Me dejo persuadir por estos testimonios: estos niños pequeños que lloran su degüello y sus carnes asadas, gustadas por su padre.
Esquilo, Agamenón
El principio del fin: estamos en su casa.
En este hogar modelo reina la limpieza, el orden. Nuestros pies no dejan marcas en el suelo, brillante como los azulejos; las cortinas y los tapizados lucen impecables, sin rastro de manchas; todo huele a pino, a lavanda, a rosas sintéticas y a lejía pura. No hay posibilidad alguna de contagio en este ambiente aséptico. Todo está controlado por diminutos, minuciosos guardianes invisibles. Absolutamente muerto.
Comienza a llevarme por la casa como un guía turístico, sin interés, sin ganas, convencido de que a mí puede importarme que El tenga ordenador personal, cuatro vídeos, dos teléfonos inalámbricos, un horroroso dibujo de Subirachs, toallas de todos los colores, fax, lavavajillas, una cortadora de fiambres, una silla con orejas de ratón, zapatos italianos, whisky escocés, condones. Me doy por enterada. Lo tiene todo, sí, hasta una amante.
Ella ha dejado comida preparada en el microondas y una nota anunciándolo, cogida con un corazón imantado a la puerta de la nevera. Veo cómo la estruja casi sin leerla. Parece avergonzado.
—A veces se porta como si fuera mi madre…
—Llámala Yocasta —digo yo, poco imaginativamente.
—¿De qué estás hablando? —Y, sin esperar respuesta, se va hacia el dormitorio.
—Oye —le grito—, ¿tampoco conoces a Némesis?
Tarda un rato en responder:
—Detesto ese tipo de música.
Se ha quitado la camisa. Ya sin convencimiento y para mis adentros, repito que su torso es espléndido, mientras Él me pregunta:
—¿Piensas quedarte todo el tiempo con ese ridículo maletín en la mano?
Le respondo con un no distraído.
—Entonces déjalo.
No le hago caso y le doy la espalda, entretenida con una revista Hola que encuentro encima de la cómoda.
—¿No quieres besarla?
Cuando me vuelvo se ha abierto la bragueta, sacando afuera todo su orgullo masculino, huevos incluidos.
—Antes tengo que ir al aseo —le digo sin moverme un centímetro del lugar donde estoy.
Aún me encanta. Me he quedado mirando cómo la sopesaba entre sus manos, corriendo el prepucio para dejar el glande al aire, trazando círculos, como si aquel compacto ariete fuera un lazo corredizo y yo su presa fácil.
Sigo con la maleta en la mano. Soy una pasajera indecisa ante un cruce de caminos, dividida entre necesidades y deseos. Mi mirada lo excita, como siempre, y yo, encandilada nuevamente por su miembro, perdida la capacidad de raciocinio, recuerdo aquel poema sobre la melancolía que aprendí de memoria en el colegio de monjas:
La veo crecer, desmesurada,
y dejo escapar,
entre suspiros,
el hilo argumental que me guiaba.
El adelanta y retrocede la pelvis, llamándome. Unos segundos después, guiada por un viento silencioso, por una brisa apenas perceptible que me arroja a sus pies, desprendida de mis férreas convicciones, me encuentro de rodillas en el suelo, mirando hacia lo alto con la boca llena. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho. No sonríe.
—Cuidado con los pantalones —me dice—. Acaban de salir del tinte.
Quedo satisfecha y a la vez asqueada. No me atreví a tragarlo en su momento y ahora mi mano es un cuenco lleno de semen. Para abrir la puerta del cuarto de baño he tenido que usar los codos, haciendo malabarismos con el maletín del que aún no me he desprendido.
Lo miro a través del espejo: sigue en medio de la habitación, con el miembro tan erecto como si nada hubiera pasado. No puedo evitarlo, me calienta.
Ignora que lo observo. Se quita los pantalones y los dobla con mimo, colocándolos en una percha que cuelga en el armario. Mira a su alrededor sin mirar nada y, cuando finalmente cree estar seguro de que no hay testigos cerca, se pone de perfil frente al espejo, admirándose. Su intimidad me asusta. Lo desprecio.
Dentro de mi cabeza hay un ruido sordo, de combate. Necesito salir de la penumbra. Enciendo la luz de pronto, enfrentándome al espejo. Me reconozco, no me asombro: la que desea soy yo, la misma que desprecia. Acerco la mano a mi cara sin mirarla, para sorprenderme nuevamente con el olor del semen, cáustico y salvaje. Mi lengua se aproxima a esa densa bebida que conservo en la palma, se sumerge en ella y, decidida, la arrastra hacia la boca. Hundo también los labios; necesito gozar sin alharacas de la baba viscosa que cuelga de mis dientes, de mi puerca imagen espejada: los ojos laxos, semidesnuda, extraña ante mí misma. «¡Golosa!». Es un piropo obsceno para la mujer que mira desde el cristal de enfrente, la misma que, sacando su lengua hasta el exceso, limpia de mis manos, con minuciosa pulcritud, los últimos rastros del esperma que un momento antes casi despreciara.
—¿Me dejas mear?
No me daba tregua. Allí estaba nuevamente: siempre guapo, siempre varonil, siempre dispuesto; conservando los calcetines como única vestidura y el pene aún erguido, precediéndolo, como si fuera el arma desafiante de un guerrero infatigable.
—Por supuesto que sí, pero ¿podrás?
¿Cómo puedo pensar en destruirlo y al mismo tiempo seguir con mi deseo intacto? Nunca podré liberarme de su influjo; tengo ganas de Él constantemente y Él lo sabe; por eso, aun cuando trata de conservar ingenuamente la seriedad circunspecta de un hombre maduro y responsable, una risa burlona no abandona su cara.
—¿Me lo dices porque está dura? Cuesta un poco, quizá, pero es posible. Sobre todo si tú quisieras ayudarme…
Ha vuelto a cogerla con la mano, repitiendo el ritual del pesaje y el giro. Esta vez, sin embargo, no necesita descubrir el glande: está a la vista, orgulloso, con la piel tirante, rubicundo. Sospecho que mi glotonería es insaciable.
—¿Ayudarte? —le pregunto—. ¿Cómo?
—Aguantándomela. ¿Nunca en tu vida has hecho mear a un niño?
No, nunca, pero no quiero contestar esa pregunta, solamente le digo:
—No me parece divertido.
—Para mí puede serlo, sobre todo si después me haces una buena paja.
Empiezo a sofocarme. Mis pezones se endurecen, señalando al culpable. Invento una salida:
—Te propongo algo mejor. Méame encima.
Como yo, nunca lo ha hecho y, aunque no pueda confesarlo, se hace evidente que la idea lo atrae. Se le nota en la cara, pero también lo demuestran los pequeños movimientos convulsivos de ese miembro que no acaba de aquietarse.
—Estás loca. Lo ensuciaremos todo.
Su preocupación no es por mi higiene, sino por la integridad de las baldosas. Me quito las bragas y los pantys, lo invito a que me siga.
—Si lo hacemos dentro de la bañera no ensuciaremos nada.
—¿Te han dicho alguna vez que eres anormalmente viciosa?
No, no me lo han dicho, pero, aunque voy conociéndome un poco más, minuto tras minuto, aún no sé el alcance real de mis fantasías.
Cojo su sexo. Puedo sentir cómo se dilata dentro de mi mano y, apretando con fuerza, lo atraigo hasta que su punta toca mis costillas. Me humedezco los labios.
—¿Te das cuenta? Estamos separados por veintiséis centímetros —le digo—. Preferiría no tenerte tan lejos.
Abre la boca, deja asomar la lengua; veo cómo avanza hacia mí, húmeda y carnosa, separando los labios, huyendo de los dientes para caer en otra trampa parecida —húmeda también, también dentada—, en la que se sumerge por su propio gusto y donde, finalmente, yo la atrapo. La verga, mientras tanto, se ha abierto camino entre mis piernas, buscando un refugio que la ampare.
«La historia vuelve a repetirse», pienso. «Como el tío Abelito, me elevará en el aire». Es mentira y, si acaso lo hiciera, me dejaría caer para reírse. No lo dejo seguir. Tironeo apresurada de la poca ropa que aún lleva encima, arrojándola lejos, cerca de la maleta. Me meto en la bañera, desnuda por completo, y una voz conocida me susurra al oído: «Te arrastran las pasiones y pierdes la memoria. Has olvidado totalmente lo que te trajo a este lugar, idiota». Detesto que me insulten; la desoigo. Sé perfectamente bien que la memoria no me ha abandonado, descansa en mi equipaje y acudirá en el momento preciso, cuando la necesite.
—Ven. Méame.
Mira desconfiado y, luego, como un padre sin carácter frente a los caprichos de su niña, se quita los calcetines y me sigue sin demasiada prisa. Me estiro en la bañera sabiendo que mi cabeza está loca, que si no grito en un segundo volará por los aires. Cuando, abierto de piernas, El se para sobre mí, me cojo de sus tobillos, le muerdo las rodillas, meto sus huevos en mi boca, lamo sus muslos como un perro cariñoso, aúllo.
Sé que lo asusto, porque el miembro que ha aguantado todo, comienza a desinflarse.
—Ahora podrás mearme sin problemas. Hazlo.
Apunta al centro mismo de mis tetas y dispara un chorro caliente, interminable. Lejos de sentirme asqueada y vomitar, tengo un orgasmo casi sin tocarme y, aun así, la excitación no cede. Es un trozo de carne, me digo; sin sentimientos, con músculos y venas, nada más. Desecho las preguntas. Ya no tengo respuestas, o tengo demasiadas. Abro la boca para recoger las últimas gotas ambarinas que despide su uretra. Es como un té salobre, un poco tibio. Lo miro desde abajo: la sacude sobre mí como si yo fuera un mingitorio; con concentración, ensimismado. No puedo soportarlo.
—Abre la ducha de una vez, hijo de puta.
—¿Qué has dicho? Creo que te estás pasando.
—Que abras la ducha de una vez, hijo de puta.
Me pega con la mano abierta en plena cara. Trato de cubrirme con los brazos antes de que me pegue nuevamente, pero me agarra con violencia del cabello y me levanta. El pasado susurra: «¿Cómo te atreves, niña maleducada? ¡Contestarle así a tu madre!…». Chillo como un cerdo acuchillado. Me mantiene apretada contra la pared de azulejos, sus manos cerradas sin delicadeza alrededor de mi garganta, mientras su miembro, nuevamente duro, se cuela otra vez entre mis piernas. Le escupo la cara. Me llama asquerosa, en voz muy baja, con los dientes apretados, y empieza a escupirme él también intercalando insultos y palabras soeces. Soy profundamente penetrada; entre salivazos, guairas, putas, cerdas y —por qué no, ya que tiene buena memoria— caponas, no alcanzo a sentir nada, pero las siguientes embestidas, imprecisas, brutales, me quiebran de dolor.
—Mira, cabrona, el que tú llamas hijo de puta te está follando como nadie nunca te ha follado, ¿verdad? Venga, dilo, hazme ese favor… ¡Ah!… perdona. En realidad, no puedes. Pobrecita… la muñeca no puede hablar. ¡Pero puedes decir que sí con la cabeza, puta! ¡A ver, di que sí! Muy bien, así me gusta. ¿Verdad que aquí la única hija de puta eres tú? Perfecto. Buena chica. Te mereces un premio. Fíjate, aquí lo tienes, es más grande que un Oscar… Tú lo sabes bien, ¿verdad? Lo has medido. ¿Veintiséis centímetros me has dicho? Vaya desperdicio… en este mismo instante tienes dentro sólo dos, tres a lo sumo…
El sudor le ha pegado el cabello a la cabeza, corre desmesurado por su cara, señala cada rasgo. Miro cómo una gota se detiene indecisa en la punta de su nariz antes de lanzarse al vacío y estrellarse contra mi cuerpo. El, mientras tanto, sigue hablando.
—¿Verdad que es una pena? No te preocupes. Ahora espera, verás, te daré los veintiséis centímetros y todos de una vez.
Posiblemente me desmayo. Despierto sentada en medio de una ducha tibia. Fuera de la bañera, Juan Carlos se masturba frente al espejo.
—Ven aquí —le digo—, acábame en la cara.