… nosotros pretendemos educar a la mujer, no para la curiosidad, sino para la honestidad y la santidad.

Comenius, Didactica Magna

Las paredes de este edificio son tan gruesas como las de una casa de muñecas. Cartón y pintura, una frágil ilusión de intimidad, una mentira. Un ser inmenso está jugando con nosotros, divirtiéndose con nuestra pretendida libertad, con nuestros movimientos sin sentido.

Desde hace una semana tengo nuevos vecinos. Los imagino jóvenes por la agilidad de los pasos que cruzan sobre mi cabeza pero aún más por el estilo de los muebles que han llegado antes que ellos, precediéndolos. Nunca había vivido así, con invitados permanentes en el piso de arriba. Me pesan sobre las espaldas, me agobian, no puedo soportar la sensación de tenerlos constantemente encima. Cuando me mudé a este apartamento, el edificio permanecía aún casi vacío, y yo, acostumbrada a vivir en casas de una planta, ni siquiera imaginé esta posibilidad siniestra. Tendré que hablar con ellos. Decirles que sufro una enfermedad tropical, un desequilibrio nervioso, o algo más simple, que estoy irremediablemente loca. Cualquier cosa, con tal de lograr que no vuelvan a caminar con sus ruidosos zapatos sobre mi persona. De lo contrario un día de estos terminaré arrojándome a la calle por una ventana. O matándolos.

Esta noche casi no he dormido. Han colocado su dormitorio sobre el mío y, más allá de la media noche, la cama que comparten crujió durante diecisiete interminables minutos. Después de los crujidos siguieron gritos de mujer, golpes, gemidos, estertores, diálogos que no alcanzaba a comprender, carreras, saltos. Cuando descolgué el teléfono para llamar a la guardia urbana, todo quedó en silencio. Muertos o dormidos —lo mismo daba— se habían divertido lo suyo a costa de mis horas de descanso. Me acerqué tambaleante hasta el cuarto de baño. Estaba dispuesta a tomar cualquier pastilla que me rescatara de esa angustia instalada en mi estómago, que me devolviera entre algodonosos sopores al escurridizo sueño. Allí estaban ellos, nuevamente sobre mí, ahora bajo la ducha, gritando. Tenían la ventana entreabierta, y, aunque el sonido de sus voces llegaba con absoluta claridad, no alcanzaba a distinguir lo que decían. Trepándome al reluciente borde de la bañera —algo que temo hacer desde el trágico accidente de Lupita—, asomé la cabeza por el hueco de luz.

—No, querido, por favor… no… así me haces daño…

—Venga, mujer, ábrete más de piernas… Apóyate aquí, mira, en el borde de la pila. Te pondré un poco de crema y verás cómo te la tragas toda.

Hijos de puta, no tenían derecho a hacerme aquello.

—¡Ay!, por Dios, no lo hagas, me destrozas…

—Te taparé la boca con una toalla y ya no podrás gritar. Mírate en el espejo… te entra toda sin problemas… Te quejas por placer.

—No, no, me duele muchísimo, te juro que me duele muchísimo… Es demasiado grande para mí… Por favor, mi vida, si quieres me la meteré en la boca.

—No… ya estoy por irme… no seas tan floja, aguanta un poco más… mira… entra y sale… entra y sale…

—Me matas, te juro que me matas, no puedo aguantarlo… me matas, acaba pronto, por favor…

Cierro la ventana de un golpe, esperando que el ruido los distraiga de su juego. Ya no puedo soportarlo más. Meto la cabeza bajo la ducha fría, me tomo dos somníferos, me arranco la ropa. Caliente como una gata en celo, aúllo, revoleándome desesperada sobre la enorme cama, desde hace tanto tiempo inútil. Con los puños cerrados, sin ninguna piedad hacia mi propio cuerpo, absolutamente sumergida en la locura, aprieto mi vientre, mi pelvis, mis nalgas, mis tetas, sobre el colchón caliente, mientras grito que me la ponga a mí, que yo sí quiero, que no abriré la boca si me prefiere muda, ni me quejaré una sola vez, aunque la sangre brote a borbotones de mi sexo. No me importa el dolor, lo necesito…

Finalmente, algo se disuelve en mí y me duermo.

Nos cruzamos en el ascensor. La miro, tratando de descubrir si sabe que ha convertido mi sueño en pesadillas. Me saluda con simpatía. Es joven. Tiene una cara armónica, olvidable; ropa de calidad y tobillos gruesos. Trato de imaginarla desnuda, colgando como una res de las muñecas, recibiendo en la vulva sonrosada el pegajoso miembro de un marido caliente, seguramente tan sudoroso y vulgar como ella.

Otro festival de sonidos; esta vez por la tarde, después del almuerzo. Imagino la escena: él se ha tendido torpemente en el sofá del salón y digiere las judías estofadas, dormitando con la boca entreabierta frente al televisor. Ella, que recién ha terminado de lavar la vajilla, excitada frente a una escena amorosa de un culebrón venezolano, cae sobre él. Hasta puedo imaginarme sus fauces despintadas, su boca con gusto a comida, saboreando el glande nauseabundo del macho semidormido. El despierta a medias y no se conforma con eso. Corre los muebles hacia la pared, dejando el centro de la habitación vacío: quiere poseerla allí mismo; a cuatro patas, sobre la alfombra, como un animal. Sin embargo, de su bragueta abierta asoma una verga grisácea, sebosa; erecta pero sin vida.

Golpeo el techo con el palo de una escoba para hacerles saber que los escucho. No se detienen. Previendo una situación como esta, he conseguido su número de teléfono. Al séptimo timbrazo, es ella la que atiende con voz entrecortada, apenas audible. Trata de disimular la situación en que se halla, pero yo sé que todavía están prendidos, que aún lo tiene dentro. Puedo oírlo jadear, pegado a su trasero como un perro en celo. Ni siquiera se han molestado en hacer un pequeño intervalo para atender mi llamado. Alcanzo a escuchar un ligero chasquido rítmico, el roce de sus pieles húmedas, el soterrado, contenido placer en la voz femenina. Me pide disculpas, mencionando no sé qué historia de los muebles pesados, la falta de moqueta, la primera limpieza; promete tenerme en cuenta, mientras él, lejano, masculla cosas entrecortadas, inaudibles. Me despido, finjo cortar, aunque mantengo el auricular pegado a mi oreja, conteniendo la respiración. Como suponía, ella deja caer el aparato sin colgarlo, lejos de interesarse por algo más que aquello que está sucediendo en su vagina. La oigo repetir su nombre como una letanía: Juan Carlos, Juan Carlos, Juan Carlos. Su voz se va alejando, desaparece hasta convertirse en un quejido, sale de escena unos segundos, para volver poco después como una súplica que no llego a entender, porque la voz del hombre se superpone, gritándole que no se vaya antes que él, que no deje de moverse, que lo espere un momento, avisándole que está a punto de correrse, que la llenará de leche, que ya, en este mismo instante, lo está haciendo. Como si, en vez de dirigirse a la mujer que recibe sus descargas, me hubiera hablado a mí, decido acompañarlo en el orgasmo. Nos vamos juntos, uno a cada lado del teléfono, gimiendo dolorosamente.