Entre los hombres hay pocos que sean honestos, pero entre las mujeres ninguna.
Paul Morand, El aire de Chanel
Ella ha repetido la jugada. Nuevamente ha colgado a secar sobre mi ventana los calzoncillos que su marido usó anoche, cuando estuvimos juntos. ¿Qué es lo que la mueve a hacerlo? ¿Intuye en realidad que El le es infiel conmigo y se satisface torturándome, o es nada más una forma de participar en nuestro juego, a pesar de no haber sido invitada? La otra posibilidad —no por más rebuscada menos creíble— es que quiera avisarme de que no ignora lo nuestro, hacerme saber que el secreto es sólo aparente, y la supuesta discreción de mis encuentros sexuales con su marido, un pasatiempo enfermizo; un componente más de las malsanas, decadentes y perversas relaciones que los unen. ¿Por qué, si no, convierte un acto trivial, sin trascendencia alguna, en una ceremonia casi religiosa? Esa canción idiota —¿qué será, será? Un día ya lo sabrás, ¿qué será, será? Sólo Dios dirá…— cantada a gritos junto a la ventana, los golpes bruscos al cerrarla y su silbido procaz, más propio de un borracho portuario que de una señora bien casada. Sí, no me equivoco. Puedo imaginar perfectamente las confidencias morbosas cuando El vuelve a casa, la minuciosa narración de mis orgasmos, la detallada descripción de mis humillaciones y vergüenzas. En realidad, más que imaginarlo, puedo verlos.
Nuestro hombre llega tarde, casi de madrugada. La luz del dormitorio continúa encendida: es ella que lee.
«Al cabo de algún tiempo, el virrey preguntó a la Perrichola si le divertiría tener algunos discretos invitados en sus cenas nocturnas, y si le gustaría conocer al arzobispo. Camila se mostró encantada. E igualmente encantado se declaró el arzobispo, que envió a la actriz, la víspera de su encuentro, una esmeralda del tamaño de…».
Cuando lo oye entrar, deja el libro a un costado de la cama, sin prisas, poniendo antes de cerrarlo un señalador entre las páginas, allí donde leía la frase que ha dejado inconclusa. Los labios despintados de la señora de la cama se distienden con una sonrisa afectuosa, comprensiva. «¿Cómo te ha ido?», pregunta cortésmente, como si en realidad no le importara conocer detalles. El contesta con un «bien» evasivo y, luego de abrir de par en par las puertas del armario, comienza a quitarse los zapatos. Ella insiste: «¿No piensas contarme nada?».
Ve la nuca del hombre, las líneas del cuello continuando las de la cabeza en un perfecto dibujo cerrado donde las orejas sobresalen simétricas y excesivas. El cabello, impecablemente cortado, brilla pese a la semipenumbra de la habitación. El la mira a través del espejo y ella, más que ver, intuye una sonrisa burlona en los ojos oscuros. El hombre, girándose, se acerca a la cama; silencioso y preciso, como si fuera a estrangularla con el calcetín negro que lleva en la mano. Ella mira sin miedo. Le gusta ese cuerpo bien vestido; sabe que bajo la lana fría, el lino, el algodón y la seda, la piel es dura y fragante, el vello de las piernas oscuro, las nalgas redondas, muy suaves.
Los veo, sí. Claramente, con todo detalle.
Ahora El se sienta a los pies de la cama y, mientras recuerda en voz alta nuestro encuentro, comienza a acariciarla. Lo hace con la relajada ternura de un padre, con la incisiva precisión de un torturador profesional, dispuesto a sacar de su víctima toda la verdad escondida, todo el placer oculto. Ella, rota ya toda compostura, pregunta febrilmente más detalles. Quiere conocer el ángulo exacto de una postura, el tono preciso de un gemido, el olor de mis orgasmos. Vuelven a revivir con pormenores, lentamente, mi holocausto. Mientras El narra con voz suave y profunda, de sacerdote en el confesionario, ella entrecierra los ojos y, penetrador y penetrada al mismo tiempo, lleva una mano al lugar despreciado por el hombre, a ese rincón del cuerpo que su amante abandonara por aburrimiento o por cansancio. Ella pretende ser también protagonista; sentir, como la otra, el aguijón certero clavándose en la carne; la puñalada final, liberadora; el goce.
El sonríe, lejano. Es un macho perfecto. Su falo mítico ya no necesita encamaciones. Existe en el deseo descamado de esa mujer caída, pidiéndole, sin vacilar frente a sus necesidades: «Bájate los pantalones, quiero verla». Ella ordena con énfasis, sabiendo que es mentira, que no tiene poder para ordenarle nada, que está atada a esa pasión con sogas invisibles pero poderosas, profundas y sangrantes.
El obedece porque quiere hacerlo, dadivoso como un amo. Regalará a su esclava un momento de lujo, la ilusión de un reinado efímero. Su animal, espléndido pero agotado, queda en libertad. De pie, con las piernas abiertas, lo exhibe con la desgana y el orgullo de un campeón veterano junto a un trofeo antiguo, conocido por todos. Aún lleva la chaqueta puesta, y la camisa, y también la corbata.
La mujer, sobre la cama, es el trazo nervioso de un artista loco, un garabato. Ha despejado el lecho de sábanas y mantas, arrojando lejos el libro que antes leía y ahora yace inservible —de bruces, con las tapas abiertas— bajo los pies del hombre que se mantiene a distancia, como si todo ese repentino arrebato fuera contagioso, lo asustase. Ella ya no ordena, implora. Los senos al aire, despeinada, con los ojos fijos en el miembro masculino —definitivamente lejos del alcance de su mano—, ruega ser penetrada. Cuando, sin responderle ni acercarse, El le muestra su sexo descansando sobre la palma de las manos, la mujer permite que el descontrol la gane. Se quiebra sobre sí, jadeando por el esfuerzo imaginario; estira el cuello con la boca exageradamente abierta, convencida de que le falta el aire; mira al vacío con los ojos acuosos y perdidos, mientras golpea la cabeza en un vaivén repetitivo, contra el respaldo tapizado de la cama.
No habrá piedad, señora, no la espere.
El Soberano está cansado, exhausto. Apenas puede hablar, recordar más detalles de sus encuentros sexuales con la otra. Le dirá por ejemplo, en voz muy suave, cómo muerde la otra, cómo lame la otra, cómo se mueve la otra, hasta que usted, tratando de escapar de su dolor por el orgasmo, llena de su propio flujo solitario, inundada por la imagen repetida, ralentizada, quieta, de la otra que soy yo, comience a relajarse, y dejándose al fin invadir por el resentimiento, empiece a planear una infantil venganza: la de imaginar cómo cuelgan, húmedos sobre mi cabeza, aquellos calzoncillos grises cruzados por sutiles rayas blancas.
La mujer de Juan Carlos viene a verme por algo referente al edificio. La hago pasar y decido ofrecerle un café.
Acepta.
No tengo veneno. Se lo escupo.
Pienso que mañana sin falta compraré una dieffenbachia, por si se le ocurre volver otro día a hablar conmigo. Elogia el color de las paredes. «Es antiguo», le digo, «me muero por cambiarlo». Se detiene frente a una reproducción que cuelga sobre mi escritorio y —estirando la cara, frunciendo la boca, llevándose una mano a la barbilla— confiesa: «Adoro Monet». «Van Gogh», la corrijo. Se disculpa por la torpeza cometida y, bajando los ojos hacia los zapatos, enrojece súbitamente. No sé por qué la he contradicho. Es un Monet, lo sé muy bien.
Le digo que se ponga cómoda, que me cuente con detalles la razón de su visita. Mientras ella, sentada frente a mí, me habla de ascensores y rellanos, de porteros y recibidores, yo me entretengo mirando sin discreción alguna sus piernas. Son vulgares, amorfas, de tobillos gruesos. Al saberse mirada las cruza y las descruza, espanta insectos que no existen, trata de esconderlas tras los muebles. Le hablo de los zapatos tan cómodos que llevo, de la calidad y duración de los pantys franceses que uso habitualmente —«¡Ah, sí, estos mismos!»—, de las atractivas faldas cortas. Todo, sólo para llamar su atención sobre las largas y torneadas piernas que tiene precisamente delante de su cara ingenua, de matrona bien servida.
Se atraganta con el café. Invento rápidamente una excusa para zambullirme en la cocina y no reírme abiertamente en su presencia. Aprovecha para pedirme agua a gritos, como si estuviera a punto de deshidratarse por la envidia. Abro el grifo y lleno un vaso hasta el borde, de manera que al cogerlo no puede evitar que algunas gotas caigan sobre el sofá donde está sentada. La veo ponerse roja, buscar algo con que eliminar la mancha absolutamente inocua, optando al final por el puño impecable de su chaqueta rosa. Me mira con los párpados caídos, esperando un perdón que la libere de esa situación embarazosa. La observo fijamente, en silencio. Abandona el vaso sobre la pequeña mesa que tiene a su lado, y al hacerlo vuelca un vaso de cerámica lleno de lápices y rotuladores. Se agacha a recogerlos, ya totalmente histérica, y aprovecho la ocasión para decirle lo desgraciada que me haría que ese cacharro se rompiera. «Un regalo de mi madre», miento, «para mí muy querido». Sin darle un instante de tregua, le pregunto: «¿Quiere un tranquilizante? La veo muy nerviosa». No puede contestarme. Debe escapar de aquí, borrarse como sea. Elijo ser piadosa. «Tendrá que disculparme», le digo, «dentro de unos minutos recibo una visita». He callado lo importante: que dentro de un momento llegará su marido, me tomará entre sus brazos, acariciará mis piernas, mis rodillas, me besará en la boca, se meterá en mi cuerpo sin pedir permiso, con violencia, hará de mí una yegua desbocada, un corcel sumiso, y, cuando finalmente nos llegue a los dos el alivio que buscábamos, descansará tranquilo, sin recordar siquiera que ella lo espera arriba, paseando nerviosa y aburrida sobre nuestros cuerpos abrazados.