
Prólogo
Era una tarde lluviosa de otoño y me encontraba caminando por las calles de la gran ciudad. Observaba todo a mi alrededor, pues siempre me gustó disfrutar de la lluvia, aunque fuera sobre el asfalto. El gris era el color predominante debido al cielo nuboso y al cemento. Había personas y coches por todas partes, la mayoría con prisa, como suele suceder en las grandes ciudades. Sin embargo, yo andaba despacio, con calma, saboreando el momento…
Por cosas del destino, cruzaba una calle rodeado de paraguas cuando mis ojos se fueron a posar sobre una anciana que pedía limosna a la entrada de unos grandes almacenes. Ahí se resguardaba de la lluvia como podía, protegiéndose del frío entre mantas y periódicos. Vestida de negro, extendía su mano a cuantos entraban y salían apresurados del edificio. La mayoría pasaba a su lado sin apenas mirarla, pero a mí me conmovió la escena, así que me acerqué…
La saludé con una sonrisa en mis labios y en ese preciso instante nuestros ojos se encontraron, quedándome lleno de su dulce mirada. Absorto, como estaba, me disponía a buscar en los bolsillos algo para darle, cuando fue ella la que se adelantó a mí con las siguientes palabras:
—¡Lo que tanto has estado buscando, aquí lo tienes!
Me quedé sorprendido: ¡era ella la que me estaba ofreciendo algo envuelto en unas hojas de periódico!
Sin saber de qué se trataba, lo cogí por cortesía.
—¿Qué es? —le pregunté.
—¡Ábrelo!, lo que ahí encuentres será para ti y para todos…
Desenvolviendo con cuidado descubrí entre mis manos un libro brillante, como si tuviese luz propia. Sus tapas eran de un material dorado reluciente, y al abrirlas se veía una caligrafía tan bella que parecía escrita por los mismos ángeles del cielo.
Tan fascinado estaba con lo que tenía ante mí que me olvidé de lo que había a mi alrededor. No sé cuanto tiempo pudo transcurrir, pero cuando volví mis ojos a la anciana para pedirle una explicación, ella ya no estaba ahí, ni tan siquiera quedaba rastro de las mantas.
Me apresuré hacia mi casa para examinar con más detenimiento lo que me había dado.
El «libro» —si así se le podía llamar— estaba dividido en tres partes, y según fui pasando las páginas me fijé en un curioso detalle: sus tonalidades iban cambiando suavemente, de tal forma que el colorido que predominaba en cada una de las partes era distinto al de las demás. Las páginas de la primera parte eran rosadas y verdes, las de la segunda tenían un color dorado y violeta, y las de la tercera pasaban a ser de un azul y verde brillantes.
¿Tendría esto a alguna simbología especial?
Todo era muy extraño, y no sólo por la belleza de lo que tenía ante mí, sino también por las palabras de la anciana.
En ese momento caí en la cuenta de que uno de mis mayores deseos era contribuir a hacer un mundo mejor. ¿Sería esto a lo que se habría referido?
No pude esperar más y comencé a leerlo…