CAPÍTULO DIECISÉIS

La plaza estaba colmada, había tres grandes estacas con grandes montones de pajas, ramas y combustible para que todo saliera a la perfección. La gente estaba excitada, iban a ver arder y gritar a los demonios que habitaban dentro de los eternos judíos. El espectáculo, ver el sufrimiento y el dolor que es capaz de producir el fuego purificador del alma. Prácticamente no se podía caminar. En varias esquinas había personas que vendían pasteles para la ocasión. Era un día hermoso de primavera, el sol se había ocultado tímidamente detrás de todos aquellos tornasolados colores. En varias partes de la plaza había grandes antorchas.
Abraham, Basilio y Ayub caminaban dentro de la multitud, prácticamente con los rostros ocultos debajo de las capuchas de las raídas capas de lana. Ayub les señaló que en la primera fila estaban todas las autoridades eclesiásticas del momento. Se notaba una gran tensión entre ellos, entre las autoridades estaba Carlos de Anjou y a su lado el Cardenal Simón de Brie conocido por ser un gran mediador de reinos.
- Estos dos son las personas más odiadas de Roma – les dijo Ayub.
- Y también de Constantinopla – le reprochó Basilio – Sabemos a ciencia cierta que Carlos de Anjou junto a su protegido cardenal traman excomulgar a nuestro emperador Miguel VIII “Paleólogo” y de esa manera romper las finas relaciones de nuestras iglesias, para no justificar un papado francés y dejar de reconocer la autoridad de la Iglesia de Oriente.
Abraham repasaba con rencor cada uno de los felices rostros de las autoridades que esperaban el gran auto de fe. En su interior se regocijaba en no darles el gusto. Quería ver la cara de los guardias cuando llegasen de la mazmorra diciendo que no habían encontrado al hereje. Pero quedó estupefacto cuando al lado del Cardenal Simón de Brie reconoció un rostro de toda la vida.
- ¡No puede ser! – exclamó en voz baja.
- ¿Lo conoces? - le preguntó Ayub, viendo la cara desencajada de Abraham.
- Sí – respondió este.
- ¿Conoces al famoso Rashba de Barcelona? – le preguntó este.
- ¿Rashba? – le repitió este aturdido, recordando aquel portazo que le había dado el gran Maestro Nahmanides en Gerona, cuando le dijo que él tenía un discípulo en Barcelona llamado Rashba, que le contaba de todos los sucesos que acontecían por aquella ciudad.
- Así es, Rashba – le repitió Ayub.
Abraham recordaba cómo junto a Yacob bajaban por las callejuelas de Gerona rumbo al río, después de que aquel gran Maestro no los quiso recibir porque estaba muy ocupado armando la defensa del Talmud contra el cristiano nuevo, Pablo Cristiani , en Barcelona.
- Claro, ahora entiendo, Rashba. ¿Cómo no me di cuenta antes? – dijo entre dientes Abraham.
- ¿Lo conoces o no? –preguntó Basilio.
- ¿Qué es lo que entiendes ahora? – preguntó Ayub intrigado.
- El nombre de Rashba es una sigla, que significa Rabí Shlomó Ben Adret, el gordo Adret – en ese momento le vino la imagen de cuando se habían encontrado con él en aquellos pueblos perdidos de Sefarad, de cómo cojeaba con su pierna derecha y de cómo lo ayudaban para que continuara caminando.

De pronto se escuchó un cuerno de alarma, la gente se sobresaltó, se miraban entre todos y nadie entendía nada.
- ¡Los prisioneros han escapado! – dijo uno de los soldados.
- ¡Los herejes han desaparecido! – dijo otro de los guardias.
- ¡Los herejes han realizado un hechizo y se han esfumado de la mazmorra!
– gritó otro de los guardias – ¡Satanás está con ellos!
La cara de todas las autoridades se había desfigurado, inclusive la cara de Adret. Abraham no le quitaba los ojos de encima, se preguntaba qué era lo que estaba haciendo allí su amigo. ¿Sería que lo había ido a salvar o que iba a intentar negociar su liberación con el Cardenal Simón de Brie?. La cara parecía de preocupación, no se le veía la sonrisa que esperaba de la liberación de un amigo, quizás tenía otra sorpresa.
Se moría de ganas de ir a hablar con él, así que ahora su amigo era el famoso Rashba, el discípulo secreto de Nahmanides. Tenía que huir con él hacia Barcelona como fuera posible, tenía que abandonar Roma ya mismo.
- ¡Satanás está entre nosotros! – se oyó el grito de alguien.
La gente comenzó a correr por todas partes, ellos tres permanecían juntos, en realidad Basilio y Ayub seguían a Abraham, que se dirigía sigilosamente hasta su amigo, éste los ayudaría a salir de allí de alguna manera. Sin saber cómo, de un momento a otro, una de las estacas con pajas ya estaba ardiendo sin nadie atado, y de pronto comenzó a arder la otra. Algunos aprovechaban estos momentos de descontrol, o los ocasionaba, para poder ejercer algún tipo de vandalismo y saqueo. Las autoridades comenzaron a dispersarse, Carlos de Anjou y su Cardenal Simón de Brie fueron escoltados hacia unos carruajes, ellos sabían que eran odiados dentro de toda esa chusma. Adret le dijo algunas palabras al Cardenal antes de marcharse hacia una de las callejuelas que salían de la plaza.
Abraham lo seguía. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Adret estaba serio y parecía furioso, algo había salido mal seguramente con el Cardenal; en una de las esquinas lo esperaban dos discípulos suyos que él había reconocido como el hijo de Gikatilla, el carnicero de Barcelona, muy amigo de Abraham y el hijo de Hamadan.
Abraham estaba convencido de que le iba a dar una sorpresa positiva, Basilio y Ayub lo seguían de cerca como si fueran un grupo de campesinos que trataba de encontrar un refugio en todo el tumulto.
- ¡Adret! – le dijo Abraham bajito.
En el momento que Adret se dio la vuelta, no pudo disimular el desencaje de su sorpresa.
- ¡Adret! – le repitió Abraham mientras le mostraba su rostro oculto en la capucha y se abalanzaba para abrazarlo. La última vez que lo había visto, había sido en el funeral de su amigo Yacob y ahora estaba aquí en Roma, seguramente enterado de que él estaba allí y que iba a precisar de su ayuda.
- ¡Abraham! – le dijo por fin Adret, después de digerir la sorpresa mil veces
- ¿Cómo has conseguido escapar de la mazmorra?
Abraham se rió - Por un milagro de Dios – le respondió. Adret no pudo disimular su sorpresa – Te presento a mis dos grandes amigos – le dijo señalando a Basilio y a Ayub.
- ¡Un cristiano y un árabe! – exclamó escandalizado Adret. Abraham hizo una pausa de su euforia que comenzaba a difuminarse en algo que no entendía bien.
El griterío de la gente y las corridas por todas partes, hacían de aquel lugar lo más inestable del mundo. Los niños continuaban corriendo divertidos tirando palos con fuego hacia las otras estacas con pajas, para que se incendiaran también. En uno de esos niños, a Abraham le pareció reconocer al niño que lo había delatado cuando estaba junto al río. Tenía ganas de cogerlo del cuello y preguntarle por qué lo había hecho. En ese momento el niño, que no parecía entender nada, se iba aproximando hacia donde estaban ellos, y fue justo en ese momento que el niño dijo: - Hola señor. A Abraham casi le da un infarto, había sido el peor saludo que había escuchado en su vida. No podía creer lo que estaba ocurriendo.
- Hola señor – le repitió el niño a Adret – No he podido entregar esta última carta – le dijo devolviendo un sobre que Abraham ya había reconocido; era el sello rojo que estaba encima del escritorio del Papa la noche de su encuentro.
- ¡Vete de aquí niño! – le dijo Adret.
Se hizo un gran silencio, se habían acabado todas las fechorías en el pueblo. El niño se había ido corriendo por la Plaza de Fiori. Las miradas de Abraham y Adret se encontraron en el punto de la verdad.
- ¡Hijo de mil putas! – le gritó Abraham y se tiró sobre él para golpearlo. En ese momento Ayub y Basilio lo tomaron para no llamar más la atención sobre todo lo que estaba ocurriendo – ¡Mierda mal parida! Tú fuiste el que me entregaste, desgraciado de mierda. Y seguramente tu mataste a Yacob también, eres lo peor que existe en la tierra.
- ¡Eres un imbécil! – le espetó Adret – Te crees el Mesías de los judíos, por tu culpa pones en riesgo a toda la comunidad a punto del exterminio – le dijo mientras le escupía los pies. Abraham se quiso soltar de los brazos de Basilio y Ayub pero no lo consiguió y se marchó a llorar de furia.

***

Basilio y Ayub habían aprovechado todo aquel tumulto para escapar con la muchedumbre hacia las afuera de la ciudad.
- Me iré contigo, Basilio si me lo permites – le dijo Abraham.
- Será un placer amigo – le respondió Basilio - Espero que Comito y mi hijo Basileus estén bien, allí serás mi protegido.
En ese momento los dos miraron a Ayub, que no había dicho una palabra.
- No me miren así – les dijo este – yo solamente vine a rescatar a mi amigo, mi mundo es el comercio y el puerto de Barcelona. Quizás pueda encontrar un nuevo puerto como el de Constantinopla para poder trabajar juntos ¿Qué te parece Abraham?
- No lo sé – le respondió este.

Ahora la historia tenía un sentido; las cartas anónimas que había encima del escritorio del Papa. Ahora entendía el por qué de las cartas que lo delataban allí donde se detenía a intentar hacer una nueva vida. Todo era una tramoya entre cristianos, reyes y dinero. Adret de Barcelona representaba a la comunidad judía y estaba allí traicionando a su amigo para ver como quemaban al hereje que supuestamente se creía el Mesías.

La Cita Mortal / David Berniger