Capítulo
24

—«Desde lejos contemplé una nube negra que cubría la tierra. Absorbió la tierra y cubrió mi alma mientras los mares entraban en ella, pudriéndose y corrompiéndose ante la perspectiva del infierno y de la sombra de la muerte. Una tempestad me había sobrecogido» —leí en voz alta en el ejemplar del Aurora Consurgens de Matthew.

Me giré hacia mi portátil y escribí algunas notas acerca de la imaginería que mi autor anónimo había usado para describir el nigredo, uno de los peligrosos pasos en la transformación alquímica. Durante esta parte del proceso, la combinación de sustancias como el mercurio y el plomo producía emanaciones que ponían en peligro la salud del alquimista. Apropiadamente, una de las caras como de gárgolas de Bourgot Le Noir se apretaba la nariz para cerrarla, evitando así la nube mencionada en el texto.

—Ponte la ropa de montar.

Levanté la cabeza de las páginas del manuscrito.

—Matthew me hizo prometer que te sacaría al aire libre. Dijo que eso impediría que cayeras enferma —explicó Ysabeau.

—No tienes por qué hacerlo, Ysabeau. Domenico y el manantial de brujos han agotado mi reserva de adrenalina, si ésa es tu precupación.

—Matthew debe de haberte dicho lo seductor que es el olor del pánico para un vampiro.

—Me lo dijo Marcus—la corregí—. En realidad, me dijo qué sabor tenía. ¿Cómo es su olor?

Ysabeau se encogió de hombros.

—Como su sabor. Tal vez un poco más exótico…, con un toque de almizcle, quizás. Nunca me atrajo demasiado. Prefiero la presa a la búsqueda. Pero cada uno tiene sus gustos.

—Estos días no estoy padeciendo tantos ataques de pánico. No hay necesidad de que me lleves a cabalgar. —Volví a mi trabajo.

—¿Por qué crees que han desaparecido? —preguntó Ysabeau.

—Sinceramente, no lo sé —respondí con un suspiro, levantando la mirada hacia la madre de Matthew.

—¿Te pasa desde hace mucho tiempo?

—Desde que tenía siete años.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Mis padres fueron asesinados en Nigeria —respondí brevemente.

—Ésa fue la fotografía que recibiste, la que hizo que Matthew te trajera a Sept-Tours.

Cuando asentí con la cabeza como respuesta, Ysabeau tensó los labios hasta convertirlos en una apretada línea.

—Cerdos.

Se les podría llamar de peores formas, pero «cerdos» era bastante adecuado. Y si englobaba al que me había enviado la fotografía y a Domenico Michele, entonces la denominación era correcta.

—Con pánico o no —continuó Ysabeau enérgicamente—, vamos a hacer un poco de ejercicio como me pidió Matthew.

Apagué el ordenador y fui arriba a cambiarme. Mi ropa de equitación estaba cuidadosamente doblada en el baño, por gentileza de Marthe, aunque mis botas estaban en los establos, junto con mi casco y mi chaleco. Me puse los pantalones de montar, añadí un jersey de cuello alto y me puse los mocasines sobre un par de cálidos calcetines; luego bajé a buscar a la madre de Matthew.

—¡Estoy aquí! —gritó. Seguí aquel sonido hasta una habitación pequeña pintada de cálido color terracota. Estaba decorada con antiguos grabados, cuernos de animales y un aparador de tamaño suficiente como para guardar todos los platos, vasos, tazas y cubiertos de una posada entera. Ysabeau me miró por encima de las páginas de Le Monde, recorriéndome con su mirada centímetro a centímetro—. Marthe me ha contado que pudiste dormir.

—Sí, gracias. —Descargué mi peso de una pierna a otra, como si estuviera esperando ver a la directora de la escuela para explicar mi mal comportamiento.

Marthe me evitó aquella molesta situación al llegar con una tetera llena. Ella también me observó de pies a cabeza.

—Tienes mejor aspecto hoy —anunció finalmente, alcanzándome una taza. Permaneció allí con el ceño fruncido hasta que la madre de Matthew dejó el periódico, y entonces se retiró.

Cuando terminé con mi té, fuimos a las cuadras. Ysabeau tuvo que ayudarme con las botas, ya que todavía eran demasiado rígidas para ponérmelas y sacármelas con facilidad, y me observó con atención mientras me colocaba aquel chaleco que parecía un caparazón y el casco. Era evidente que el equipo de seguridad formaba parte de las instrucciones de Matthew. Ysabeau, por supuesto, no llevaba más protección que una chaqueta acolchada marrón. La relativa indestructibilidad de la carne del vampiro era una ventaja cuando se cabalgaba.

En el picadero, Fiddat y Rakasa permanecían juntos, como si uno fuera el reflejo del otro en un espejo, incluidas las monturas como sillones que llevaban en el lomo.

—Ysabeau —protesté—, Georges ha puesto la montura equivocada sobre Rakasa. Yo no monto a mujeriegas.

—¿Tienes miedo de intentarlo? —La madre de Matthew me miró evaluándome.

—¡No! —repliqué, conteniendo mi mal humor—. Simplemente prefiero montar a horcajadas.

—¿Cómo lo sabes? —Sus ojos de esmeralda parpadearon con un toque de malicia.

Permanecimos inmóviles durante algunos momentos, observándonos la una a la otra. Rakasa dio un golpe con una pezuña y miró por encima del hombro.

«¿Vas a montar o a hablar?», parecía estar preguntando el animal.

«Compórtate», respondí bruscamente; me acerqué y puse el espolón de ella contra mi rodilla.

—Georges se ha encargado de eso —informó Ysabeau en un tono de aburrimiento.

—No monto caballos que no he comprobado yo misma. —Revisé los cascos de Rakasa, pasé las manos sobre sus riendas y deslicé mis dedos por debajo de la silla de montar.

—Philippe tampoco lo hacía. —La voz de Ysabeau tenía una nota de respeto a regañadientes. Con impaciencia mal disimulada, me observó hasta que terminé. Cuando estuve lista, llevó a Fiddat hacia unos escalones y esperó que yo la siguiera. Después de ayudarme a subir en el extraño artilugio que era aquella silla de montar, saltó sobre su propio caballo. La miré y supe que pasaría una mañana especial. A juzgar por su manera de montar, Ysabeau era mejor amazona que Matthew jinete, y él era el mejor que yo había conocido.

—Da una vuelta —ordenó Ysabeau—. Tengo que asegurarme de que no te caigas y te mates.

—Ten un poco de confianza, Ysabeau. —«No me dejes caer, y me aseguraré de que recibas una manzana todos los días durante el resto de tu vida», le imploré a Rakasa. Las orejas de mi montura fueron hacia delante y luego hacia atrás, y dejó escapar un relincho suave. Dimos un par de vueltas en el picadero antes de detenerme tranquilamente delante de la madre de Matthew—. ¿Satisfecha?

—Eres mejor amazona de lo que esperaba —admitió—. Probablemente hasta podrías saltar, pero le prometí a Matthew que no lo íbamos a hacer.

—Veo que se las arregló para sacarte una buena cantidad de promesas antes de partir —farfullé, esperando que no me escuchara.

—En efecto —admitió resueltamente—. Algunas más difíciles de mantener que otras.

Pasamos por el portón abierto del picadero. Georges se tocó la gorra al pasar Ysabeau y cerró el portón cuando salimos, mientras sonreía y sacudía la cabeza.

La madre de Matthew me llevó por un terreno relativamente plano mientras me acostumbraba a la extraña silla de montar. El truco era mantener el cuerpo firme aunque tuviera la sensación de estar descentrada.

—Esto no es tan malo —dije al cabo de unos veinte minutos.

—Es mejor ahora que estas sillas tienen dos pomos —precisó Ysabeau—. Antes, todas las jamugas tenían que ser conducidas por un hombre. —Su desagrado era perceptible—. Hasta que la reina italiana no puso un pomo y un estribo en su silla de montar no pudimos controlar nosotras mismas nuestros caballos. La amante de su marido montaba a horcajadas, de modo que podía acompañarle cuando él hacía ejercicio. A Catalina la dejaban en casa, lo cual es siempre muy desagradable para una esposa. —Me lanzó una mirada fulminante—. La puta de Enrique se llamaba igual que la diosa de la caza, como tú.

—No me habría atrevido a contrariar a Catalina de Medici. —Sacudí la cabeza.

—La amante del rey, Diana de Poitiers, era peligrosa —dijo misteriosamente Ysabeau—. Era una bruja.

—¿Literal o metafóricamente hablando? —pregunté con interés.

—Ambas cosas —respondió la madre de Matthew en un tono de extrema acidez. Me reí. Ysabeau se mostró sorprendida, y luego hizo lo mismo.

Cabalgamos un poco más lejos. Ysabeau olfateó el aire y se alzó sobre su silla con el rostro alerta.

—¿Qué pasa? —pregunté con preocupación mientras mantenía a Rakasa con las riendas tensas.

—Un conejo. —Picó con los talones a Fiddat para que fuera a medio galope. La seguí de cerca, porque no quería comprobar si era tan fácil perderse en el bosque como Matthew había sugerido.

Corrimos veloces por entre los árboles hasta salir a campo abierto. Ysabeau frenó a Fiddat y yo me detuve junto a ella.

—¿Has visto alguna vez a un vampiro cuando mata? —preguntó Ysabeau, observando atentamente mi reacción.

—No —admití con calma.

—Los conejos son pequeños. Así que empezaremos por ahí. Espera aquí. —Saltó de la silla de montar y se dejó caer con ligereza al suelo. Fiddat permaneció obedientemente en su lugar, mirando a su dueña—. Diana —dijo con brusquedad, sin quitar ni por un momento los ojos de su presa—, no te acerques a mí mientras estoy cazando o comiendo. ¿Comprendes?

—Sí. —Mi mente se desbocó considerando las implicaciones. ¿Iba Ysabeau a perseguir a un conejo, lo iba a matar e iba a beber su sangre delante de mí? Permanecer lejos parecía una excelente sugerencia.

La madre de Matthew corrió por el campo cubierto de hierba, moviéndose tan rápido que era imposible seguirla con la mirada. Disminuyó la velocidad tal como hace un halcón en el aire antes de lanzarse en picado hacia la presa, luego se agachó y agarró un conejo asustado por las orejas. Ysabeau lo alzó triunfalmente antes de hundir los dientes directamente en su corazón.

Los conejos pueden ser pequeños, pero tienen asombrosamente mucha sangre si uno los muerde mientras todavía están con vida. Era horroroso. Ysabeau chupó la sangre del animal, que dejó de luchar rápidamente, luego se limpió la boca con su pelaje y arrojó el cuerpo muerto del conejo sobre la hierba. Tres segundos después saltaba otra vez a la silla. Sus mejillas estaban ligeramente enrojecidas, y sus ojos centelleaban más de lo habitual. Cuando estuvo sobre el caballo, me miró.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Buscamos algo que llene un poco más o prefieres regresar a casa?

Ysabeau de Clermont me estaba probando.

—Después de ti —dije con seriedad, tocando el flanco de Rakasa con mi talón.

El resto de nuestra cabalgada fue medida no por el movimiento del sol, que todavía permanecía escondido detrás de las nubes, sino por las progresivas cantidades de sangre que la boca hambrienta de Ysabeau extraía de sus presas. Ella comía con relativa pulcritud. De todas maneras, pasaría algún tiempo antes de alegrarme por la presencia de un gran filete.

Estaba abrumada con la visión de la sangre del conejo, del enorme animal parecido a una ardilla que Ysabeau me dijo que era una marmota, del zorro y de la cabra montés, o por lo menos eso pensé que era. Cuando Ysabeau persiguió a una joven hembra de ciervo, sin embargo, sentí que algo me picaba dentro.

—Ysabeau —protesté—, es imposible que tengas hambre todavía. Déjala.

—¿Qué? ¿La diosa de la caza se opone a que persiga a sus venados? —Su voz era burlona, pero sus ojos tenían un brillo de curiosidad.

—Sí —dije de inmediato.

—Pues yo me opongo a que te propongas cazar a mi hijo. Mira todo lo que has provocado. —Ysabeau desmontó de un salto.

Mis dedos se morían por intervenir, pero tenía que mantenerme fuera del camino de Ysabeau mientras acechaba a su presa. Después de cada muerte, sus ojos revelaban que no estaba totalmente al mando de sus emociones, ni de sus acciones.

La hembra trató de escapar. Casi lo logra metiéndose entre la maleza, pero Ysabeau asustó al animal haciéndolo salir a campo abierto. Después de eso, la fatiga puso a la hembra en desventaja. La persecución tocó algo visceral dentro de mí. Ysabeau la mató rápidamente y la hembra no sufrió, pero tuve que morderme el labio para no gritar.

—Bien —dijo con satisfacción, volviendo a Fiddat—, podemos regresar a Sept-Tours. —Sin decir una palabra giré la cabeza de Rakasa en dirección al château.

Ysabeau cogió las riendas de mi caballo. Había pequeñas gotitas de sangre en su camisa color crema.

—¿Te sigue pareciendo que los vampiros son hermosos? ¿Todavía piensas que sería fácil vivir con mi hijo, sabiendo que debe matar para sobrevivir?

Me resultaba difícil asociar las palabras «Matthew» y «matar» en la misma frase. Algún día, si fuera a besarlo cuando acabara de volver de la caza, todavía podría haber sabor a sangre en sus labios. Y días como el que estaba pasando en ese momento con Ysabeau serían algo habitual.

—Si estás tratando de asustarme para apartarme de tu hijo, Ysabeau, no lo estás consiguiendo —dije resueltamente—. Vas a tener que hacer algo más que esto.

—Marthe dijo que esto no sería suficiente para hacerte reconsiderar la cuestión —confesó.

—Ella tiene razón —solté con brusquedad—. ¿La prueba ha terminado? ¿Podemos volver a casa ahora?

Cabalgamos hacia los árboles en silencio. En cuanto estuvimos dentro de los frondosos y verdes confines del bosque, Ysabeau se volvió hacia mí.

—¿Comprendes por qué no debes cuestionar a Matthew cuando te dice que hagas algo?

Suspiré.

—La clase ha terminado por hoy.

—¿Crees acaso que nuestros hábitos alimenticios son el único obstáculo que hay entre tú y mi hijo?

—Dime, Ysabeau, ¿por qué debo hacer lo que Matthew dice?

—Porque es el vampiro más fuerte del château. Es el cabeza de familia.

La miré asombrada.

—¿Me estás diciendo que tengo que escucharle porque es el macho alfa?

—Crees que tú lo eres. —Ysabeau se rió entre dientes.

—No —reconocí. Ysabeau no era tampoco el macho alfa. Ella hacía lo que Matthew le ordenaba. Al igual que Marcus, Miriam y todos los vampiros en la Biblioteca Bodleiana. Incluso Domenico, al final, se había sometido—. ¿Ésas son las reglas de la manada de los Clermont?

Ysabeau asintió con la cabeza, mientras sus ojos verdes lanzaban destellos.

—Es por tu seguridad… y la de él, y la de todos los demás… Tú debes obedecer. Esto no es un juego.

—Comprendo, Ysabeau. —Estaba perdiendo mi paciencia.

—No, no lo entiendes —dijo en voz baja—. Ni lo entenderás hasta que te veas forzada a ver, como acabo de mostrarte, lo que significa matar. Hasta entonces todo esto serán sólo palabras. Algún día tu obstinación te costará la vida, o la de alguna otra persona. Entonces sabrás por qué te digo esto.

Regresamos al château sin más conversación. Cuando pasamos por los dominios de Marthe en la planta baja, ella salió de la cocina con un pollo pequeño en las manos. Palidecí. Marthe vio las pequeñas manchas de sangre en los puños de Ysabeau y ahogó una exclamación.

—Tiene que aprender —susurró Ysabeau.

Marthe dijo algo por lo bajo que sonó horrible en occitano, y luego me invitó con un gesto de su cabeza.

—Vamos, niña, ven conmigo y te enseñaré a hacer el té.

De repente, Ysabeau se mostró furiosa. Marthe me hizo algo de beber y me pasó un plato con algunos quebradizos bizcochos de nueces. Me resultaba imposible comer pollo.

Marthe me mantuvo ocupada durante horas, ordenando hierbas y especias secas en pequeños montoncitos y enseñándome sus nombres. A media tarde podía identificarlas por el olor con los ojos cerrados tanto como por su apariencia.

—Perejil. Jengibre. Artemisia o altamisa. Romero. Salvia. Semillas de zanahoria de acantilado. Poleo. Hierba de los ángeles. Ruda. Hierba lombriguera. Raíz de enebro. —Las fui señalando una a una.

—Otra vez —ordenó Marthe con tranquilidad, pasándome un montón de bolsas de muselina.

Cogí cada uno de los cordeles, y las fui colocando por separado sobre la mesa, tal como ella hacía, recitándole los nombres una vez más.

—Bien. Ahora llena las bolsas con una pizca de cada una.

—¿Por qué no nos limitamos a mezclarlas todas y las ponemos con una cuchara en las bolsas? —pregunté, tomando una pizca de poleo entre mis dedos y arrugando la nariz ante su olor parecido a la menta.

—Podríamos olvidarnos de alguna. Cada bolsa debe tener todas y cada una de las hierbas…, las doce.

—¿Olvidar una pequeña semilla se notaría realmente en el sabor? —Levanté una pequeña semilla de zanahoria de acantilado entre mis dedos índice y pulgar.

—Una pizca de cada una —repitió Marthe—. Otra vez.

La vampira movía sus expertas manos con seguridad de un montoncito a otro, llenando cuidadosamente las bolsas y ajustando los cordeles. Cuando terminamos, Marthe me preparó una taza de té usando una bolsa que había llenado yo misma.

—Está delicioso —exclamé, sorbiendo con felicidad mi propio té de hierbas.

—Te lo llevarás de vuelta a Oxford. Una taza al día. Te mantendrá sana. —Empezó a poner las bolsas en una lata—. Cuando necesites más, sabrás cómo hacerlo.

—Marthe, no tienes por qué dármelas todas —protesté.

—Las beberás por Marthe, una taza al día. ¿Verdad?

—Por supuesto. —Me pareció que era lo menos que podía hacer por la única aliada que me quedaba en la casa, sin olvidar que era la persona que me alimentaba.

Después del té, subí al estudio de Matthew y encendí mi ordenador. El largo paseo a caballo había hecho que me dolieran los antebrazos, de modo que llevé el portátil y el manuscrito al escritorio de él, con la esperanza de que me resultara más cómodo trabajar allí que en mi mesa junto a la ventana. Desgraciadamente, la silla de cuero estaba hecha para alguien de la altura de Matthew, no de la mía, y mis pies se balanceaban sin llegar al suelo.

Sentarme en la silla de Matthew hacía que él pareciera más cerca, de modo que me quedé allí mientras esperaba a que mi ordenador se pusiera en marcha. Posé mis ojos en un objeto oscuro metido en el estante más alto. Se confundía con la madera y las encuadernaciones de cuero de los libros, lo que lo ocultaba a cualquier mirada casual. Desde el escritorio de Matthew, sin embargo, se podía ver su perfil.

No era un libro, sino un antiguo bloque de madera, de forma octogonal. Tenía pequeñas ventanas en forma de arco esculpidas en cada lado. El objeto era negro y estaba resquebrajado y deformado por el paso del tiempo.

Con una punzada de tristeza, me di cuenta de que era el juguete de un niño.

Matthew lo había hecho para Lucas antes de convertirse en vampiro, cuando estaba construyendo la primera iglesia. Lo había metido en un rincón de un estante donde a nadie le llamaría la atención, excepto a él. No podía dejar de verlo cada vez que se sentaba en su escritorio.

Con Matthew a mi lado, resultaba fácil pensar que éramos los únicos en el mundo. Ni siquiera las advertencias de Domenico ni las pruebas de Ysabeau habían roto la sensación de que nuestro cada vez más fuerte acercamiento era un tema sólo entre él y yo.

Pero aquella pequeña torre de madera, hecha con amor hacía un tiempo inimaginablemente largo, provocó el desmoronamiento de mis ilusiones. Había niños que considerar, tanto vivos como muertos. Había familias implicadas, incluyendo la mía, con genealogías largas y complicadas y prejuicios profundamente arraigados, incluyendo los míos. Y Sarah y Em todavía no sabían que yo estaba enamorada de un vampiro. Era hora de compartir esa información.

Ysabeau estaba en el salón, arreglando flores en un alto florero encima de un escritorio Luis XIV de un valor incalculable, en estado impecable… y con un único propietario.

—¿Ysabeau? —dije, vacilante—. ¿Podría utilizar el teléfono?

—Él te llamará cuando quiera hablar contigo. —Puso con gran cuidado una ramita con hojas nuevas todavía adheridas entre las flores blancas y doradas.

—No voy a llamar a Matthew, Ysabeau. Tengo que hablar con mi tía.

—¿La bruja que llamó la otra noche? —preguntó—. ¿Cómo se llama?

—Sarah —informé, con el ceño fruncido.

—Y vive con una mujer…, otra bruja, ¿no? —Ysabeau siguió colocando rosas blancas en el florero.

—Sí. Emily. ¿Representa eso un problema?

—No —dijo Ysabeau, mirándome por encima de las flores—. Ambas son brujas. Eso es lo único que importa.

—Eso, y el hecho de que se aman.

—Sarah es un buen nombre —continuó Ysabeau, como si yo no hubiera dicho nada—. Conoces la leyenda, por supuesto.

Sacudí la cabeza. Los cambios en la conversación de Ysabeau confundían casi tanto como los cambios repentinos del estado de ánimo de su hijo.

—La madre de Isaac se llamaba Sarai, «pendenciera», pero cuando se quedó embarazada Dios lo cambió por Sarah, que quiere decir «princesa».

—En el caso de mi tía, Sarai es mucho más apropiado. —Esperé a que Ysabeau me dijera dónde estaba el teléfono.

—Emily es también un buen nombre, un nombre fuerte, romano. —Ysabeau cortó un tallo de rosa con sus uñas afiladas.

—¿Qué quiere decir Emily, Ysabeau? —Afortunadamente me estaba quedando sin miembros de la familia.

—Significa «trabajadora». Por supuesto, el nombre más interesante pertenecía a tu madre. Rebecca significa «cautiva» o «atada» —informó Ysabeau con un gesto fruncido de concentración en su cara mientras estudiaba el florero de un lado y luego del otro—. Un nombre interesante para una bruja.

—¿Y qué significa tu nombre? —pregunté impaciente.

—No fue siempre Ysabeau, pero era el nombre que a Philippe le gustaba para mí. Quiere decir «promesa de Dios». —Ysabeau vaciló, escrutó atentamente mi rostro, y tomó una decisión—. Mi nombre completo es Geneviève Mélisande Hélène Ysabeau Aude de Clermont.

—Es hermoso. —Mi paciencia volvió a aparecer cuando pensé en la historia que habría detrás de cada nombre.

Ysabeau me ofreció una pequeña sonrisa.

—Los nombres son importantes.

—¿Matthew tiene otros nombres? —Cogí una rosa blanca de la cesta y se la pasé. Ella murmuró un agradecimiento.

—Por supuesto. A todos nuestros hijos les ponemos muchos nombres cuando renacen como nosotros. Pero Matthew era el nombre con el que nos llegó, y él quiso conservarlo. El cristianismo era muy nuevo entonces, y Philippe pensó que podría ser útil que nuestro hijo llevara el nombre de un evangelista.

—¿Cuáles son sus otros nombres?

—Su nombre completo es Matthew Gabriel Philippe Bertrand Sébastien de Clermont. Era también un muy buen Sébastien, y un Gabriel pasable. Odia Bertrand y no responde a Philippe.

—¿Qué tiene Philippe que le molesta?

—Era el nombre favorito de su padre. —Ysabeau se detuvo un instante—. Debes saber que está muerto. Los nazis lo atraparon luchando a favor de la Resistencia.

En la visión que yo había tenido de Ysabeau, ella había dicho que el padre de Matthew fue capturado por brujas.

—¿Los nazis, Ysabeau, o las brujas? —pregunté en voz baja, temiéndome lo peor.

—¿Matthew te lo dijo? —Ysabeau parecía sorprendida.

—No. Lo vi en una de mis visiones ayer. Tú estabas llorando.

—Ambos, brujas y nazis, mataron a Philippe —dijo, tras una pausa larga—. La pena es reciente, y profunda, pero se desvanecerá con el tiempo. Durante años después de su desaparición, yo sólo cazaba en Argentina y Alemania. Eso me mantenía cuerda.

—Ysabeau, lo siento mucho. —Las palabras eran inadecuadas, pero sentidas. La madre de Matthew pareció percibir mi sinceridad, y me dedicó una sonrisa vacilante.

—No es culpa tuya. Tú no estabas allí.

—¿Qué nombre me pondrías si tuvieras que elegir uno para mí? —pregunté con voz suave, pasándole otra flor a Ysabeau.

—Matthew tiene razón: tú eres solamente Diana —respondió, pronunciándolo al estilo francés como siempre hacía, sin la vocal final—. No hay otros nombres para ti. Es lo que tú eres. —Ysabeau apuntó con su dedo blanco hacia la puerta de la biblioteca—. El teléfono está ahí dentro.

Sentada en el escritorio en la biblioteca, encendí la lámpara y llamé a Nueva York, con la esperanza de que tanto Sarah como Em estuvieran en casa.

—Diana. —Sarah parecía aliviada—. Em ha dicho que eras tú.

—Lamento no haber podido devolver la llamada anoche. Han ocurrido muchas cosas. —Cogí un lápiz y empecé a hacerlo girar por entre mis dedos.

—¿Quieres hablar de eso? —preguntó Sarah. Casi se me cae el teléfono. Mi tía exigía que habláramos de las cosas, nunca lo preguntaba.

—¿Em está ahí? Prefiero contar la historia una sola vez.

Em cogió el supletorio y su voz sonó cálida y reconfortante:

—Hola, Diana. ¿Dónde estás?

—Con la madre de Matthew, cerca de Lyon.

—¿La madre de Matthew? —Em era una entusiasta de la genealogía. No sólo de la propia, que era larga y complicada, sino también de la de todos los demás.

—Ysabeau de Clermont. —Hice todo lo posible por pronunciarlo tal como lo hacía Ysabeau, con sus vocales largas y comiéndome las consonantes—. Es todo un personaje, Em. A veces creo que ella es la razón por la que los seres humanos tienen tanto miedo de los vampiros. Ysabeau parece salida directamente de un cuento de hadas.

Hubo una pausa.

—¿Quieres decir que estás con Mélisande de Clermont? —La voz de Em era intensa—. Ni siquiera pensé en los Clermont cuando me hablaste de Matthew. ¿Estás segura de que su nombre es Ysabeau?

Fruncí el ceño.

—En realidad, su nombre es Geneviève. Creo que hay un Mélisande por ahí también. Sólo que ella prefiere Ysabeau.

—Ten cuidado, Diana —advirtió Em—. Mélisande de Clermont es bien conocida. Odia a las brujas y se abrió paso devorándolo todo a través de medio Berlín después de la Segunda Guerra Mundial.

—Tiene una buena razón para odiar a las brujas —dije, frotándome las sienes—. Me sorprende que me dejara entrar en su casa. —Si la situación fuera la inversa y los vampiros estuvieran implicados en la muerte de mis padres, yo no sería tan indulgente.

—¿Y el agua? —intervino Sarah—. Estoy más preocupada por la visión de una tempestad que tuvo Em.

—¡Oh! Empecé a convertirme en agua anoche, después de que Matthew se marchara. —El acuoso recuerdo hizo que me estremeciera.

—Manantial de brujos —suspiró Sarah. Esta vez el tono fue de comprensión—. ¿Qué lo provocó?

—No lo sé, Sarah. Me sentí… vacía. Cuando Matthew se alejó por el sendero de la entrada, las lágrimas que había estado conteniendo desde que Domenico apareció comenzaron simplemente a salir a borbotones.

—¿Qué Domenico? —Emily comenzó a revisar su lista mental de criaturas legendarias otra vez.

—Michele…, un vampiro veneciano. —Mi voz se llenó de furia—: Y si me molesta otra vez, le voy a arrancar la cabeza, vampiro o no vampiro.

—¡Él es peligroso! —reaccionó Em—. Esa criatura no juega de acuerdo con las reglas.

—Ya me lo han dicho muchas veces, y puedes quedarte tranquila sabiendo que estoy en guardia veinticuatro horas al día. No te preocupes.

—Nos preocuparemos hasta que dejes de estar todo el tiempo en compañía de vampiros —observó Sarah.

—Estarás preocupada durante algún tiempo, entonces —dije tercamente—. Estoy enamorada de Matthew, Sarah.

—Eso es imposible, Diana. Vampiros y brujas… —empezó a decir Sarah.

—Domenico me habló del acuerdo —la interrumpí—. No le estoy pidiendo a nadie más que lo rompa, y tengo entendido que eso podría significar que vosotras no podéis o no vais a querer tener nada que ver conmigo. Para mí no hay opciones.

—¡Pero la Congregación hará lo que debe hacer para terminar con esa relación! —dijo Em alarmada.

—También me han dicho eso. Tendrán que matarme para conseguirlo. —Hasta ese momento no había pronunciado las palabras en voz alta, pero las había estado pensando desde la noche anterior—. No es sencillo deshacerse de Matthew, pero yo soy un objetivo muy fácil.

—No puedes ir hacia el peligro como si nada. —Em luchaba contra sus lágrimas.

—Su madre lo hizo —dijo Sarah en voz baja.

—¿Qué es eso de mi madre? —La voz me salió entrecortada al hablar de ella, y perdí parte de mi compostura.

—Rebecca se dirigió directamente a los brazos de Stephen, aunque la gente decía que era mala idea que una bruja y un brujo con los poderes que ellos tenían se unieran. Y se negó a escuchar cuando muchos le advirtieron que se mantuviera lejos de Nigeria.

—Razón de más por la que Diana debe escucharnos ahora —observó Em—. Sólo lo conoces desde hace unas cuantas semanas. Vuelve a casa y trata de olvidarlo.

—¿Olvidarlo? —Eso era ridículo—. Esto no es un enamoramiento pasajero. Nunca he sentido nada parecido por nadie.

—No la molestes, Em. Ya hemos tenido muchas conversaciones así en esta familia. Yo no me olvidé de ti, y ella no va a olvidarse de él. —Sarah dejó escapar un suspiro que pudo oírse a lo largo de todo el camino hasta Auvernia—. Puede que ésta no sea la vida que yo habría escogido para ti, pero todos tenemos que decidir por nosotros mismos. Tu madre lo hizo. Yo lo hice… y, dicho sea de paso, a tu abuela tampoco le resultó nada fácil. Ahora es tu turno. Pero ninguna Bishop le dará jamás la espalda a otra Bishop.

Las lágrimas me hacían arder los ojos.

—Gracias, Sarah.

—Además —continuó Sarah, esforzándose por recobrar la compostura—, si la Congregación está formada por individuos como Domenico Michele, entonces pueden irse todos al infierno.

—¿Qué dice Matthew de todo esto? —preguntó Em—. Me sorprende que te deje una vez que habéis decidido romper con mil años de tradición.

—Matthew no me ha dicho cuáles son sus sentimientos todavía. —Enderecé metódicamente un clip.

Se produjo un silencio total en la línea.

—¿A qué está esperando? —preguntó Sarah finalmente.

Me reí con ganas.

—No has hecho otra cosa que advertirme para que me aleje de Matthew, ¿y ahora te molesta que se niegue a ponerme en un peligro más grande del que ya me acecha?

—Tú quieres estar con él. Eso debe ser suficiente.

—Éste no es una especie de matrimonio mágico concertado, Sarah. Yo tomo mis decisiones. Y él hace lo mismo. —El diminuto reloj con esfera de porcelana que estaba sobre el escritorio indicaba que habían pasado veinticuatro horas desde su partida.

—Si estás decidida a quedarte ahí, con esas criaturas, entonces ten cuidado —advirtió Sarah cuando nos despedimos—. Y si necesitas volver a casa, hazlo.

Después de colgar, el reloj dio una campanada. Ya habría oscurecido en Oxford.

Al demonio con eso de esperar. Levanté el auricular otra vez y marqué su número.

—¿Diana? —Estaba evidentemente preocupado.

Me reí.

—¿Supiste que era yo o fue el identificador de llamadas?

—¿Estás bien? —La preocupación fue reemplazada por el alivio.

—Sí, tu madre me tiene sumamente entretenida.

—Precisamente eso me temía. ¿Qué mentiras te ha estado contando?

Las partes más difíciles del día podían esperar.

—Solamente la verdad —respondí—: que su hijo es una especie de combinación diabólica de Lancelot y Superman.

—Eso es muy de Ysabeau —dijo con aire risueño—. ¡Qué alivio saber que no se ha transformado de manera irreversible por dormir bajo el mismo techo que una bruja!

Sin duda la distancia me ayudaba a distraerlo con mis verdades a medias. Sin embargo, la lejanía no podía disminuir la imagen viva que yo tenía de él sentado en su sillón Morris en All Souls. La habitación estaría iluminada por las lámparas, y su piel parecería una perla pulida. Lo imaginé leyendo, con una arruga profunda de concentración entre sus cejas.

—¿Qué estás bebiendo? —Ése era el único detalle que mi imaginación no podía proporcionar.

—¿Desde cuándo te interesa el vino? —Parecía realmente sorprendido.

—Desde que descubrí cuánto había que saber. —«Desde que descubrí que te gusta el vino, idiota».

—Algo español esta noche… Vega Sicilia.

—¿De cuándo?

—¿Te refieres a la cosecha? —bromeó Matthew—. Es de 1964.

—Muy joven entonces, ¿no? —Le devolví la broma, aliviada por el cambio en su humor.

—Muy joven —estuvo de acuerdo. No necesité un sexto sentido para saber que estaba sonriendo.

—¿Cómo ha ido todo hoy?

—Muy bien. Hemos aumentado nuestra seguridad, aunque no faltaba nada. Alguien trató de piratear el contenido de los ordenadores, pero Miriam me asegura que no hay forma de que alguien pueda meterse en su sistema.

—¿Vas a regresar pronto? —Las palabras se escaparon antes de que pudiera detenerlas, y el silencio subsiguiente se extendió durante más tiempo de lo que resultaba cómodo. Me dije que era la comunicación.

—No lo sé —respondió fríamente—. Volveré cuando pueda.

—¿Quieres hablar con tu madre? Puedo llamarla. —Su alejamiento súbito me dolió, y tuve que esforzarme por mantener la voz tranquila.

—No, puedes decirle que los laboratorios están bien. La casa, también.

Nos despedimos. Tenía un nudo en el pecho y me resultaba difícil respirar. Cuando logré ponerme de pie y dar media vuelta, la madre de Matthew estaba esperando en la entrada.

—Era Matthew. No hay daños ni en el laboratorio ni en la casa. Estoy cansada, Ysabeau, y no tengo mucha hambre. Creo que me iré a la cama. —Eran casi las ocho, una hora perfectamente respetable para acostarse.

—Por supuesto. —Ysabeau se apartó de mi camino mientras sus ojos emitían destellos—. Que duermas bien, Diana.