CAPÍTULO QUINCE

Habían logrado cavar unos cincuenta centímetros. La oscuridad, el mal olor y el chillido de las ratas ocultaban la pequeña montaña de tierra que estaban amontonando en uno de los rincones.
Un golpe seco y un sonido diferente detuvieron aquellas manos, que desesperadas estaban intentando llegar a las raíces de sus libertad. Basilio en la oscuridad intentó encontrar la mirada de Abraham que continuaba oculto detrás de una máscara de mugre desesperada y depresiva. Abraham permaneció en silencio, las ratas y sus aullidos aturdían su pensamiento. La respiración de Basilio se entrecortaba con sus fuertes latidos, la tierra estaba húmeda, pero debajo había algo que parecía ser fino y sólido. Abraham estaba estático, con sus manos apoyadas juntas al lado del nuevo buraco. De pronto, los sonidos metálicos de las puertas de la superficie rajaron el silencio en dos partes mortales. Los pasos cansados, agobiados de la misma miseria cotidiana, chorreaban por las escaleras hacia las celdas. Entre paso y paso el silencio marcaba la materialidad viva de un intento fallido. Abraham levantó la vista y se encontró con los ojos de su amigo Basilio.
- ¿Qué más da? – le exclamó al oído Basilio.
Un sonido agudo pareció rozar uno de los barrotes que se aproximaban a la celda, los vozarrones de los guardias vomitando las mismas barbaridades de siempre, maldiciendo a los demonios que les había tocado celar.

– Moriremos de todas maneras o mañana en la hoguera o ahora a filo de espada – le continuó explicando Basilio a la parálisis de Abraham. Abraham sintió ganas de llorar. El corazón parecía que quería escapar de ese cuerpo condenado a muerte. Había caminado toda la vida detrás de Dios para encontrarse en el infierno. Lo iban a matar y qué más daba. Habían matado a su mejor amigo, lo habían traicionado en cada paso de confianza, había sido perseguido como judío desde antes de su nacimiento, había encontrado los misterios de Dios en el hombre a través de la cábala para enfrentarse con el Papa, había intentado cambiar el mundo siguiendo la inspiración divina de su espíritu y se replanteaba constantemente si era por su ego.

Basilio se desesperó y le propinó un terrible golpe en la nariz
– ¡Maldito judío! – le dijo – ¡Deja de pensar en lo que has hecho, o lo que esperan que tienes que hacer y sé un hombre, no esperes milagros, nadie te salvará de esta mierda, cava el pozo judío de mierda y vela por tu vida que es tu único tesoro tanto aquí como en el infierno!
Fue como una explosión de furia que invadió el cuerpo de Abraham, el “judío de mierda” le había mojado las dos orejas y el golpe en la nariz lo había dejado trastornado. Se iba a lanzar sobre Basilio para deformarlo a golpes hasta que sientió las carcajadas de los guardias que iban hacia allá. Basilio lo esperaba con todo su enojo y toda su ira de una vida por nada. Fue una ráfaga de pensamientos los que se mezclaron en la luz de su recuerdo: las carcajadas de los guardias, el pozo que estaba cavando junto a su compañero, la última mirada del Papa, los soldados y los franciscanos capturando su libertad a las orillas del Tíber. Su libertad.

***

El tiempo no pasaba, se detuvo ¿Cuando fuimos libres? – se preguntó mientras la pregunta lo remontaba hacia su infancia, cuando se la hizo por primera vez a su maestro Janina.
- Aunque te parezca extraño Abraham – le respondió Janina – somos libres cuando cumplimos nuestro destino.
- Suena contradictorio – le reprochó Abraham – ser libres si hacemos lo que tenemos predeterminado para hacer.
Su maestro le estaba contando la historia de la pascua judía, el Pesaj; cómo Dios a través de Moisés y de largas negociaciones, había conseguido la libertad de su pueblo elegido, de las garras del Faraón. ¿Cómo era posible que un Faraón tuviera tanto poder sobre la tierra, tanto poder que parecía igualar el poder de Dios?. Entre Dios y Moisés le habían mandado diez increíbles plagas a Egipto, convirtiendo al río Nilo en sangre, matando todo lo que anduviera dentro de él y sin embargo, el corazón del Faraón se endurecía cada vez más, aferrándose a esos esclavos judíos que no quería dejar ir.
¿Cuál era el beneficio de tener aquellos esclavos si el mismo Faraón cuando se enteró que nacería un libertador de entre ellos mandó matar a todos los niños en el río? ¿por qué luego se enfrentó al mismo Dios para no dejarlos salir esperando hasta que se cumpliera la decima plaga que era nada más y nada menos que la muerte de su propio hijo? Eran esas historias que el pequeño Abraham no lograba entender del todo bien y aturdía a su maestro con millones de preguntas prácticamente sin respuestas. Al final su pueblo había sido liberado, allí se imaginaba cómo todo el pueblo de Israel desde todas partes de Egipto se amontonaba en un solo camino detrás de un líder, el gran Moisés. Un hombre que tendría unos ochenta años y que a pesar de su edad tenía la fuerza de caminar por el desierto hasta encontrarse con el Mar Rojo. Allí el pueblo, aquellos miles de miles acamparon en las orillas de aquella masa impresionante de agua y con redes comenzaron a pescar y disfrutar de su libertad. Moisés era grande, los había liberado de la esclavitud y había que repetir esas mismas palabras todos los años; desde aquellos primeros hombres hasta nuestros días… “Fuimos esclavos en Egipto y Moisés nos liberó…” Todas las Pascuas y todos los años había que recordarlo, comiendo aquel mismo pan que comieron nuestros padres y que había sido cocinado sin leudo, los matzot, comer las hierbas amargas por aquellos momentos terribles que pasamos, vivir el desamparo de un dios durante cuatrocientos años como dicen las escrituras. ¿Será que Dios visita a su pueblo elegido cada cuatrocientos años como dicen las escrituras? Había sido la pregunta a su maestro Janina, hacía cientos de años que Dios no visitaba a su pueblo o por lo menos eso le decían sus mayores. Era una hermosa tarde, el sol brillaba complacidamente, las percusiones de tambores y flautas de las jaimas se entrelazaba en los cuerpos de hermosas bailarinas. El líder Moisés, junto a su hermano Aarón intentaban trazar el mejor camino hacia la Tierra Prometida, tenían que subir hasta el norte hacia las cercanías del Mediterráneo para llegar a las tierras que Dios les había prometido a sus ancestros.
De pronto, un pequeño temblor en la tierra detuvo a los músicos, los platos metálicos que había sobre la mesa vibraban, como si algo fuera a salir desde dentro de la tierra. Moisés y Aarón que estaban trazando el recorrido en la arena se miraron sorprendidos.
- ¡Mirad! – gritó alguien – ¡Mirad el horizonte!
Una cortina de humo horizontal lo desdibujaba, parecía que la tierra estaba hirviendo a punto de ebullición. Desde aquella cortina de humo que parecía ser cada vez más grande se escuchaba cómo un trueno constante y monótono se acercaba.
- ¡Son los egipcios!
Las personas se habían comenzado a dispersar por la desesperación, gritaban que iban a morir masacrados por los egipcios, los egipcios estaban furiosos, les habían propinado diez plagas de todo tipo, pero esta última, la de haber matado a sus hijos primogénitos los había dejado trastornados. Los judíos sabían en el estado que venían esos jinetes, habían desafiado a su dios por cuatrocientos años y ahora venían con una sed de venganza insospechada. Los iban a borrar del libro de la vida en un solo instante, eran miles de soldados con sed de sangre y ellos eran miles de personas indefensas que estaban acorraladas entre sus jaimas a orillas del Mar Rojo. Moisés se desesperó, había luchado toda su vida detrás de un objetivo, liberar a su pueblo y ahora lo iba a ver exterminado en manos de los mismos que lo habían criado, los egipcios. Su horizonte era acotado, por un lado el inmenso mar de agua y por el otro un inmenso mar de arena. No tenía escapatoria, la nube que allí se acercaba, el trueno y el temblor de los miles de caballos que se aproximaban le oprimían el corazón.
Las madres con sus niños en los brazos gritaban desesperadas buscando un refugio donde no lo había. Moisés estaba paralizado, todo había acabado, había luchado para nada, tenía a miles de hombres desarmados, miles de mujeres con niños que por su culpa iban a ser exterminados de la faz de la tierra. No había escapatoria.
- ¡Aarón! - su hermano se aproximó y lo sacudió – ¡Tenemos que hacer algo, por el amor de Dios! – le gritó - ¡Espabila!
De pronto se escuchó un gran silencio, un gran vacío, la oscuridad invadió todo su pensamiento y sonó un fuerte alarido.
- ¿Por qué me has abandonado?, ¿por qué me has traído aquí con tu pueblo para que sea masacrado por los egipcios?, ¿por qué tengo que ser yo el responsable de algo tan terrible como ver morir a los niños con sus madres en manos de mis enemigos?, ¿por qué?, ¿por qué? ¿por qué?
De pronto sintió una fuerte opresión en el pecho, una puñalada de angustia que no lo dejaba respirar, una puñalada de angustia que le exprimía cada una de sus lágrimas y una voz resonó en su conciencia <<¿Pero qué haces?, ¿qué me estas rogando? ¿por qué me rezan cuando tendrían que estar luchando por sus vidas? Les entregue el soplo de la vida para que lo cuidaran, no para que me lo devolvieran,para que lo honren y no para humillarla. ¡Crucen el mar ya mismo!>> Fue el grito que escuchó en su interior y al mismo tiempo se desprendía de su boca hacia la multitud.
- ¿Que crucemos el mar? – le repitió incrédulo Aarón.
Moisés acababa de salir del trance, estaba furioso, estaba enajenado de rabia – ¡Sí, crucemos el mar! – repitió gritando, y se dirigió hacia la orilla. Con sus sandalias de cuero se metió en las aguas cristalinas del mar entre las rocas y levantando el Cayado de oro, miró al cielo, buscó a Dios en algún rincón perdido y gritó: - ¡Crucemos el mar! .En el momento que le dio un golpe con todas sus fuerzas a las aguas que tenía a la altura de sus rodillas, una y otra vez comenzó a golpear las aguas con su cayado, mientras le ordenaba a su pueblo que cruzaran y no rezasen.
Aarón lo contemplaba desde la orilla. El pueblo había dejado de gritar, observando a su líder que golpeaba al mar ordenando que cruzaran. Uno de los muchachos que allí había, llamado Josué, fue el primero en meterse al mar detrás de su líder, lo cogió de sus túnicas y lo comenzó a acompañar, detrás de él lo hizo Caleb y luego otros, todos se comenzaron a meter en el mar. Cuando las miles de personas mojaron por fin sus pies en las aguas, estas comenzaron a irse hacia atrás. Moisés llevaba el agua prácticamente por los hombros, cuando estas comenzaron a bajar y dejar el camino libre hacia la otra orilla del mar. El pueblo gritaba de alegría y comenzaron a caminar con fuerza y rapidez. Eran miles de personas las que seguían a aquel líder que continuaba gritando sin parar “crucen y no recen”, mientras le daba golpes al agua.

***

Fue en ese instante, cuando Abraham se dio cuenta de que le estaba dando golpes sin parar a esa piedra que sonaba hueca y recordó cuando le había explicado al Papa el secreto del 888; Dios estaba dentro de uno mismo y uno mismo tenía el poder del milagro. Fue en ese último golpe cuando todo se desmoronó. El suelo donde él estaba sentado comenzó a rajarse y comenzó a desprenderse en un vacío de oscuridad. Un fuerte frío invadió el rostro de Basilio que como un reflejo ensayado mil veces, había agarrado el brazo de Abraham, que estaba colgando hacia la oscuridad. Los grilletes hacían de aquella faena, algo imposible de sostener por mucho tiempo.
- Suéltame – le dijo Abraham mirándolo a los ojos – Suéltame – le repitió mientras la tensión era vencida por la gravedad del peso y el cansancio de la falta de músculos – Suéltame – le dijo en voz baja mientras le hacía un gesto con la mirada - Suéltame y sígueme.
***

La caída parecía eterna, eran los instantes interminables de la inseguridad que cobraban la perpetuidad de la muerte.
Los guardias llegaron por fin a la celda y se aproximaron a los barrotes para mirar hacia dentro. La oscuridad apenas se discurría por las paredes para mostrar la cloaca humana.
Allí estaba el cuerpo de Basilio, que recién había dejado caer a su compañero Abraham, estaba todo el suelo hecho añicos, pero su cuerpo cubría todo el desastre.
- ¡Judío de mierda! – le gritaron los guardias. Basilio no hizo nada, se quedó tirado en el suelo estático como petrificado, fingiendo ser quizás el judío que estaban llamando – ¡Eh,judío de mierda! – le volvieron a gritar los guardias. Basilio siguió sin inmutarse.
- Esto de verificar la salud de estos herejes antes de la hoguera da asco – le dijo un guardia al otro, mientras buscaba las llaves para abrir la puerta de la celda.
Basilio no podía creer lo que iba a ocurrir; en años no le habían abierto jamás la celda y justo ahora que tenía la salida y el escape en su nariz, lo iban a descubrir.
- ¿Qué quieren? – le preguntó Basilio intentando evitar que los guardias entraran y verificaran que no era Abraham.
- ¡Ves como está vivo! – le exclamó un guardia al otro – ¡Se ha adelantado tu hora y no será mañana cuando te encontrarás con el diablo, será esta misma noche! – le respondió a Basilio riendo.
Basilio permaneció en silencio, no le quedaba nada de tiempo para salir de allí, no sabía lo que había dentro del buraco, pero todo se acabaría en unas pocas horas.
- ¡Qué buenas noticias! Allí estaremos para encontrarnos nosotros, y los esperaré en el infierno no por mucho tiempo – le respondió este en tono burlón – Tranquilos.
En ese momento el guardia cogió las llaves y se las cuelgó nuevamente en el cinturón – Maldita mierda de hereje – dijo resoplando el otro guardia.
-El señor sabe lo que hace – le respondió el guardia a su compañero – Para ser quemados vivos tienen que estar con vida, se necesita quemar ese alma hereje porque el cuerpo se pudre solo.
- Sí, sí – le respondió el otro, mientras caminaban nuevamente hacia la salida.
Basilio observó el buraco, una brisa fría continuaba contaminando el local, metió la cabeza intentando tener alguna novedad de su compañero Abraham, afinó el oído y el eco de su respiración era lo único que se escuchaba.
- ¡Abraham! – le gritó en voz baja, pero no hubo respuesta – ¿Oye judío, estás ahí? – preguntó a la oscuridad del abismo, pero tampoco hubo respuesta. Así que como pudo colocó primero sus dos piernas y quedó sujetándose con las dos manos en el borde. No sabía lo que iba a haber debajo, pero tenía que intentarlo. Lo que temía era encontrarse o caer sobre el cuerpo de su compañero sin vida o agonizante, pero el aire frío que se le subía por los miembros inferiores, le daba la esperanza de que ese túnel se comunicaba con la libertad.

***

Se dejó caer suavemente hasta quedar colgado, sus brazos apenas lo podían aguantar, ahora ya era imposible dar un paso atrás. Intentó subir y los brazos no le respondieron, tenía una única opción, y era soltarse. Como un relámpago, lo invadió el recuerdo de su compañero Nicéforo y los demás soldados sentados alrededor de la fogata en Alamut, cuando uno de los maestros, Hashashin, contaba una larga historia de las mil y una noches. Era la historia de un soldado que perseguía la morada de Dios. Había escalado unas extrañas montañas más allá del Imperio Mongol, donde se decía que estaba la montaña más grande del mundo. En el pico se decía que vivía Dios, todos los sacerdotes y monjes manejaban el mismo secreto pero este soldado quería visitarlo en persona y emprendió una larga escalada, atravesando los más difíciles obstáculos, pues todo paraíso estaba custodiado ppor demonios. De ahí que los demonios estuvieran para ser superados y no adorados, estuvieran para ser combatidos y vencidos, no para ser quemados. Allí aquel soldado iba uno a uno sorteando los obstáculos, piedras que devoraban hombres, serpientes gigantes, dragones de fuego, hasta que llegó a uno de los picos. Desde ahí podía contemplar el único pico que le quedaba por escalar; en la cumbre había una gran nube y un gran esplendor. A sus pies le pareció raro encontrar plumas por todas partes, cuando de repente una enorme sombra lo sujeto por sorpresa, era una enorme águila que lo había tomado por la espalda, clavándole con fuerza sus enormes garras en la espalda. Como pudo, tomó una soga de su bolsa y la enredó entre sus alas, hasta que ésta por fin la soltó en el aire. Como un reflejo de buen soldado, de lo último que se soltó fue de la soga y comenzó a caer en el vacío. Mientras caía la desesperación le hizo revolotear los brazos y la soga para todas partes, hasta que se quedó enganchado en uno de los peñascos en el momento de perder el conocimiento. Cuando despertó, era de noche y no veía absolutamente nada. Sí recordaba el incidente del águila y que había comenzado a caer en el vacío. Intentó ver hacia abajo, pero no se veía absolutamente nada. Era un frío que le trepaba por la espalda, apenas podía ver de dónde estaba enganchada la soga con un falso nudo de un peñasco. Dios había querido que se salvara, no había duda, había sido el elegido de la montaña, ahora tenía que salir de allí.
Había comenzado a hacer frío y no había señal alguna de que lo vinieran a rescatar. Estaba tan cerca de la morada de Dios, que no podía ser que sus últimos momentos fueran estar colgado de un peñasco, después de haber vencido absolutamente a todos los demonios del camino.
- ¡Corta la soga y ven a mí! – fue la voz que rompió su monólogo del eterno reproche hacia su vida.
- ¿Quién eres tú? – le preguntó el soldado desafiante.
- Soy el Padre de todas las cosas de este mundo y el venidero – le respondió la voz – Corta la soga y ven a mi encuentro.
El soldado permaneció en silencio, no podía ser que el Padre de todas las cosas se comunicara con él. No podía ser que el Padre de todos los reinos hubiera ido a su encuentro, que hubiera salido de su tranquila morada para ver qué pasaba con él. ¡No podía ser! Se repetía. Esto tenía que ser la broma macabra de alguien que lo quería muerto, alguien que le estaba gritando desde alguna parte de la oscuridad.
- ¿ Te crees que soy tonto? – le dijo por fin tras dudar un instante – ¿Qué clase de idiota te crees que soy? ¿Por qué no vienes a mí y me desatas en vez de molestarme con estas bromas idiotas?
Se hizo un gran silencio, el viento soplaba con fuerza, el frío comenzaba a calar entre sus huesos.
- ¡Oye! – gritó el soldado – ¡El idiota que me hablaba! – gritó nuevamente – ¡Suéltame y te recompensaré con riquezas!, ¡ Ven aquí, te lo pido por favor! Así el soldado siguió gritando y hasta suplicando a la voz que le había hablado, pero éste jamás apareció.
A la mañana siguiente un grupo de monjes de las montañas se encontró con el cadáver del soldado colgado de un peñasco por una soga, estaba a tan solo medio metro del suelo.
La metáfora siempre era la misma: si el soldado hubiera tenido fe en la voz de la montaña, ahora estaría en la morada de Dios. El maestro Hashashin había explicado que este soldado había vencido todos los obstáculos del mundo exterior, menos el de su propio ego. Su mundo interior fue amenazado con ser un tonto en el que le estaban gastando una broma. Se había olvidado de cuál era su misión, de cuál era su objetivo; era llegar a la morada de Dios, no ser el más astuto del mundo.
Ahí estaba Basilio colgado apenas de sus dedos hacia el abismo frío de la oscuridad, allí debajo de sus pies estaba la libertad o la muerte. <<Que sea medio metro de altura por favor Dios>>, exclamó para sí mismo. Y se dejó caer, mientras tomaba una velocidad hacia el vacío que se hacía cada vez más mortal.

***

Habían sido los segundos más largos de su vida. De pronto algo helado lo cubrió y se dio cuenta de que había caído dentro de un estanque de agua profunda. Inmediatamente tocó el fondo y se propulsó hacia la superficie, no era tan profundo. Una vez en la superficie del agua apestaba de olor y consistencia.
Había una cierta claridad que parecía ser emanada de las mismas paredes del túnel. Allí a uno de los costados estaba el cuerpo tirado de su amigo. Cuando se acercó, Abraham estaba inconsciente o prácticamente dormido. En el momento de moverlo, Abraham abrió los ojos y le esbozo una sonrisa.
- Me he quedado medio tonto del golpe – le dijo Abraham.
- ¿Del mío o de la caída? – le preguntó Basilio riendo – ¡Vamos! Que ahora tenemos que encontrar la salida de aquí.
- ¿Por qué has tardado tanto en venir? Me cansé de esperarte – le dijo Abraham mientras era ayudado por su compañero a reincorporarse.
- ¡Apestas! – le respondió Abraham haciendo un gesto con la mano sobre su nariz.
- Estos túneles conducen al río, te lo había dicho, tenemos que encontrar la salida y ojalá que no haya guardias.
A medida que caminaban por las callejuelas de agua, la claridad cada vez era más intensa, penetraba por orificios del techo que comunicaban seguramente con alguna parte de la vía pública. Habían notado que por donde caminaban había una cierta corriente que iba en su misma dirección. Cuando se encontraron en una bifurcación, dos senderos de aguas se unían hacia la izquierda, así que eligieron seguir el cauce del agua. Ella sabía dónde estaba la salida, se dijeron.
De pronto la luz se hizo más fuerte y al girar hacia el pasaje de donde provenía, se dieron cuenta de que venía de una gran abertura del techo y que el camino moría allí. Habían caminado durante horas y se habían encontrado con un muro, ya que la corriente de agua continuaba por debajo del gran muro de piedra.
- La única opción es meternos por el buraco por donde se está yendo el agua – le dijo Basilio.
- O trepar por el muro hasta aquella abertura del techo – le reprochó Abraham, recordando sus imborrables recuerdos de cuando escalaba los muros de Tarazona a la casa de su tío.
- Dime cómo lo haremos con estos grilletes, sabelotodo – le dijo despectivamente, mientras le mostraba sus muñecas cortadas.
En ese momento Abraham estudió el muro, intuía que si el camino llegaba a esa pared era para continuar por algún otro lugar; nadie trabaja por nada. Aquel desagüe o vía romana secreta tenía que conducir a algún otro lugar. Comenzó a tocar la pared, allí se percató que la roca que tenía enfrente había sido colocada después, como que habían tapiado aquel lugar. Pero tuvieron que salir por algún lugar, y eso tenía que ser por arriba, así que comenzó a buscar en las otras paredes la posibilidad de trepar más fácil. Le llamó la atención una roca que sobresalía del muro, intuyendo que se podría tratar de alguna llave oculta, la intentó empujar hacia dentro, luego la intentó sacar, pero nada. Estaba totalmente firme a todo el muro. Basilio se había metido con el agua hasta la cintura y buscaba el lugar de filtrado de agua debajo de la corriente. El agua estaba helada, cuando se zambulló para ver exactamente el lugar, Abraham se sobresaltó. De un grito Basilio volvió a recuperar el aire, el agua estaba helada y absolutamente negra y hedionda.
- No se puede – le dijo por fin – El espacio es muy pequeño, apenas puedo colocar las manos. Estamos atrapados aquí y hoy por la noche seguramente vendrán a por nosotros, cuando se den cuenta que no estamos dentro de nuestras celdas.
Al fin se tiraron desahuciados los dos contra la pared, mirando el muro que tenían en frente. Cada uno con la mirada perdida por encontrado la libertad.
Abraham se había quedado con ganas de que aquella piedra que había tocado fuera una bisagra oculta y secreta que llevara hacia la libertad, a un nuevo pasadizo que los conduciera a encontrarse con su nueva oportunidad de vivir.
Estaba a punto de decirse a sí mismo aquel rumiado y gastado salmo, se iba hacer la pregunta de siempre “¿Por qué me has abandonado?”, cuando recordó por milésima vez que aquella pregunta no tenía respuesta, él mismo tenía que obrar el milagro. Moisés había golpeado hasta el cansancio las aguas del Mar Rojo, hasta que esta se alejó de sus pies. Tenía que creer en la posibilidad de lo imposible y no entregarse al primer obstáculo. Esa era su personalidad, ese era él y ese era el hombre que Dios había creado. Se preguntó por qué aquella piedra era diferente y se concentró en ella, y vio que había otra. Tenían que tener un patrón. Luego en su mente, como si se tratara de una constelación de estrellas, las comenzó a unir para ver que figura formaban, y se sorprendió.
- Ya está Basilio – le dijo feliz – Encontré la salida, ven.
Basilio no entendía nada, siguió cruzando el curso de la corriente de agua. Abraham estaba eufórico y feliz, estaba seguro de que había encontrado la clave del muro y el posible milagro. Así que le mostró la piedra que momentos atrás no le había dicho nada.
- Mira esta piedra, Basilio – le dijo señalando una piedra que estaba a la altura de la rodilla – y mira esta – le dijo señalando otra que estaba a la altura de la cadera. ¡Es nuestra salvación! – le dijo feliz – ¡Mira, aquí hay otra! – le dijo señalando otra a la altura de los hombros. ¡Ves! – le señaló una larga fila de piedras salientes – forman una diagonal hasta llegar a aquella abertura.
- ¡Una escalera! – exclamó Basilio.
- ¡Te lo dije! – le respondió Abraham, mientras comenzaba a subir el primer extraño peldaño. No era una simple escalera, tenía que tener cuidado de caer y tenía que estar pegado al muro para no caerse. No había posibilidad de dar los pasos consecutivamente, tenía que pararse con los dos pies en cada una de las piedras y luego abrirse hacia la nueva piedra, para luego juntar los pies nuevamente en la siguiente. Con las manos maniatadas por las cadenas estaba difícil el acople a la pared, pero lentamente llegó hasta la abertura del techo. Sus ojos no podían resistir tanta luz, no estaba acostumbrado desde hacía muchos días a ver la claridad del día. Quería enterarse de dónde se encontraba. Esperó a que llegara Basilio para dar el último gran paso hacia el exterior. Cuando los dos por fin estaban juntos en el techo, Abraham asomó la cabeza por la hendidura. Le pareció extraño respirar un aire limpio, sin olores extraños, con aromas teñidos de árboles, plantas y vida. Sin duda, estaba muy cerca de donde lo habían capturado; había un pequeño bosque y se escuchaba un río indiferente por su cauce. Abraham tomó fuerza para salir de aquel hueco, tenía miedo de estar afuera, de ese nuevo mundo. Basilio lo ayudaba desde dentro. En ese momento sintió un ruido de fuertes pisadas sobre hojas rotas que venían de uno de los lados. Abraham se sobresaltó, no estaban solos en ese lugar, y ellos estaban estigmatizados por los grilletes, cualquiera que lo viera los delataría. Habían pasado muchas horas y el cielo parecía estar herido, dibujando trazos de sangre en alguna parte del horizonte. Por algunos ribetes de entre sus nubes se veían surcos de sangre oscura. Abraham y Basilio continuaban paralizados, los dos habían escuchado lo mismo. Se podía tratar de un animal, se querían convencer de que era cualquier animal, pero eran inconfundiblemente pasos humanos.
- ¿Quién anda ahí? – preguntó una voz.
Solamente con la primera palabra de “Quién”, Abraham sintió que su corazón estallaba en mil pedazos, intentó tranquilizarse, pero le fue imposible, su corazón quería escapar de cualquier manera de ese cuerpo apresado y sufrido. Su alma estaba harta de tanto tormento y esta vez estaba dispuesto a cualquier cosa. Intentaba no respirar, pero su corazón hacía más ruido que el mismo río.
cuevas que hay en este bosque era la salida, así que estoy montando guardia aquí desde hace dos días.
- No te puedo creer, Ayub – le dijo tomando un poco de distancia, mientras se preparaba para sacar a su amigo Basilio de dentro de la cueva. Ayub había traído una bolsa enorme, de ella sacó una masa y una especie de tenaza para cortar los grilletes. Había venido preparado para el encuentro, también les había traído ropas limpias. En realidad, eran disfraces, ya que eran vestimentas típicas de campesinos del norte. Se lavaron en el río, sin hacer ruido ni nada que llamara la atención. Estaban muy cerca de la ciudad.
- Hoy no nos podemos ir de aquí – les dijo Ayub. Los dos se quedaron mirándolo incrédulos – Pues hoy con los autos de fe, seguramente os estarán buscando por todas partes. A todos los que salgan de la ciudad los revisarán. Por eso, lo mejor es pasar desapercibidos, yendo inclusive a la Plaza del Campo de Fiori, donde justamente hoy te irían a quemar – le dijo mirandole a los ojos a Abraham.
- Es verdad – dijo Basilio – Allí sería el último lugar donde los guardias nos buscarían, luego nos iremos mezclados entre toda la masa de gente.

***

- ¿Quién anda ahí? – preguntó nuevamente la severa voz, al mismo tiempo que los pasos se acercaban a la apertura.
Estaban perdidos, los habían encontrado, estaban desarmados y con grilletes en las manos y pies, no había escapatoria.
- ¡Entra Abraham!– le dijo Basilio tomándolo del hombro – ¡Que no te vean!
- Espera – le respondió, y se quedó en silencio intentando decodificar de dónde venía esa voz.

Cuando los pasos se detuvieron prácticamente , y el ruido de maleza y hojas quebradas en el suelo se detuvieron frente al hueco, Abraham rompió a llorar por el miedo, susto y desazón contenido.
- ¡Muchacho! – le gritó Ayub cuando lo abrazó – ¡Muchacho! – le repitió, mientras intentaba terminar de sacarlo de la cueva. – ¡Tu compañero Basilio tenía razón! Con unos contactos de aquí, conseguí los antiguos planos de los túneles romanos que tenían para posibles huídas. Buscando el túnel que pasaba por debajo de esa mazmorra no sabía con exactitud cuál de todas las