Capítulo
32

Permanecí con los ojos firmemente cerrados mientras íbamos rumbo al aeropuerto. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volar sin pensar en Satu.

En Lyon todo fue intensamente rápido y eficiente. Era evidente que Matthew había estado organizando las cosas desde Sept-Tours y había informado a las autoridades de que el avión iba a ser usado para transporte médico. Apenas mostró su identificación y el personal del aeropuerto me vio bien la cara, me metieron en una silla de ruedas a pesar de mis objeciones y me empujaron hacia el avión con un funcionario de inmigración siguiéndonos para sellar mi pasaporte. Baldwin marchaba delante y la gente rápidamente se apartaba de nuestro camino.

El avión de los Clermont estaba equipado como un yate de lujo, con sillones que se desplegaban para convertirse en camas, áreas de asientos tapizados y mesas, y una cocina pequeña donde un encargado uniformado esperaba con una botella de vino tinto y agua mineral helada. Matthew me acomodó en uno de los sillones reclinables, con almohadas como cabezales para quitar la presión de mi espalda. Él se situó en el asiento más cercano. Baldwin tomó posesión de una mesa lo suficientemente grande como para una reunión de un consejo de administración donde desplegó papeles, encendió dos ordenadores diferentes y empezó a hablar sin descanso por teléfono.

Tras el despegue, Matthew me ordenó que durmiera. Cuando me resistí, amenazó con darme más morfina. Todavía estábamos negociando cuando el teléfono zumbó en su bolsillo.

—Marcus —dijo al mirar la pantalla. Baldwin levantó la mirada de su mesa.

Matthew apretó el botón verde.

—Hola, Marcus. Estoy en un avión de camino a Nueva York con Baldwin y Diana. —Habló rápidamente, sin darle a Marcus ninguna oportunidad para responder. Su hijo no podía haber pronunciado más que unas pocas palabras antes de terminar la comunicación.

Apenas Matthew apretó el botón rojo del teléfono, líneas de texto empezaron a iluminar su pantalla. El intercambio de mensajes de texto debe de haber sido un regalo del cielo para los vampiros, necesitados de privacidad. Matthew respondió y sus dedos volaron sobre las teclas. Cuando la pantalla se quedó oscura, me dirigió una sonrisa forzada.

—¿Todo bien? —pregunté con voz suave, sabiendo que la historia completa tendría que esperar hasta que estuviéramos lejos de Baldwin.

—Sí. Sólo tenía curiosidad por saber dónde estábamos. —Dada la hora, dudé de que fuera cierto.

La somnolencia hizo que fuera innecesario que Matthew insistiera en que me durmiera.

—Gracias por encontrarme —dije según mis ojos se iban cerrando.

Su única respuesta fue inclinar la cabeza para apoyarla en silencio sobre mi hombro.

No desperté hasta que aterrizamos en La Guardia, donde nos detuvimos en la zona reservada para los aviones privados. Nuestra llegada a ese lugar y no a un aeropuerto más activo y más lleno de gente al otro lado de la ciudad era otro ejemplo más de la eficiencia mágica y la conveniencia de viajar con vampiros. La identificación de Matthew produjo más magia todavía, y los funcionarios aceleraron nuestros trámites. En cuanto pasamos la aduana y el control de inmigración, Baldwin nos examinó, yo en la silla de ruedas y su hermano de pie detrás de mí con aspecto sombrío.

—Tenéis un aspecto terrible —comentó.

—Ta gueule —replicó Matthew con una falsa sonrisa y un tono de voz ácido. Incluso con mi limitado conocimiento del francés, sabía que esas palabras no eran de las que uno diría delante de su madre.

Baldwin mostró una gran sonrisa.

—Eso está mejor, Matthew. Me alegra ver que todavía te queda algo de espíritu de lucha. Vas a necesitarlo. —Miró su reloj. Era tan masculino como él, del tipo de los que usan los buceadores y los pilotos de cazas, con varias esferas y la capacidad de resistir presiones negativas de fuerza G—. Tengo una reunión dentro de unas horas, pero quería darte primero algunos consejos.

—Tengo todo bajo control, Baldwin —dijo Matthew con una voz peligrosamente suave.

—No, no tienes nada bajo control. Además, no te estoy hablando a ti. —Baldwin se agachó, doblando su enorme cuerpo para poder fijar sus misteriosos y enormes ojos color marrón claro en los míos—. ¿Sabes lo que es un gambito, Diana?

—Vagamente. Es algo del ajedrez.

—Exacto —respondió—. Un gambito lleva a tu adversario a tener una falsa sensación de seguridad. Uno hace un sacrificio deliberado para conseguir una ventaja más grande.

Matthew dejó escapar un leve gruñido.

—Entiendo los principios básicos —dije.

—Lo que ocurrió en La Pierre me parece que fue un gambito —continuó Baldwin sin que sus ojos vacilaran ni por un instante—. La Congregación te dejó escapar por alguna razón. Haz tu siguiente jugada antes de que ellos hagan la suya. No esperes tu turno como una buena niña, y no te dejes engañar pensando que tu actual libertad significa que estás a salvo. Decide qué vas a hacer para sobrevivir, y hazlo.

—Gracias. —Podía ser el hermano de Matthew, pero la presencia física cerca de Baldwin era perturbadora. Le tendí mi brazo derecho envuelto en gasa a modo de despedida.

—Hermana, ésa no es la manera en que la familia se dice adieu. —La voz de Baldwin era suavemente burlona. No me dio tiempo para reaccionar: me cogió por los hombros y me besó en ambas mejillas. Cuando su cara rozó la mía, aspiró mi perfume deliberadamente. Lo sentí como una amenaza, y me pregunté si él había actuado así a propósito. Me soltó y se puso de pie—. Matthew, à bientôt.

—Espera. —Matthew siguió a su hermano. Usó su ancha espalda para taparme la visión y le dio un sobre a Baldwin. El trozo curvo de cera negra en él fue visible a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo.

—Dijiste que no ibas a obedecer mis órdenes. Después de La Pierre tal vez lo hayas reconsiderado.

Baldwin fijó la mirada en el rectángulo blanco. Su cara se contorsionó en un rictus amargo antes de adoptar una expresión de resignación. Al recibir el sobre, inclinó la cabeza y dijo:

—Je suis à votre commande, seigneur.

Las palabras eran formales, motivadas por el protocolo más que por un sentimiento genuino. Él era un caballero y Matthew era su superior. Baldwin se había sometido, técnicamente, a la autoridad de Matthew. Pero el simple hecho de haber aceptado la tradición no significaba que le gustara. Se llevó el sobre a la frente en una parodia de saludo militar.

Matthew esperó hasta que Baldwin desapareció en la lejanía antes de volver a mí. Agarró la silla de ruedas.

—Vamos, subamos al coche.

En algún lugar sobre el océano Atlántico, Matthew había hecho arreglos previos para cuando llegáramos. Recibimos el Range Rover en el borde de la terminal de un hombre uniformado que dejó caer las llaves en la palma de la mano de Matthew, metió nuestro equipaje en el maletero y se fue sin decir una palabra. Matthew estiró la mano hacia el asiento trasero, sacó un anorak azul diseñado para caminatas en el ártico más que para el otoño en Nueva York, y lo acomodó como un nido lleno de plumón en el asiento del acompañante.

Pronto estuvimos en medio del tráfico urbano de primera hora de la mañana para luego dirigirnos hacia el campo. El GPS había sido programado con la dirección de la casa en Madison y nos informó de que llegaríamos en poco más de cuatro horas. Miré el cielo, que se iba iluminando, y empecé a preocuparme por cómo reaccionarían Sarah y Em ante Matthew.

—Estaremos en casa justo después del desayuno. Eso es una ventaja. —Sarah no estaba en su mejor momento antes de que el café, una buena cantidad de él, hubiera entrado en su torrente sanguíneo—. Deberíamos llamar y decirles a qué hora tienen que esperarnos.

—Ya lo saben. Las llamé desde Sept-Tours.

Me sentí completamente manejada por él y ligeramente embotada por la morfina y la fatiga, de modo que me acomodé en mi asiento para seguir el viaje.

Pasamos por granjas destartaladas y casas pequeñas con las luces de primera hora del día centelleando en cocinas y dormitorios. La zona rural del estado de Nueva York está en todo su esplendor en octubre. En ese momento los árboles brillaban con su follaje rojo y oro. Después de que cayeran las hojas, Madison y el campo circundante se volverían gris rojizo y permanecerían así hasta que las primeras nevadas cubrieran el mundo con un inmaculado manto blanco.

Doblamos para seguir el camino lleno de baches que conducía a la casa de los Bishop. Sus perfiles de fines del siglo XVIII eran compactos, dándole aspecto de caja, y se alzaba alejada del camino sobre una pequeña loma, rodeada por los viejos manzanos y arbustos de lilas. Las blancas tablas necesitaban urgentemente una nueva capa de pintura y la vieja cerca de estacas puntiagudas se estaba viniendo abajo en algunas partes. Pero pálidas columnas de humo se alzaban desde ambas chimeneas dándonos la bienvenida, llenando el aire con el olor otoñal de la madera ardiendo.

Matthew condujo hacia el sendero de la entrada, que estaba marcado con baches cubiertos de escarcha. El Range Rover siguió su rumbo por encima de ellos y se detuvo junto al maltrecho coche, en otro tiempo color púrpura, de Sarah. Una nueva serie de pegatinas en el parachoques adornaba la parte de atrás. «Mi otro vehículo es una escoba», su favorito, estaba pegado junto a «Soy pagano y voto». Otra proclamaba: «Ejército Wicca: no nos iremos en silencio hacia la noche». Suspiré.

Matthew apagó el motor y me miró.

—Se supone que debo estar nervioso.

—¿Y no lo estás?

—No tan nervioso como tú.

—Volver a casa siempre hace que reacciones como una adolescente. Lo único que quiero hacer es apoderarme del mando a distancia de la televisión y comer helado. —Aunque trataba de mostrarme ingeniosa y alegre por él, no estaba demasiado entusiasmada con este regreso al hogar.

—Estoy seguro de que podremos encargarnos de eso —dijo con el ceño fruncido—. Mientras tanto deja de fingir que no ha ocurrido nada. No me vas a engañar a mí, ni tampoco a tus tías.

Me dejó sentada en el coche mientras él llevaba nuestro equipaje a la puerta principal. Habíamos acumulado un número sorprendentemente grande de bultos, incluyendo dos maletines de ordenador, mi infame bolsa de lona de Yale y una elegante maleta de cuero que podría haber pertenecido a la época victoriana. También estaba el instrumental médico de Matthew, su abrigo gris largo, mi nuevo anorak brillante y una caja de vino. Matthew había sido prudentemente precavido en esta última cuestión. El gusto de Sarah se inclinaba por cosas más fuertes y Em era abstemia.

Matthew regresó y me sacó en brazos del vehículo con mis piernas balanceándose. A salvo en la escalinata, apoyé cautelosamente el peso sobre mi tobillo. Ambos estábamos frente a la puerta roja del siglo XVIII de la casa. Estaba flanqueada por pequeñas ventanas que permitían ver la sala principal. Todas las lámparas de la casa estaban encendidas para darnos la bienvenida.

—Huelo el café —dijo él, mirándome con una sonrisa.

—Entonces están levantadas. —El seguro del gastado y conocido cerrojo de la puerta se soltó cuando lo toqué.

—Sin llave, como de costumbre. —Antes de que me entrara el pánico, me introduje en la casa cautelosamente—. ¿Em? ¿Sarah?

Una nota escrita con la letra oscura y firme de Sarah estaba pegada con cinta adhesiva en el poste de la barandilla de la escalera.

«Hemos salido. Pensamos que la casa necesitaba estar primero un tiempo a solas con vosotros. No os apresuréis. Matthew puede quedarse en la antigua habitación de Em. Tu habitación está lista». Había un añadido, escrito con la letra más redonda de Em: «Los dos podéis usar la habitación de tus padres».

Recorrí rápidamente con la mirada las puertas del vestíbulo. Todas estaban abiertas y ninguna se golpeaba arriba. Incluso las amplias puertas que conducían a la sala de estar permanecían en silencio, en lugar de estar moviéndose desenfrenadamente sobre sus bisagras.

—Ésa es una buena señal.

—¿El qué? ¿Que estén fuera de casa? —Matthew parecía perplejo.

—No, el silencio. La casa no siempre se ha comportado bien con gente nueva.

—¿La casa está embrujada? —Matthew miró con interés.

—Somos brujas…, por supuesto que la casa está embrujada. Pero es más que eso. La casa… tiene vida propia. Tiene sus propias ideas acerca de las visitas, y cuantos más Bishop hay, peor se comporta. Por eso Em y Sarah han salido.

Una mancha fosforescente entró y salió de mi visión periférica. Mi abuela muerta desde hacía mucho tiempo, a la que nunca conocí, estaba sentada junto a la chimenea de la sala de estar, en una mecedora desconocida. Se la veía tan joven y hermosa como en la fotografía de su boda que estaba en el descansillo de la escalera. Cuando sonrió, mis propios labios se curvaron como respuesta.

—¿Abuela? —llamé con cautela.

«Es guapo, ¿no?», dijo haciendo un guiño con una voz que crujía como papel encerado.

Apareció otra cabeza en el marco de la puerta.

«¡Vaya si lo es! —estuvo de acuerdo el otro fantasma—. Pero debería estar muerto».

Mi abuela asintió con la cabeza.

«Supongo que sí, Elizabeth, pero es lo que es. Nos acostumbraremos a él».

Matthew estaba mirando hacia la sala de estar.

—Ahí hay alguien —dijo, asombrado—. Casi puedo olerlos y escucho algunos ruidos lejanos. Pero no puedo verlos.

—Fantasmas. —Recordé los calabozos del castillo y busqué a mi madre y a mi padre.

«Oh, no están aquí», dijo la abuela con tristeza.

Decepcionada, dejé de prestar atención a mi familia muerta para concentrarme en mi marido no muerto.

—Vamos arriba y dejemos el equipaje. Eso le dará ocasión a la casa de conocerte.

Antes de que pudiéramos movernos un centímetro más, una bola peluda y negra como el carbón salió disparada de la parte posterior de la casa con un chillido que helaba la sangre. Se detuvo de golpe a unos treinta centímetros de mí para transformarse en un gato que ronroneaba. Arqueó el lomo y maulló otra vez.

—Yo también estoy encantada de verte, Tabitha. —La gata de Sarah me detestaba, y el sentimiento era mutuo.

Tabitha bajó su lomo hasta la línea correcta y avanzó con paso majestuoso hacia Matthew.

—Los vampiros en general se sienten más cómodos con los perros —comentó él mientra Tabitha daba vueltas alrededor de sus tobillos.

Con infalible instinto felino, Tabitha se dio cuenta de la incomodidad de Matthew y se dispuso a hacerle cambiar de idea acerca de los animales de su especie. Apoyó la cabeza sobre la pantorrilla de él, y comenzó a ronronear fuerte.

—Vaya, vaya —exclamé. Para Tabitha, aquélla era una sorprendente demostración de afecto—. Normalmente es la gata más perversa de la historia mundial.

Tabitha me gruñó y reanudó sus amorosas caricias en la parte baja de las piernas de Matthew.

—No le hagas caso —le recomendé mientras me dirigía renqueando hacia las escaleras. Matthew cargó los bultos y me siguió.

Agarrada a la barandilla, subí lentamente. Matthew fue dando cada paso conmigo, con su rostro iluminado por la emoción y la curiosidad. No parecía de ninguna manera preocupado por el hecho de que la casa lo estuviera observando.

No obstante, mi cuerpo estaba tenso, a la expectativa. Alguna vez habían caído fotografías sobre invitados desprevenidos, se habían abierto y cerrado puertas y ventanas, y las luces se habían apagado y encendido sin la menor advertencia. Dejé escapar un suspiro de alivio cuando llegamos arriba sin incidentes.

—Pocos amigos míos venían de visita a esta casa —expliqué cuando él enarcó una ceja—. Era más sencillo quedar con ellos en el centro comercial, en Syracuse.

Las habitaciones de arriba estaban dispuestas en un cuadrado alrededor de la escalera central. La habitación de Em y Sarah estaba en la esquina delantera y daba al sendero de la entrada. La habitación de mis padres estaba en la parte posterior de la casa, con vistas a los campos y a un sector del viejo huerto de manzanos que gradualmente conducía a un bosque más denso de robles y arces. La puerta estaba abierta. Había una luz encendida dentro. Avancé vacilante hacia el rectángulo acogedor y dorado y atravesé el umbral.

La habitación estaba caldeada y era agradable; la amplia cama estaba cubierta por una colcha de retales de colores y almohadas. Nada combinaba, salvo por las cortinas blancas lisas. El suelo era de anchos tablones de pino con brechas lo suficientemente grandes como para que pasara un cepillo de pelo. A la derecha había un baño, con un radiador encendido dentro.

—Lirios del valle —comentó Matthew; su nariz se dilataba ante todos los nuevos olores.

—El perfume favorito de mi madre. —Un antiguo frasco de Diorissimo con una desteñida cinta de cuadros blancos y negros envuelta alrededor del cuello todavía podía verse sobre el escritorio.

Matthew dejó el equipaje en el suelo.

—¿Te vas a sentir molesta si te quedas aquí? —Sus ojos mostraban preocupación—. Puedes ocupar tu antigua habitación, como sugirió Sarah.

—De ninguna manera —respondí con firmeza—. Está en el ático y el baño está aquí. Además, no cabemos los dos en una cama de una sola plaza.

Matthew apartó la mirada.

—Pensé que podríamos…

—No vamos a dormir en camas separadas. No soy menos tu esposa entre brujas que entre vampiros —lo interrumpí, y lo atraje hacia mí. La casa se afirmó en sus cimientos con un breve suspiro, como si se preparara para una larga conversación.

—No, pero podría ser más fácil…

—¿Para quién? —lo interrumpí otra vez.

—Para ti —terminó—. Estás herida. Dormirías mejor sola en una cama.

Yo no estaba dispuesta a dormir sin él a mi lado. De ninguna manera. Como no quería preocuparlo diciéndole eso, puse mis manos sobre su pecho en un intento de cambiar de conversación.

—Bésame.

Su boca se tensó en un «no», pero sus ojos decían «sí». Apreté mi cuerpo contra el suyo, y respondió con un beso dulce y amable a la vez.

—Pensé que te había perdido —murmuró cuando nos separamos y apoyó su frente contra la mía—, para siempre. Ahora tengo miedo de que puedas romperte en mil pedazos por lo que Satu te hizo. Si te hubiera pasado algo, me habría vuelto loco.

Mi perfume envolvió a Matthew y él se relajó un poco. Se relajó más cuando sus manos se deslizaron por mis caderas. Éstas estaban relativamente intactas, y su roce era reconfortante y a la vez electrizante. Mi necesidad de él no había hecho más que intensificarse desde mi terrible experiencia con Satu.

—¿Puedes sentirlo? —Cogí su mano con la mía para apretarla contra el centro de mi pecho.

—¿Sentir qué? —La perplejidad apareció en su rostro.

Sin estar muy segura sobre qué era lo que podría dejar una impresión sobre sus sentidos sobrenaturales, me concentré en la cadena que se había desplegado cuando me besó por primera vez. Cuando la toqué con un dedo imaginario, emitió un murmullo bajo y regular.

Matthew abrió la boca con una mirada del asombro en su rostro.

—Oigo algo. ¿Qué es? —Se inclinó para apoyar la oreja contra mi pecho.

—Eres tú, dentro de mí —dije—. Me retienes…, eres un ancla en el extremo de una cadena larga y plateada. Ésa es la razón por la que estoy tan segura de ti, supongo. —Bajé la voz—: Siempre que pueda sentirte, que tenga esta conexión contigo, no habrá nada que Satu pueda decir o hacer que yo no pueda soportar.

—Es como el ruido que hace tu sangre cuando hablas mentalmente con Rakasa, o cuando convocaste el viento de brujos. Ahora que sé qué es lo que tengo que escuchar, resulta audible.

Ysabeau había mencionado que podía escuchar el canto de mi sangre de bruja. Traté de hacer que la música de la cadena fuera más fuerte, que sus vibraciones pasaran al resto de mi cuerpo.

Matthew levantó la cabeza y me regaló una sonrisa gloriosa.

—¡Asombroso! —exclamó.

El murmullo se hizo más intenso y perdí el control de la energía que bullía en mí. Por encima de nuestras cabezas, una infinidad de estrellas estallaron cobrando vida y volaron por toda la habitación.

—¡Caramba! —Docenas de ojos fantasmales se hacían sentir como un hormigueo en mi espalda. La casa cerró con fuerza la puerta para detener los rostros curiosos de mis ancestros, que se habían reunido para ver la exhibición de fuegos artificiales como si fuera el Día de la Independencia.

—¿Tú has hecho eso? —Matthew mantenía su mirada fija en la puerta cerrada.

—No. Las bengalas son cosa mía. El resto lo ha hecho la casa. Tiene que ver con la privacidad —expliqué muy seria.

—Gracias a Dios —murmuró, apretando con firmeza mis caderas contra las suyas y besándome otra vez de una manera que hizo que los fantasmas del otro lado murmuraran entre dientes.

Los fuegos artificiales se desvanecieron en un torrente de luz color aguamarina sobre la cómoda.

—Te amo, Matthew Clairmont —dije en cuanto fui capaz.

—Y yo te amo a ti, Diana Bishop —respondió formalmente—. Pero tu tía y Emily deben de estar congelándose. Enséñame el resto de la casa para que puedan volver a entrar.

Lentamente recorrimos las otras habitaciones en el segundo piso, ya muy poco utilizadas y llenas de curiosidades procedentes de la adicción de Em a las ventas de objetos personales y de todos los cachivaches de los que Sarah no podía deshacerse por temor a llegar a necesitarlos algún día.

Matthew me ayudó a subir las escaleras hasta el dormitorio del ático, donde yo había soportado mi adolescencia. Todavía había carteles de cantantes clavados en las paredes y conservaba los fuertes tonos púrpura y verde que yo había considerado en mi adolescencia como una sofisticada combinación de colores.

Abajo, exploramos las amplias habitaciones formales diseñadas para recibir invitados: la sala principal a un lado de la puerta de entrada, el despacho y un pequeño recibidor al otro. Pasamos por el comedor, usado rara vez, hacia el corazón de la casa, una estancia que hacía las veces de sala de la televisión y comedor habitual, para llegar a la cocina, en el extremo más alejado.

—Parece que Em ha vuelto al bordado otra vez —dije mientras recogía un trozo de tela a medio terminar con un dibujo de una cesta de flores en él—. Y Sarah ha vuelto a las andadas con la bebida.

—¿Ella fuma? —Matthew olió profundamente el aire.

—Cuando está estresada. Em la obliga a fumar fuera, pero el olor se percibe igualmente. ¿Te molesta? —pregunté, perfectamente consciente de lo sensible que podría ser él a ese olor.

—Dieu, Diana, he olido cosas peores —respondió.

La cavernosa cocina conservaba sus hornos con paredes de ladrillo y una gigantesca chimenea en la que se podía entrar. También había aparatos modernos, y antiguos suelos de piedra que habían soportado dos siglos de caídas de ollas, animales mojados, zapatos embarrados y otras sustancias más propias de las brujas. Lo conduje a la adyacente sala de trabajo de Sarah. Originalmente era una cocina de verano separada, pero había sido unida a la casa y todavía seguía equipada con ganchos para sujetar calderos de estofado y asadores para la carne. Del techo colgaban hierbas y en una despensa había frutas secándose y frascos con lociones y pociones. Una vez terminado el recorrido, regresamos a la cocina.

—Esta habitación es tan… marrón. —Estudié la decoración mientras encendía y apagaba la luz del porche una y otra vez, la antigua señal de los Bishop que indicaba que se podía entrar sin peligro. Había una nevera marrón, armarios de madera marrones, cálidos ladrillos marrón rojizo, un teléfono marrón con un dial para marcar y el papel pintado de cuadros marrones—. Lo que hace falta es una mano de pintura blanca.

Matthew levantó la barbilla y dirigió sus ojos a la puerta trasera.

—Febrero sería ideal para ese trabajo, si te estás ofreciendo —dijo una voz gutural desde el vestíbulo. Sarah apareció por un rincón, vestida con vaqueros y una camisa de franela a cuadros más grande de lo que correspondía. Su pelo rojo estaba alborotado y tenía las mejillas brillantes por el frío.

—Hola, Sarah —saludé, retrocediendo para apoyarme en el fregadero.

—Hola, Diana. —Sarah fijó su mirada en el cardenal debajo de mi ojo—. Supongo que éste es el vampiro, ¿no?

—Sí. —Avancé otra vez, cojeando, para hacer las presentaciones. La mirada aguda de Sarah se dirigió a mi tobillo—. Sarah, éste es Matthew Clairmont. Matthew, mi tía, Sarah Bishop.

Matthew tendió su mano derecha.

—Sarah —dijo, mirándola a los ojos sin vacilar.

Sarah frunció los labios a modo de respuesta. Como yo, ella tenía la barbilla de los Bishop, que era un poco prominente en relación al resto de su cara. Y en ese momento sobresalía todavía más.

—Matthew. —Cuando sus manos se encontraron, Sarah se estremeció—. Está claro —dijo, girando un poco su cabeza—, decididamente es un vampiro, Em.

—Gracias por la información, Sarah —masculló Em, que entraba con una brazada de troncos pequeños y una expresión de impaciencia. Era más alta que yo y que Sarah, y su cabeza plateada de canas brillantes por alguna razón la hacía parecer más joven de lo que el color podría indicar. Su cara pequeña se inundó con una sonrisa encantadora cuando nos vio a todos en la cocina.

Matthew se apresuró a coger la leña de sus brazos. Tabitha, que había estado ausente durante la primera etapa de los saludos, dificultó su avance hacia la chimenea dibujando ochos entre sus pies. Milagrosamente, el vampiro llegó al otro lado de la habitación sin tropezar con ella.

—Gracias, Matthew. Y gracias también por traerla a casa. Estábamos muy preocupadas. —Em se sacudió los brazos y restos de corteza volaron desde la lana de su jersey.

—No hay de qué, Emily —replicó él, con su voz irresistiblemente cálida y generosa. Em ya parecía encantada. Sarah iba a ser más difícil, aunque observaba con asombro los esfuerzos de Tabitha para escalar por el brazo de Matthew.

Traté de retirarme a las sombras antes de que Em pudiera ver bien mi cara, pero tardé demasiado. Ella abrió la boca horrorizada.

—¡Oh, Diana!

Sarah acercó un taburete.

—Siéntate —ordenó.

Matthew cruzó los brazos con fuerza, como si estuviera resistiendo a la tentación de intervenir. Su lobuna necesidad de protegerme no había disminuido sólo porque estuviéramos en Madison, y su fuerte aversión a que las criaturas se acercaran demasiado a mí no estaba reservada a los demás vampiros.

La mirada de mi tía pasó de mi cara a mis clavículas.

—Vamos a quitarte la camisa —dijo.

Obedecí diligentemente llevando mis manos hacia los botones.

—Tal vez deberías revisar a Diana arriba. —Em dirigió una expresión de preocupación a Matthew.

—No creo que vaya a ver nada que no haya visto ya. No tienes hambre, ¿verdad? —dijo Sarah sin mirar hacia atrás.

—No —replicó secamente Matthew—, ya he comido en el avión.

Los ojos de mi tía hicieron que yo sintiera un hormigueo en el cuello. Al igual que los de Em.

—¡Sarah! ¡Em! —Me sentía indignada.

—Sólo estoy echando una ojeada —dijo Sarah con suavidad. Ya me había quitado la camisa y se ocupaba de las vendas que envolvían mi antebrazo, mi torso momificado y los demás cortes y hematomas.

—Matthew ya me ha mirado. Es médico, ¿recuerdas?

Recorrió mi clavícula con sus dedos. Hice una mueca de dolor.

—Pero no ha visto esto. Es una fisura ancha como un cabello. —Alzó el pómulo. Hice una mueca de dolor otra vez—. ¿Qué pasa con su tobillo? —Como de costumbre, no había podido ocultarle nada a Sarah.

—Una fea torcedura acompañada por quemaduras de primer y segundo grado. —Matthew miraba con atención las manos de Sarah, listo para apartarla de mi lado si me producía excesivo dolor.

—¿Cómo es posible que haya quemaduras y una torcedura en el mismo lugar? —Sarah estaba tratando a Matthew como a un estudiante de Medicina de primer año en una ronda médica.

—Eso se produce cuando una es colgada cabeza abajo por una bruja sádica —respondí en lugar de él, retorciéndome un poco cuando Sarah pasó a revisarme la cara.

—¿Qué hay debajo de eso? —quiso saber Sarah señalando mi brazo, como si yo no hubiera hablado.

—Una incisión lo suficientemente profunda como para requerir sutura —respondió Matthew pacientemente.

—¿Qué le estás dando?

—Calmantes, un diurético para minimizar la hinchazón y un antibiótico de amplio espectro. —Había un ligero rastro de fastidio en su voz.

—¿Por qué está envuelta como una momia? —preguntó Em, mordiéndose el labio.

La sangre desapareció de mi cara. Sarah dejó de hacer lo que estaba haciendo y me dirigió una profunda mirada antes de decir:

—Eso puede esperar, Em. Vayamos paso a paso. ¿Quién te hizo esto, Diana?

—Una bruja llamada Satu Järvinen. Creo que es sueca. —Crucé los brazos sobre mi pecho como gesto de protección.

Matthew tensó los labios, y se apartó de mi lado por un momento para echar más leña en el fuego.

—No es sueca, es finlandesa —explicó Sarah—, y muy poderosa. La próxima vez que la vea, sin embargo, deseará no haber nacido.

—No quedará mucho una vez que yo termine con ella —murmuró Matthew—, de modo que si quieres hacerle algo, tendrás que encontrarla antes de que yo lo haga. Y soy famoso por mi velocidad.

Sarah le dirigió una mirada para calibrarlo. Las palabras de ella eran solamente una amenaza. Las de Matthew eran otra cosa. Eran una promesa.

—¿Quién ha curado a Diana además de ti?

—Mi madre y su ama de llaves, Marthe.

—Conocen los viejos remedios de hierbas. Pero puedo hacer algo más. —Sarah se arremangó.

—Es un poco temprano aún para brujerías. ¿Has tomado bastante café? —Miré a Em con un gesto de súplica, pidiéndole en silencio que detuviera a Sarah.

—Deja que Sarah lo arregle, querida mía —dijo Em, tomándome la mano y apretándola—. Cuanto antes lo haga, más pronto estarás restablecida completamente.

Los labios de Sarah ya estaban moviéndose. Matthew se acercó más a ella, fascinado. Sarah puso las puntas de sus dedos sobre mi cara. El hueso vibró con electricidad debajo de la piel antes de que la herida se cerrara con un crujido.

—¡Ay! —Me cubrí la mejilla.

—Te arderá durante un instante solamente —explicó Sarah—. Has sido lo suficientemente fuerte como para soportar la lesión…, no tendrás ningún problema con la cura. —Examinó mi mejilla un momento e hizo un gesto de satisfacción con la cabeza antes de volver a mi clavícula. La punzada eléctrica requerida para arreglarla fue más fuerte, sin duda porque los huesos eran más gruesos.

—Quítale el zapato —le ordenó a Matthew mientras se dirigía a la despensa de la cocina. Él resultó ser el ayudante de enfermería con más títulos médicos que jamás se hubiera conocido, pero obedeció las órdenes sin rechistar.

Cuando Sarah regresó con un frasco de uno de sus ungüentos, Matthew tenía mi pie apoyado sobre su muslo.

—Hay tijeras en mi maletín, arriba —le dijo a mi tía, olfateando con curiosidad cuando ella desenroscó la tapa del frasco—. ¿Voy a buscarlas?

—No las necesito. —Sarah farfulló algunas palabras y señaló mi tobillo. La gasa empezó a desenrollarse sola.

—¡Eso sí que resulta útil! —exclamó Matthew con envidia.

—¡Presumida! —dije entre dientes.

Todas las miradas volvieron a dirigirse a mi tobillo cuando la gasa terminó de enrollarse hasta formar una pelota. Todavía tenía mal aspecto y estaba empezando a sangrar. Sarah recitó tranquilamente nuevos hechizos, aunque el rubor de sus mejillas revelaba su cólera escondida. Cuando terminó, las manchas negras y blancas habían desaparecido, y aunque aún se veía una irritación en forma de anillo alrededor del tobillo, el tamaño de la articulación era perceptiblemente más pequeño.

—Gracias, Sarah. —Flexioné el pie mientras ella untaba un nuevo ungüento sobre la piel.

—No vas a hacer nada de yoga durante una semana más o menos, y no correrás durante tres, Diana. Esto necesita reposo y tiempo para recuperarse completamente. —Farfulló algo más y le hizo señas a un nuevo rollo de gasa, que empezó a envolverse alrededor del pie y del tobillo.

—Asombroso —dijo Matthew otra vez, sacudiendo la cabeza.

—¿Te molesta si miro el brazo?

—De ninguna manera. —Por su tono, daba la sensación de que era eso lo que deseaba—. El músculo estaba ligeramente dañado. ¿Puedes arreglar eso, y también la piel?

—Probablemente —respondió Sarah, con apenas una pizca de presunción. Quince minutos y algunos conjuros murmurados más tarde, sólo quedaba una delgada línea roja a lo largo de mi brazo que indicaba el lugar donde Satu lo había cortado y abierto.

—Buen trabajo —dijo Matthew, haciendo girar mi brazo para admirar la habilidad de Sarah.

—El tuyo también. La has cosido muy bien. —Sarah bebió con avidez un vaso de agua.

Busqué la camisa de Matthew.

—Habría que mirar también su espalda.

—Eso puede esperar. —Le dirigí a él una mirada irritada—. Sarah está cansada, y yo también.

Sarah miró al vampiro.

—¿Matthew? —preguntó, relegándome a la parte inferior de la jerarquía.

—Quiero que mires su espalda —dijo él, sin apartar sus ojos de mí.

—No —susurré, apretando su camisa contra mi pecho.

Él se agachó ante mí, con sus manos en mis rodillas.

—Ya has visto lo que Sarah puede hacer. Tu recuperación será más rápida si dejas que te ayude.

¿Recuperación? Ninguna brujería podía ayudarme a recuperarme de La Pierre.

—Por favor, mon coeur. —Matthew liberó delicadamente su camisa hecha un ovillo de mis manos.

De mala gana, accedí. Sentí un hormigueo de miradas de brujas cuando Em y Sarah se movieron para estudiar mi espalda, y mis instintos me dijeron que comenzara a correr. En lugar de hacerlo, estiré las manos ciegamente hacia Matthew, quien las cogió entre las suyas.

—Estoy aquí —me aseguró mientras Sarah farfullaba su primer hechizo. Las vendas se abrieron a lo largo de mi columna vertebral cuando sus palabras las cortaron con facilidad.

La fuerte inspiración de Em y el silencio de Sarah me indicaron el momento en que las marcas se hicieron visibles.

—Éste es un hechizo para abrir —explicó Sarah con rabia, con la mirada atenta a mi espalda—. Esto no se usa en seres con vida. Pudo haberte matado.

—Estaba tratando de sacarme la magia de dentro, como si fuera una piñata. —Al tener mi espalda expuesta, mis emociones se revolvían desenfrenadamente otra vez y casi dejé escapar una risa nerviosa al pensar en mí colgada de un árbol mientras una Satu con los ojos vendados me golpeaba con un palo. Matthew se dio cuenta de que mi histeria iba en aumento.

—Sarah, cuando más rápido puedas hacer esto, mejor. No quiero meterte prisa, por supuesto —dijo él apresuradamente. Pude imaginar fácilmente la mirada que había recibido como respuesta—. Podemos hablar de Satu después.

Cada elemento de brujería que Sarah usaba me recordaba a Satu, y el hecho de tener a dos brujas detrás de mí me hacía imposible evitar que mis pensamientos volvieran a La Pierre. Me metí más profundamente dentro de mí misma como protección y dejé que mi mente se nublara. Sarah produjo más magia. Pero yo ya no podía soportar más y dejé mi alma a la deriva.

—¿Ya estás a punto de terminar? —dijo Matthew con la voz tensa por la preocupación.

—Hay dos marcas con las que no puedo hacer mucho. Dejarán cicatrices. Aquí —explicó Sarah, siguiendo las líneas de una estrella entre mis omóplatos— y aquí. —Movió sus dedos hacia la parte baja de mi espalda, pasando de una costilla a la otra, recorriendo mi cintura en el centro.

Mi mente ya no estaba en blanco, sino marcada por imágenes que se correspondían con los movimientos de Sarah.

«Una estrella suspendida encima de una luna creciente».

—¡Ellos sospechan, Matthew! —grité, paralizada y aterrorizada. El cajón con los sellos de Matthew se entremezcló con mis recuerdos. Habían estado tan escondidos que supe de manera instintiva que la orden de los caballeros debía estar oculta con igual profundidad. Pero Satu sabía de su existencia, lo cual significaba que las otras brujas de la Congregación probablemente también lo supieran.

—Amor mío, ¿qué ocurre? —Matthew me tomó en sus brazos.

Empujé contra su pecho, tratando de hacerlo escuchar.

—Cuando me negué a abandonarte, Satu me marcó… con tu sello.

Me envolvió en sus brazos, protegiendo mi carne expuesta lo más que pudo. Cuando vio lo que había grabado allí, Matthew se quedó inmóvil.

—Ellos ya no sospechan: lo saben con certeza.

—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Sarah.

—¿Puedes darme la camisa de Diana, por favor?

—No creo que las cicatrices vayan a ser demasiado terribles —dijo mi tía un tanto a la defensiva.

—La camisa. —La voz de Matthew era gélida.

Em se la arrojó. Matthew puso las mangas suavemente sobre mis brazos, arrastrando los bordes para unirlos delante. Escondía los ojos, pero la vena en su frente latía con fuerza.

—Lo siento mucho —murmuré.

—No tienes por qué sentir nada. —Tomó mi cara en sus manos—. Cualquier vampiro sabría que tú eres mía…, con esta marca en la espalda o sin ella. Satu quería asegurarse de que cualquier otra criatura supiera también de quién eres. Cuando renací, solían cortarles el pelo a las mujeres que habían entregado su cuerpo al enemigo. Era una manera brutal de exponer a los traidores. Esto no es diferente. —Apartó la mirada—. ¿Ysabeau te lo dijo?

—No. Estaba buscando papel y encontré el cajón.

—¿Qué diablos está ocurriendo? —espetó Sarah.

—Invadí tu privacidad. No debí hacerlo —susurré, aferrándome a sus brazos.

Se apartó y me miró con gesto de incredulidad, luego me apretó sobre el pecho sin preocuparse por mis lesiones. Afortunadamente, la brujería de Sarah había conseguido que hubiera muy poco dolor.

—Por Dios, Diana, Satu te dijo lo que yo hice. Te seguí a tu casa y entré por la fuerza en tus habitaciones. Además, ¿cómo puedo culparte por descubrir por tu cuenta lo que debía haberte contado yo mismo?

Un trueno resonó en la cocina, haciendo sonar las ollas y las cacerolas.

Cuando el sonido se desvaneció para dejar paso al silencio, Sarah habló:

—Si alguien no nos dice qué está ocurriendo inmediatamente, un buen infierno va a desatarse. —Un hechizo llegó a sus labios.

Las puntas de mis dedos hormigueaban y los vientos envolvían mis pies.

—Retrocede, Sarah. —El viento bramó por mis venas y me interpuse entre Sarah y Matthew. Mi tía siguió hablando entre dientes, y yo entrecerré los ojos.

Em puso su mano sobre el brazo de Sarah, alarmada.

—No la presiones. No lo está controlando.

Podía ver un arco en mi mano izquierda, una flecha en la derecha. Los sentía pesados, sin embargo me resultaban extrañamente familiares. Algunos pasos más adelante, Sarah estaba en mis visiones. Sin vacilar, levanté mis brazos y los separé listos para disparar.

Mi tía dejó de hablar entre dientes en medio de un hechizo.

—¡Mierda sagrada! —susurró, mirando a Em asombrada.

—Querida, apaga el fuego. —Em hizo un gesto de rendición.

Confundida, volví a examinar mis manos. No había fuego en ellas.

—Dentro no. Si quieres desencadenar el fuego de brujos, vamos afuera —invitó Em.

—Cálmate, Diana. —Matthew me sujetó los codos a los lados de mi cuerpo y la pesadez que tenía que ver con el arco y las flechas desapareció.

—No me gusta cuando ella te amenaza. —Mi voz resonaba cavernosa y extraña.

—Sarah no me estaba amenazando. Sólo quería saber de qué estábamos hablando. Tenemos que decírselo.

—Pero es un secreto —dije confundida. Teníamos que mantener nuestros secretos ocultos de todos, tanto aquellos que se referían a mis habilidades como los de los caballeros de Matthew.

—¡Basta de secretos! —exclamó él con firmeza, respirando sobre mi cuello—. No son buenos para ninguno de los dos. —Cuando los vientos amainaron, me abrazó con fuerza.

—¿Siempre se pone así Diana? ¿Salvaje y fuera de control? —quiso saber Sarah.

—Tu sobrina ha actuado de manera brillante —replicó Matthew, sin dejar de abrazarme.

Sarah y Matthew se enfrentaron con la mirada desde un extremo al otro de la cocina.

—Supongo que sí —admitió ella poco convencida cuando su batalla silenciosa hubo terminado—, aunque podrías habernos dicho que controlas el fuego de brujos, Diana. No es precisamente una habilidad común.

—No puedo controlar nada. —Repentinamente me sentí exhausta y ya no quería seguir de pie. Mis piernas empezaron a doblarse.

—Arriba —dijo él en un tono que no admitía discusión—. Terminaremos esta conversación arriba.

En la habitación de mis padres, después de darme otra dosis de calmantes y antibióticos, Matthew me metió en la cama. Luego les contó a mis tías más cosas sobre la marca de Satu. Tabitha se dignó sentarse sobre mis pies mientras tanto, para estar más cerca del sonido de la voz de Matthew.

—La marca que Satu dejó en la espalda de Diana pertenece a una… organización que mi familia creó hace muchos años. La mayoría de las personas se han olvidado de ella hace mucho tiempo, y quienes no la han olvidado creen que ya no existe. Nos gusta mantener esa ilusión. Con la estrella y la luna en la espalda, Satu marcó a tu sobrina como de mi propiedad e hizo saber que las brujas conocían el secreto de mi familia.

—¿Esa organización secreta tiene nombre? —preguntó Sarah.

—No tienes por qué contarles todo, Matthew. —Busqué su mano. Era peligroso revelar demasiado acerca de los caballeros de Lázaro. Podía sentir ese peligro como una nube oscura a mi alrededor, y no quería que ésta envolviera también a Sarah y a Em.

—Los caballeros de Lázaro de Betania —afirmó, como si tuviera miedo de arrepentirse de su decisión—. Es una antigua orden de caballería.

Sarah resopló.

—Nunca había oído hablar de ellos. ¿Son como los caballeros de Colón? Tienen una congregación en el condado de Oneida.

—No exactamente. —A Matthew le temblaron los labios—: Los caballeros de Lázaro se remontan a las cruzadas.

—¿No vimos un programa de televisión sobre las cruzadas en el que se hablaba de una orden de caballería? —le preguntó Em a Sarah.

—Los templarios. Pero todas esas teorías conspirativas son tonterías. Los templarios ya no existen —dijo Sarah decididamente.

—Se supone que las brujas y los vampiros tampoco existen, Sarah —señalé.

Matthew me cogió la muñeca, con sus dedos fríos sobre mi pulso.

—Damos por concluida esta conversación de momento —dijo con firmeza—. Tenemos mucho tiempo para hablar sobre si los caballeros de Lázaro existen o no.

Matthew acompañó fuera a unas reticentes Em y Sarah. En cuanto mis tías estuvieron en el pasillo, la casa tomó cartas en el asunto y cerró la puerta. La cerradura chirrió en el marco.

—¡No tengo llave para esa habitación! —le gritó Sarah a Matthew.

Sin hacer caso, Matthew subió a la cama, arrastrándome hasta la curva de su brazo para que mi cabeza se apoyara sobre su corazón. Cada vez que trataba de hablar, él me hacía callar.

—Después —repitió una y otra vez.

Su corazón latió una vez y luego, varios minutos después, lo hizo de nuevo.

Antes de que latiera por tercera vez, yo estaba profundamente dormida.