Capítulo
28

A salvo, de vuelta en el château, comimos en la sala del ama de llaves delante de un llameante fuego.

—¿Dónde está Ysabeau? —le pregunté a Marthe cuando me trajo una taza de té recién hecho.

—Fuera —dijo, y regresó a la cocina.

—Fuera, ¿dónde?

—Marthe —llamó Matthew—, estamos tratando de no ocultarle cosas a Diana.

Ella se volvió y lanzó una mirada furiosa. No pude determinar si estaba dirigida a él, a su madre ausente o a mí.

—Ha ido al pueblo a ver a ese sacerdote. Al alcalde también. —Marthe se detuvo, vaciló y empezó otra vez—: Luego iba a limpiar.

—¿Limpiar qué? —pregunté.

—El bosque. Las colinas. Las cuevas. —Marthe parecía pensar que esta explicación era suficiente, pero miré a Matthew en busca de una aclaración.

—Marthe a veces confunde «limpiar» con «despejar». —La luz del fuego iluminó las aristas de su pesada copa. Estaba tomando un poco de un vino joven de la vecindad, pero no bebía tanto como de costumbre—. Parece que maman ha salido para asegurarse de que no haya ningún vampiro acechando en las cercanías de Sept-Tours.

—¿Está buscando a alguien en particular?

—A Domenico, por supuesto. Y a uno de los otros vampiros de la Congregación, Gerberto. Él es también de Auvernia, de Aurillac. Buscará en alguno de sus escondites sólo para asegurarse de que no esté cerca.

—Gerberto… ¿de Aurillac? ¿El famoso Gerberto de Aurillac, el papa del siglo X que, según se dice, tenía una cabeza de bronce que pronunciaba oráculos? —El hecho de que Gerberto fuera un vampiro y hubiera sido en otro tiempo papa me interesaba mucho menos que su fama como estudioso de la ciencia y la magia.

—Siempre olvido que sabes mucha historia. Haces avergonzar hasta a los vampiros. Sí, ese Gerberto. Además —advirtió—, me gustaría mucho que no te cruzaras en su camino. Si llegas a encontrarte con él, nada de hacerle preguntas sobre medicina árabe o astronomía. Siempre ha sido codicioso cuando se trata de brujas y de magia. —Matthew me miró posesivamente.

—¿Ysabeau lo conoce?

—Ah, sí. Fueron muy amigos durante un tiempo. Si está en algún lugar cerca de aquí, ella lo encontrará. Pero no te preocupes, no va a venir al château —me aseguró Matthew—. Sabe que no es bienvenido. Tú permanece dentro de las murallas a menos que uno de nosotros esté contigo.

—No te preocupes, no saldré de la propiedad. —Gerberto de Aurillac no era alguien con el que me gustaría tropezar inesperadamente.

—Sospecho que Ysabeau está tratando de disculparse por su comportamiento. —La voz de Matthew era neutra, pero todavía estaba enfadado.

—Vas a tener que perdonarla —dije otra vez—. Ella no quería hacerte daño.

—No soy un niño, Diana, y mi madre no tiene que protegerme de mi propia esposa. —Siguió haciendo girar su copa hacia un lado y hacia otro. La palabra «esposa» resonó en la habitación durante unos instantes.

—¿Me he perdido algo? —pregunté finalmente—. ¿Cuándo nos hemos casado?

Matthew levantó la mirada.

—En el momento en que volví a casa y dije que te amaba. Quizás no pueda demostrarlo ante un tribunal, pero en lo que a los vampiros se refiere, estamos casados.

—¿No fue cuando te dije que te amaba ni cuando me dijiste por teléfono que me amabas…, sino que eso ocurrió cuando volviste a casa y me lo dijiste personalmente? —Esto era algo que requería precisión. Estaba planeando abrir un nuevo archivo en mi ordenador con un título que dijera: «Frases que suenan de una manera para las brujas, pero significan otra cosa para los vampiros».

—Los vampiros se aparean igual que los leones o los lobos —explicó, hablando como un científico en un documental de la televisión—. La hembra selecciona a su compañero, y una vez que el macho está de acuerdo, se cierra el trato. Quedan unidos de por vida, y el resto de la comunidad reconoce ese lazo.

—¡Ah! —exclamé débilmente. Volvíamos a los lobos noruegos.

—Sin embargo, nunca me gustó la palabra «aparear». Me suena a algo impersonal, como si uno estuviera tratando de ordenar pares de calcetines o de zapatos. —Matthew dejó su copa y cruzó los brazos, apoyándolos en la superficie marcada de la mesa—. Pero tú no eres un vampiro. ¿Te molesta que piense en ti como mi esposa?

Un pequeño ciclón azotó el interior de mi cerebro mientras trataba de calcular lo que mi amor por Matthew tenía que ver con los miembros más mortíferos del reino animal y una institución social por la cual nunca me había sentido particularmente entusiasmada. En aquel remolino no había señales de advertencia ni postes indicadores para ayudarme a encontrar mi camino.

—Y cuando dos vampiros se aparean —intervine, cuando pude hacerlo—, ¿se espera que la hembra obedezca al macho, tal como ocurre con el resto de la manada?

—Eso me temo —respondió, mirándose las manos.

—Hum. —Entrecerré los ojos mientras observaba la cabeza oscura e inclinada—. ¿Y qué obtengo yo de este arreglo?

—Amor, honor, protección, sustento —dijo, atreviéndose por fin a mirarme a los ojos.

—Eso suena totalmente a ritual de bodas medieval.

—Un vampiro escribió esa parte de la liturgia. Pero no voy a hacer que me obedezcas —se apresuró a asegurarme con el rostro serio—. Eso fue incluido para dejar contentos a los humanos.

—A los hombres por lo menos. No imagino que eso cause sonrisas en los rostros de las mujeres.

—Probablemente no —dijo, intentando una sonrisa irónica. Pero los nervios lo dominaron y se convirtió en una expresión de preocupación. Dirigió la mirada a sus manos.

El pasado parecía gris y frío sin Matthew. Y el futuro prometía ser mucho más interesante con él incluido. Por breve que hubiera sido nuestro noviazgo, sin ninguna duda me sentía muy ligada a él. Y, dado el comportamiento de manada de los vampiros, no iba a ser posible cambiar la obediencia por algo más progresista, me llamara «esposa» o no.

—Creo que debo señalar, esposo mío, que, en rigor, tu madre no te estaba protegiendo de tu esposa. —Las palabras «esposo» y «esposa» resultaban extrañas en mi lengua—. Yo no era tu esposa, según los términos establecidos aquí, hasta que no volviste a casa. Era tan sólo una criatura a la que dejaste como un paquete sin dirección postal. Teniendo en cuenta eso, no me ha ido tan mal.

Una sonrisa apareció en las comisuras de su boca.

—¿Tú crees? Entonces supongo que debo honrar tus deseos y perdonarla. —Buscó mi mano y la llevó a su boca, rozando los nudillos con sus labios—. He dicho que eras mía, y hablaba en serio.

—Ésa es la razón por la que Ysabeau estaba tan disgustada ayer por nuestro beso en la explanada de acceso. —Eso explicaba tanto la cólera de ella como su brusca rendición—. Una vez que estuvieras conmigo, no había marcha atrás.

—No para un vampiro.

—Ni tampoco para una bruja.

Matthew cortó la creciente tensión que flotaba en el aire lanzando una intencionada mirada a mi cuenco vacío. Yo había devorado tres raciones de estofado, a pesar de que insistía todo el tiempo en que no tenía hambre.

—¿Has terminado? —preguntó.

—Sí —mascullé, molesta por haber sido descubierta.

Todavía era temprano, pero mis bostezos ya habían comenzado. Encontramos a Marthe frotando una gran mesa de madera con una fragante mezcla de agua hirviendo, sal marina y limones, y le dimos las buenas noches.

—Ysabeau regresará pronto —le dijo Matthew.

—Estará fuera toda la noche —respondió Marthe en tono misterioso, levantando la vista de sus limones—. Me quedaré aquí.

—Como quieras, Marthe. —La cogió por el hombro durante un momento.

Mientras subíamos por las escaleras a su estudio, Matthew me contó la historia de dónde había comprado su ejemplar del libro de anatomía de Vesalius y lo que pensó cuando vio las ilustraciones por primera vez. Me dejé caer en el sofá con el libro en cuestión y miré alegremente las imágenes de cadáveres despellejados, demasiado cansada como para concentrarme en el Aurora Consurgens, mientras que Matthew respondía a su correo electrónico. El cajón escondido en su escritorio estaba bien cerrado, como noté aliviada.

—Voy a darme un baño —informé una hora después, levantándome y estirando mis músculos rígidos como preparación para subir más escaleras. Necesitaba estar un rato a solas para pensar a fondo las implicaciones de mi nuevo estatus como esposa de Matthew. La idea del matrimonio era bastante abrumadora. Al mezclar la actitud posesiva del vampiro con mi propia ignorancia sobre lo que estaba ocurriendo, la ocasión parecía ser ideal para un momento de reflexión.

—Subiré dentro de un momento —dijo Matthew, levantando ligeramente la vista del brillo de la pantalla de su ordenador.

El agua del baño estaba tan caliente y era tan abundante como siempre, y me hundí en la bañera con un gemido de placer. Marthe había estado por allí haciendo posible su magia de velas y fuego. Notaba acogedora la habitacion, aunque no estuviera caldeada por completo. Dejé que mi mente vagara a través de un repaso satisfactorio de los logros del día. Controlar la situación era mejor que dejar que ocurrieran hechos aleatorios.

Todavía estaba yo metida en el agua de la bañera, con el pelo cayendo en una cascada pajiza sobre el borde, cuando oí que alguien golpeaba con suavidad la puerta. Matthew la abrió sin esperar mi respuesta. Me senté sobresaltada, y pronto volví a meterme en el agua cuando él entró.

Cogió una de las toallas y la abrió como una vela en el viento. Sus ojos habían adquirido un color gris profundo.

—Ven a la cama —dijo con su voz ronca.

Me senté dentro del agua durante unos cuantos latidos de mi corazón, tratando de leer la expresión de su cara. Matthew permaneció inmóvil pacientemente mientras duró mi examen, con la toalla extendida. Después de respirar hondo, me puse de pie y el agua comenzó a deslizarse sobre mi cuerpo desnudo. Las pupilas de Matthew se dilataron de golpe y su cuerpo se mantuvo inmóvil. Luego dio un paso hacia atrás para dejarme salir de la bañera antes de envolverme con la toalla.

La sujeté contra mi pecho sin apartar mis ojos de él. Como no vacilaron, dejé caer la toalla y la luz de las velas brilló sobre la piel húmeda. Sus ojos no se apartaron de mi cuerpo y su recorrido lento y frío envió un escalofrío de expectación por mi columna vertebral. Me atrajo hacia él sin decir una palabra y sus labios se movieron sobre mi cuello y mis hombros. Matthew aspiró mi perfume y sus dedos largos y fríos levantaron mi pelo para dejar libre el cuello y la espalda. Ahogué un gemido cuando su pulgar se detuvo sobre el pulso en mi garganta.

—Dieu, qué hermosa eres —murmuró—, y tan llena de vida…

Empezó a besarme otra vez. Por debajo de su camiseta mis cálidos dedos se movieron sobre su piel fría y suave. Matthew se estremeció. Igual reacción que la mía a sus dedos fríos cuando comenzó a tocarme. Sonreí sobre su boca ocupada y se detuvo con una pregunta en el rostro.

—Es una sensación agradable, ¿verdad? cuando se encuentran la frialdad y la calidez de nuestros cuerpos.

Matthew se rió y el sonido fue tan profundo y grisáceo como sus ojos. Con mi ayuda, su camisa subió para salir por encima de sus hombros. Empecé a doblarla cuidadosamente. Él me la arrebató, hizo una pelota con ella y la arrojó a un rincón.

—Después —dijo él con impaciencia mientras movía de nuevo sus manos sobre mi cuerpo. El contacto de mi piel por primera vez con otra piel, cálida y fría, en un encuentro de opuestos.

Fue mi turno de reír, encantada por el modo perfecto en que coincidían nuestros cuerpos. Recorrí su columna vertebral y mis dedos subieron y bajaron por su espalda hasta que invitaron a Matthew a zambullirse para encontrar el hueco de mi garganta y las puntas de mis pechos con sus labios.

Mis rodillas empezaron a aflojarse y me agarré de su cintura para sostenerme. Más desigualdad. Dirigí mis manos hacia la parte delantera de sus suaves pantalones del pijama y desataron el cordón que los sostenía. Dejó de besarme el tiempo suficiente como para dirigirme una mirada penetrante. Sin interrumpir esa mirada, aflojé la tela suelta sobre sus caderas y dejé que se deslizara hacia abajo.

—Eso es —dije en voz baja—. Ahora estamos iguales.

—Todavía falta mucho —replicó Matthew moviendo las piernas para librarse de la tela.

Casi dejé escapar un gemido, pero me mordí el labio en el último momento para evitar el ruido. Sin embargo, abrí los ojos desmesuradamente al verlo. Las partes de él que no habían sido visibles para mí eran tan perfectas como las que ya había visto. Ver a Matthew desnudo y brillante era como presenciar una escultura clásica que cobra vida.

Sin decir una palabra, me cogió de la mano y me llevó hacia la cama. De pie junto a las cortinas que la encerraban, apartó la colcha y las sábanas a un lado y me levantó para dejarme sobre el elevado colchón. Se metió en la cama después de mí. Una vez que estuvo conmigo bajo las mantas, permaneció de costado con la cabeza apoyada en la mano. Como su posición al final de la clase de yoga, ésta era otra pose que me recordaba a las efigies de los caballeros medievales en las iglesias inglesas.

Levanté las sábanas hasta mi barbilla, consciente de las partes de mi propio cuerpo que estaban muy lejos de ser perfectas.

—¿Qué pasa? —Frunció el ceño.

—Estoy un poco nerviosa, eso es todo.

—¿Por qué?

—Nunca he tenido antes relaciones sexuales con un vampiro.

Matthew se mostró auténticamente escandalizado.

—Y no vas a tenerlas esta noche tampoco.

Me olvidé de la sábana y me alcé apoyándome sobre los codos.

—Te metes en mi baño, me observas cuando salgo desnuda y empapada, dejas que te desnude ¿y luego me dices que no vamos a hacer el amor esta noche?

—Ya te dije que no hay razón para que nos apresuremos. Las criaturas modernas están siempre aceleradas —susurró, llevando la sábana caída hasta mi cintura—. Llámame anticuado si quieres, pero deseo disfrutar de cada momento de nuestro noviazgo.

Traté de coger el borde de las mantas para cubrirme con ellas, pero sus reflejos eran más rápidos que los míos. Empujó la sábana lentamente más abajo, fuera de mi alcance, y lanzó una minuciosa mirada.

—¿Noviazgo? —grité indignada—. Ya me has traído flores y vino. Ahora eres mi marido, o por lo menos eso es lo que has dicho hoy. —Retiré con un solo movimiento las sábanas de su torso. Mi pulso se aceleró otra vez al verlo.

—Como historiadora debes saber que son muchas las bodas que no se consuman de inmediato. —Su atención se detuvo en mis caderas y mis muslos, haciendo que se pusieran fríos y luego cálidos, de una manera absolutamente agradable—. En algunos casos se requieren años de noviazgo.

—La mayoría de esos noviazgos condujeron a derramamientos de sangre y lágrimas. —Puse un ligero énfasis en la palabra en cuestión. Matthew sonrió y me acarició el pecho con sus dedos ligeros como plumas hasta que un entrecortado gemido mío lo hizo ronronear con satisfacción.

—Te prometo no derramar sangre si tú prometes no llorar.

Fue más fácil ignorar sus palabras que sus dedos.

—¡El príncipe Arturo y Catalina de Aragón! —exclamé triunfalmente, encantada con mi habilidad para recordar información histórica relevante en esas condiciones con tantas distracciones—. ¿Los conociste?

—A Arturo no. Yo estaba en Florencia. Pero a Catalina sí. Era casi tan valiente como tú. Hablando del pasado —Matthew deslizó el dorso de su mano por mi brazo—, ¿conoces la antigua costumbre inglesa del bundling?

Me giré sobre un costado y pasé la punta de mi dedo lentamente por su mandíbula.

—Conozco esa costumbre. Pero tú no eres inglés y tampoco eres menonita. ¿Me estás diciendo que, al igual que los votos matrimoniales, la práctica de que dos personas se metan en la cama para conversar toda la noche pero sin tener relaciones sexuales fue inventada por los vampiros?

—Las criaturas modernas no solamente tienen prisa, sino que además están excesivamente enfocadas al acto sexual. Ésa es una definición demasiado clínica y estrecha. Hacer el amor debe ser algo relacionado con la intimidad, con conocer el cuerpo del otro tanto como el tuyo.

—Responde a mi pregunta —insistí, incapaz de pensar con claridad en ese momento en que me estaba besando el hombro—: ¿Los vampiros inventaron el bundling?

—No —dijo en voz baja, con los ojos lanzando destellos mientras la punta de mi dedo pasaba por su barbilla. Lo mordisqueó con sus dientes. Tal como había prometido, no derramó sangre—. Hace mucho tiempo, era algo que todos hacíamos. Los holandeses y luego los ingleses inventaron la variante de poner tablas entre los miembros de la futura pareja. El resto de nosotros lo hacía a la antigua usanza…, simplemente nos envolvíamos en mantas, encerrados en una habitación al anochecer para abandonarla al amanecer.

—Eso suena espantoso —dije con severidad. Su atención bajó por mi brazo y sobre la curva de mi vientre. Traté de apartarme con un movimiento, pero su mano libre me cogió por la cadera, inmovilizándome—. ¡Matthew! —protesté.

—Tal como lo recuerdo —dijo, como si yo no hubiera hablado—, era una manera muy agradable de pasar una larga noche de invierno. La parte más difícil era parecer inocente al día siguiente.

Sus dedos jugaron sobre mi vientre, haciendo que el corazón saltara en mi pecho. Miré el cuerpo de Matthew con interés, escogiendo mi próximo blanco. Detuve mi boca en su clavícula mientras mi mano serpenteó descendiendo por encima de su vientre plano.

—Estoy segura de que algo dormían —dije cuando él consideró necesario coger mi mano y sujetarla durante varios minutos. Con mi cadera libre, apreté todo mi cuerpo contra él. Su cuerpo respondió, y mi cara mostró mi satisfacción ante su reacción—. Nadie puede hablar toda la noche.

—¡Ah, pero los vampiros no necesitan dormir! —me recordó, justo antes de apartarse, doblar la cabeza y depositar un beso debajo de mi esternón.

Le agarré la cabeza y lo levanté.

—Sólo hay un vampiro en esta cama. ¿Es así como imaginas que me vas a mantener despierta?

—Desde el primer momento en que te vi no he imaginado casi ninguna otra cosa. —Los ojos de Matthew brillaron oscuros cuando bajó la cabeza. Mi cuerpo se arqueó hacia arriba para encontrar su boca. Pero él, suavemente aunque con firmeza, me apoyó sobre mi espalda, agarrando mis dos muñecas con su mano derecha e inmovilizándolas sobre la almohada.

Matthew sacudió la cabeza.

—Sin apresurarse, ¿recuerdas?

Yo estaba acostumbrada a la clase de sexo que implica alivio físico sin demoras innecesarias ni complicaciones emocionales superfluas. Como una atleta que pasaba gran parte de mi tiempo con otros atletas, conocía bien mi cuerpo y sus necesidades, y generalmente había alguien por ahí que me ayudaba a satisfacerlas. Nunca mis relaciones sexuales ni mi elección de pareja fueron casuales, pero la mayoría de mis experiencias habían sido con hombres que compartían mi actitud franca y se contentaban con disfrutar algunos ardientes encuentros para luego volver a ser amigos otra vez, como si nada hubiera ocurrido.

Matthew estaba dejando claro que esos días y esas noches eran cosa del pasado. Con él ya no iba a haber sexo puro, y yo no conocía otra cosa. Podría haber sido virgen perfectamente. Mis profundos sentimientos por él estaban ligados inseparablemente a las respuestas de mi cuerpo, sus dedos y boca los iban uniendo con nudos complicados y difíciles.

—Tenemos todo el tiempo que necesitamos —dijo, acariciando la parte interna de mis brazos con las puntas de sus dedos, entretejiendo el amor y el anhelo físico hasta que sentí mi cuerpo tenso.

Matthew se dedicó a estudiarme con la actitud embelesada de un cartógrafo que se encuentra en las orillas de un nuevo mundo. Traté de imitarlo y descubrir su cuerpo mientras él investigaba el mío, pero me sujetó las muñecas firmemente contra la almohada. Cuando empecé a quejarme en serio sobre la injusticia de esa situación, encontró una manera eficaz de hacerme callar. Sus dedos fríos se hundieron entre mis piernas y tocaron los únicos centímetros de mi cuerpo que seguían inexplorados.

—Matthew —susurré—, no creo que eso tenga que ver con el bundling.

—En Francia sí —dijo con suficiencia y un brillo pícaro en los ojos. Soltó mis muñecas, convencido, con toda la razón, de que ya no habría ningún intento de escaparme, y tomé su cara entre mis manos. Nos besamos, larga y profundamente, mientras mis piernas se abrían como las tapas de un libro. Los dedos de Matthew persuadieron, provocaron y bailaron entre ellas hasta que el placer fue tan intenso que me dejó temblando.

Me sostuvo hasta que los temblores se fueron desvaneciendo y mi corazón volvió a su ritmo normal. Cuando finalmente recuperé la energía suficiente como para mirarlo, él tenía la expresión presumida de un gato.

—¿Qué es lo que piensa ahora del bundling la historiadora? —preguntó.

—Es mucho menos puro moralmente de lo que se asegura en la literatura erudita —dije, tocándole los labios con mis dedos—. Si esto es lo que los amish menonitas hacen por la noche, no me sorprende que no necesiten televisión.

Matthew se rió entre dientes, sin que la expresión de satisfacción abandonara su rostro.

—¿Tienes sueño ahora? —quiso saber, pasando sus dedos por entre mi pelo.

—Oh, no. —Lo empujé para acostarlo de espaldas. Cruzó las manos debajo de la cabeza y me miró con otra gran sonrisa—. Para nada. Además, es mi turno.

Lo estudié con la misma intensidad que él me había prodigado. Mientras subía lentamente por el hueso de su cadera, una sombra blanca con forma de triángulo atrajo mi atención. Estaba muy por debajo de la superficie de su piel suave y perfecta. Con el ceño fruncido, miré por encima de su pecho. Había más marcas extrañas, algunas con forma de copos de nieve, otras en líneas entrecruzadas. Ninguna de ellas estaba sobre la piel, sin embargo. Estaban todas en lo más profundo, dentro de él.

—¿Qué es esto, Matthew? —Toqué un copo de nieve particularmente grande bajo su clavícula izquierda.

—Es sólo una cicatriz —dijo, estirando el cuello para ver—. Ésa fue hecha con la punta de una espada ancha de dos filos. Tal vez en la Guerra de los Cien Años. No puedo recordarlo.

Me deslicé hasta subirme a su cuerpo para ver mejor, apretando mi cálida piel contra él, y suspiró con satisfacción.

—¿Una cicatriz? Date la vuelta.

Hizo breves ruidos de placer mientras mis manos le recorrían la espalda.

—Oh, Matthew. —Mis peores temores se convirtieron en realidad. Había docenas, si no centenares, de marcas. Me arrodillé y empujé la sábana hasta sus pies. Había marcas sobre sus piernas también.

Giró la cabeza.

—¿Qué pasa? —La expresión de mi cara era respuesta suficiente, y se dio la vuelta para incorporarse—. No es nada, mon coeur. Sólo mi cuerpo de vampiro, que resiste las lesiones.

—Hay tantas… —Había otra sobre la curva de los músculos donde su brazo se unía a los hombros.

—Te dije que los vampiros son difíciles de matar. A pesar de ello, las criaturas hacen todo lo posible por lograrlo.

—¿Te dolió cuando fuiste herido?

—Tú sabes que siento el placer. ¿Por qué no el dolor también? Sí, me dolió. Pero se curaron rápidamente.

—¿Por qué no las he visto antes?

—Tiene que haber una luz adecuada, y hay que mirar bien. ¿Te molestan? —preguntó Matthew con tono vacilante.

—¿Las cicatrices en sí? —Sacudí la cabeza—. No, por supuesto que no. Sólo quiero salir a perseguir a todas las personas que te las hicieron.

Como el Ashmole 782, el cuerpo de Matthew era un palimpsesto con su piel brillante que oscurecía el relato de su vida insinuado por todas aquellas cicatrices. Temblé ante la idea de las batallas que Matthew ya había librado, en guerras declaradas y no declaradas.

—Ya has peleado demasiado. —Mi voz tembló con enfado y remordimiento—. Ya es suficiente.

—Es un poco tarde para eso, Diana. Soy un guerrero.

—No. No lo eres —dije con firmeza—. Eres un científico.

—He sido guerrero durante más tiempo. Soy difícil de matar. He aquí la prueba. —Señaló su largo cuerpo blanco. Como pruebas de su indestructibilidad, las cicatrices resultaban extrañamente reconfortantes—. Además, la mayoría de las criaturas que me hirieron hace mucho que desaparecieron. Tendrás que abandonar ese deseo de venganza.

—¿Con qué lo voy a reemplazar? —Alcé las sábanas por encima de mi cabeza, formando una tienda de campaña. Luego sólo hubo silencio, salvo por algún entrecortado y ocasional suspiro de Matthew, el crujido de los troncos en la chimenea y, en su momento, su propio grito de placer. Metida debajo de su brazo, puse mi pierna sobre la suya. Matthew bajó la mirada hacia mí, con un ojo abierto y otro cerrado.

—¿Esto es lo que están enseñando en Oxford en estos tiempos? —preguntó.

—Es magia. Nací sabiendo cómo hacerte feliz. —Mi mano descansaba sobre su corazón, encantada de haber comprendido instintivamente dónde y cómo tocarlo, cuándo ser suave y cuándo dejar que mi pasión fluyera libremente.

—Si es magia, entonces estoy todavía más encantado de compartir el resto de mi vida con una bruja —aseguró, mostrándose tan contento como yo.

—Querrás decir el resto de mi vida, no el resto de la tuya.

Matthew se quedó sospechosamente silencioso, y me erguí para ver su expresión.

—Esta noche me siento como si tuviera treinta y siete años. Y lo que es más importante, el año que viene sentiré como si tuviera treinta y ocho.

—No comprendo —dije con cierto recelo.

Me atrajo otra vez hacia él y puso mi cabeza bajo su barbilla.

—Durante más de mil años, he estado fuera del tiempo, viendo pasar los días y los años. Desde que estoy contigo, soy consciente de su paso. Es fácil para los vampiros olvidar tales cosas. Ésa es una de las razones por las que Ysabeau está tan obsesionada con leer los periódicos…, para no olvidar que siempre hay cambio, aunque el tiempo no la cambie a ella.

—¿Nunca te has sentido así antes?

—Unas cuantas veces, muy fugazmente. Una o dos veces en alguna batalla, cuando temí estar a punto de morir.

—Entonces es por el peligro, no precisamente por el amor. —Una nube fría de miedo se apoderó de mí ante esa manera tan concreta y práctica de hablar de la guerra y de la muerte.

—Mi vida ahora tiene un principio, un medio y un fin. Todo lo anterior no fue más que el preámbulo. Ahora te tengo a ti. Un día tú desaparecerás y mi vida habrá acabado.

—No necesariamente —me apresuré a decir—. Yo sólo tengo un puñado de décadas por delante…, pero tú podrías continuar para siempre. —Un mundo sin Matthew era inimaginable.

—Ya veremos —dijo en voz baja, acariciándome el hombro.

De pronto, su seguridad fue la máxima preocupación para mí.

—¿Tendrás cuidado?

—Nadie ve tantos siglos como los que yo he visto sin tener cuidado. Siempre tengo cuidado. Ahora más que nunca, pues es mucho lo que tengo que perder.

—Yo prefiero haber tenido este momento contigo…, sólo esta noche, y no siglos con otra persona —susurré.

Matthew consideró mis palabras.

—Supongo que si he tardado solamente algunas semanas en volver a sentir que tenía treinta y siete años otra vez, podría llegar al punto en el que un momento contigo sea suficiente —dijo, abrazándome más contra su cuerpo—. Pero esta conversación es demasiado seria para una cama de matrimonio.

—Creía que la conversación era el objetivo del bundling —dije remilgadamente.

—Depende de quién sea al que se pregunta…, a los que realizan el bundling o a los que se les encierra para que lo practiquen. —Empezó a pasar su boca bajando de mi oreja hacia mis hombros—. Además, tengo otra parte de la ceremonia de bodas medieval sobre la que me gustaría hablar contigo.

—¿Ah, sí, esposo? —Le mordí con suavidad la oreja al pasar.

—No hagas eso —dijo, con falsa severidad—. Nada de morder en la cama. —De todos modos, lo hice otra vez—. A lo que me refería era a la parte de la ceremonia en la que la obediente esposa —continuó mirándome con doble intención— promete ser «hermosa y generosa en el lecho y en la comida». ¿Cómo piensas cumplir esa promesa? —Hundió su cara entre mis pechos como si pudiera encontrar en ellos la respuesta.

Después de varias horas más hablando de la liturgia medieval, yo tenía una nueva visión de las ceremonias en la iglesia así como de las costumbres folclóricas. Y estar con él de este modo resultaba más íntimo de lo que nunca había estado con ninguna otra criatura.

Relajada y a gusto, me acurruqué contra el cuerpo ya bien conocido de Matthew, de modo que mi cabeza descansara debajo de su corazón. Me acarició repetidamente el cabello hasta que me quedé dormida.

Fue justo antes del amanecer cuando me desperté con un sonido extraño que llegaba de la cama junto a mí, como grava que se mueve dentro de un tubo de metal.

Matthew estaba durmiendo… y roncando también. Se parecía todavía más a la efigie de un caballero sobre una lápida. Lo único que faltaba era el perro a sus pies y la espada ajustada a la cintura.

Lo cubrí con las mantas. No se movió. Le alisé el pelo hacia atrás, y él siguió respirando profundamente. Lo besé ligeramente en la boca y tampoco hubo reacción. Le sonreí a mi hermoso vampiro, que dormía como los muertos, y sentí que yo era la criatura más afortunada del planeta cuando me deslicé fuera de las mantas.

Fuera, las nubes todavía cubrían el cielo, pero en el horizonte eran lo suficientemente finas como para revelar pálidos rastros de rojo detrás de las capas grises. Podría ser en efecto un día claro, pensé estirándome ligeramente y volviéndome para mirar la silueta recostada de Matthew. Iba a estar inconsciente durante varias horas. Yo, por otro lado, me sentía inquieta y curiosamente rejuvenecida. Me vestí con rapidez, pues quería salir a los jardines y estar sola un rato.

Cuando terminé de vestirme, Matthew todavía estaba perdido en su extraño y tranquilo sueño.

—Estaré de vuelta antes de que te des cuenta —susurré al besarlo.

No había ninguna señal de Marthe ni de Ysabeau. En la cocina cogí una manzana del tazón preparado para los caballos y la mordí. La carne compacta de la manzana me dejó un gusto espléndido en la lengua.

Me deslicé hacia el jardín para pasear por los senderos de grava, absorbiendo los olores de las hierbas y las rosas blancas que brillaban a la luz de la primera hora de la mañana. Si no hubiera sido por mis ropas modernas, podría haber estado en el siglo XVI, con los ordenados arriates cuadrados y las cercas de sauce que se suponía que mantenían a raya a los conejos, aunque los vampiros habitantes del château eran indudablemente más efectivos que el insuficiente tejido de unas ramas entrelazadas para evitar que se acercaran.

Estiré la mano hacia abajo y pasé los dedos sobre las hierbas que crecían a mis pies. Una de ellas estaba en el té de Marthe. Ruda, me di cuenta con satisfacción, contenta de los conocimientos que había adquirido.

Una ráfaga del viento me envolvió y al pasar junto a mí soltó el mismo maldito mechón de pelo que no quería permanecer en su sitio. Lo arrastré de nuevo a su sitio, en el mismo momento en que un brazo me apartaba del suelo.

Con los oídos tapados, fui lanzada directamente al cielo.

El hormigueo apacible sobre mi piel me dijo lo que yo ya sabía: cuando mis ojos se abrieran, estaría mirando a una bruja.