CAPÍTULO DOS

¿Por qué estás aquí encerrado? – fue la pregunta que lo quitó de aquel mundo de imágenes e historias sin sentido. Recordaba los cuentos de cómo sus ancestros habían escapado de tantas persecuciones, de cómo leían la Toráh escondidos en los tiempos del Imperio Romano, entre los bosques y las cuevas a orillas del Mar Muerto. Recordaba como lo habían capturado, había recibido señales que le decían que tenía que salir de allí, pero sin embargo el milagro divino de lo imposible lo había dejado paralizado. Apabullado por las fragancias de un verano tardío, embriagado de rojas amapolas y millones de pelusas blancas que se suspendían y circulaban esclavas de las brisas estivales.
El agua helada del Tíber corría con fuerza entre sus dedos mientras su mirada se perdía, intentando reconocer cada línea de su mano. Observaba en la corriente cómo ésta caía de su mano en un intento por detener los momentos interminables y eternos del instante reflexivo. La sombra proyectada del Puente San’t Ángelo cubría su cabeza y dejaba su mano brillar a los pensamientos que se encontraban con su pasado. El ruido del agua correr con fuerza y bravura por encontrarse con el mediterráneo parecía el sonido de mil ejércitos celestiales que atravesaban cada una de las llanuras de su corazón, el sonido de mil gotas eran la música que acompañaban el canto de su salmo. Estaba satisfecho y respiraba el frescor del triunfo interno, que era más fresco aún. De pronto, las campanas de una iglesia cercana comenzaron a sonar marcando fin a ese espectáculo del Edén. Al levantar la vista hacia el Arcángel Gabriel, desenvainando una espada de mármol y marcando fin a un periodo de pestes y plagas según el antiguo Papa de Gregorio I llamado el Magno, descubre como las aves espantadas y sorprendidas de los sonidos metálicos buscaban algún refugio entre los árboles de la orilla de enfrente. “No sobrevivió” pensó y volvió su vista a las aguas del Tíber que continuaban cayendo de entre sus dedos hacia el mismo destino de siempre. Desde el puente no se veía a ningún mendigo que no pasara con sus ropas viejas de miles de viajes, abrigado y tapado de negro; daba la impresión de mal agüero. Sin embargo, Abraham volvió la vista a su mano y se perdió en los mil recuerdos del pasado, cuando las aguas del río Ebro, con más fuerza que nunca, aún golpeaban las piedras, escabulléndose entre sus dedos y aturdiendo sus pensamientos. “Este es el río que te une con tu origen terrenal, al final de cuentas uno regresa siempre a sus raíces”. Le dijo en una oportunidad su padre, mientras observaba cómo su hijo se perdía en mil millones de pensamientos y en ninguno.
El origen y el río, era un tema que le fascinaba al joven Abraham, el génesis se había hecho dentro de cuatro ríos, cuatro ríos elegidos por Dios que estaban muy lejos de éste que se le conocía por lo caudaloso. El Éufrates y el Tigris, los otros dos no importaban, pero estos dos fueron los suficientemente importantes, para dar origen a grandes civilizaciones como los babilonios y los persas. Su río era el Ebro y a su orilla había nacido él, en la ciudad de Zaragoza, una antigua ciudad romana, la famosa Cesar Augusta que con el correr de los tiempos se deformó en el nombre de Zaragoza. Siempre recordaba cuando en una oportunidad había regresado junto a su padre. Muchos judíos se habían marchado de Zaragoza, la antigua capital del reinado de Aragón, para pasar más desapercibidos de las persecuciones que estaban ocurriendo en los alrededores. Era muy frecuente que se les culpara por los problemas que tenían con los árabes o con los factores climáticos, ni hablar cuando apareció la peste. Eran los judíos los responsables de todas las calamidades que les ocurrían, inclusive de las ineptitudes económicas de sus reyes. Por eso, buscar pueblos más discretos como Tudela, Tarazona, Daroca o Calatayud significaba asegurarse un poco más la tranquilidad. Por lo menos era en lo que él creía alestar lo más alejado posible del rey. Habían sido 16 largas leguas que cabalgó junto a su padre, habían llegado a la ciudad de su génesis, ese era el lugar que Dios había elegido para que su chispa de vida comenzara a brotar en la tierra. Mientras cruzaban el viejo puente romano, Zaragoza los observaba con tranquilidad y expectante, era el caudal del Ebro lo único que se escuchaba. De la muralla parecían desprenderse miles de ojos que los interrogaban. El notó el nerviosismo de su padre pero no le llamó la atención, ya estaba acostumbrado. Era una ciudad orgullosa y no daba la bienvenida a aquellos que habían osado abandonarla quince años atrás. Él, sin embargo, estaba fascinado observando cada detalle que se había perdido desde niño y continuaba intentando adivinar hacia dónde se dirigía su río.
Aquel largo viaje de visita a la ciudad natal lo había dejado marcado, tenía un nuevo interrogante, “las fuerzas de los ríos que hacían lo imposible por llegar a su destino”. Él quería ser como ellos, fluir hacia la inmensidad pasando por mil puertos y pueblos hasta la misma esencia de los orígenes. Siempre jugaba en sus orillas intentando encontrar la vida que había en él, se impresionaba cómo los caracoles colocaban sus huevos color rubí uno al lado del otro como si fueran racimos de uvas, intentaba cazar renacuajos pese a todas las advertencias de su madre que no tocara “las inmundicias” que habían sido plaga en Egipto.
Fueron los gritos de su padre marcando el paso a su caballo, los que volvieron a la realidad al joven Abraham, que entusiasmado se encontró que por detrás de la muralla se levantaba la majestuosa Basílica del Pilar. Su padre siguió los ojos de su hijo y le recomendó que no prestara atención a las obras de Nimrod, “El hombre se olvidó que Dios lo castigó por querer llegar a él a través de ladrillos. Uno no puede construir por fuera lo que es incapaz de sostener por dentro, el verdadero altar debe de estar dentro nuestro, hijo”. Él sabía que Zaragoza había sido capital de los romanos; los mismos que en la antigüedad lo habían expulsado de su ciudad santa, Jerusalén; los mismos que habían intentado destruir a su Dios;los mismos que no habían dejado de leer la Toráh y los mismos que su Dios había destruido por castigo su construcción. Ahora vivían en paz. Mientras entraban por las curvilíneascalles del Laceo, allí estaba la vieja muralla romana que hoy había sido desbastada por el olvido. “Eso es lo que les va a pasar a todos los que se metan con los hijos de Israel” Le explicóel padre señalando un montón de piedras amontonadas a los costados de la Basílica. Sin embargo, Abraham estaba alucinado con las obras de los hombres. No podía creer que los católicos pudieran haber hecho una cosa tan grandiosa como aquella maravilla, los pilares parecían tocar el cielo y eran seis. Como el número del hombre, pensó. En el sexto día Dios había creado al hombre y era la letra “Vav”, la letra que poseía cuerpo y espíritu, la única. Qué sabio había sido Dios al crear el hebreo, donde la letra seis con solamente un puntito podía cambiar de consonante a vocal, de tener cuerpo como todas las demás, a poseer un espíritu y sonar como vocal. Su padre le había enseñado que las vocales son aire que sale del alma y las consonantes es el espíritu que roza con nuestro cuerpo, ya sea la lengua o los dientes o los labios, por eso las consonantes son de barro y también fueron creadas el sexto día junto al hombre capaz de pronunciarlas.
Con quince años Abraham era un muchacho fuerte, le gustaba correr y trepar cada uno de los árboles que se interponía en su camino. Jugaba a que algún día tenía que vencer a Goliat como David, él quería ir en busca de una tierra de gigantes para poder vencer. Sus pies caminaban por las calles de Zaragoza, mientras sus pensamientos volaban hacia las tierras de antiguos reyes y pastores que de la mano de Dios peleaban contra gigantes. “Dios hace tiempo que no camina por estas tierras” escuchaba decir a los viejos de la Aljama Él quería encontrar a Dios y traerlo si era posible, explicarle que los hijos de Israel estaban dispuestos a llevar el pacto hasta el Juicio Final. Era grande de hombros y de complexión fuerte, ojos negros como los de su madre y una mirada que parecía irradiar fuego cuando era sorprendido por la ira. Cuando Abraham dejó Tudela muchos de sus amigos se alegraban que por fin lo hiciera. Le gustaba pelear, defender y atacar, la sangre le hervía cuando alguien hablaba mal de los judíos, se sentía un elegido, pero en el fondo de su ser no sabía si realmente no era un maldito. Tenía muy pocos amigos y un padre que estaba todo el día en la sinagoga y encargado de los asuntos políticos de la aljama con el rey. Los rumores eran que su padre ocuparía un lugar privilegiado entre la corte y eso les aseguraba aparte de seguridad, más riquezas a la familia. Era hartamente sabida la conspiración entre los reyes de Aragón y otros para expulsar a los infieles, entre ellos a los judíos de las tierras españolas, por esa razón, el estar involucrados dentro de la corte significaba garantía de cierta tranquilidad, aparte de extremos compromisos con la aljama. Aún así, la familia no estaba del todo convencida, ya que se sabía que los reyes ,por lo general, tomaban a hijas del pueblo de Israel como amantes y nadie podía decir nada ni quejarse.Eso realmente era una aberración para los hijos de Israel que trataban de llevar la sangre pura de Abraham y Sara hasta los días del Juicio Final, y que un rey que no tenía el pacto con Dios o la circuncisión, realmente condenaba a muerte toda la descendencia sagrada de Jacob. El camino a Zaragoza había sido toda una odisea, previamente habían pasado por la ciudad de Tarazona a visitar los parientes de su madre, especialmente a Don Simeón el suegro de Don Abulafia, para pedirle consejo sobre esta extraña visita que tendría que hacer en Zaragoza. Don Simeón le entregó un pequeño pergamino con varias palabras escritas en hebreo y que su padre guardó con mucho cuidado entre sus ropas y agradeció con fuerte entusiasmo. Eran unas palabras “mágicas”, secretas combinaciones de fuerzas que conocían unos pocos. Tenían que estar protegidos para hablar con el rey, pero especialmente con la chusma de alrededor que muchas veces estaba integrada por algunos judíos que con tal de salvar su pellejo, eran los peores antijudíos. Cuando abandonaron la vieja ciudad de Tarazona, Abraham no pudo resistir el mirar hacia atrás, observó las casas de sus parientes, la del tío Simeón y su tía Esther, que vivían en una de las casas que colgaba de la montaña, era una de “las casas colgantes” así les decían entre sus amigos. El gran desafío de siempre era llegar a la casa del tío por la misma pared,como si fuera una araña. “Tengo que aprender a caminar por estas paredes como lo hicieron Caleb y Josué para engañar a los Cananeos, la vida es lucha y sacrificio y el regalo de Dios es justamente eso, darnos la oportunidad de sacrificarnos por ella”. Esas palabras siempre se las repetía en la mitad de la hazaña, mientras sus amigos horrorizados lo observaban cómo clavaba cada una de sus garras en las piedras de la muralla que sostenían el viejo barrio judío de Tarazona. Desde las casas vecinas, la madre de su tía le gritaba que no lo hiciera, pero ese era su gran pasatiempo cuando iba a visitar a sus parientes, desafiar los miedos ajenos para demostrarles qué son los miedos que no se sostienen de nada y es la fe en Dios el secreto de la vida. Allí Don Abulafia le había explicado una vez más a sus suegros el motivo de trasladarse a la Aljama de Zaragoza y del próspero negocio secreto de las piedras preciosas.
La Basílica del Pilar continuaba a medio construir, los andamios y los albañiles no paraban de subir piedras, parecía mentira que debajo de toda aquella estructura de madera se concentraba tanta piedra. Por las orillas del río, atravesando el viejo puente romano, los picapedreros de dos en dos cargaban con las grandes piedras, para que los artesanos al final decidieran que forma darle y elegir el mejor de los mil lugares en la catedral. En el barrio, en cada una de las lujosas casas se destacaba un poco de cada arte religioso o cultural. Había que tener un poco de cada una de las religiones, era una manera de estar bien con Dios y con los otros. Eran tiempos difíciles y la verdad que nadie estaba seguro de cuál era la religión verdadera, todos se sentían en el fondo un poco de herejes, en pensar que el otro podría tener algo de razón. ¿Cómo era posible que Dios permitiera que el otro estuviera contoneándose como una serpiente por las calles del Pala Fox si esa serpiente no tuviera algo de razón, y cómo era posible que los herejes continuaran siendo herejes si Dios no les permitiera? Por los alrededores de la iglesia de la Magdalena se había aglomerado la judería, siempre era mejor estar juntos, y muy cerca de la Aljama estaban los moros. Los infieles que habían conquistado el continente con una fuerza imparable como su fe. Sin duda, los cristianos y judíos tenían que aprender una lección, alguien se atrevió a decir una palabra que parecía una total anarquía “tolerancia”.
La zona de la Magdalena era el nombre del barrio donde aún Don Abulafia conservaba una de sus propiedades. Cerca de ella estaban los baños rituales, donde las mujeres, en los días que les correspondía a sus impurezas, hacían sus baños en las Micvahs. Aquella casa no era muy lujosa, había pertenecido a un viejo al que no le quedaban parientes, ya que estos habían sido t sacrificados en una revuelta contra los judíos. Don Abulafia era un hombre grande, con larga barba, ojos negros y opacos, siempre vestía de negro y con grandes abrigos. A Abraham siempre le llamaba la atención el tamaño de su barriga, realmente era demasiado prominente para ser una persona que siempre se dedicaba a los cuidadosos rituales de las comidas. Desde siempre su padre le había enseñado al joven Abraham el secreto de las mezclas y las combinaciones alimenticias, decían que era algo así como las combinaciones de las letras de la Cábala, pues una mala combinación podía traer la enfermedad, así como una buena la salud. Pero la relación que tenía Abraham con su padre estaba crispada por la adolescencia. Todas las cosas que decía el viejo Abulafia eran criticadas y cuestionadas por el joven Abraham, que no soportaba cuando su padre le decía “haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”. Eso lo enfermaba y trastornaba. Pues para él, las máximas de sus ancestrales maestros eran fundamentales para el camino de la vida, “la palabra debía de estar en las manos, en la boca y en la mente”. Don Abulafia había dejado a un tutor con su hijo durante sus ausencias, el Rabí Janina, para que de este aprendiera el hebreo y discutiera el Talmud. El Rabí Janina era un hombre joven, delgado y tímido, que siempre estaba fascinado con los comentarios de su “melamed”. Sin embargo, cada vez que Don Abulafia se encontraba con Janina le recalcaba que fuera por pasajes donde se privilegiara la tolerancia y la buena conducta, para que su hijo a través de esos cuentos pudiera comprender la vida de otra manera. Él estaba preocupado con muchas actitudes de Abraham, pero especialmente por su futuro, ya que muchos senderos para un judío ordinario estaban prohibidos y podría arrepentirse durante toda la vida.
Janina le explicaba a Don Abulafia que Abraham era solo un crío y que como tal había que entenderlo. Todavía creía que se podía cambiar al mundo con “la palabra”, pues Abraham había sido iniciado en un círculo de la Cábala judía, donde se entendía que “la palabra” era capaz de crear y al mismo tiempo de destruir. Esas cosas, Doña Sara de Abulafia no lo entendía. La madre se quejaba de que el niño no tenía infancia, que trabajaba demasiado acompañando a su padre y que luego tenía que ir a las reuniones que su padre le había impuesto con el maestro Janina para que ingresara en el mundo de la Cábala. “La palabra” solo tiene poder cuando es pronunciada por Dios y nadie más - decía Doña Sara - y no entiendo qué tiene que hacer mi pobre angelito en un grupo de tantos viejos como ustedes - le preguntaba a Janina -. Pues los cabalistas aseguraban que el mundo había sido creado con el verbo, había sido creado solamente por la palabra de Dios, cuando dijo: “Haya luz” y así comenzó todo. El punto en el que el maestro Janina estaba fascinado con Abraham era el de sus preguntas, ya que siempre este le preguntaba cómo era posible que Dios pronunciara una palabra que no tuviera consonantes, cuando las consonantes solamente las podía pronunciar el hombre que había sido creado del barro y luego llenado de vocales con el halito de vida. Esas preguntas ponían como loco al maestro Janina y veía en el joven Abraham una promesa de sabiduría especial. Los cabalistas dicen que existe siete vocales, una por cada nota musical, una por cada planeta, una por cada color del arco iris, una por cada día de la semana y una por cada letra del nombre de Dios; con esas siete letras creo todo el universo, sin embargo el hebreo tiene veintidós letras, y fue necesario mucho tiempo para su creación. Cada letra tuvo su historia, por algo la Toráh comienza con sus dos primeras palabras con la misma letra y no es justamente con la primera. Sara no podía entender ese tipo de teorías y filosofía cabalista Lo único que entendía es que estaban echando a perder a su hijo, que nunca estaba en la tierra pensando en cosas comunes como hacían sus sobrinos o como cualquier otro niño.
Desde la habitación de su cuarto podía ver uno de los pilares de la gran Basílica y al mismo tiempo, uno de los minaretes de una de las mezquitas desde donde el Imán llamaba a la oración al pueblo del Islam. Era en el momento de abrir una de las persianas, cuando las palabras en árabe del Imán surcaban , rodeando las callejuelas del barrio judío. Los pasos de un burro tirando un carruaje por el empedrado le despertaron la curiosidad y vio que se trataba de un hombre que llevaba frutas y verduras al mercado de allí cerca. Era un viernes por la tarde y su madre Sara estaba preparando la cena del Shabat. Le encantaba la víspera del sábado o el fin del viernes, esperando la salida de la primera estrella, para comenzar el día del reposo. Era un día de gloria, Dios había descansado ese día y por lo tanto toda la humanidad; nadie debíahacer nada. Le llamaba la atención cómo se castigaba con la muerte a aquel que violara el día del reposo, pues había que respetarlo como cualquiera de los mandamientos. “Dios nos obligaba a descansar. -se decía - La misericordia del señor es infinita”. En la ciudad de Zaragoza se respiraba un clima de mucha tolerancia, ya que el rey había firmado una tregua con los moros de no agresión. Esto le permitía a la ciudad seguir haciendo negocios con los moros, puesto quela guerra no era negocio para nadie. Este pensamiento era un pensamiento típico judío, “para realizar sus negocios necesitaban un clima de tolerancia y libre flujo de mercaderías entre los pueblos para poder prosperar”. Los que no entendían este tipo de situaciones eran los reyes y cristianos que querían librarse, de una vez por todas, de los invasores. El problema era que cada vez que tenían un levantamiento contra los invasores, como los enemigos eran más ricos y estaban mejor preparados, perdían y firmaban nuevamente un tratado de paz o tregua. También por estas cosas se decían que eran odiados los judíos, puesse pensaba que por hacer negocios e irles bien, hacían pactos con el demonio y peor aún, con los enemigos para enriquecerse y obligar al rey a someterse a ellos. “Todo se arregla con maravíes”, decían.
Don Abulafia era un miembro respetable de la Aljama y era conocida su trayectoria dentro del grupo de iniciados de Tudela. Ahora había llegado con su hijo a Zaragoza, a pedido de la Aljama zaragozana, para disuadir al rey de que no tuviera una guerra contra el rey Alfonso X de Toledo y evitar de esa manera, un caos económico en los mercados de Aragón, que los judíos tarde o temprano deberían reparar para no ser castigados o culpados por las desgracias.
***

El pedazo de pan había caído en el vacío de la oscuridad y las mismas antorchas de insultos se esfumaban por los pasillos. Los cientos de ratas aparecían desde todos los rincones y los quejidos y llantos de los demás prisioneros lo habían traído nuevamente a su realidad. Cuando comenzaba nuevamente a recitar el salmo clavando sus uñas sobre el suelo, una voz lo sobresaltó.
- Tenemos que salir de aquí – le dijo la voz.
- ¿Pero cómo has entrado en mi celda?
- Te dije que llevo años proyectando la escapada, y si no lo hacemos ahora, no lo haremos nunca. Esta mazmorra tiene los mejores muros, pero los peores suelos. A nadie se le ocurre escapar por debajo. Por allí es por donde he entrado –senñalándoleun agujero contra la celda continua – Lo hicimos entre los dos.
- ¿Qué dos? – preguntó.
- Mi antiguo compañero, el cual terminó muriendo en el invierno pasado de pulmonía. Él ocupaba tu celda, pero no llegamos a concluir nunca nuestro plan de fuga. Fue uno de los mejores generales que tuve.
- ¿Quién eres tú y realmente por qué estás aquí?
- Veníamos desde las orillas del Bósforo a recuperar los territorios que nos arrebataron en el Imperio. Nuestra Iglesia no acepta a Roma como capital y menos al Papa, sin embargo nosotros somos los verdaderos herederos del Imperio Romano, ya que Bizancio continúa fiel a sus principios. Nosotros permanecemos ortodoxos a los principios dictados por los evangelios, y llegará un día que triunfaremos contra esta blasfemia católica. Mi nombre es Basilio y fuimos capturados por losnormandos , junto a mi señor Nicéforo, cuando veníamos en misión secreta para tratar de recuperar los territorios que le corresponden a Bizancio en Bari. Veníamos en busca de una milicia veneciana para mandar una flota hacia dicho puerto. Los venecianos siempre fueron nuestros aliados, incluso frente a la amenaza y piratería sarracena. Sus constantes piraterías y pillajes en alta mar debilitaron nuestras flotas y por ende nuestros puertos. Fue gracias a los venecianos que nos hemos recuperado.
- No entiendo por qué crees que tu lucha era por la fe, cuando la lucha de Bizancio siempre fue por la pugna con Roma por Constantinopla. ¿Acaso crees que te creerán los fundamentos religiosos en una guerra de ejércitos humanos? Sin duda, todo lo hace por las miles o millones de plantaciones de Moreras que tienen en aquella región y de esa manera, pueden tener uno de los más grandes ingresos en oro del mundo. La Seda.
- Ese es el motivo real de la ayuda de los venecianos, donde se puede sospechar la influencia judía en sus arcas camufladas.
En ese momento Basilio comenzó a vagar por todo aquel valle de luz y recuerdos que le podía brindar su hambrienta imaginación.
Pertenecía a la caballería y era prácticamente la mano derecha de su general, el que fuera por siempre y hasta el fin de sus días su compañero Nicéforo. Su brazo era conocido en el ejército como el más ligero de todos. Les apodaron los Themas o conocidos también como los Trapezitos eran audaces jinetes, que a diferencia de Occidente, no usaban armadura ninguna, apenas se vestían con chaquetones de cuero o de fieltro endurecido para aguantar los golpes. Nicéforo estaba orgulloso de él, le había regalado su Kamelaukion o capuchón de fieltro grueso y su capa. Su escudo circular de madera, el Thureos, forrado con un delicado cuero de caballo. Siempre bromeaba con su compañero Nicéforo que el escudo del general tenía que ser el más grande, sin embargo, él se sentía mucho más cómodo con su pequeño escudo que lo usaba hasta para golpear.
Su caballo Mer, que así se llamaba y que en lengua semita significaba amargo (irónicamente le había puesto ese nombre por su afición al azúcar), era enorme. Él cargaba con todo, con su jabalina de casi dos metros, con su carcaj y su espada, la hermosa Dina. Así la había llamado, justicia en hebreo y por la hija de Jacob, que tras su deshonra el pueblo utilizó su nombre para justificar una de las peores venganzas de la historia. En su mango llevaba una piedra de rubí y entre sus tientos había guardado cuidadosamente ciertos amuletos con los nombres de Dios en hebreo.
Sus grandes momentos de júbilo eran cuando ganaba en las competencias de arqueros. Realmente parecía hablar con los vientos y el objetivo. Hasta él mismo se sorprendía y decía que era por la magia de sus nombres entre los tientos de su mano. Basilio destacaba por ser la caballería rápida que se dedicaba a perseguir y aniquilar los enemigos. Su estimadísimo rey Miguel VIII los había bautizado como los Prokoursatores o perseguidores, por ser implacablemente mortales con los cobardes.
A partir de aquella mañana que había dejado atrás a su amada Constantinopla; su Jerusalén con la catedral más hermosa del mundo, la majestuosa Hagia Sofía .Sin duda no había nada en la tierra creado por el hombre que la pudiera igualar.
Aquella mañana emprendió la marcha junto a su compañero de lucha, vestido con calzones rojos recordando las guerras y la vida, a diferencia de los pacíficos azules de su general. En sus oraciones matinales, su general y el resto de sus compañeros invocaban el nombre de Miguel, su rey y Focas, el mejor de todos los soldados conocidos. Habían ganado todas las batallas, habían llegado hasta Bulgaria donde por orden del rey no pudieron pelear. El ejército de Nicéforo había bajado por la costa hasta llegar a Venecia y seguía por tierra a toda la flota veneciana, que se encargaría de tomar por sorpresa al puerto de Bari. Pero antes de llegar a la ciudad fueron emboscados por los normandos, que sabían de los planes secretos de Bizancio por alguna traición de sus filas.
- ¿Traicionados? – le preguntó Abraham.
- Sin duda fueron algunos de la chusma judía veneciana – le dijo este con desprecio – ¿Si no, quién más? ¿Quiénes son los que viven de los problemas de los otros o negocian con unos y los otros?
- A nosotros los judíos siempre nos convino la paz. Para que todos nuestros negocios sean fructíferos tenemos dos secretos; el primero es conocer al otro hasta los confines del mundo y el segundo es la paz, para poder llevar a cabo nuestros negocios. Para los únicos que el conflicto o las guerras son un negocio es para la Iglesia, que realmente vive de ello, de las conspiraciones con los reyes, con los tratos secretos con unos y traiciones con otros, para asegurarse el poder en la tierra. ¿Qué clase de dios puede permitir una cosa así? ¿Acaso no se dieron cuenta que él tiene el poder del milagro? ¿Qué sentido tendría la vida tanto para él como para nosotros si todo se resolviera con los milagros? Él nos dejó a cargo de nosotros mismos, para que logremos llegar a él con nuestros pequeños pasos y grandes tropezones.