CAPÍTULO DOS
¿Por qué estás aquí encerrado? – fue la
pregunta que lo quitó de aquel mundo de imágenes e historias sin
sentido. Recordaba los cuentos de cómo sus ancestros habían
escapado de tantas persecuciones, de cómo leían la Toráh escondidos
en los tiempos del Imperio Romano, entre los bosques y las cuevas a
orillas del Mar Muerto. Recordaba como lo habían capturado, había
recibido señales que le decían que tenía que salir de allí, pero
sin embargo el milagro divino de lo imposible lo había dejado
paralizado. Apabullado por las fragancias de un verano tardío,
embriagado de rojas amapolas y millones de pelusas blancas que se
suspendían y circulaban esclavas de las brisas estivales.
El agua helada del Tíber corría con fuerza entre sus dedos mientras
su mirada se perdía, intentando reconocer cada línea de su mano.
Observaba en la corriente cómo ésta caía de su mano en un intento
por detener los momentos interminables y eternos del instante
reflexivo. La sombra proyectada del Puente San’t Ángelo cubría su
cabeza y dejaba su mano brillar a los pensamientos que se
encontraban con su pasado. El ruido del agua correr con fuerza y
bravura por encontrarse con el mediterráneo parecía el sonido de
mil ejércitos celestiales que atravesaban cada una de las llanuras
de su corazón, el sonido de mil gotas eran la música que
acompañaban el canto de su salmo. Estaba satisfecho y respiraba el
frescor del triunfo interno, que era más fresco aún. De pronto, las
campanas de una iglesia cercana comenzaron a sonar marcando fin a
ese espectáculo del Edén. Al levantar la vista hacia el Arcángel
Gabriel, desenvainando una espada de mármol y marcando fin a un
periodo de pestes y plagas según el antiguo Papa de Gregorio I
llamado el Magno, descubre como las aves espantadas y sorprendidas
de los sonidos metálicos buscaban algún refugio entre los árboles
de la orilla de enfrente. “No sobrevivió” pensó y volvió su vista a
las aguas del Tíber que continuaban cayendo de entre sus dedos
hacia el mismo destino de siempre. Desde el puente no se veía a
ningún mendigo que no pasara con sus ropas viejas de miles de
viajes, abrigado y tapado de negro; daba la impresión de mal
agüero. Sin embargo, Abraham volvió la vista a su mano y se perdió
en los mil recuerdos del pasado, cuando las aguas del río Ebro, con
más fuerza que nunca, aún golpeaban las piedras, escabulléndose
entre sus dedos y aturdiendo sus pensamientos. “Este es el río que
te une con tu origen terrenal, al final de cuentas uno regresa
siempre a sus raíces”. Le dijo en una oportunidad su padre,
mientras observaba cómo su hijo se perdía en mil millones de
pensamientos y en ninguno.
El origen y el río, era un tema que le fascinaba al joven Abraham,
el génesis se había hecho dentro de cuatro ríos, cuatro ríos
elegidos por Dios que estaban muy lejos de éste que se le conocía
por lo caudaloso. El Éufrates y el Tigris, los otros dos no
importaban, pero estos dos fueron los suficientemente importantes,
para dar origen a grandes civilizaciones como los babilonios y los
persas. Su río era el Ebro y a su orilla había nacido él, en la
ciudad de Zaragoza, una antigua ciudad romana, la famosa Cesar
Augusta que con el correr de los tiempos se deformó en el nombre de
Zaragoza. Siempre recordaba cuando en una oportunidad había
regresado junto a su padre. Muchos judíos se habían marchado de
Zaragoza, la antigua capital del reinado de Aragón, para pasar más
desapercibidos de las persecuciones que estaban ocurriendo en los
alrededores. Era muy frecuente que se les culpara por los problemas
que tenían con los árabes o con los factores climáticos, ni hablar
cuando apareció la peste. Eran los judíos los responsables de todas
las calamidades que les ocurrían, inclusive de las ineptitudes
económicas de sus reyes. Por eso, buscar pueblos más discretos como
Tudela, Tarazona, Daroca o Calatayud significaba asegurarse un poco
más la tranquilidad. Por lo menos era en lo que él creía alestar lo
más alejado posible del rey. Habían sido 16 largas leguas que
cabalgó junto a su padre, habían llegado a la ciudad de su génesis,
ese era el lugar que Dios había elegido para que su chispa de vida
comenzara a brotar en la tierra. Mientras cruzaban el viejo puente
romano, Zaragoza los observaba con tranquilidad y expectante, era
el caudal del Ebro lo único que se escuchaba. De la muralla
parecían desprenderse miles de ojos que los interrogaban. El notó
el nerviosismo de su padre pero no le llamó la atención, ya estaba
acostumbrado. Era una ciudad orgullosa y no daba la bienvenida a
aquellos que habían osado abandonarla quince años atrás. Él, sin
embargo, estaba fascinado observando cada detalle que se había
perdido desde niño y continuaba intentando adivinar hacia dónde se
dirigía su río.
Aquel largo viaje de visita a la ciudad natal lo había dejado
marcado, tenía un nuevo interrogante, “las fuerzas de los ríos que
hacían lo imposible por llegar a su destino”. Él quería ser como
ellos, fluir hacia la inmensidad pasando por mil puertos y pueblos
hasta la misma esencia de los orígenes. Siempre jugaba en sus
orillas intentando encontrar la vida que había en él, se
impresionaba cómo los caracoles colocaban sus huevos color rubí uno
al lado del otro como si fueran racimos de uvas, intentaba cazar
renacuajos pese a todas las advertencias de su madre que no tocara
“las inmundicias” que habían sido plaga en Egipto.
Fueron los gritos de su padre marcando el paso a su caballo, los
que volvieron a la realidad al joven Abraham, que entusiasmado se
encontró que por detrás de la muralla se levantaba la majestuosa
Basílica del Pilar. Su padre siguió los ojos de su hijo y le
recomendó que no prestara atención a las obras de Nimrod, “El
hombre se olvidó que Dios lo castigó por querer llegar a él a
través de ladrillos. Uno no puede construir por fuera lo que es
incapaz de sostener por dentro, el verdadero altar debe de estar
dentro nuestro, hijo”. Él sabía que Zaragoza había sido capital de
los romanos; los mismos que en la antigüedad lo habían expulsado de
su ciudad santa, Jerusalén; los mismos que habían intentado
destruir a su Dios;los mismos que no habían dejado de leer la Toráh
y los mismos que su Dios había destruido por castigo su
construcción. Ahora vivían en paz. Mientras entraban por las
curvilíneascalles del Laceo, allí estaba la vieja muralla romana
que hoy había sido desbastada por el olvido. “Eso es lo que les va
a pasar a todos los que se metan con los hijos de Israel” Le
explicóel padre señalando un montón de piedras amontonadas a los
costados de la Basílica. Sin embargo, Abraham estaba alucinado con
las obras de los hombres. No podía creer que los católicos pudieran
haber hecho una cosa tan grandiosa como aquella maravilla, los
pilares parecían tocar el cielo y eran seis. Como el número del
hombre, pensó. En el sexto día Dios había creado al hombre y era la
letra “Vav”, la letra que poseía cuerpo y espíritu, la única. Qué
sabio había sido Dios al crear el hebreo, donde la letra seis con
solamente un puntito podía cambiar de consonante a vocal, de tener
cuerpo como todas las demás, a poseer un espíritu y sonar como
vocal. Su padre le había enseñado que las vocales son aire que sale
del alma y las consonantes es el espíritu que roza con nuestro
cuerpo, ya sea la lengua o los dientes o los labios, por eso las
consonantes son de barro y también fueron creadas el sexto día
junto al hombre capaz de pronunciarlas.
Con quince años Abraham era un muchacho fuerte, le gustaba correr y
trepar cada uno de los árboles que se interponía en su camino.
Jugaba a que algún día tenía que vencer a Goliat como David, él
quería ir en busca de una tierra de gigantes para poder vencer. Sus
pies caminaban por las calles de Zaragoza, mientras sus
pensamientos volaban hacia las tierras de antiguos reyes y pastores
que de la mano de Dios peleaban contra gigantes. “Dios hace tiempo
que no camina por estas tierras” escuchaba decir a los viejos de la
Aljama Él quería encontrar a Dios y traerlo si era posible,
explicarle que los hijos de Israel estaban dispuestos a llevar el
pacto hasta el Juicio Final. Era grande de hombros y de complexión
fuerte, ojos negros como los de su madre y una mirada que parecía
irradiar fuego cuando era sorprendido por la ira. Cuando Abraham
dejó Tudela muchos de sus amigos se alegraban que por fin lo
hiciera. Le gustaba pelear, defender y atacar, la sangre le hervía
cuando alguien hablaba mal de los judíos, se sentía un elegido,
pero en el fondo de su ser no sabía si realmente no era un maldito.
Tenía muy pocos amigos y un padre que estaba todo el día en la
sinagoga y encargado de los asuntos políticos de la aljama con el
rey. Los rumores eran que su padre ocuparía un lugar privilegiado
entre la corte y eso les aseguraba aparte de seguridad, más
riquezas a la familia. Era hartamente sabida la conspiración entre
los reyes de Aragón y otros para expulsar a los infieles, entre
ellos a los judíos de las tierras españolas, por esa razón, el
estar involucrados dentro de la corte significaba garantía de
cierta tranquilidad, aparte de extremos compromisos con la aljama.
Aún así, la familia no estaba del todo convencida, ya que se sabía
que los reyes ,por lo general, tomaban a hijas del pueblo de Israel
como amantes y nadie podía decir nada ni quejarse.Eso realmente era
una aberración para los hijos de Israel que trataban de llevar la
sangre pura de Abraham y Sara hasta los días del Juicio Final, y
que un rey que no tenía el pacto con Dios o la circuncisión,
realmente condenaba a muerte toda la descendencia sagrada de Jacob.
El camino a Zaragoza había sido toda una odisea, previamente habían
pasado por la ciudad de Tarazona a visitar los parientes de su
madre, especialmente a Don Simeón el suegro de Don Abulafia, para
pedirle consejo sobre esta extraña visita que tendría que hacer en
Zaragoza. Don Simeón le entregó un pequeño pergamino con varias
palabras escritas en hebreo y que su padre guardó con mucho cuidado
entre sus ropas y agradeció con fuerte entusiasmo. Eran unas
palabras “mágicas”, secretas combinaciones de fuerzas que conocían
unos pocos. Tenían que estar protegidos para hablar con el rey,
pero especialmente con la chusma de alrededor que muchas veces
estaba integrada por algunos judíos que con tal de salvar su
pellejo, eran los peores antijudíos. Cuando abandonaron la vieja
ciudad de Tarazona, Abraham no pudo resistir el mirar hacia atrás,
observó las casas de sus parientes, la del tío Simeón y su tía
Esther, que vivían en una de las casas que colgaba de la montaña,
era una de “las casas colgantes” así les decían entre sus amigos.
El gran desafío de siempre era llegar a la casa del tío por la
misma pared,como si fuera una araña. “Tengo que aprender a caminar
por estas paredes como lo hicieron Caleb y Josué para engañar a los
Cananeos, la vida es lucha y sacrificio y el regalo de Dios es
justamente eso, darnos la oportunidad de sacrificarnos por ella”.
Esas palabras siempre se las repetía en la mitad de la hazaña,
mientras sus amigos horrorizados lo observaban cómo clavaba cada
una de sus garras en las piedras de la muralla que sostenían el
viejo barrio judío de Tarazona. Desde las casas vecinas, la madre
de su tía le gritaba que no lo hiciera, pero ese era su gran
pasatiempo cuando iba a visitar a sus parientes, desafiar los
miedos ajenos para demostrarles qué son los miedos que no se
sostienen de nada y es la fe en Dios el secreto de la vida. Allí
Don Abulafia le había explicado una vez más a sus suegros el motivo
de trasladarse a la Aljama de Zaragoza y del próspero negocio
secreto de las piedras preciosas.
La Basílica del Pilar continuaba a medio construir, los andamios y
los albañiles no paraban de subir piedras, parecía mentira que
debajo de toda aquella estructura de madera se concentraba tanta
piedra. Por las orillas del río, atravesando el viejo puente
romano, los picapedreros de dos en dos cargaban con las grandes
piedras, para que los artesanos al final decidieran que forma darle
y elegir el mejor de los mil lugares en la catedral. En el barrio,
en cada una de las lujosas casas se destacaba un poco de cada arte
religioso o cultural. Había que tener un poco de cada una de las
religiones, era una manera de estar bien con Dios y con los otros.
Eran tiempos difíciles y la verdad que nadie estaba seguro de cuál
era la religión verdadera, todos se sentían en el fondo un poco de
herejes, en pensar que el otro podría tener algo de razón. ¿Cómo
era posible que Dios permitiera que el otro estuviera contoneándose
como una serpiente por las calles del Pala Fox si esa serpiente no
tuviera algo de razón, y cómo era posible que los herejes
continuaran siendo herejes si Dios no les permitiera? Por los
alrededores de la iglesia de la Magdalena se había aglomerado la
judería, siempre era mejor estar juntos, y muy cerca de la Aljama
estaban los moros. Los infieles que habían conquistado el
continente con una fuerza imparable como su fe. Sin duda, los
cristianos y judíos tenían que aprender una lección, alguien se
atrevió a decir una palabra que parecía una total anarquía
“tolerancia”.
La zona de la Magdalena era el nombre del barrio donde aún Don
Abulafia conservaba una de sus propiedades. Cerca de ella estaban
los baños rituales, donde las mujeres, en los días que les
correspondía a sus impurezas, hacían sus baños en las Micvahs.
Aquella casa no era muy lujosa, había pertenecido a un viejo al que
no le quedaban parientes, ya que estos habían sido t sacrificados
en una revuelta contra los judíos. Don Abulafia era un hombre
grande, con larga barba, ojos negros y opacos, siempre vestía de
negro y con grandes abrigos. A Abraham siempre le llamaba la
atención el tamaño de su barriga, realmente era demasiado
prominente para ser una persona que siempre se dedicaba a los
cuidadosos rituales de las comidas. Desde siempre su padre le había
enseñado al joven Abraham el secreto de las mezclas y las
combinaciones alimenticias, decían que era algo así como las
combinaciones de las letras de la Cábala, pues una mala combinación
podía traer la enfermedad, así como una buena la salud. Pero la
relación que tenía Abraham con su padre estaba crispada por la
adolescencia. Todas las cosas que decía el viejo Abulafia eran
criticadas y cuestionadas por el joven Abraham, que no soportaba
cuando su padre le decía “haz lo que yo digo pero no lo que yo
hago”. Eso lo enfermaba y trastornaba. Pues para él, las máximas de
sus ancestrales maestros eran fundamentales para el camino de la
vida, “la palabra debía de estar en las manos, en la boca y en la
mente”. Don Abulafia había dejado a un tutor con su hijo durante
sus ausencias, el Rabí Janina, para que de este aprendiera el
hebreo y discutiera el Talmud. El Rabí Janina era un hombre joven,
delgado y tímido, que siempre estaba fascinado con los comentarios
de su “melamed”. Sin embargo, cada vez que Don Abulafia se
encontraba con Janina le recalcaba que fuera por pasajes donde se
privilegiara la tolerancia y la buena conducta, para que su hijo a
través de esos cuentos pudiera comprender la vida de otra manera.
Él estaba preocupado con muchas actitudes de Abraham, pero
especialmente por su futuro, ya que muchos senderos para un judío
ordinario estaban prohibidos y podría arrepentirse durante toda la
vida.
Janina le explicaba a Don Abulafia que Abraham era solo un crío y
que como tal había que entenderlo. Todavía creía que se podía
cambiar al mundo con “la palabra”, pues Abraham había sido iniciado
en un círculo de la Cábala judía, donde se entendía que “la
palabra” era capaz de crear y al mismo tiempo de destruir. Esas
cosas, Doña Sara de Abulafia no lo entendía. La madre se quejaba de
que el niño no tenía infancia, que trabajaba demasiado acompañando
a su padre y que luego tenía que ir a las reuniones que su padre le
había impuesto con el maestro Janina para que ingresara en el mundo
de la Cábala. “La palabra” solo tiene poder cuando es pronunciada
por Dios y nadie más - decía Doña Sara - y no entiendo qué tiene
que hacer mi pobre angelito en un grupo de tantos viejos como
ustedes - le preguntaba a Janina -. Pues los cabalistas aseguraban
que el mundo había sido creado con el verbo, había sido creado
solamente por la palabra de Dios, cuando dijo: “Haya luz” y así
comenzó todo. El punto en el que el maestro Janina estaba fascinado
con Abraham era el de sus preguntas, ya que siempre este le
preguntaba cómo era posible que Dios pronunciara una palabra que no
tuviera consonantes, cuando las consonantes solamente las podía
pronunciar el hombre que había sido creado del barro y luego
llenado de vocales con el halito de vida. Esas preguntas ponían
como loco al maestro Janina y veía en el joven Abraham una promesa
de sabiduría especial. Los cabalistas dicen que existe siete
vocales, una por cada nota musical, una por cada planeta, una por
cada color del arco iris, una por cada día de la semana y una por
cada letra del nombre de Dios; con esas siete letras creo todo el
universo, sin embargo el hebreo tiene veintidós letras, y fue
necesario mucho tiempo para su creación. Cada letra tuvo su
historia, por algo la Toráh comienza con sus dos primeras palabras
con la misma letra y no es justamente con la primera. Sara no podía
entender ese tipo de teorías y filosofía cabalista Lo único que
entendía es que estaban echando a perder a su hijo, que nunca
estaba en la tierra pensando en cosas comunes como hacían sus
sobrinos o como cualquier otro niño.
Desde la habitación de su cuarto podía ver uno de los pilares de la
gran Basílica y al mismo tiempo, uno de los minaretes de una de las
mezquitas desde donde el Imán llamaba a la oración al pueblo del
Islam. Era en el momento de abrir una de las persianas, cuando las
palabras en árabe del Imán surcaban , rodeando las callejuelas del
barrio judío. Los pasos de un burro tirando un carruaje por el
empedrado le despertaron la curiosidad y vio que se trataba de un
hombre que llevaba frutas y verduras al mercado de allí cerca. Era
un viernes por la tarde y su madre Sara estaba preparando la cena
del Shabat. Le encantaba la víspera del sábado o el fin del
viernes, esperando la salida de la primera estrella, para comenzar
el día del reposo. Era un día de gloria, Dios había descansado ese
día y por lo tanto toda la humanidad; nadie debíahacer nada. Le
llamaba la atención cómo se castigaba con la muerte a aquel que
violara el día del reposo, pues había que respetarlo como
cualquiera de los mandamientos. “Dios nos obligaba a descansar. -se
decía - La misericordia del señor es infinita”. En la ciudad de
Zaragoza se respiraba un clima de mucha tolerancia, ya que el rey
había firmado una tregua con los moros de no agresión. Esto le
permitía a la ciudad seguir haciendo negocios con los moros, puesto
quela guerra no era negocio para nadie. Este pensamiento era un
pensamiento típico judío, “para realizar sus negocios necesitaban
un clima de tolerancia y libre flujo de mercaderías entre los
pueblos para poder prosperar”. Los que no entendían este tipo de
situaciones eran los reyes y cristianos que querían librarse, de
una vez por todas, de los invasores. El problema era que cada vez
que tenían un levantamiento contra los invasores, como los enemigos
eran más ricos y estaban mejor preparados, perdían y firmaban
nuevamente un tratado de paz o tregua. También por estas cosas se
decían que eran odiados los judíos, puesse pensaba que por hacer
negocios e irles bien, hacían pactos con el demonio y peor aún, con
los enemigos para enriquecerse y obligar al rey a someterse a
ellos. “Todo se arregla con maravíes”, decían.
Don Abulafia era un miembro respetable de la Aljama y era conocida
su trayectoria dentro del grupo de iniciados de Tudela. Ahora había
llegado con su hijo a Zaragoza, a pedido de la Aljama zaragozana,
para disuadir al rey de que no tuviera una guerra contra el rey
Alfonso X de Toledo y evitar de esa manera, un caos económico en
los mercados de Aragón, que los judíos tarde o temprano deberían
reparar para no ser castigados o culpados por las
desgracias.
***
El pedazo de pan había caído en el vacío de la
oscuridad y las mismas antorchas de insultos se esfumaban por los
pasillos. Los cientos de ratas aparecían desde todos los rincones y
los quejidos y llantos de los demás prisioneros lo habían traído
nuevamente a su realidad. Cuando comenzaba nuevamente a recitar el
salmo clavando sus uñas sobre el suelo, una voz lo
sobresaltó.
- Tenemos que salir de aquí – le dijo la voz.
- ¿Pero cómo has entrado en mi celda?
- Te dije que llevo años proyectando la escapada, y si no lo
hacemos ahora, no lo haremos nunca. Esta mazmorra tiene los mejores
muros, pero los peores suelos. A nadie se le ocurre escapar por
debajo. Por allí es por donde he entrado –senñalándoleun agujero
contra la celda continua – Lo hicimos entre los dos.
- ¿Qué dos? – preguntó.
- Mi antiguo compañero, el cual terminó muriendo en el invierno
pasado de pulmonía. Él ocupaba tu celda, pero no llegamos a
concluir nunca nuestro plan de fuga. Fue uno de los mejores
generales que tuve.
- ¿Quién eres tú y realmente por qué estás aquí?
- Veníamos desde las orillas del Bósforo a recuperar los
territorios que nos arrebataron en el Imperio. Nuestra Iglesia no
acepta a Roma como capital y menos al Papa, sin embargo nosotros
somos los verdaderos herederos del Imperio Romano, ya que Bizancio
continúa fiel a sus principios. Nosotros permanecemos ortodoxos a
los principios dictados por los evangelios, y llegará un día que
triunfaremos contra esta blasfemia católica. Mi nombre es Basilio y
fuimos capturados por losnormandos , junto a mi señor Nicéforo,
cuando veníamos en misión secreta para tratar de recuperar los
territorios que le corresponden a Bizancio en Bari. Veníamos en
busca de una milicia veneciana para mandar una flota hacia dicho
puerto. Los venecianos siempre fueron nuestros aliados, incluso
frente a la amenaza y piratería sarracena. Sus constantes
piraterías y pillajes en alta mar debilitaron nuestras flotas y por
ende nuestros puertos. Fue gracias a los venecianos que nos hemos
recuperado.
- No entiendo por qué crees que tu lucha era por la fe, cuando la
lucha de Bizancio siempre fue por la pugna con Roma por
Constantinopla. ¿Acaso crees que te creerán los fundamentos
religiosos en una guerra de ejércitos humanos? Sin duda, todo lo
hace por las miles o millones de plantaciones de Moreras que tienen
en aquella región y de esa manera, pueden tener uno de los más
grandes ingresos en oro del mundo. La Seda.
- Ese es el motivo real de la ayuda de los venecianos, donde se
puede sospechar la influencia judía en sus arcas
camufladas.
En ese momento Basilio comenzó a vagar por todo aquel valle de luz
y recuerdos que le podía brindar su hambrienta
imaginación.
Pertenecía a la caballería y era prácticamente la mano derecha de
su general, el que fuera por siempre y hasta el fin de sus días su
compañero Nicéforo. Su brazo era conocido en el ejército como el
más ligero de todos. Les apodaron los Themas o conocidos también
como los Trapezitos eran audaces jinetes, que a diferencia de
Occidente, no usaban armadura ninguna, apenas se vestían con
chaquetones de cuero o de fieltro endurecido para aguantar los
golpes. Nicéforo estaba orgulloso de él, le había regalado su
Kamelaukion o capuchón de fieltro grueso y su capa. Su escudo
circular de madera, el Thureos, forrado con un delicado cuero de
caballo. Siempre bromeaba con su compañero Nicéforo que el escudo
del general tenía que ser el más grande, sin embargo, él se sentía
mucho más cómodo con su pequeño escudo que lo usaba hasta para
golpear.
Su caballo Mer, que así se llamaba y que en lengua semita
significaba amargo (irónicamente le había puesto ese nombre por su
afición al azúcar), era enorme. Él cargaba con todo, con su
jabalina de casi dos metros, con su carcaj y su espada, la hermosa
Dina. Así la había llamado, justicia en hebreo y por la hija de
Jacob, que tras su deshonra el pueblo utilizó su nombre para
justificar una de las peores venganzas de la historia. En su mango
llevaba una piedra de rubí y entre sus tientos había guardado
cuidadosamente ciertos amuletos con los nombres de Dios en
hebreo.
Sus grandes momentos de júbilo eran cuando ganaba en las
competencias de arqueros. Realmente parecía hablar con los vientos
y el objetivo. Hasta él mismo se sorprendía y decía que era por la
magia de sus nombres entre los tientos de su mano. Basilio
destacaba por ser la caballería rápida que se dedicaba a perseguir
y aniquilar los enemigos. Su estimadísimo rey Miguel VIII los había
bautizado como los Prokoursatores o perseguidores, por ser
implacablemente mortales con los cobardes.
A partir de aquella mañana que había dejado atrás a su amada
Constantinopla; su Jerusalén con la catedral más hermosa del mundo,
la majestuosa Hagia Sofía .Sin duda no había nada en la tierra
creado por el hombre que la pudiera igualar.
Aquella mañana emprendió la marcha junto a su compañero de lucha,
vestido con calzones rojos recordando las guerras y la vida, a
diferencia de los pacíficos azules de su general. En sus oraciones
matinales, su general y el resto de sus compañeros invocaban el
nombre de Miguel, su rey y Focas, el mejor de todos los soldados
conocidos. Habían ganado todas las batallas, habían llegado hasta
Bulgaria donde por orden del rey no pudieron pelear. El ejército de
Nicéforo había bajado por la costa hasta llegar a Venecia y seguía
por tierra a toda la flota veneciana, que se encargaría de tomar
por sorpresa al puerto de Bari. Pero antes de llegar a la ciudad
fueron emboscados por los normandos, que sabían de los planes
secretos de Bizancio por alguna traición de sus filas.
- ¿Traicionados? – le preguntó Abraham.
- Sin duda fueron algunos de la chusma judía veneciana – le dijo
este con desprecio – ¿Si no, quién más? ¿Quiénes son los que viven
de los problemas de los otros o negocian con unos y los
otros?
- A nosotros los judíos siempre nos convino la paz. Para que todos
nuestros negocios sean fructíferos tenemos dos secretos; el primero
es conocer al otro hasta los confines del mundo y el segundo es la
paz, para poder llevar a cabo nuestros negocios. Para los únicos
que el conflicto o las guerras son un negocio es para la Iglesia,
que realmente vive de ello, de las conspiraciones con los reyes,
con los tratos secretos con unos y traiciones con otros, para
asegurarse el poder en la tierra. ¿Qué clase de dios puede permitir
una cosa así? ¿Acaso no se dieron cuenta que él tiene el poder del
milagro? ¿Qué sentido tendría la vida tanto para él como para
nosotros si todo se resolviera con los milagros? Él nos dejó a
cargo de nosotros mismos, para que logremos llegar a él con
nuestros pequeños pasos y grandes tropezones.