Cualquiera tiene la posibilidad de observar que una hiena, que en el año presente es macho, al siguiente estará convertida en hembra; en cambio, si ahora es hembra, pasará a ser macho. Estos animales adoptan uno y otro sexo, cambiándolos cada año, y pueden ser esposo y esposa; de esta forma no se comportan con actitudes arrogantes…
Claudio Eliano, De Natura Animalium
Se ha tirado en la cama ocupándola toda, con los brazos detrás de la cabeza, las piernas abiertas y una punta de sábana, oficiando de hoja de parra, metida entre ellas. En el televisor, un partido de tenis. Logro reconocer los muslos rozagantes de Boris Becker y pregunto:
—¿Divertido?
—No mucho.
—Entonces, ¿por qué lo miras?
—¿Hay algo mejor que hacer?
Ha respondido sin mirarme ni cambiar de actitud. No parece contento con mi presencia.
—Ya me he duchado.
—Pese a todo quisiera verlo. El partido, digo.
—Perdona. ¿Te apetece tomar algo? Puedo prepararlo.
—Un café doble.
Voy hasta la cocina y, cuando vuelvo, su posición no ha cambiado.
—Lamento decirte que no queda azúcar.
—¿Te has fijado bien?
—Sí, con seguridad. No queda.
—Lo tomaré amargo. Con leche.
Me parece perfecto. Busco la bandeja que ya estaba preparada y la apoyo sobre la cama, a su lado. Coge la taza sin mirarme ni decir nada. Pretendo ser simpática y, luciendo mi mejor sonrisa, le digo:
—Gracias, cariño…
Con la vista fija en una publicidad de yogures, me responde:
—Nadie te pidió que lo hicieras.
Tiene razón, pero yo debía darle los somníferos.
Se ha dormido sin terminar el café. Levanto el servicio y lavo meticulosamente tazas y platos. Vuelvo a su lado. Sentada en la cama, junto a la cabeza que cae hacia un lado, lo llamo, subiendo la voz cada vez que repito Juan Carlos. Levanto uno de sus brazos y lo dejo caer; aunque con mucho más esfuerzo, hago lo mismo con una pierna, y luego, para no privarme del morbo que me causa, con su sexo, magnífico también cuando descansa.
Ahora que el alma parece haberlo abandonado, sus rasgos se ven de otra manera. No puedo decir que no me gusten. Tiene la boca sensual —con el labio inferior más destacado por un mohín caprichoso—, el mentón definido. Las cejas oscuras, muy arqueadas —casi dos trazos simétricamente dibujados, que dan a su cara un aire antiguo, de postal pornográfica—, remarcan aún más las pestañas, ya de por sí gruesas y tupidas, quitando protagonismo a la nariz que sin embargo es importante.
Lo tengo a mi merced, pendiendo de mi mano, sin negativas ni prejuicios; abandonado a su suerte, que ahora comienza a parecerse cada vez más a mis caprichos; tan despojado que, por no tener, no tiene ni cosquillas. Recorro su cuerpo, buscando sin confesármelo el secreto de mis calenturas. El torso me acoge, las piernas me gustan, su sexo despierta mi hambre, pero es el olor de su piel, terroso y húmedo, lo que definitivamente desequilibra mis deseos, trasladándome a un mundo de impresiones difusas, reduciéndome a recuerdos.
Vuelvo a ser niña, antes del pecado y la conciencia, nuevamente encerrada en un tiempo de sensaciones inexplicables donde el dolor no tenía nombre y el placer era anónimo. Regreso al bosque, a la laguna, a una sensación pringosa trepando desde la planta de mis pies a los tobillos; revivo la excesiva, casi desagradable, tibieza del agua —turbia, amarronada— que me cubre más allá del ombligo, mientras los otros ríen y se besan en ese espacio de límite impreciso, con sus cuerpos desnudos, del color de la cal iluminada, imitando la ropa que se seca al sol, como ellos, aunque más estática, sin besos y sin risas, colgada entre los árboles que se elevan y caen, tamizando la luz, rozando la opaca superficie del agua sin atreverse a atravesarla.
El miedo está encarnado en las patas de una araña, en la altura de una roca, en la profundidad que desconozco. La palabra muerte aún no existe. Sólo esta plenitud detenida, estas aguas arcillosas confundiendo el sexo de los cuerpos, resaltando la blancura de las risas, alejando los ritos cotidianos, aburridos.
Paseo mi nariz por todos los rincones del macho dormido —un héroe derrotado, mitológico, un titán cansado— tratando de encontrar algún olor desagradable, ese hedor que rechace por igual mis recuerdos infantiles y mis actuales fantasías, devolviéndome a este cuarto vulgar, a esta cama ajena, a este cuerpo totalmente tangible y sin leyendas. No se ha duchado, no está limpio; al menos tiene encima todas las horas que llevamos juntos y, aunque en cada rincón de su piel encuentro rastros de nuestros sucios juegos, no me desagrada; es más, me gusta. Comprobarlo, sin embargo, intranquiliza.
Necesito pensar, robustecerme, y me acuesto a su lado, dejando que mi cabeza descanse sobre uno de sus brazos. Nunca estuve así con El despierto. La sensación es agradable, me adormece. Cuando otro trueno —es el tercero— me saca sin ternura de mi ensueño, salto sin dudarlo de la cama. Ignoro la cantidad de tiempo que he perdido durmiendo, pero, si no me doy prisa, el efecto de las pastillas desaparecerá. Desocupo una mesilla de noche tirando al suelo todo lo que encuentro encima —un libro, revistas, crema para las manos, un señalador de cuero— y pongo en su lugar el maletín abierto. La cama tiene ruedas. La ubico en medio de la habitación: así podré moverme alrededor y aliviaré el trabajo. Abro el frasco de aceite y el olor a canela inunda la habitación. Un coro de niñas me canta: «Arroz con leche, me quiero casar, con una señorita de San Nicolás…».
—¡Vaya tontería!
Ante mi exclamación en voz alta, el coro se aleja y vuelvo a mi tarea. Las piernas pesan mucho, pero menos que el torso, y, aunque moverlo me cuesta, en unos minutos logro ponerlo en la posición que quería. Le unto con aceite tobillos y muñecas porque por allí pasarán las ataduras y no quisiera que se lastime. No tengo experiencia en hacer nudos, sin embargo, un momento después, los cuatro trozos de cuerda cuelgan de sus extremidades hasta el suelo alfombrado, y yo me siento satisfecha. Los brazos irán atados a las patas delanteras de la cama; las piernas izadas hacia atrás, cogidas al cabezal de hierro. La posición no es cómoda, por eso pongo bajo la cabeza un cojín de plumas doblado en dos. Así, el mentón le toca el pecho; sus orejas, aunque a muchos centímetros de distancia, quedan justo debajo de las rodillas, y el ojo de su culo al descubierto, sin obstáculos.
Veo agua afuera, golpeando contra los cristales. Ha empezado a llover torrencialmente. Pongo el casete que he traído y lo pruebo unos segundos, ajustando el volumen. Hago otro tanto con la cinta de vídeo. Me alejo hasta la puerta para tener una perspectiva general de mi obra. Tengo ante mí a un animal cautivo, a un prisionero; una frágil criatura desprovista de nombre, de voluntad y de sexo.
Hay ruido de palabras en mi cabeza, acusándome. No me preocupa. Son como insectos molestos, pero inofensivos, a los que puedo alejar con un ligero movimiento de la mano.
Ensayo los mandos a distancia. Todo está bien. Hasta que el rehén despierte podré descansar tranquila, con una copa de agua fresca —¿por qué no de lluvia?— entre mis manos.
—¿Qué harás conmigo?
Está despierto. Esperaba un grito de horror o de furia, un insulto, cualquier cosa menos esta pregunta desprovista de emoción, dicha en un tono de voz casi inaudible.
—¿Vas a matarme, verdad?
Es como si deseara que lo hiciera; como si la muerte no fuera lo peor, sino, por el contrario, lo más piadoso que pudiera infligirle.
—No, no pienso matarte. No podría.
—Entonces suéltame. Esta posición es ridícula. Casi no puedo hablar.
Juan Carlos ha vuelto a aparecer, le reconozco. Allí está nuevamente, mostrándome sus mañas.
—Tampoco puedo soltarte. Antes tengo que hacerte probar tu medicina. —Una frase ridícula, lo sé, de película barata.
—¿Medicina? ¿De qué estás hablando? Venga, suéltame de una vez. Mi mujer llegará en cualquier momento.
—Tu mujer no volverá hasta mañana.
—¿Qué hora es? ¿Cuánto hace que duermo?
—No demasiado. Aquí está el reloj, ¿puedes verlo?
Enciendo la luz. Gira la cabeza hacia la almohada, como si tratase de ocultar la cara.
—Por favor, apaga.
Es la primera vez que dice por favor desde que lo conozco. Igual no le hago caso. Me acerco a la ventana y descorro las cortinas.
—¡Estás loca! ¿Pretendes que me vean?
—Podría contestarte «quizá sí» a la primera pregunta, no, a la segunda. Está lloviendo a cántaros. ¿No lo ves? Hay viento también, y muy fuerte. No hay nadie en los balcones.
—¡No me importa! ¡Te he pedido que cierres! ¿Qué quieres? ¿Chantajearme?
—Tampoco. Sólo quiero jugar un rato contigo.
—¡Déjate de tonterías! ¿Qué quieres, que te folie? No tienes más que pedírmelo.
—Ese no es el único juego posible.
Tironea de las cuerdas tratando de zafarse.
—No podrás desatarte. Los nudos son muy fuertes. Te lastimarás.
—¡Acaba de una vez con esto, estúpida!
—Te equivocas en la manera de pedirlo. Ahora la fuerza no está de tu parte, así que es mejor que no me insultes.
—¡Suéltame, te digo… hija de puta… perra…! ¡Suéltame ahora mismo!
—Estás gritando. Es una tontería. Tendré que amordazarte.
Es un gran luchador, fuerte y valeroso pese a su inferioridad de condiciones.
—Ahora que has dejado de gritar, escucharemos música.
El pañuelo estampado le divide la cara en dos haciendo resaltar sus ojos, pero también el miedo que se ha apoderado de ellos.
Aprieto el play de la platina y unos segundos después la voz de Jessye Norman ocupa el espacio de sus insultos y mis explicaciones con unas canciones invernales, tensas y melancólicas.
—Perdón, pero no he podido componer la banda sonora. Es que el montaje de las imágenes me llevó muchísimo tiempo… ¡Ah!, tú no debes tener ni idea de lo que te estoy diciendo. Quería hacerte ver unas películas muy interesantes, aunque con escenas un poco crudas… asquerosas, vaya. Espero que no hieran tu sensibilidad. Son hombres también, pero con un concepto un poco desviado de la sexualidad. ¿Cómo los llamarías tú? ¿Maricones… sarasas… invertidos… gays… homosexuales? Bueno, lo mismo da, la cuestión es que aquí los tenemos en acción. Fíjate, ¿no la tienen pequeña, verdad? Se besan en la boca, se acarician… Es ridículo, parecen imitar a un hombre y una mujer. No hablo de ti conmigo, no. Lo nuestro ha sido exclusivamente sexual, sin lamentables ternuras de este tipo. ¿Quién crees que se follará a quién? Yo apuesto por el de los bigotes oscuros; tan mexicanote él, tan macho. Sí, el pasivo es el más joven, ese rubito con cara de no haber roto nunca un plato… Aunque mira, el pequeño tiene una erección espléndida… Se miran, se cotejan, el moreno se agacha, ¡y se la mete en la boca! ¡Vaya marrano! Ahora hacen un sesenta y nueve… el pequeño le pone crema en el trasero al machote… que se tira en el diván y levanta las piernas… mientras el rubio lo amenaza con el arma en la mano… el moreno se separa las nalgas con los dedos, cierra los ojos… se humedece los labios con la lengua… ¡y se la traga toda! Dime, Juan Carlos, ¿no te pone a mil? Déjame ver… No, a ti no. Es una pena, porque a mí, mira.
Tengo el consolador en la mano. Acabo de sacarlo del maletín y se lo muestro en alto, como si fuera un trofeo. Dejo caer el albornoz y empiezo a colocarme las tiras alrededor de las caderas. Lo hago cuidadosamente, sin ninguna prisa.
—Es un buen falo. Del tamaño del tuyo, prácticamente exacto. Tiene a su favor que no se aplaca nunca, y también que, una vez usado, puede guardarse en cualquier cajón.
Camino hasta el espejo. Envarada, tratando de percibir la diferencia en esta prolongación hacia adelante de mi cuerpo. Es una verdadera prótesis: no siento nada. Retrocedo unos pasos y vuelvo a mirarme de frente y de perfil, entrecerrando los ojos. Ahora sí, al fin tengo el poder entre mis piernas. Soy dueña de la porra policial, del cetro del monarca, del báculo papal, del bastón de mando.
Me veo demacrada y ojerosa. No me vendría mal un poco de pintura. Desde la cama, mi esclavo sigue los pasos de su ama con la mirada presa, igual que él, del miedo. No tengo prisa. Delineo con precisión el contorno de los ojos, pongo un poco de color en mis mejillas y exagero el trazo de la boca con un rojo violento. Quisiera oler a flores. Me perfumo.
Las palabras de Hesse hablan del atardecer y de las pérdidas, de la dulce decadencia de la vida. La mujer que las canta tiene nombre de orquídea —una flor lejana, de apariencia muy frágil—, pero también una cicatriz en la cara que la muestra carnal y vulnerable. En la pantalla del televisor otras mujeres se confunden, sudorosas, en sus juegos lésbicos. Tienen los pezones oscuros, prominentes, dibujados; frutos de tierna madurez, flores carnales. Miro los míos y los encuentro opacos. Los pintaré de rojo, del mismo rojo de los labios. El pincel los enciende y los despierta, transformándolos.
Vuelvo a apagar las luces. Sólo el televisor destaca ahora el cuerpo de mi víctima y proyecta a sus espaldas sombras diferentes, formas cambiantes. Me pongo de rodillas entre sus piernas levantadas. Ya no lucha. Sus manos están casi tan laxas como el miembro, que descansa caído hacia un costado. Mientras me inclino sobre él, la lluvia, absolutamente desaforada, continúa cayendo, golpeando con fuerza de nudillos los cristales de la ventana. Sus ojos esperan una respuesta que no obtendrá, al menos en palabras.
Canela nuevamente. He comenzado a lubricar la prótesis que, imperturbable, conserva su erección. Luego paso a aceitar sus nalgas; con un masaje circular, cada mano a cada uno de los lados y los dedos pulgares escapando hacia el centro, hacia el ojete convertido en cima y que, como el cráter de un volcán, apunta al cielo, desplazado por completo de su eje. La víctima comienza a comprender la intención del verdugo. Es demasiado tarde. El ariete ya enfila hacia la fortaleza, dispuesto a derribar cualquier impedimento, decidido a penetrar profundamente en aquel inmóvil cuerpo ajeno. Los ojos del atado se pasean de la incredulidad al pánico, transitan por la desesperanza, se detienen en el dolor, se desbordan de lágrimas.
—Ya está —me oigo decir ratificando la evidencia—. La tienes toda dentro.
No hablo de mí. Yo estoy fuera. La mirada no basta, ni siquiera el falso apéndice. El látex no tiene sentimientos.
—El dolor humaniza. Te volverás más tierno.
Soy yo la que habla, justificándose. Casi al mismo tiempo, un chirrido agudo, arrastrado, se superpone a los lamentos de mi víctima. Es la puerta del armario que se abre lentamente. Un extraño animal bicéfalo, de numerosas patas, empieza a asomarse entre las sombras. Somos nosotros dos, unidos en la imagen plana del espejo, observados por una cantidad imprecisa de imperturbables fantasmas vestidos de mujer. Deshago el nudo que nos ata, salto de la cama y enciendo una luz para espantarlos. No hay nada más que ropa femenina colgando de las perchas. Y zapatos. Ordenados, lustrosos, esperando en silencio el momento en que deberán acompañar los pasos inseguros de su dueña.
De pronto me doy cuenta de que he olvidado en algún lugar mi hombría. Me giro. Está allí, y allí se quedará: dentro de El, con El, entre sus nalgas.
Antes de salir vuelvo a mirarlo. No me convierto en sal, pero me invade la tristeza. Sus pantuflas están debajo de la cama.