Llaman a la puerta. Estoy recién levantada. El cabello suelto sobre los hombros, una ligera bata de seda sobre la piel, que aún conserva el olor y la temperatura de las mantas. A los pies de la cama, abandonadas, un par de medias y unas mórbidas bragas de encaje color carne.

Es Él, por supuesto. Tiene el pelo, la cara y el cuello empapados. Afuera llueve torrencialmente, y ella, su mujer, se ha quedado dormida frente al televisor. El ha bajado a… En realidad no tiene ninguna excusa coherente.

—Has bajado porque temías haber olvidado las luces del coche encendidas.

Bajo el impermeable oscuro lleva un pijama color borravino, y un fuerte olor a animal húmedo se desprende de su cuerpo, embriagándome. Se descalza; puedo notar que bajo los pantalones de tela satinada no hay otra cosa que su carne. Lo miro con lujuria, retrocedo.

—Estás muy bien, ¿lo sabes?

—No me enloquezcas.

—No quiero enloquecerte. Te quiero entero, consciente.

Camina hacia mí al mismo ritmo que yo voy retrocediendo. Se quita el impermeable, dejándolo caer al suelo. Bajo el pantalón ligero del pijama, una forma conocida comienza a perfilarse, toma cuerpo. Un escalofrío me recorre, no puedo reprimirlo.

—No huyas de mí…

—Tienes que irte. Ella despertará.

—No te preocupes por eso. Acabaremos enseguida…

Se ha quitado el batín y comienza a desanudar la cinta que sostiene el pantalón sobre sus caderas. La bragueta no tiene botones, y toda yo estoy allí, a la puerta del abismo, sin miedo, deseando caer al vacío. Estira una mano hacia mí. Me escapo.

—Por favor, no lo hagas. Si me tocas no te dejaré marchar.

—No me iré sin hacerlo.

—No dejaré que lo hagas.

—Te mueres de ganas. Parece que gimieras…

—No puedes usarme cuando te apetezca, así, deprisa, y luego marcharte como si nada.

—Mira cómo estoy. ¿Vas a dejarme así?

—Por favor, Ernesto…

—Ernesto… ¿qué dices? Me llamo Juan Carlos…

—Hoy te llamas Ernesto.

Dejo que me agarre. Tiene los muslos suaves, el pecho ligeramente velludo, acogedor, la boca dulce y caliente.

—Jugaremos cinco minutos y luego me iré…

El pantalón termina de caer. Siempre me marea la visión de su desnudez. Señala su miembro con las manos, como si lo presentara en público.

—Mira, se ha puesto en pie. Es un homenaje a tu belleza.

Tropiezo con el borde de la cama, caigo sentada sobre ella. El sigue avanzando y sólo se detiene cuando su pene tropieza con mi boca, cuando el glande descansa entre mis labios. Si no fuera por ese olor extraño que lo impregna, quizá podría zafarme, escapar, encerrarme en el baño o la cocina, llamar a los bomberos para que me rescaten; pero es demasiado tarde, estoy ahí, sin moverme, entregada al perfume de ese animalito imberbe que se mete en mi boca como si de su cueva se tratara, sorteando los dientes con destreza, deteniéndose a descansar un instante sobre la lengua, para luego seguir, sin prisas, el camino hacia la garganta. Me cojo de sus nalgas para no naufragar en solitario y El las endurece. Me evado nuevamente, tirándome hacia atrás sobre la cama. Sigo vestida con el camisón de seda que se enreda entre mis piernas, haciéndome sentir laceada. El salta sobre mí —el cazador sobre la presa, otro animal en celo— sin importarle si puedo resistirlo. Es fuerte y pesado, ágil y violento. Sus manos aprisionan mis muñecas, lastimándolas sin piedad alguna. Giro la cabeza torpemente, me agarro con los dientes a las sábanas, siento cómo mi boca se llena de algodón, una luz me enceguece, y el torno del dentista se aproxima, implacable, ruidoso, a hacerme daño en cualquier parte. El va a meterse en mí aunque me niegue. Hace presión sobre mis piernas con las suyas; sabe de mi placer, de las necesidades impuras de mi cuerpo. Me entrego lentamente: la penetración es inexorable. Siento el golpe seco, preciso: lo acompaño con un grito destemplado. Tapa mi boca con la suya y escarba dentro de mí, frenético, buscando con su lengua vigorosa esa bestia herida que habita en mi interior, jadeante. Retiro los cerrojos, descubriendo hasta la última rendija, hasta la más pequeña grieta por donde pueda colarse. No pienso detenerlo ni un centímetro; quiero que siga entrando, que todo El se deslice —boa engullida por la boa— dentro de mi cuerpo, que lo ocupe como si fuera un hijo no nacido, un enorme y palpitante feto.

—Te haré correr cien veces. Hasta que te mueras.

Me ha escupido su amenaza a la cara, cerca de los labios. No me estoy muriendo, me deshago, cambio. Soy, intermitentemente, ángel sin cuerpo y despojo sin alma; una niña pequeña contra la que El golpea con fiereza, sin tener en cuenta fragilidad ni desventajas; una respiración final, entrecortada; un desvanecimiento.

Cuando vuelvo a despertar estoy sola, empapada de semen y sudor, contenta.