Si una mujer no traiciona, es porque no le conviene.
Cesare Pavese, El oficio de vivir
«Este es mi juego», le digo. Luego de una negativa inicial, apresurada, consigo convencerle de que aleje a su mujer de la casa durante unas horas. Es relativamente fácil lograr que me complazca. Insisto en la tácita deuda que había contraído conmigo cuando acepté sus juegos; argumento que, aunque tuviera toda la razón y sólo fuera un capricho femenino más, inconsistente, El puede otorgármelo, casi como un regalo final, de despedida.
En el mismo momento en que termino de decirlo, lamento absolutamente haber hablado. Pretendía que el adiós fuera simple. Es El quien insiste en complicarlo. Me llama imprevisible y loca, pidiéndome un sinfín de explicaciones, como si yo, pobre ilusa, fuera parte de sus propiedades. No obstante, puedo comprenderlo: está confundido, tiene miedo, no puede creer que yo me aleje de su vida.
Es tal su vanidad, su egocentrismo, que jamás admitirá que ni siquiera lo abandono, solamente me voy.
Viene a comunicarme el día en que su mujer no estará en casa. No me interesa conocer las mentiras a las que recurrió para lograrlo: cuanto menos sepa de su relación con ella más fácil será seguir adelante con mis planes.
—Eso sí —me asegura—, de regalitos de despedida, nada.
Desde que le dije que pensaba terminar con nuestra relación —en realidad con nuestras camas— y marcharme de su vida y también de esta casa, teme mi abandono, pregunta insistentemente si he cambiado de opinión, si veo con claridad la tontería que pensaba cometer —habla en pasado para asegurarse de que he desechado la idea para siempre—, si he tomado conciencia de lo mucho que El me hace falta.
Su conocimiento sobre mí es nulo, y sus opiniones sobre el sexo femenino se basan en dos o tres frases que aprendió en sus primeros años, seguramente oyendo a su padre, un funcionario de Aduanas retirado en Lloret de Mar, Girona. Está convencido de que la donna é mobile, y esto le basta para relacionarse con todas las mujeres.
Pero ahora, después de un primer movimiento en falso, ya no contesto nada, no insisto con la sinceridad. Detesto sus lágrimas encubiertas de ironía, sus lloriqueos disfrazados de prepotencia, ese débil espíritu insensible escondido tras un trabajado caparazón de músculos.