CAPÍTULO ONCE
Abraham le contaría que tras aquel día de
fiesta en Narbona, después de conocer a Jean Paul, el hermano de la
estrella que había encandilado su noche, todos los días serían
iguales, exactamente iguales. Los pensamientos, principalmente y
los recuerdos no variaban de aquellos ojos. Pensaba las mil y una
frase para decirle, soñaba millones de momentos yaciendo con ella y
en cómo podría ser aquella primera vez. Un beso o simplemente una
mirada, tocarle la mano, sentirle el aroma y finalmente escuchar su
nombre. Que le repitiera su nombre por los labios de ella. Si
escuchaba su nombre en los labios de aquella que había dominado y
maniatado a su corazón, sería el hombre más feliz del
universo.
- Guillem de Gerona – repitió ella cuando fueron presentados por
fin por el hermano.
No fue lo que esperaba, ese Guillem no había tocado su alma, le
hubiera encantado escuchar Abraham. ¿Quién era ese Guillem que
estaba en frente de ella?
- Ella es René – le había dicho Jean Paul, y ella se había limitado
a hacerle una pequeña reverencia con la cabeza. Abraham no pudo
sujetar la potencia de su mirada y tuvo que desviar sus ojos hacia
sus manos – mi hermana, que se casará dentro de poco con uno de los
condes más importantes de aquí.
Ellos se miraron y ella bajó la vista. Había una corriente que los
había entrelazado. Él estaba convencido de que Dios le había
colocado aquel ángel en el camino para que lo acompañara en su
soledad, para que lo guiara en su desamparo.
Una de las tardes en las que Abraham estaba en su oficina, cerca
del puerto, frente al paseo del canal, escuchó que alguien entraba
en su despacho. Cuando entró a la oficina, encontró a René de pie e
impaciente.
- Me caso en dos días – le dijo ella.
Abraham no respondió, intentaba entender qué era lo que estaba
sucediendo. ¿Qué es lo que estaba ella haciendo ahí
específicamente? Solamente la miró.
- No tengo nada para ofrecerte – le dijo por fin Abraham.
- Sí tienes – fue en ese momento cuando el tiempo pareció
desaparecer y los instantes salteaban aquel momento. Ella se acercó
y lo besó. Lo besó con fuerza, con pasión, con deseo, con
descaro.
Era la primera vez que Abraham sentía algo tan fuerte, tan fuerte
que no lo podía sostener. Todos sus órganos se retorcían, sus
pensamientos se nublaban, su sexo se transformaba en intensidad, en
rabia, en bronca y en deseo por estar dentro de aquel mundo que
tenía enfrente. El tocó y pasó la mano por cada zona del valle,
sintiendo que todo aquello le pertenecía y era para él. Fue en ese
instante, que ella se separó con fuerza, lo empujó hacia atrás y
salió corriendo.
Abraham, quedó ahí, todavía en las primeras nubes que habían
llegado a alcanzar. Le costaba volver al puerto, le costaba
enterarse de que estaba en la oficina, y que había estado con la
mujer de sus sueños y de otro hombre. El segundo encuentro Abraham
lo sospechaba, sabía la hora y sabía donde la iba a besar, donde la
tocaría. No podía pensar en ningún número, en ningún dato de
mercadería que le llegaba, estaba pendiente de la visita de René.
Pero no vino ni en la hora ni en el lugar que esperaba. Esa tarde
desahuciado por la larga agonía de la espera, por lo fatal de la
espera de un sueño, se dirigió hacia el depósito del fondo. Y ahí
estaba ella. Se besaron nuevamente y detrás de unos cajones, sobre
las paredes y el suelo. Entregaron sus cuerpos a la furia de la
vida.
Luego lo hicieron en la oficina, en uno de los cuartos que tenía un
pequeño archivo. Allí lejos de todas las ventanas, en lo más oscuro
de sus vidas brillaban en la pasión desenfrenada. Una de esas
tardes que parecían interminables en la espera, Abraham sintió el
ruido de la puerta y se dirigió al mostrador. Sabía quién era y
estaba feliz como siempre, pero la sorpresa fue enorme cuando vio
que era Jean Paul. Abraham disimuló su espanto, y como que no
esperaba a otra persona.
- Si quieres a mi hermana – le dijo despectivamente – no te
acerques a ella. Ella está casada y como se imaginen que te visita,
la matarán por adulterio. Solo eso, esta vez es una advertencia
Guillem, la próxima es para matarte.
- ¿De qué me hablas? – le preguntó Abraham haciéndose el disimulado
y el desentendido.
En ese momento Jean Paul, le tiró un papel que Abraham miró
detenidamente. “El hombre que se encuentra a escondidas con
Mademoiselle René es un impostor de la peor clase, su nombre
verdadero es Abraham Abulafia, un marrano. La palabra marrano,
cerdo le había llegado hasta el alma. Esa palabra se usaba para
designar a todos los judíos de España, que se presentan al pueblo
como cristianos, pero que en el fondo continuaban practicando los
ritos judíos. Lo habían descubierto. La carta estaba en catalán y
no tenía faltas de ortografía. Pero cómo podían saber de los
encuentros que tenía con René y ¿cómo conocían quién era, si llegó
a la ciudad acompañado del Sir Ricardo de Montiel, otro marrano
oculto que jamás lo hubiera traicionado por el valor de su
palabra?
- O te marchas de aquí – le dijo Jean Paul – o te quemaremos en la
hoguera.
- ¿Por qué no me has denunciado? – le preguntó Abraham.
- Porque sé que eres una víctima del hechizo de mi hermana. Sé que
es ella la que viene aquí. Por eso te doy la oportunidad de que te
salves. Tú escoge. “Tu escoge”, esas palabras ya las había
escuchado alguna vez en algún lugar. Un maestro le había explicado
que la vida no es determinada y que uno termina siempre eligiendo
su propio camino, pues a medida que uno conoce más de la vida puede
elegir mejor su suerte para que ella sea siempre positiva. Dios nos
bautizó con el libre albedrío desde el paraíso. Y aunque parezca
que el castigo sea el resultado de elegir mal, lo que nos demuestra
aquella fábula es que para hacer las cosas bien, tenemos que
aprender de los errores. Le parecía algo tan absurdo el aprender de
los errores. Pues siempre de chico le habían enseñado a que
aprendiera a no equivocarse y lo importante de aprender para no
cometer errores, pero este maestro le había dicho lo contrario;
aprende de los errores.
“Tu escoge” le sonó nuevamente en la mente, una vez que Jean Paul
se fue, cerrando la puerta de un portazo. Ya sabía que René lo
visitaría ese día, y quizás el siguiente. La única opción ahora era
o bien buscarla o esperar a que ella regresara por su
vida.
Encendió una vela, abrió la biblia y marcó con el dedo al azar
donde encontraría un mensaje para esa gran duda que tenía. Se turbó
cuando al abrir en el primer libro de la Toráh, se encuentra en el
libro del Génesis capítulo veintinueve, cuando Jacob ve por primera
vez a Raque y, se enamora, la besa y le pide al padre de ella
trabajar durante siete años por su mano. Jacob relata que aquellos
siete años le parecieron días de lo enamorado que estaba. Pero en
el momento en el que el padre de la joven le entregó a Raquel, toda
envuelta en velos, se dio cuenta de que era otra mujer. La hermana
mayor, Lea. ¿Por qué Dios permite que pasen estas cosas? Se
preguntó. ¿Por qué si uno se enamora de una mujer, por qué muchas
veces no es para uno? ¿Por qué hay otras mujeres que ocupan el
lugar del amor y el amor no descansa en los cuerpos de los
hombres?
Salió a buscarla, ese sería su error. Total, la vida le había
demostrado que las cosas nunca salen como uno las planea. Había
perdido a su familia, había perdido a su mejor amigo, no estaba
dispuesto a perder a su amada. Pero cuando iba se imaginaba el
escándalo; ella vivía con el Conde de Narbona, no podía ir a la
casa.
Antes de llegar a la casa, en uno de los callejones que daban al
canal, había dos hombres que lo llamaron. Él se acercó y le
advirtieron que si se acercaba a la casa un poco más, sería hombre
muerto. Le estaban esperando, le dijeron. ¿Cómo era posible que
supieran de sus pasos? ¿Cómo era posible que supieran tanto de
él?
Esa noche Abraham estaba desesperado, no sabía lo que había
ocurrido. ¿Cómo es que sabían su identidad?, ¿cómo sabían lo que
ocurría con René? En la sala de los archivos, en el lugar de los
encuentros, había encendido una vela. Sentía frío a pesar del calor
que hacía en aquella noche de verano. Ella no había venido y él
estaba completamente vacío. Ni siquiera un pensamiento lograba
invadir su mente, solamente los recuerdos de la transparencia de la
miel de su mirada, del aroma de su cuerpo, del calor de sus
caricias de la voz en su oído que le decía “bésame”. Todo había
terminado. Había una sentencia de muerte y no era hasta que la
muerte los separe, era todo lo contrario, una maldición para los
amantes. Tenía ganas de emborracharse y ahogar en un pozo de olvido
todas las penas. Las penas de los miserables, que no supieron ser
valientes en la lucha del amor. ¿Pelear por Dios y por el amor, no
era lo mismo? ¿Acaso su nombre Guillem no significaba
eso?
Una brisa fresca amenazó con apagar la vela, cuando observó de
donde venía vio aquellos ojos ámbar que lo observaban. No supo lo
que hacer.
- ¿Quién es usted? – le dijo Abraham sorprendido del hombre que
estaba dentro de su local.
El hombre simplemente se quedó mirando y en un abrir y cerrar de
ojos sacó su espada apuntándole con la punta al mentón de Abraham.
Era realmente ancho, macizo y bajo. Su rostro no se podía
distinguir en la oscuridad del salón.
- Soy la muerte que Dios te envía – le dijo tranquilamente el
hombre, haciendo referencia a un viejo romance anónimo.
Abraham no parecía perturbado, lo miró fijamente a los ojos.
Realmente era una muy buena oportunidad para dejar este mundo de
desamparo. No tenía nada que lo atara a la vida, pues lo había
perdido todo y no había conseguido nada.
- ¿Lo vas a hacer aquí mismo? – Le preguntó Abraham tranquilamente
con la mirada fija - ¿Qué es lo que dice Jesús de este
acto?
- ¡No me hables de Jesús, tus palabras blasfeman su nombre! – le
dijo gritando el hombre de oscuro.
- Pensé que como venías de parte de Dios, era un juicio divino. ¿O
sea que esto es por dinero? ¿Te han mandado matarme por dinero? –
le dijo como concluyendo un razonamiento – Pues que poco vale lo
que haces, para andar robando vidas ajenas por unos pocos
maravíes.
- ¡Basta! – Le dijo el hombre – ¡Arrodíllate en nombre de
Jesucristo! – le ordenó.
Esas palabras parecieron encender de ira a lo que quedaba de
Abraham. No podía morir en manos de una blasfemia, de una mentira,
de una deshorna. Todos los demás ancestros habían muerto de pie
como los árboles, totalmente orgullosos de pronunciar el nombre de
Dios y de tener la religión del único bendito sea.
- No – respondió Abraham y dio un paso adelante.
- ¡Arrodíllate! – le gritó de nuevo.
- No – y dio un segundo paso hacia delante, mientras lo miraba
fijamente a los ojos. En ese momento Abraham comenzó a rezar y a
mover su cuerpo esperando el golpe final de la muerte. Comenzó a
sentir un fuego interior, una extraña alegría mientras se movía,
parecía que comenzaba a hacer el amor con René, era realmente un
éxtasis. Sintió una fuerte energía que lo invadía y gritó con todas
sus fuerzas ¡¡NO!!. El hombre soltó la espada y cayó
desvanecido.
***
- ¿Pero qué es lo que ha ocurrido? – preguntó
Basilio.
- En realidad nunca lo supe con certeza. Pero me aproximé a él, le
intenté sentir el pulso y no lo encontré. Creo que algo divino
ocurrió en ese momento.
- Déjate de chaladuras – le dijo Basilio.
Pero Abraham estaba convencido de que un ángel
había bajado a ayudarle. En ese momento, tomó su bolso y se dirigió
al puerto. Había uno de los barcos que estaba a punto de zarpar.
Preguntó a uno de los marineros hacia dónde se dirigía y le dijo
que hacia Grecia, hacia el Pireo en Atenas. Le entregó una perla al
capitán del barco y como fugitivo abandonó todo en Narbona. Sus
clases de cábala, su nuevo maestro, su negocio, sus pertenencias,
su pasión y un hombre muerto. Pero se sentía diferente, algo había
ocurrido allí antes de que el hombre cayera fulminado, había
entrado en una dimensión que jamás había pisado. Tener la certeza
de que iba a morir, de que se iba a encontrar con su alma para
marchar hacia la muerte, la potencia de la oración hacia Dios y la
extraña danza que había conseguido hacer en esos instantes le
habían quedado grabado a fuego. Algo había ocurrido allí para que
un ángel lo hubiera escuchado y su alma extasiado.
- Eso mismo fue lo que ocurrió en Alamut – le dijo Basilio
pensativo. Aquella noche que estaban todos juntos alrededor de la
fogata, escuchando al Maestro de los Hashashin, las parábolas
maravillosas que contaba, ya que nadie hablaba y todo el mundo lo
miraba con ojos de asombro. Tanto el general Nicéforo como los
otros monjes hablaban árabe y permanecían atentos a sus palabras.
De pronto, un leve y tímido trote de jóvenes caballos comenzó a
correr por alrededor de la cueva. El trote retumbaba seguidamente
del anterior, y este se transformó en galope. Parecía que allí
estaban los caballeros celestiales, los al fatwa. El maestro señaló
a dos hombres que estaban con unas túnicas naranjas o rojas
gastadas, mientras los demás estaban con sus túnicas blancas y
pañuelos blancos en la cabeza. La vestimenta era singular, pues
parecía que llevaban vestidos de mujer con grandes faldas. Los dos
hombres de naranja se pararon, uno tenía el cabello largo,
exactamente igual que su barba; sus ojos parecían fabricados de
ingredientes de serpiente; sus miradas parecían morder los miedos
ajenos. El otro era más joven, de pelo corto y un macizo
bigote.
Los tambores que marcaban el galope de los caballos celestiales
dentro de la montaña se hicieron más rápidos. El hombre de pelo
largo y barba, movía su cabeza como si fuera el mismo tambor que
estaba sonando, hacia la derecha y hacia la izquierda a gran
velocidad. El otro tímidamente comenzaba a girar sobre sí mismo.
Los tambores intensificaban los pasos alados y los cuerpos parecían
seguir cada uno de los golpes. De pronto uno de ellos comenzó a
girar mientras levantaba alternadamente sus brazos como si fuera
una marcha militar. El otro comenzó a hacer lo mismo y comenzaron a
girar a una gran velocidad, ahora eran los tambores los que seguían
cada uno de sus movimientos. Cada movimiento que hacían era
correspondido por un sonido, todo parecía que tenía una música,
cada movimiento parecía que desprendía un ritmo. Era tanta la
velocidad del giro, que era imposible que aquello fuera humano. La
música se hizo contagiosa y algunos de los que estaban en el fondo
se empezaron a levantar. En uno de esos grandes giros, que parecían
describir a dos mariposas aleteando en las flores, se veía, por
debajo de sus ropas naranjas, que estaban vestidos con babuchas
blancas. Era algo espectacular. De pronto sintió una mano en su
hombro. Era Nicéforo que le decía:
-- Ellos son los caballeros celestiales. En estos momentos están
con los ángeles y dialogando con ellos. Observa sus cuerpos,
flotan, no se marean y no están aquí.
En ese momento el general dejó su espada, y toda su malla de acero
que lo cubría para ponerse en el círculo que rodeaban a estos dos
danzarines endemoniados. En un abrir y cerrar de ojos, él, al igual
que otros oficiales, estaban girando también sobre sí mismos.
Alguno de ellos tras tres o cuatro vueltas caían de lado, mientras
estos dos hombres de rojo, no caían nunca; es más parecía que
giraban cada vez a más velocidad, ni siquiera se le veía el rostro,
ni si estaban de frente o de espaldas.
Fue esa noche, en la que sintió en su alma una gran vibración, unas
ganas enormes de dejar todas esas armas que cargaba y seguir a su
general. Se levantó tímidamente. Uno de los alumnos del maestro que
lo vio estaba con una chaqueta blanca y una gran falda sobre unas
finas babuchas, se paró enfrente y se cruzó los brazos. Basilio
sabía que este muchacho le quería explicar cómo se hacía; así que
él lo imitó y se cruzo de brazos. Entonces el muchacho comenzó a
girar poquito a poco, pero pareciendo seguir el ritmo de todos los
demás que estaban formando el círculo, pues los dos del centro iban
a toda velocidad. Basilio comenzó a girar, sintió que se mareaba y
cerró los ojos; apenas los abrió, vio al muchacho que le sonreía.
Entendió que estaba bien, se dejó llevar por los tambores, de
pronto sintió cómo los tambores cada vez eran más fuertes,
realmente sentía que su cuerpo se comportaba aisladamente de sus
pensamientos. De repente sintió por primera vez que estaba dentro
de su cuerpo, pero como si su cuerpo fuera algo extraño, realmente
parecía estar montando a ese cuerpo, como si este fuera un caballo.
Fue en ese momento cuando escuchó entre todos aquellos gritos, que
no adivinaba que era, la palabra Alah y todos levantaron las manos
desde el pecho hacia el cielo. Él, sin darse cuenta, dijo Padre o
Dios, y fue en ese momento cuando se hizo un gran silencio. Comenzó
a vislumbrar todo el espectáculo desde el aire, parecían cientos de
flores blancas y rojas que bailaban entre sí. Parecía una hermosa
primavera iluminada por fuegos y bailes. De pronto vio una mancha
oscura entre todos aquellos que estaban bailando y reconoció desde
el aire que era su general Nicéforo y al lado, dando saltos de
felicidad, a él mismo. Gritó nuevamente el nombre de Dios cuando
sincronizadamente los demás decían Alah y sintió una gran paz y un
gran placer. Un placer que se extendía por todos sus miembros y se
unificaba en su sexo. Parecía como si estuviera a punto de eyacular
y comenzó a girar con movimientos pélvicos; una fuerte vibración
comenzó a hacerle unas fuertes cosquillas en toda la cabeza. Al
momento nada, un silencio vacío. Veía imágenes que no entendía de
donde venían, no sabía dónde estaba, ni quién era, ni qué era. No
veía nada. De golpe comenzó a ver rostros que lo estaban mirando,
no sabía de quienes se trataba. Se tocaba como si el cuerpo no
fuera suyo, no entendía lo que le decían. Quiso recordar quién era
él y no lo sabía.
- ¡Basilio! – Le gritaron – ¿Estás bien? – le preguntó Nicéforo.
Fue en ese momento, cuando poco a poco volvió hacia la caverna
donde estaban todos reunidos, fue como ir retrocediendo paso a paso
hasta llegar al momento en el que se había parado frente al
muchacho que le había enseñado a bailar o a entregarse en ese
extraña danza.
- Fue una experiencia mística – le interrumpió Abraham. Esa misma
que tuve yo cuando estaba orando con el movimiento del cuerpo. Es
que seguramente ahí está la clave de llegar a Dios, tenemos que
unir el alma, el espíritu y el cuerpo en el mismo momento de la
oración para hacerla una sola. Y el fruto de ella es justamente ese
tipo de experiencias místicas, ya que es acercarse a Dios, sin
importar con qué nombre le asignemos, ya que mientras los hashashin
decían Alah, tú te concentrabas en el tuyo y tuvo el mismo valor
místico y religioso.
- Fue algo maravilloso, como llegar a Dios lleno de placer, fue una
conjunción de elementos que lograron transformar mi alma. Parecía
que esos giros hacia la izquierda sin cesar y constantes, fueran
como un remolino de almas hacia el paraíso. Realmente los
musulmanes tienen una gran sabiduría para llegar a Dios. La
pregunta que me hago es ¿por qué son herejes?
- ¿Y si no son Herejes? – Le preguntó Abraham – Me corrijo, ¿y si
no somos herejes como piensan constantemente ustedes? ¿y si somos
caminos alternativos para el mismo destino? Todos buscamos
engrandecer el alma, para regocijarnos con Dios. ¿Por qué mi camino
tiene que estar en tu contra, si mi camino es algo
personal?
- Ya te he dicho – le dijo molesto Basilio – Porque ustedes mataron
a Cristo. Ese es el motivo de nuestra aversión hacia
ustedes.
- ¿Realmente crees que matamos a Cristo? – le preguntó irónico –
¿Tenemos tanto poder nosotros los judíos como para matar a un dios?
¿Acaso Dios está muerto? Las cosas pasaron así, porque Dios lo
quiso así, ¿No te parece que él es la suprema sabiduría y no hay
falla en sus determinaciones? ¿Acaso Jesús no sabía que iba a ser
traicionado por uno de sus discípulos? ¿Acaso no sabía que se
aproximaba su fin? ¿O ustedes también desconfían de las escrituras
que tienen en el Nuevo Testamento? ¿O creen que Jesús se equivocó
dejando cumplir la voluntad de Dios? O lo que es peor, ¿piensan que
Jesús fue incapaz de salvarse porque una panda de judíos lo capturó
y lo ejecutó? Las cosas pasaron así para él pudiera con su dolor
llegar a más almas; porque solamente si Dios se parece a nuestras
debilidades es cuando lo podemos entender y familiarizarnos con él.
Esa fue su lección, su humanidad, su fe, su lealtad al Padre y a
sus ideales de amor. ¿Donde lo tienen ustedes?
- ¿Acaso tú te crees que yo me voy a creer toda esa historia a la
que estás dando vuelta? En realidad no voy a cuestionar mi fe. Hay
cosas que uno no tendría que atreverse a cuestionar; por algo son
cuestiones de fe y no de ciencia. Dios es la suprema inteligencia y
él está por encima de todo y más allá también de lo que es la
ciencia, de lo que puede ser una pregunta o peor, de lo que puede
ser una respuesta a algo tan inexplicable como lo es Dios. No
quiero pensar en cómo ocurrieron las cosas, porque cuestionarse es
perder la fe. Sin embargo, ya veo por donde vienen tus pasos y
quizás cual fue tu crimen. Ahora me toca a mí, ¿puede haber alguna
relación entre Roma, El Mesías judío, el Papa muerto y tú aquí en
el calabozo?
- Pues sí – le dijo Abraham – Todo comenzó después de un fuerte
incidente que tuve en Grecia.
Abraham, mientras regresaba hacia Italia para encontrarse con el
gran Rabí Hillel en Capua, se cruzaba con varios peregrinos de
otras religiones y les comentaba sus conocimientos del judaísmo.
Era tan seductor y convincente en sus planteos teosóficos, que los
gentiles muchas veces pedían tener el pacto. El pacto judío que
unía la carne del hombre con Dios. Muchos de los que lo intentaban
en solitario y a escondidas morían desangrados, muchos decían por
ese motivo Abraham era el mensajero del demonio, que tras sus
palabras seductoras como la mejor de las serpientes, conseguía que
muchos se cortaran el prepucio, entregando su vida al
vacío.
Realmente había vuelto desquiciado y desafiante con todas las
autoridades de los pueblos, ya que muchas veces entraba en las
Iglesias de los pequeños poblados, haciéndose pasar por el Fraile
Guillen y les contaba historias a los fieles, para que luego
intentaran convertirse al judaísmo. Estaba tomando a la gente como
conejillos de indias, sabía que un Papa no sabía más religión que
el más ignorante de los labradores, pero el Papa si sabía de poder,
cosa que ellos no tenían ni idea y el Papa ninguna intención de
perder. Siempre comenzaba hablando poco del Nuevo Testamento, total
todo el
mundo siempre repetía lo mismo, pero le
empezaba a agregar del Antiguo Testamento y los comparaba. Hablaba
desde el dolor del Nazareno y que no hacían más que repetir ese
dolor en cada acto de intolerancia a nuestros hermanos.
- Los judíos mataron a Nuestro Señor- decía y la gente se
encendía-, pero Nuestro Señor era judío, por eso tenemos que
respetar a los judíos.- Imaginen a Nuestro Padre Jesús como se
sentiría si viera cuando insultamos a todos sus hermanos.
- ¡Pero ellos lo traicionaron! – le gritaban desde el fondo de
todas las parroquias.
Siempre repetía el mismo sermón para impresionar a los gentiles.
Les decía que las sagradas escrituras tenían un mensaje secreto y
que era justo en el momento de la entrega y muerte de Jesús.
La Cita Mortal / David Berniger