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Oficiales de uniforme y civiles de sombría expresión se apresuraban arriba y abajo, entrando y saliendo de la mansión de la isla Kamenny, abriéndose paso a codazos bajo el pórtico de blancas columnas. Detrás de la vieja casona, el Neva serpenteaba, congelado y espolvoreado de nieve, cual una blanca serpiente deslizándose a través de la destrozada ciudad.

El teniente calvo me acompañó a uno de los emplazamientos de ametralladoras situado frente a la casa, donde un grupo de soldados se encontraba sentado detrás de unos sacos terreros amontonados, sorbiendo un té clarito de unas tazas de hojalata. El sargento que estaba al mando leyó la carta del coronel, me miró y dijo:

—¿Tiene usted algo para él?

Asentí y me hizo señas de que le siguiera. El teniente se dio la vuelta y se marchó, sin mirar atrás, ansioso por escapar a lo que se había convertido en una desgraciada mañana para él.

Finalmente encontramos a Grechko al pie de las escaleras en la bodega de la mansión. Todas las viejas y grandes botellas de vino habían sido despachadas ya hacía mucho tiempo, pero las paredes seguían llenas de estantes de terracota. El coronel se encontraba al lado de algunos de sus oficiales subordinados, que comprobaban los artículos de una lista. Jóvenes soldados abrían cajas de madera con palancas. Hundían sus brazos en el desfibrado papel que protegía el contenido, sacando botes y jarras y bolsas de arpillera y gritando el contenido de éstos.

—Dos kilos de jamón ahumado.

—Quinientos gramos de caviar negro.

—Un kilo de carne de vaca en gelatina.

—Ajo y cebollas… No figura el peso.

—Un kilo de azúcar blanco.

—Un kilo de arenque salado.

—Lengua hervida. No figura el peso.

Durante un minuto me quedé y observé cómo crecía la pila de productos alimenticios, todos los ingredientes para la legendaria fiesta. Zanahorias y patatas, pollos desplumados y botes de nata agria, harina de trigo, miel, mermelada de fresa, jarras de zumo de cereza fermentado, setas borovik en lata, pellas de mantequilla envuelta en papel de cera, tabletas de chocolate suizo de doscientos gramos.

El sargento que me acompañaba susurró una palabra al oficial que se encontraba junto a Grechko. El coronel le oyó y se dio la vuelta hacia mí. Durante unos segundos frunció el entrecejo, incapaz de situarme; profundas arrugas surcaban su frente.

—Ah —dijo finalmente, emergiendo su extraña, hermosa, sonrisa—. ¡El saqueador! ¿Dónde está tu amigo, el desertor?

Ignoro cómo reaccionó mi cara a esta pregunta, pero el coronel vio y comprendió.

—¡Qué lástima! —dijo—. Me gustaba aquel chico.

Esperó a que hiciera algo, y durante largo rato no pude recordar por qué estaba allí. Cuando finalmente se me ocurrió, me desabroché la chaqueta, saqué la caja de listones rellena de paja de debajo de mi jersey y se la tendí.

—Una docena de huevos —le dije.

—Estupendo, estupendo. —Pasó la caja a su subordinado sin mirarla, e hizo un gesto hacia los delicados manjares amontonados en el suelo de piedra—. Algunas provisiones llegadas por avión anoche. Justo a tiempo. ¿Sabes cuántos favores debidos tuve que gastar en esta boda?

El oficial subalterno tendió la caja de huevos a los jóvenes soldados e hizo una señal en su libreta.

—Otra docena de huevos.

El subordinado comprobó su anotación.

—Con ésa, hacemos cuatro docenas.

—Cuantos más mejor —dijo el coronel—. Ahora podemos hacer pasteles de pescado. Mira, dale al muchacho una tarjeta de Grado Primero. Ah, dale dos: podría quedarse también con la de su amigo.

El subordinado levantó las cajas, impresionado por aquella generosidad. Sacó dos tarjetas de racionamiento de una cartera de cuero y las firmó. Luego sacó un tampón del bolsillo y estampó las tarjetas antes de alargármelas.

—Serás un chico popular —dijo.

Yo miré fijamente las tarjetas en mi mano. Cada una de ellas me daba derecho a las raciones de un oficial. Paseé la mirada por la bodega. Kolya habría sabido qué viñedos preferían los Dolgorukov: el blanco que elegían para el esturión; el tinto que casaba más con la carne de venado. O, si no lo hubiera sabido, lo habría inventado. Observé a los soldados acarreando escaleras arriba sacos de arroz y largas ristras de gruesos embutidos.

Cuando regresé a donde estaba el coronel, éste me miró fijamente. De nuevo comprendió mi expresión.

—¿Esas palabras que quieres decir ahora? No las digas. —Sonrió y me dio una palmada en la mejilla con algo parecido al auténtico afecto—. Y ése, amigo mío, es el secreto para vivir una larga vida.