Cuando una mujer tiene inclinaciones doctas, hay de ordinario en su sexualidad algo que no marcha bien.

Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal

De pie en medio del salón, miro a mi alrededor, deteniéndome en cada mueble de la casa, en cada uno de sus rincones, en cada cosa que me rodea. Es una despedida silenciosa. Las maletas —modestas, llenas con lo indispensable— esperan cerca de la puerta. He descartado todo aquello que pueda pesar en el traslado. No quiero pequeños objetos cargados de historias sin sentido, ni pesados monumentos funerarios. Me basta con llevar en la memoria algunos pocos recuerdos de la infancia. Todo lo demás quedará aquí, cambiará de manos en pocas horas, adquirirá significados diferentes. La enorme cama será solamente eso, una enorme cama con colchón elástico y sábanas comunes de algodón y poliéster. Sin metáforas. Libre de historias anteriores, de cargas sentimentales, de anécdotas pueriles. En el fondo del cubo de la basura, bajo recibos viejos y papeles inservibles, quedan mechones de lo que fuera mi melena. Me he cortado el cabello, cambiando su inexpresivo color arratonado por uno más violento; llevo las uñas al ras y sin pintura; calzo unos cómodos zapatos sin tacón. Parezco quince años más joven, y hasta yo misma creo que lo soy. Mañana estaré en un lugar diferente y seré distinta. Viviré otro personaje, comenzaré una novela diferente. «Una mujer substancial…». Mirándome al espejo, lo repito en voz alta una y otra vez, variando el tono, el ritmo. Separo las sílabas y contemplo encantada las formas que adquieren los labios, «mis» labios. No volverá a tenerlos. No volverá a meter jamás su sucio sexo entre ellos. Ahora me pertenecen, los he ganado para mí, los cuido.

Pienso preparar un bolso pequeño con todo mi atrezo. No irá conmigo, por lo que poco me importa su estética; sólo necesito que sea práctico. Tengo todo dispuesto y numerado sobre la cama, junto al guión que me servirá de guía. Nada será espontáneo. He repasado una y otra vez cada detalle hasta quedar conforme con el posible resultado, y ahora miro satisfecha desde la puerta del cuarto la precisa utilería de esta comedia bárbara, el cuidado vestuario de mi personaje. El espejo me devuelve una imagen desconocida. ¿Soy realmente yo esa mujer morena, de pelo corto, delgada y nerviosa? Aunque no lo fuera, tendría que acostumbrarme a su presencia: no sé por cuánto tiempo, pero desde hoy irá conmigo. El ruido del agua llenando la bañera me tranquiliza. Vacío dentro el resto de un frasco de sales y, mientras juego en mi cabeza con las palabras azul, índigo, añil, mediterráneo, reviso nuevamente los objetos numerados. Temo olvidar alguno. Mi ropa despoblada, con las piernas quebradas, yace cerca de la cama, sobre una silla. Espanto con un rápido movimiento de cabeza la palabra muerte, que, luego de planear sobre mí, desmesurada, con las alas abiertas, choca como un pájaro ciego contra el techo y las paredes del cuarto, salpicándolo todo con perfumes de féretro. Abro las ventanas y, una vez alejado el fantasma, vuelvo a mirar la ropa que me espera en la silla: es sobre todo cómoda, fácil de poner y de quitar; un vestuario muy funcional para una puesta en escena comprometida, de la que además soy autora y primera actriz. Aquí no habrá críticas ni público, pero me siento llena de excitación, temor, inseguridad, gozo, como si esta función única y privada tuviera lugar frente a miles de personas. La bañera está llena. Cierro el grifo y dedico unos minutos a estirarme. Me acuno sobre la espalda, hago girar los tobillos, presiono la planta del pie, muevo la cabeza describiendo círculos, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, me relajo. El agua está muy caliente. Entro despacio, dando gritos cortos para soportar el encuentro casi doloroso con mi cuerpo, fantaseando con la posibilidad de disolverme entre estos vapores aromáticos. Descanso la cabeza sobre el borde de la bañera, inesperadamente frío. Podría dormirme así, no despertarme nunca, permanecer en esta misma posición hasta que me encontraran —quizá mucho después— hinchada y maloliente, con la piel azul, violácea, la boca hacia un lado, abierta, sacándoles la lengua. Los vecinos se juntarían alrededor de la bañera, con los brazos cruzados sobre el pecho, las manos cerca de la cara tratando de tapar una sonrisa involuntaria; comentarían circunspectos el hecho ante alguna cámara de televisión, lamentando aquella muerte absurda, inexplicable; se mostrarían apenados porque esta mujer que ahora parece azul, todavía joven, casi apetitosa de tan inflada, en fin, esta vecina tranquila y silenciosa, hubiera muerto así, de una manera estúpida. Grito una y otra vez para asustar a la misma pájara de antes, rumorosa y aleteante, que aparece nuevamente a molestarme, apenas disfrazada de angustia. Quiero espantarla fuera de este cuarto, lejos de mí; bicho de mal agüero, furtivo y depredador. Me huelo la piel: lavanda fresca, manzanas, pinos, humedad caliente. No hay ni el más mínimo olor a cementerio. Vacío sobre mis hombros medio frasco de gel y otro tanto de champú sobre el cabello; me enjabono de pie, mirando hacia adelante, donde está el espejo y la mujer que quiero ser, la que huye sin remordimiento del pasado que la tienta con nombres antiguos y palabras vagas. Sé que pretende distraerme con melancolías para que gire la cabeza y me vea convertida para siempre en una estatua de espumas fragantes, una mujer de Lot publicitaria.

Abro el grifo de la ducha. El agua fría me golpea brutalmente. Cierro los ojos y escucho, entre el sonido de la lluvia, la voz lejana de mi madre, llamándome. Tengo quince años, el cuerpo aterido y la ropa mojada; también mucho miedo. Otro cuerpo, más grande que el mío, se pega a mi costado, chorreando, y una mano de hombre con olor a tabaco y a semen me tapa la boca, mientras el viento desgaja la rama de un árbol arrojándola a nuestros pies como un presagio. Siento de nuevo ese agudo dolor entre las piernas. Prefiero olvidarlo. Me envuelvo en una gran toalla y, dándome ánimos, me friego con fuerza, antes de secarme lenta y meticulosamente. Tengo esencias florales para perfumarme: aceites de prostíbulos, dulces, penetrantes y embriagadores; aromas nuevos que evocan pecados antiguos de esclavas de la carne pagadas con dinero. Me satisface el disfraz. Me calzo unas zapatillas chinas de tela negra satinada, sobre unos calcetines blancos, de hilo, también chinos. No reconozco mis pies. Acostumbrada a los zapatos de tacón, a no ser mujer sin ellos, casi no puedo moverme a ras del suelo. Tendré que aprender rápidamente. Salto, giro, tarareo una canción de algún verano adolescente; la bailo. Me siento ligera, de vacaciones, joven nuevamente, despojada. Nada me ata a este lugar ni a ningún otro. Dentro de unas horas, cuando todo haya acabado, podré elegir el camino a tomar, la ciudad que más me guste, el idioma que prefiera. Soy, seré, auténticamente libre.

Ahora que me gusto un poco, que he comenzado a enamorarme de mí misma, quiero echarme una última mirada. La niña del tío Abelito, tímida y bobalicona, siempre pendiente de los ojos cercanos, de los comentarios ajenos, de la opinión de los demás, ha dado —como si fuera un aventurero valeroso o algún mercenario distraído— un paso al frente, un salto sin regreso, en el vacío.

A partir de hoy, podré hablar en la mesa, madre. Podré llevar la bandera, señora directora. Podré levantarte la voz, papá. Podré decirte, tío Abel, que te quiero más que nunca. Ahora entiendo el mensaje perdido y el porqué de tu vida, la razón de esa muerte sin razón alguna. Tu desaparición fue como un enigma hermético que no pude descifrar durante años. Ante el misterio sin respuestas de una ausencia dolorosamente encarnada, preferí no sufrir, olvidarlo todo: la suavidad de tus manos, tus cálidos abrazos, tus caricias silenciosas. Hoy puedo rescatarlas sin herirme, porque sé que fuiste el mensajero transitorio de una forma distinta de decir, desconocida; el esbozo fugaz de un lenguaje sin palabras, lleno de sangre y fuego, con sonido de alas.

Suena el timbre. Es Él que viene a buscarme, anunciando que su mujer ya se ha ido. Aún hoy, y aunque ya no me interesa, sigo sin entender su distraída manera de mirarme. Ni el nuevo color de mi cabello, ni la ropa que llevo puesta, tan inusual en mí, han llamado su atención; nada ha merecido ni el más mínimo comentario por su parte. Soy solamente el marco decorativo, y absolutamente prescindible, del sumidero donde arroja sus pasiones.