Todas las mujeres que lo habían conocido fueron asesinadas. ¡Qué saqueo del jardín de la belleza! Bajo el sable, ellas lo bendijeron.

Arthur Rimbaud, Iluminaciones

Ayer me propuso un juego. Según El, sería una respuesta concreta a mis obstinadas y repetitivas preguntas sobre el carácter de las relaciones que mantenía con su mujer. No pensaba haber insistido tanto en el tema. Alguna vez me interesé por detalles precisos, pero estaba segura de haberlo hecho como una forma más de acicatear su excitación en medio de un orgasmo. Sin embargo, su seguridad me llenó de dudas. Quizá yo fuera mucho más celosa y posesiva de lo que podía permitirme imaginar.

Según sus absurdos planes, yo tenía que visitar a su querida esposa, avisarle de que iba a salir de viaje y pedirle que, si no le molestaba demasiado, se ocupase de mis plantas mientras me encontrara fuera de la ciudad, dos o tres días a lo sumo. No entendí la propuesta que me estaba haciendo y le respondí que no tenía intención de moverme de mi casa en los próximos meses. El repitió que era sólo un juego inocente, una diversión para todos y que, en realidad, yo no tenía que viajar a ningún lado. Lo único importante era poder dejarle a su mujer las llaves del piso con cualquier excusa.

—¿Dónde está la gracia? —pregunté.

—Viene luego —dijo—, en el segundo tiempo.

De cualquier manera, no pensaba adelantarme el resto: era una sorpresa.

—¿Y cómo sabré lo que debo hacer?

No debía preocuparme de nada: El me llamaría por teléfono para comunicarme el próximo movimiento. Era mi director de escena y esperaba que yo no le defraudara con mi actuación. Salió como siempre por la puerta de servicio, pero antes de cerrarla se volvió y me dijo:

—Recuerda, espero mucho de ti.

No me había dejado la posibilidad de negarme. Como siempre, estaba atada a su capricho, sujeta por mi debilidad a su deseo. Días y noches esperando su visita para esto. Nada. Me distraía con un invento absurdo, una chiquillada sin sentido, un entretenimiento poco convincente.

Cojo un juego de llaves. Luego de pensarlo mucho, me pongo la falda de paño azul y una chaqueta gris cruzada, zapatos y cartera negros, un antiguo pañuelo de mi padre al cuello y algunas gotas de Diorissimo, un clásico. Antes de salir me miro al espejo y decido recogerme el cabello que caía suelto sobre los hombros en una coleta desabrida. No puedo parecer sexy, soy una señora. Elimino también la pintura de los labios. Así adquiero un aspecto enfermizo que conviene a la situación: si le produzco pena no podrá negarse.

Me tranquilizaría saber qué estoy haciendo.

Se ha puesto contenta al saber que era yo y, abriendo la puerta de par en par, me ha hecho pasar con una sonrisa —debo reconocerlo aunque me cueste— muy amplia y simpática. Está leyendo un libro y me atiende con él en la mano, preocupándose por mostrar la portada. Para impresionarme, supongo.

—La insoportable levedad de ser Milán Kundera —digo con tono burlón—. El libro más superficial y pedante que jamás he leído.

No entiende la boutade y me contesta con aire distraído:

—¡Ah, sí! A mí también me encanta. Pase, por favor.

Como era casi previsible, y yo había podido comprobar cuando se mudaron, tienen muebles modernos. Puedo verla sobrevolando las secciones de Vinçon en busca de esa mesita torcida de falsa caoba con pie de aluminio que ella supone imprescindible, o vaciando las estanterías de Pilma munida de una tarjeta oro, absolutamente convencida de haber hecho una elección personal, de poseer un gusto inimitable y único.

—Una biblioteca surtida —comento, frente a una construcción irregular que parece caer hacia adelante.

—Mi marido y yo somos grandes amantes de la literatura —me miente sin avergonzarse.

—¿Y os gustan los mismos libros?

—No siempre. El adora la ciencia ficción.

Para estar a tono con las circunstancias, empiezo a mentir yo también:

—Jamás he leído nada de eso. Parece cosa de niños, ¿verdad?

—¡Sabe, yo pienso lo mismo que usted!

Está encantada de haber logrado una complicidad conmigo. Somos dos mujeres de hoy, con opinión propia sobre el mundo que nos rodea. Podemos hablar de literatura, criticar con desparpajo, elegir.

La descoloco.

—Tenemos muchas cosas en común. ¿Usted también usa Perlan?

La veo rebobinar buscando la ilación perdida. La ayudo.

—Yo antes usaba Washlan, pero he descubierto que el Perlan me sale más a cuenta.

Me encanta jugar con mi vecina. Representa todas las cosas que desprecio. Me giro nuevamente hacia la biblioteca inclinada.

—Volviendo a la literatura de ciencia ficción… Me gustaría saber algo más. Siempre es bueno conocer los resortes secretos de la sensibilidad masculina. Eso sí, quisiera empezar por un título de calidad. ¿Cuál prefiere su marido?

He vuelto a inquietarla. Estira el brazo hacia un ejemplar cualquiera. Me alcanza un reluciente tomo de la Fundación de Asimov. Juraría que jamás ha sido abierto.

—Este… este le pareció magnífico.

¿Cuándo hablarán de literatura? ¿Después de no hacer el amor?

—Sería ideal para el viaje. Algo divertido… Que me ayude a no pensar en las calamidades que me esperan. ¿Sabe?, es que tengo que viajar a casa de mis padres… No están muy bien de salud…

Perfecto. He logrado llegar elegantemente al motivo central de mi visita. Media hora después me voy de su casa sin las llaves de mi piso, pero con Asimov en la mano y una firme promesa: las plantas ni siquiera notarán mi ausencia.

Siete y media de la tarde. Suena el teléfono. Reconozco su voz inmediatamente, aunque parezca más ansiosa que de costumbre.

—¿Cómo estás, Hari Seldon?

—¿Qué dices? Soy yo, Juan Carlos.

No me había equivocado, el libra nunca había sido abierto.

Finalmente prefiere pasar por casa al salir del trabajo. Ilusionada, lo espero ligera de ropa, pero cargada de perfume y abalorios presuntamente eróticos. Parece no verme. Está enceguecido por la excitación, entregado por completo a la puesta en escena de esa misteriosa comedia en la cual soy al parecer la protagonista principal, aunque desconozca los detalles del papel que me han adjudicado. Pretende que me quede en casa fingiendo no estar. Que me esconda en el cuarto de baño con las luces apagadas y espere su llegada. Repite lo del juego inocente, lo de la agradable sorpresa que tiene preparada para mí, su muñeca. Lo beso en la boca. Sabe a whisky y se lo digo. Es una comprobación nada más, no hay crítica en ello. Se disculpa y corre al cuarto de baño sin terminar de oírme. No ha tenido tiempo de cepillarse los dientes; debo disculparlo, darle unos segundos, al menos se enjuagará la boca para quitarse el rastro de los pocos tragos tomados en la oficina a lo largo de una estúpida reunión de negocios. Lo sigo. Está de pie frente al lavabo, preocupado solamente por su aliento alcohólico. Me arrodillo ante él. Antes de desabrocharle la bragueta, cojo su paquete con las manos, beso la entrepierna, paso mis mejillas lenta y suavemente por sus muslos.

—Por favor, nena. Quédate quieta.

Me encanta meter la mano allí, por la bragueta abierta, entre los botones desprendidos y, sorteando camiseta y camisa, buscar otro tajo en la tela de sus calzoncillos por donde introducirme, hasta encontrar el trozo todavía dócil de carne sudorosa, para, como si se tratara de modelar arcilla, hacerlo crecer entre mis dedos.

—Nena, por favor, no sigas. No me he duchado desde la mañana.

El muy ingenuo piensa que puede importarme la ligera, seguramente imperceptible, suciedad de su cuerpo. Pese a sus reiteradas negativas, aprovecho el instante en que, después de una meticulosa higiene dental, se enjabona las manos, para sacarla fuera de su escondite y metérmela hasta los pendejos en la boca. Tira la pelvis hacia atrás, me esquiva.

—Lo estropearás todo.

Le juro con los ojos que no estropearé nada, que sólo quiero sentir cómo descarga el tibio semen sobre mi lengua árida, desértica.

Me coge por los hombros, me levanta, me da una palmada cariñosa en el culo y, devolviendo a su guarida lo que un segundo antes yo tenía entre las manos, escapa corriendo hacia la puerta.

—Ya habrá tiempo para eso luego. Si te portas bien, te dejaré jugar con ella toda una noche.

Yo no quiero promesas de futuros banquetes, tengo hambre ahora. Él, inexorable, sólo ofrece palabras.

—Recuerda. A las diez en punto apagas las luces, te metes en el cuarto de baño y cierras la puerta. Te lo juro: no te arrepentirás.

He sido obediente. Son las nueve y cuatro minutos y estoy en el cuarto de baño con la luz apagada, esperando que algo suceda. Escucho ruidos en la puerta de entrada, voces. Dejo de respirar para oír mejor. Me encuentro ansiosa, temblequeante, sin saber qué hacer ni a qué atenerme. «Es sólo un juego, es sólo un juego, es sólo un juego…». Aunque lo repita cien veces no llegaré a creerlo. Alguien se acerca a mi escondite. Me oculto en la bañera cerrando las cortinas y reconozco la voz de Juan Carlos, acercándose hacia donde estoy. Termina la frase ya dentro del cuarto:

—… es sólo un momento.

Oigo el clac de la puerta al cerrarse. Enciende la luz. Su mano aparece de pronto entre las cortinas de plástico, planea resueltamente hacia donde estoy, y, metiéndose entre mis piernas, escarba en mi vagina desprotegida, sin bragas y sin pelos.

—Te portas maravillosamente bien. Dejaré la puerta entreabierta. Ten cuidado, pero no te pierdas detalle.

Es su sombra la que habla. Me descubro haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza, como si pudiera verme. Apaga la luz, sale, y yo abandono sigilosamente mi escondite. Oigo cómo una mujer se ríe feliz en la cocina. Me siento ridícula. Asomo un poco la cabeza y logro verla: es su mujer, sin duda alguna, y, a sus espaldas, El hace extraños movimientos con los brazos, las caderas, la cintura. Una extraña danza, pienso. Finalmente la arrastra hacia el salón cogiéndola por el vestido y descubro su bragueta abierta, el sexo afuera, pesado y pendulante.

—¡Estás loco! No podemos hacer esto en una casa extraña.

Ella, sin convencimiento, lo reprende. Es evidente que en su voz hay cierto desconcierto, algún pudor, pero también una alegría auténtica, casi infantil, por el interés que ha despertado súbitamente en el hombre. El está cogido a su trasero, las piernas muy abiertas, calzándole el ahora rígido travesaño entre las nalgas, moviendo las caderas en redondo. Oigo un tam–tam lejano y le quito importancia. Sé que es mi cabeza.

—Ven aquí —dice El acercándola a la lámpara—, quiero que me la mames a la luz.

—Por favor, aquí no. Vamos a casa… podría llegar alguien.

La detesto. Sé bien que se muere por hacerlo. Coquetea.

—No hay de qué preocuparse… He cerrado con llave y he puesto las trabas. Chúpamela.

—No puedo hacerlo en esta casa… te lo juro.

Lo veo crisparse, cogerla del brazo con fuerza. Al fin, harto de pedir, exige. Yo dejo de pensar. Soy un par de ojos curiosos, unos oídos alertas, una sensación indefinible en el estómago. Por lo demás, he olvidado que tengo cuerpo. Veo cómo la obliga a arrodillarse frente a él; oigo cómo ella suplica, poniendo diferentes excusas: habla de los vecinos, de las plantas, de mi demostración de confianza al dejarle las llaves, de la cantidad de tiempo transcurrido desde la última vez que El le pidió aquello, de este capricho inesperado.

—¡Cállate de una vez, idiota! —Tiene el brazo de la mujer absolutamente torcido, la muñeca derecha apretada con fuerza contra su cuerpo—. ¡Qué me la mames, te he dicho!

Con ella es duro y brutal, pero, cuando mira hacia el lugar donde me ha dejado, sonríe satisfecho. Es un juego, sí: el juego de las humillaciones compartidas. Ella, finalmente, obedece. Quizá temerosa de un castigo más severo, mete sin más protestas el pesado miembro —que otra vez ha perdido su dureza— por completo en su boca, moviéndolo dentro de un lado a otro, puerilmente, como si se tratara de un caramelo exagerado. Sin embargo, lo que la mujer ha comenzado como una tarea indeseable, llevada a cabo de una manera deslucida y mecánica, pasa a ser, un instante después, una desesperada succión, una búsqueda voraz, la frenética inmersión en un placer largamente esperado. El afloja poco a poco la presión del brazo hasta soltarlo, y ella, liberada, responde a la confianza y, lejos de escapar, se abraza a las piernas de su dueño, intentando que lo que lleva dentro de la boca, ya crecido, no escape de sus fauces. Parece conocer muy claramente que entre el total y el casi todo hay sólo un paso, el de la náusea. Decidida, lo da y, al hacerlo, se le quiebra la espalda, corcovea, se le oscurece la cara, produciendo unos ruidos cavernosos, subterráneos. Se diría que la mujer arrodillada tiene entre los dientes un animal cautivo, herido, luchando por salvarse. Cuando, ganada al menos una primera batalla, el preso se ve liberado de su celda, su apariencia es espléndida. Semeja un monumento mórbido de una sola pieza, envuelto en brillos y humedades; un monolito palpitante. La mujer, exhausta, derrotada, lo observa de rodillas, sin atreverse a hacer ni un movimiento.

Es finalmente él, el instrumento, el que se acerca de nuevo hasta la boca que lo mantuvo preso y, apoyándose en los labios firmemente cerrados, los recorre con una suavidad insospechada en un cilindro de tal envergadura, pareciendo incitarlos a abrir las rejas nuevamente para así volver a encarcelarlo.

Un instante después, la delicada lengua femenina se pasea otra vez por el descomunal engendro, desde el glande satinado hasta los huevos, jugando con cada elemento, recorriéndolos: repta hasta la cúspide y se introduce en el pequeño orificio buscando dentro vaya a saber qué cosa, vuelve a subir por los costados, rodea la cabeza ruborosa, avergonzada, se desliza nuevamente hacia la pelvis, friega el escroto con firmeza, como si quisiera limpiarlo. Sus manos, mientras tanto, recorren las piernas ligeramente arqueadas, se instalan en los muslos, insisten en bajar un poco más los pantalones; acarician las corvas, sortean las rodillas; tratan de llegar, furtivas, silenciosas, al ano oculto entre las nalgas contraídas.

—¡No vuelvas a hacer eso, estúpida!

La ha empujado lejos de sí con tal violencia, que ella cae hacia atrás golpeándose la cabeza contra uno de los sofás, recio e inconmovible pese al color insustancial de arena húmeda. Escucho los gritos y las risas de dos niños, insultos, botellas que se rompen, un sonido en la frente. Caigo de espaldas, como la otra, sintiendo deshacerse debajo de mi cuerpo mis sueños infantiles, mis castillos y princesas. El se agacha hacia ella. Supongo que, arrepentido, ha decidido auxiliarla. Me equivoco. Le coge las piernas por los tobillos, le da la vuelta. Veo cómo levanta el vestido y le rompe de un tirón las bragas, dejando al aire el culo, sonrosado y flojo. Cuando vuelve a ponerse de pie para quitarse los pantalones, aprovecha el movimiento para brindarme una exhibición completa de su perfil erecto. Se ha dejado los calzoncillos puestos, con todo su brutal aparato asomando por la estrecha bragueta, y, luego de sobrevolar con una mirada rápida el lugar donde me encuentro, se escupe en una mano mientras con la otra rodea el grueso tallo por la base, con fuerza sostenida, para que el peso de ese fruto sonrojado que ha decidido lubricar parsimoniosamente no desgaje la rama. Luego, vuelve a agacharse sin ninguna prisa. Ella sigue en la misma posición que El la ha dejado. Clavada sin destreza al suelo de madera, con los brazos en cruz y las regordetas piernas encogidas, la cara vuelta hacia un lado, sin moverse, parece muerta, hasta el momento en que él, de un solo golpe, se la mete en el culo.

El grito es de dolor; el llanto, auténtico.

Trata de escapar arrastrándose, como si estuviera herida, pero se ve aplastada contra el suelo por dos brazos poderosos, mientras la pelvis del macho adelanta y retrocede, cada vez con más fuerza, produciendo un chasquido indecente, de cachetada sobre lágrimas, al golpear contra las nalgas flojas. Suplica, pide, la mujer; y murmura por favor, dice dios mío, grita basta, mientras el miembro del hombre, poderoso y durísimo, penetra y sale, sale y penetra, una y otra vez, entre las dos redondas masas de carne blanda.

Durante unos minutos todo sigue igual, como si los tres, convertidos en piezas inseparables de un sofisticado artilugio, sólo pudiéramos repetir un movimiento único. Ellos, la cadencia pendular y rítmica, sonora; yo —sin vida propia, ausente de mí, fijada en ellos—, una agonizante respiración entrecortada. De pronto el vecino de arriba, el semental que compartimos, detiene el mecanismo, retrocede, se pone en pie, va hacia la luz y, exageradamente sorprendido, se señala el sexo con la mano abierta.

—¡Me has ensuciado, guarra! ¡Ahora tendrás que limpiarlo con la lengua!

La ha cogido por el cabello y, tirando de él como si fueran riendas, la levanta del suelo y la obliga a arrodillarse, haciendo que aproxime la cabeza a su entrepierna.

—Limpia, asquerosa, límpialo con saliva.

Ella lo mira, envilecida, y obedece. No es la misma mujer que invita a tomar café de Colombia en tazas de porcelana china, la que lee a Kundera y conoce a Monet. La veo repetir sin asquearse toda la ceremonia previa al enculamiento, aunque se diría que ahora el recorrido se ha hecho más rutinario, menos minucioso y exhaustivo. Estoy dispuesta a ir gateando hasta ellos e imitarla, convencida del goce que revelan sus jadeos, cuando en medio de mi fiebre veo la mitad de su cara iluminada por la inmisericorde luz de la lámpara halógena. No hay ningún placer en ella. Está descompuesta por el sufrimiento, llorando. Apoyo la cabeza contra los azulejos fríos. Me alivia. Repito la operación con los pezones —calientes como brasas—, con los labios resecos, con el vientre. De cara a la pared y de rodillas, me estiro hasta el lavabo, tratando de alcanzar un tubo sin usar de pasta dentífrica. Lo logro y, al hacerlo, caigo al suelo con las piernas abiertas.

Cuando el hombre de allí afuera, mi vecino, entre gritos de cerda, puta, guarra, estertores y movimientos convulsivos, eyacula con espesos borbotones sobre la cara de su esposa, retiro de mi vagina lacerada el improvisado pene.

Mi mano está mojada, llena de sangre.