja dobló las rodillas, levantó los brazos y dio un suave empujón contra el suelo de piedra de la mazmorra. Voló hacia arriba y se convirtió en una mancha blanca y azul antes de desaparecer. Muy lejos, por encima de mí, la puerta de madera se cerró.
Matthew nunca me encontraría en aquel lugar. Cualquier rastro que pudiera haber quedado ya habría desaparecido, nuestros olores dispersados a los cuatro vientos. La única manera de escapar de allí, aparte de ser sacada por Satu, Peter Knox y una tercera bruja desconocida, era salir por mis propios medios.
Levantada, con el peso del cuerpo sobre un solo pie, doblé las rodillas, alcé los brazos y empujé contra el suelo como había hecho Satu. No ocurrió nada. Cerré los ojos y traté de concentrarme en lo que había sentido al bailar en el salón, con la esperanza de que me hiciera flotar otra vez. Pero lo único que logré fue pensar en Matthew y los secretos que me había ocultado. Mi respiración se convirtió en un sollozo, y cuando el aire frío y húmedo de la mazmorra sin salida pasó a mis pulmones, me provocó tos, lo cual me hizo caer de rodillas.
Dormí un poco, pero me resultó difícil ignorar a los fantasmas cuando empezaron a parlotear. Por lo menos daban algo de luz en aquella oscuridad. Cada vez que se movían, una ligera fosforescencia manchaba el aire, uniendo el lugar que acababan de dejar con aquel al que se desplazaban. Una mujer joven y andrajosa estaba sentada delante de mí, tarareando en silencio para sí misma y mirándome con ojos ausentes. En el centro de la habitación, un monje, un caballero totalmente armado y un mosquetero miraban con atención hacia el interior de un hoyo todavía más profundo que emitía una sensación de pérdida tal que no pude soportar acercarme a él. El monje farfullaba una oración fúnebre y el mosquetero metía una y otra vez la mano en el hoyo como si buscara algo que había perdido.
Mi mente se deslizó hacia la inconsciencia después de haber perdido su lucha contra aquella mezcla de miedo, dolor y frío. Con el ceño fruncido, me concentré y recordé los últimos pasajes que había leído en el Aurora Consurgens y los repetí en voz alta con la esperanza de que me ayudaran a conservar la cordura.
—«Soy yo quien media con los elementos, haciendo que haya acuerdo entre ellos —mascullé a través de mis labios rígidos—. Hago que lo que es húmedo vuelva a ser seco otra vez, y lo que está seco lo convierto en húmedo. Hago que lo que es duro sea blando otra vez, y ablando lo duro. Tal como yo soy el final, mi amante es el principio. Abarco todo el trabajo de la creación, y todo conocimiento está escondido en mí».
Algo brilló sobre la pared cercana. Era otro fantasma que venía a saludar, pero cerré los ojos, demasiado exhausta como para que me importara, y volví a recitar:
—«¿Quién se atreverá a separarme de mi amor? Nadie, pues nuestro amor es tan fuerte como la muerte».
Mi madre me interrumpió: «¿No vas a tratar de dormir, brujita?».
Detrás de mis ojos cerrados, vi mi dormitorio de Madison en el ático. Era apenas unos pocos días antes del viaje final de mis padres a África, y me habían llevado para que me quedara con Sarah mientras ellos estuvieran ausentes.
—No tengo sueño —respondí. Mi voz era terca e infantil. Abrí los ojos. Los fantasmas se acercaban cada vez más al reflejo trémulo en las sombras a mi derecha.
Mi madre estaba sentada allí, apoyada contra las húmedas paredes de piedra de la mazmorra sin salida, con los brazos abiertos. Avancé lentamente hacia ella, conteniendo la respiración por temor a que desapareciera. Me sonrió dándome la bienvenida, sus ojos oscuros brillaban con lágrimas no derramadas. Mi madre movió sus fantasmales brazos y dedos a un lado y a otro cuando me acurruqué cerca de su cuerpo, que yo pude reconocer.
«¿Te cuento un cuento?».
—Fueron tus manos las que vi cuando Satu hizo su magia.
Su risa como respuesta era amable e hizo que las piedras frías debajo de mí fueran menos dolorosas.
«Fuiste muy valiente».
—Estoy tan cansada… —Suspiré.
«Ha llegado la hora de tu cuento, entonces. Había una vez —empezó— una brujita llamada Diana. Cuando era muy pequeña, su hada madrina la envolvió en cintas invisibles que eran de todos los colores del arco iris».
Yo recordaba este cuento de mi infancia, cuando mi pijama era morado y rosa con estrellas en él y mi pelo estaba recogido en dos largas trenzas que bajaban serpenteando por mi espalda. Una oleada de recuerdos inundó espacios de mi mente que habían permanecido vacíos desde la muerte de mis padres.
—¿Por qué el hada madrina la envolvió? —pregunté con mi voz de niña.
«Porque Diana adoraba hacer magia, y además era muy hábil haciéndola. Pero su hada madrina sabía que otras brujas iban a estar celosas de su poder. “Cuando estés lista —le dijo el hada madrina—, te desharás de estas cintas. Hasta entonces no podrás volar ni hacer magia”».
—Eso no es justo —protesté, como les gusta hacer a las niñas de siete años—. ¡Castiga a las otras brujas, no a mí!
«El mundo no es justo, ¿verdad?», dijo mi madre.
Sacudí la cabeza con tristeza.
«Por mucho que Diana lo intentó, no pudo deshacerse de sus cintas. Con el tiempo, ella olvidó todo esto. Y olvidó su magia también».
—Nunca voy a olvidar mi magia —dije con fuerza.
Mi madre frunció el ceño.
«Pero la has olvidado —replicó con su suave susurro. Continuó con su cuento—: Un día, al cabo de mucho tiempo, Diana conoció a un príncipe apuesto que vivía en las sombras entre la puesta de sol y la salida de la luna».
Ésta había sido mi parte favorita. Me inundaron recuerdos de otras noches. A veces había preguntado por su nombre, otras veces había proclamado mi falta de interés por un estúpido príncipe. Sobre todo me preguntaba por qué querría alguien estar con una bruja inútil.
«El príncipe amaba a Diana, a pesar de que ella parecía no poder volar. Él podía ver las cintas que la ataban, aunque nadie más era capaz de apreciarlas. Se preguntaba para qué servían y qué ocurriría si la bruja se las quitaba. Pero el príncipe pensó que no era correcto mencionarlas, por si Diana se sentía avergonzada de ellas. —Asentí con mi cabeza de niña de siete años, impresionada por tanta delicadeza por parte del príncipe, y mi cabeza mucho mayor también se movió sobre las paredes de piedra—. Pero no dejó de preguntarse por qué una bruja no querría volar, si pudiera. Entonces —continuó mi madre, alisándome el pelo—, tres brujas llegaron al pueblo. Ellas también podían ver las cintas, y sospecharon que Diana era más fuerte que ellas. De modo que la llevaron a un castillo oscuro. Pero las cintas no se movían aunque las brujas tiraron y tiraron. Entonces las brujas la encerraron en una habitación, esperando que estuviera tan asustada como para quitarse las cintas ella misma».
—¿Diana estaba completamente sola?
«Completamente sola», confirmó mi madre.
—No creo que me guste este cuento —me quejé.
«¿Te dormirás, entonces?».
Levanté mi colcha de niña, hecha de retales de colores brillantes que Sarah había comprado en una tienda de Syracuse anticipándose a mi visita, y me bajé para caminar sobre el suelo de la mazmorra. Mi madre me arropó contra las piedras.
—¿Mamá?
«¿Sí, Diana?».
—Hice lo que me dijiste. Mantuve mis secretos… sin decírselos a nadie.
«Sé que fue difícil».
—¿Tú tienes secretos? —En mi mente yo estaba corriendo como un ciervo a través de un campo, con mi madre persiguiéndome.
«Por supuesto», me respondió extendiendo la mano y haciendo chasquear los dedos, de modo que salí disparada por el aire para aterrizar en sus brazos.
—¿Me contarás alguno?
«Sí. —Su boca estaba tan cerca de mi oreja que me hacía cosquillas—. Tú. Tú eres mi secreto más grande».
—¡Pero estoy aquí! —grité, soltándome de ella y corriendo en dirección al manzano—. ¿Cómo puedo ser un secreto si estoy aquí?
Mi madre se llevó los dedos a sus labios y sonrió.
«Magia».