El encuentro con otra persona es siempre encuentro con la propia sombra.
Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke,
La enfermedad como camino
¿Nuestro primer encuentro? Fue maravilloso. Era un atardecer de diciembre, lluvioso y frío, y yo llegaba de hacer las compras de Navidad, cargada de paquetes con regalos. No había nadie en la entrada ni en la portería, ninguna cara conocida con ganas de ayudarme por ninguna parte. Apoyé el codo sobre el panel de los porteros automáticos y varias voces preguntaron al unísono quién llamaba; sin ninguna simpatía, dejando bien claro que ese ruido intempestivo había interrumpido un momento importante de sus vidas. «Correo comercial», dije, y alguien, por puro despiste, me abrió la puerta, mientras los demás, simplemente me puteaban. Ya dentro, pulso como puedo el timbre del ascensor y, al hacerlo, me rompo una uña. Mi madre decía que era un buen presagio, posiblemente para gratificarse frente a lo que consideraba un verdadero desastre. Frustrada por no poder siquiera llevarme el dedo a la boca, en ese mismo instante alcanzo a percibir que alguien salido de la nada respira agitadamente detrás de mí, a menos de medio metro de mi nuca. Quedo paralizada por el miedo, sin atreverme a volver la cabeza para ver de quién se trata. Meses antes, en el mismo ascensor que yo estaba esperando, habían acuchillado a una mujer luego de violarla y, aunque todos los vecinos desfilamos frente al cadáver soportando apenas la desoladora visión de aquel cuerpo ensangrentado, nadie pudo reconocer a la víctima. No vivía ni trabajaba en este edificio, nunca lo había hecho; no era conocida ni amiga de ninguno de los inquilinos. Tampoco se encontraron sobre ella señas particulares, cartera, joyas o documentos personales. Los diarios consignaron el hecho en una escueta noticia que sin embargo aportaba algunos datos precisos: su edad aproximada, el color de sus ojos y cabellos, la altura y el peso, la talla de sus zapatos. Era como si me describieran a mí: todo coincidía. En el sumario policial la llamaron N. N., las mismas iniciales de mi nombre. Viví un silencioso calvario durante varios meses. Estaba convencida, aunque temía decirlo, de que aquella muerte era en realidad la mía, que esa mujer tendría que haber sido yo, y ese final, sangriento y sin testigos, el de mi vida. Por algún extraño e inexplicable giro del destino los personajes se habían confundido, y ella, una mujer sin nombre, ocupaba mi lugar en una tumba con mis iniciales.
Ahora el asesino estaba nuevamente ahí, a mis espaldas, dispuesto a no volver a equivocarse, a asestar el golpe definitivo sobre la auténtica víctima. Su aliento llegaba hasta mi cuello y supuse que, en unos segundos más, sentiría el filo frío de acero introduciéndose en mi carne, desgarrando los riñones, tiñendo con mi sangre navideña los paquetes multicolores, primorosamente envueltos.
¿Cómo sería el dolor? ¿Cómo llegaría la muerte? ¿Se llevaría el asesino los regalos? ¿Cuál era el móvil verdadero de este crimen aparentemente sin sentido? El ascensor se detiene. Me sobresalto. Aún estoy viva. Una voz de hombre, cálida y potente, pregunta: «¿Sube?». No iba a matarme allí. Como a la otra prefería hacerlo dentro, cuando el ascensor se pusiera en movimiento. Seguramente quería cerciorarse de que esta vez yo era yo, la verdadera. Tendría que arrojarle los paquetes a la cara y correr hacia la calle, pedir auxilio a la gente que pasara, a los vecinos; cualquier cosa menos encerrarme con un asesino despiadado en ese cubo de metal, en esa urna funeraria de reluciente aluminio. Contradiciendo una vez más mis pensamientos, colmando mis deseos, las piernas, lejos de escapar, se dirigen con total convencimiento, sin ninguna duda, a lo que será mi penúltima morada. Aquel ascensor se convertía, por obra de ese hombre sin rostro que estaba a mis espaldas, en un ataúd con dirección al cielo, la última habitación compartida de mi vida.
De pronto, en medio de estos pensamientos, el presunto asesino hace un movimiento que confundo con el final, y toda la tensión acumulada se escapa con un grito ridículo. Los paquetes caen al suelo, mientras mi cuerpo, que seguía la misma dirección, se ve sostenido por un par de brazos sudorosos y fuertes. Mi mano izquierda —laxa, distendida— roza una pierna desnuda con abundante vello, y la cara del hombre más guapo de la tierra se acerca a mi cara con una pregunta en los ojos. Nuevamente un sueño, pienso, y no quiero despertarme, no por ahora al menos. La puerta del ascensor choca contra nuestros cuerpos confundidos una y otra vez, intentando cerrarse. Mi galán sudoroso se agacha y, mientras me sostiene con uno de sus poderosos brazos, recoge con el otro los paquetes desperdigados por el suelo. Lo veo desde arriba: la nuca completa, retazos de los hombros, y un trozo de la espalda y el pelo: moreno, brillante, raleando un poco cerca de la frente. El vestido de punto que llevaba bajo el abrigo, cubriéndome con sumo recato las rodillas, ha trepado casi hasta la cintura, dejando a la vista una buena porción de mis muslos lechosos barrados por ligueros negros. El, indiferente a esa visión sensual de mi persona, arrastra mi cuerpo sin contemplaciones hasta apoyarlo sobre la pared del fondo y, cuando las puertas finalmente se cierran, yo quedo allí, con los pies cubiertos de regalos, como un ridículo árbol de Navidad desencajado. Vuelvo la mirada hacia mi desconocido acompañante. Lleva zapatillas blancas, calcetines, y un pequeño, corto y semitransparente pantalón deportivo de tela sintética, que muestra más que sugiere sus glúteos de poderosa estructura. Se ha quitado la camiseta y, de espaldas a mí, se seca con ella el sudor de la cara y los brazos. Yo, envuelta en lanas y franelas, no puedo creerlo. «Es lo que suponía: un asesino. Al menos a mí me está matando». He pensado en voz alta, supongo, porque se da la vuelta con una congelada cara de sorpresa. Apenas tiene vello en el pecho, el vientre duro y plano, el ombligo pequeño, bien dibujado. Sobre la piel morena se destacan dos manchas de un tono más rosado; una sobre el antebrazo derecho, la otra en un muslo, cerca de la entrepierna. Los ojos se me quedan clavados en la segunda cicatriz —una quemadura superficial pero extendida, dolorosa sin duda— y, como si mi mirada hubiera puesto en marcha un mecanismo oculto, su pequeño pantalón deportivo se hincha repentinamente hacia adelante, y, tras un movimiento convulsivo, deja escapar por la pernera izquierda un sexo de tamaño imponente, de aspecto triunfal, con el tallo rotundo y la cabeza descubierta. Nos quedamos así, frente a frente, sin movernos, hasta que el motor se detiene, la puerta del ascensor se abre y la estúpida mujer del doctor Caravaca pregunta inocentemente desde el rellano: «¿Suben o bajan?». Por unos segundos nadie le contesta. La cara de mi deportivo acompañante se ha puesto casi tan roja como su glande, mi vecina hace ademán de entrar, y yo, para evitar que lo haga, grito «¡Bajo!», y empiezo a recoger paquetes. De todas formas, El sigue cubriendo la entrada con su cuerpo, y —siempre de espaldas a la incordiante mujer del odontólogo catalán con nombre de ciudad murciana— no permite que la puerta se cierre, aunque tampoco que ella entre. Al empezar a incorporarme, cargada de paquetes, campanitas y lazos, veo que, a unos pocos centímetros de mis labios, la criatura espléndida de rubicunda testa continúa fuera de sus aposentos, conservando casi inalterable su gallarda apostura. Antes de bajar, logro rozarla con los labios entreabiertos, mientras la insípida rubia del apartamento C, la mujer del dentista, se apresura a ser simpática conmigo. «¿La ayudo?», me dice, con una desangelada sonrisa de compromiso que se convierte en electrizada mueca de desagrado cuando, de un tirón, quito de sus manos enguantadas los paquetes que, por propia iniciativa, había decidido transportar hasta mi puerta. No me importaba nada no ser gentil, y mucho menos elegante.
En el ascensor que se alejaba había escapado mi felicidad sin que yo hubiera hecho nada para retenerla. Llorando de impotencia, desbordada, corrí hacia mi casa, tratando de recordar en qué cajón preciso había guardado el válium.
Tengo la boca llena de fregonas, tampones, trapos de cocina. La cabeza me pesa, y un ruido asqueroso, estridente —¿el canto de un grillo?— me saca de mis sueños.
Tomo un trago de agua y mojo dos dedos en el vaso. Estoy ciega. Quizá, como un mesías, pueda hacer un milagro y, humedeciéndome los párpados, devolverme a mí misma la vista que he perdido. Después de unos segundos de espera, con la mirada fija en el pequeño objeto cuadrado de color impreciso que al menos ocupa el mismo espacio que ocupaba el reloj, puedo distinguir las agujas: las siete menos cuarto.
La chicharra de nuevo. No es un insecto el timbre, no podré aniquilarlo. Me arrastro hasta la puerta. Al otro lado de la mirilla espera un ser diminuto con impermeable oscuro. «La policía», pienso, «que vendrá a detenerme por algo que no he hecho». Abro medio dormida, dispuesta a acompañarlos adonde quieran llevarme. Al menos en la celda podré seguir durmiendo sin bichos que me despierten con sus cantos extraños.
—Soy yo, Juan Carlos.
No logro ver su cara ni sé quién es Juan Carlos, pero antes de que pueda darme cuenta de nada, ya se ha metido dentro, ha cerrado la puerta y me dice, sonriente:
—En el ascensor has olvidado algo. Venía a traértelo.
Allí, bajo la gabardina que cubre su exhibicionismo, bajo su capa de elegante mago ciudadano, están el objeto olvidado y mi recuerdo perdido, fundidos en uno, pendiendo entre sus piernas como la paloma hipnotizada de un ilusionista.