15
Lara nos acompañó a un pequeño dormitorio en la parte trasera de la casa, donde supuse que dormían los criados en la época de los emperadores. Llevaba un candelabro de latón con dos velas encendidas, que dejó descansar sobre el pequeño escritorio. Las paredes, revestidas con paneles de madera de pino, estaban desnudas, la litera no tenía sábanas sobre el colchón y yo casi tropecé con las alabeadas tablas del suelo, pero la habitación era bastante cálida. Las estrechas ventanas ofrecían una vista de un cobertizo de herramientas iluminado por la luna y una carretilla junto a él en la nieve.
Me senté en el somier de abajo y dejé deslizar el dedo por encima de un nombre grabado en la pared, ARKADIY. Me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde que Arkadiy había estado en aquella habitación y dónde se encontraba ahora, un anciano temblando en alguna parte en la fría noche, o sólo unos huesos en el cementerio. Había sido un experto con el cuchillo, su ARKADIY era una delicada filigrana grabada en la oscura madera, sesgos y floreos, un enérgico brochazo subrayando el nombre.
Lara y Kolya establecieron un código —golpear unos cacharros con cucharas— que le permitiría a ella señalarnos cuántos alemanes aparecían para su entretenimiento de última hora de la noche. Cuando ella salió, Kolya sacó la pistola y empezó a desmontarla sobre la mesita, comprobando sus posibles daños y secándola con la manga de su camisa antes de volver a montar el arma.
—¿Has matado a alguien alguna vez? —pregunté.
—No, que yo sepa.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que he disparado mi fusil un centenar de veces, quizás una bala hirió a alguien, lo ignoro. —Metió el cargador otra vez en la culata de la automática—. Cuando mate a Abendroth, lo sabré.
—Quizás deberíamos simplemente irnos ahora —dije yo.
—Tú fuiste el que quiso venir aquí.
—Necesitábamos descansar. Necesitábamos comida. Me siento mucho mejor ahora.
Él se dio la vuelta y me miró. Yo estaba sentado en la litera con las manos bajo las piernas, mi gabán extendido a mis espaldas.
—Podrían venir ocho de ellos —dije—. Y tenemos una sola arma.
—Y un cuchillo.
—No puedo dejar de pensar en Zoya.
—Bien —dijo—. Sigue pensando en ella cuando le metas el cuchillo en las tripas.
Arrojó su guerrera sobre el colchón de arriba y se encaramó, sentándose con las piernas cruzadas y la pistola a su lado. Sacó su diario del bolsillo del abrigo. Su cabo de lápiz había encogido hasta el tamaño de la uña de un dedo pulgar, pero él tomaba notas a su velocidad habitual.
—No creo que pueda hacerlo —dije, al cabo de un largo silencio—. No creo que pueda clavarle un cuchillo a nadie.
—Entonces yo tendré que dispararles a todos. ¿Cuánto llevo ahora, once días sin cagar? ¿Cuál crees que es el récord?
—Probablemente mucho más que eso.
—Me pregunto qué aspecto tendrá cuando finalmente salga.
—Kolya…, ¿por qué no nos vamos ahora? Cojamos a las chicas y vayamos a la ciudad. Lo conseguiremos. Tenemos toda la comida que podamos llevar. Nuestra sangre está otra vez corriendo por las venas. Cojamos algunas mantas extras …
—Escúchame, sé que estás asustado. Tienes razón de estarlo. Sólo un idiota conservaría la calma, sentado en una casa, sabiendo que los Einsatzgruppen han de venir. Pero esto es lo que has estado esperando. Ésta es la noche. Ellos están tratando de quemar nuestra ciudad. Están tratando de matarnos de hambre. Pero nosotros somos como dos ladrillos de Piter. No puedes quemar un ladrillo. No puedes matar de hambre a un ladrillo.
Contemplé cómo las velas se iban derritiendo en el candelabro, contemplé las sombras que bailaban a través del techo.
—¿Dónde has oído eso? —pregunté finalmente.
—¿Qué parte? ¿Lo de los ladrillos? A mi teniente. ¿Por qué? ¿No te ha inspirado?
—Iba bien hasta ese momento.
—Me gustan los ladrillos: «No puedes quemar un ladrillo. No puedes matar de hambre a un ladrillo». Es bonito. Tiene un ritmo agradable.
—¿Es el mismo teniente que pisó una mina terrestre?
—Sí. Pobre hombre. Bueno, olvidemos los ladrillos. Te lo prometo, pequeño león, no vamos a morir aquí. Vamos a matar a algunos nazis y luego a encontrar esos huevos. Tengo algo de sangre gitana en mí; puedo leer el futuro.
—Tú no tienes nada de sangre gitana.
—E insistiré en que el coronel nos invite a la boda de su hija.
—Ja. Tú la quieres.
—Cierto. Creo que estoy realmente enamorado de esa chica. Posiblemente es una bruja idiota, pero la amo. Quiero casarme con ella y ella jamás tiene que decir una palabra. No tiene que cocinar para mí; no ha de tener mis hijos. Sólo patinar desnuda sobre el Neva, es todo lo que quiero. Dar una pequeña pirueta encima de mi boca abierta.
Durante unos minutos me ayudó a olvidar el miedo, pero la cosa no duró mucho. La verdad es que no podía recordar cuándo no había estado asustado, pero aquella noche el miedo me atenazaba con más fuerza que nunca. Tantas posibilidades me aterrorizaban. Estaba la posibilidad de la vergüenza, de acurrucarme otra vez al margen de la acción mientras Kolya luchaba con los alemanes… Excepto que esta vez yo sabía que él moriría. Estaba la posibilidad del dolor, sufrir la clase de tortura que Zoya había sufrido, los dientes de la sierra mordiendo mi piel, mis músculos, mis huesos. Y estaba la excelente posibilidad de la muerte. Yo nunca comprendía a la gente que decía que su mayor terror era hablar en público, o las arañas, o cualquiera de los otros terrores menores. ¿Cómo podía uno temer algo más que a la muerte? Todo lo demás ofrecía momentos de escape: un hombre paralizado podía seguir leyendo a Dickens; un hombre presa de la demencia podía tener resquicios de la más absurda belleza.
Oí crujir los muelles de la litera y levanté la mirada para ver a Kolya inclinándose sobre el costado del colchón de arriba, su cara invertida, atisbándome, su rubio cabello colgando en sucios mechones. Daba la impresión de que estaba preocupado por mí, y al punto sentí ganas de llorar. El único que quedaba que sabía lo asustado que estaba, el único que sabía que seguía vivo y que podía morir esta noche, era un jactancioso desertor al que yo había conocido tres noches antes, un desconocido, un hijo de cosacos, mi último amigo.
—Eso te animará —dijo, dejando caer un mazo de cartas en mi regazo.
Parecían unos naipes corrientes hasta que les di la vuelta. En cada uno aparecía fotografiada una mujer diferente, algunas desnudas, otras llevaban ligueros y corsés de encaje, sus voluminosos pechos sobresaliendo de sus ahuecadas manos, sus labios ligeramente abiertos para la cámara.
—Pensaba que tenía que ganarte al ajedrez para conseguirlas.
—Ten cuidado con ellas. No dobles las esquinas, vienen todas directamente de Marsella.
Me vio revolviendo entre los desnudos, sonriendo cuando se dio cuenta de que echaba miradas más detenidas a algunas modelos.
—¿Y qué te parecen las chicas de aquí, eh? Cuatro bellezas. Vamos a ser héroes después de esta noche, te das cuenta, ¿no? Van a caer todas en nuestros brazos. Así que, ¿cuál prefieres?
—Vamos a estar muertos después de esta noche.
—Realmente, amigo mío, realmente tienes que dejar de hablar así.
—Me imagino que la pequeñita de los brazos regordetes.
—¿Galina? Conforme. Parece una ternerita, pero de acuerdo. Comprendo.
Se quedó callado durante un momento mientras yo estudiaba una foto de una mujer sin camisa que llevaba pantalones de montar y hacía restallar un látigo.
—Escucha, Lev, después de que todo haya terminado esta noche, prométeme que hablarás con tu ternerita. No te escapes como el chico tímido que eres. Hablo muy en serio. Le gustas. Vi cómo te miraba.
Sabía a ciencia cierta que Galina no me había estado mirando. Había estado mirando a Kolya, como hacían todas, tal como él sabía perfectamente.
—¿Qué le ha pasado a lo del desdén calculado? Dijiste que, según El podenco del patio, el secreto para hacerse con una mujer …
—Hay una diferencia entre ignorar a una mujer y atraerla. La seduces con el misterio. Ella quiere que vayas en su busca, pero tú sigues dando vueltas. Pasa lo mismo con el sexo. Los aficionados se bajan de un tirón los pantalones y la meten ahí como si estuvieran tratando de arponear un pez. Pero el hombre con talento sabe que de lo que se trata es de provocar, dar vueltas, acercarse y apartarse.
—Ésta es bonita —dije, levantando una carta que mostraba a una mujer con una postura de torero, sosteniendo una capa roja y con el único atuendo de una montera.
—Es mi favorita. Cuando tenía tu edad, debí de haber llenado veinte calcetines mirándola.
—La Verdad de los Jóvenes Pioneros dice que la masturbación anula el espíritu revolucionario.
—Sin la menor duda. Pero como dice Proudhon…
Nunca averigüé lo que Proudhon decía. El doble ruido metálico de una cuchara de cobre contra un pote de cobre interrumpió a Kolya. Ambos nos sentamos en la cama.
—Llegan temprano —susurró él.
—Sólo dos de ellos.
—Eligieron la noche equivocada para viajar con poco equipaje.
En el momento en que aquellas palabras estaban en el aire, la cuchara volvió a golpear el cazo, una, dos, tres veces, cuatro.
—Seis —susurré.
Kolya balanceó las piernas por encima de su colchón y silenciosamente se dejó caer, la pistola en su mano. Sopló las velas y miró por la ventana, pero estábamos en el lado malo de la casa y no había nada que ver. Oímos puertas de coche que se cerraban de golpe.
—Esto es lo que haremos —me dijo, su voz baja y tranquila—. Esperaremos. Dejemos que se relajen, se calienten, tomen unas copas. Se quitarán la ropa, y con suerte no estarán cerca de sus armas. Recuerda, no están aquí para luchar. Están aquí para pasar un buen rato, disfrutar de las chicas. ¿Oyes? Tenemos esa ventaja.
Asentí. Pese a lo que él decía, la aritmética me parecía muy mala. Seis alemanes; y nosotros, dos. ¿Tratarían de ayudarnos las chicas? No habían levantado una mano por Zoya, ¿pero qué podían haber hecho por Zoya? Seis alemanes y ocho balas en la Tokarev. Esperaba que Kolya fuera un buen tirador. El miedo recorrió todo mi cuerpo, eléctrico, forzando a mis músculos a retorcerse y a mi boca a secarse. Me sentía más despierto que en toda mi vida, como si este momento, en la granja de las afueras de Berezovka, fuera el primer momento verdadero de mi vida y todo lo que había pasado antes fuera un caprichoso sueño. Mis sentidos parecían amplificados, extraordinarios, respondiendo a la crisis, dándome toda la información que necesitaba. Podía oír el crujido de las botas altas sobre la nieve compacta. Podía oler las agujas de pino quemando en la chimenea, aquel viejo truco para perfumar la casa.
El disparo de fusil nos sobresaltó. Nos quedamos quietos en la oscuridad, tratando de comprender lo que estaba sucediendo. Al cabo de unos segundos, sonaron varios disparos más de fusil. Oímos a los alemanes gritarse mutuamente, presas del pánico, superponiéndose sus voces.
Kolya corrió hacia la puerta. Yo quería decirle que esperara, que teníamos un plan y el plan exigía esperar pero no quería quedarme allí solo con los fusiles disparando fuera y los alemanes gritando sus feas palabras.
Corrimos hacia la sala grande y nos arrojamos al suelo cuando una bala atravesó una de las ventanas de parteluces. Las cuatro chicas estaban ya estiradas boca abajo en el suelo, los brazos levantados para protegerse el rostro de los vidrios que volaban por los aires.
Yo había estado viviendo en una guerra durante medio año, pero nunca había estado tan cerca de un tiroteo, y no tenía ni idea de quién estaba luchando. Podía oír la tos espasmódica de unas ametralladoras disparando delante de la casa. Los disparos de fusil parecían proceder de más lejos, del borde del bosque, posiblemente. Las balas golpeaban las paredes de piedra de la granja.
Kolya se arrastró hasta Lara y le dio un empujón.
—¿Quién les está disparando?
—No lo sé.
Oímos que afuera un coche ponía en marcha su motor. Puertas que se cerraban de golpe y el coche que aceleraba, los neumáticos girando sobre la nieve. Los fusiles dispararon aún más deprisa ahora, solapándose sus ruidos, las balas rasgando las planchas de metal, un sonido muy diferente del que hacían sobre la piedra.
Kolya se levantó un poco hasta quedar sólo agachado y se deslizó hacia la puerta de la casa, con la cabeza por debajo de la línea de la ventana. Yo le seguí. Nos arrodillamos manteniendo la espalda contra la puerta. Kolya comprobó su pistola por última vez. Yo saqué el cuchillo del alemán de mi funda del tobillo. Sabía que tenía un aspecto estúpido con él en la mano, igual que un niño con la navaja de afeitar de su padre. Kolya me sonrió como si estuviera a punto de empezar a reír. «Todo esto es muy extraño, pensé. Estoy en medio de una batalla y soy consciente de mis propios pensamientos, me preocupa lo estúpido que parezco con un cuchillo en la mano mientras todos los demás vienen a luchar con fusiles y ametralladoras. Y soy consciente de que soy consciente. Incluso ahora, con las balas zumbando por el aire como irritados avispones, no puedo escapar al parloteo de mi cerebro».
Kolya puso su mano sobre el pomo de la puerta y lo giró lentamente.
—Espera —dije. Nos quedamos muy quietos durante unos segundos—. Hay silencio.
El fuego de las armas había cesado de repente. El motor del coche seguía zumbando, pero no pude oír que las ruedas giraran. Las voces alemanas se habían silenciado tan bruscamente como las balas. Kolya me miró y lentamente abrió un poco la puerta, justo lo suficiente para poder atisbar fuera. La luna estaba en lo alto y era brillante, iluminando el brutal paisaje: Einsatzkommandos de blancos anoraks esparcidos boca abajo por la nieve y un Kübelwagen rodando lentamente por el no despejado sendero, sus ventanillas destrozadas, y el bloc del motor humeando. El hombre muerto del asiento del pasajero colgaba a medias de la ventanilla lateral, sus dedos rodeando todavía su subfusil. Un segundo Kübel, aparcado de una manera descuidada al lado de la granja, no se había movido. Dos alemanes yacían a mitad de camino entre él y la casa, sus cráneos vertiendo una masa oscura a la nieve. Yo había tenido apenas tiempo de registrar la precisión de los disparos, la soberbia puntería del francotirador, cuando una bala voló por el espacio que separaba la cabeza de Kolya y la mía, vibrando en el aire como una cuerda pulsada.
Los dos caímos hacia atrás y Kolya cerró la puerta con un golpe de su bota. Hizo bocina con la mano en torno de su boca y gritó hacia la destrozada ventana situada junto a la puerta principal.
—¡Somos rusos! ¡Eh! ¡Eh! ¡Somos rusos!
Durante unos segundos reinó el silencio, antes de que una voz lejana respondiera:
—¡Pues a mí me pareces un jodido Fritz!
Kolya rió, soltándome un puñetazo en el hombro, lleno de felicidad.
—¡Me llamo Nikolai Alexandrovich Vlasov! —gritó hacia la ventana—. ¡De la avenida Engels!
—¡Es un nombre original! ¡Cualquier nazi con unos años de ruso podría imaginar eso!
—¡Avenida Engels! —gritó otra voz—. ¡Hay una avenida Engels en cada maldita ciudad del país!
Todavía riendo, Kolya me agarró por el abrigo y me sacudió sin razón alguna: su sangre estaba cargada de adrenalina, estaba vivo y feliz, y necesitaba sacudir a alguien. Se arrastró cerca de la rota ventana, procurando no tocar los fragmentos de cristal que yacían esparcidos por el suelo.
—¡El coño de tu madre tiene una peculiar forma tubular! —gritó—. ¡Sin embargo, tolero su efluvio y entusiásticamente lamo sus pliegues internos siempre que me lo pide!
Un muy largo silencio siguió a esta frase, pero Kolya no parecía preocupado. Se estaba riendo de su propia broma, guiñándome un ojo como un viejo veterano de la guerra turca intercambiando insultos con sus colegas en la casa de baños.
—¿Qué hay de eso? —añadió con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Crees que alguien con unos pocos años de ruso podría imaginar eso?
—¿A cuál de nuestras madres estás describiendo?
—La voz sonaba más cerca ahora.
—No a la que dispara tan bien. Uno de vosotros es un genio con el fusil.
—¿Tienes un fusil contigo? —preguntó la voz de fuera.
—Una pistola Tokarev.
—¿Y tu amiguito?
—Sólo un cuchillo.
—Salid fuera los dos. Mantened las manos en alto o mi amigo os arrancará vuestras pelotitas de un tiro.
Lara y Nina se habían arrastrado hasta el vestíbulo delantero durante esta conversación, sus camisones brillando como si llevaran lentejuelas por los trocitos de vidrio de las destrozadas ventanas.
—¿Los han matado? —susurró Nina.
—A los seis —le dije.
Pensé que las chicas quedarían encantadas, pero, cuando oyeron las noticias, intercambiaron miradas de preocupación. Su vida de los últimos meses había acabado ahora. Tendrían que largarse sin saber de dónde iba a venir su próxima comida o donde dormirían. Millones de rusos podían decir lo mismo, pero las cosas eran peores para las chicas. Si los alemanes las volvían a coger, sufrirían mucho más que Zoya.
Cuando Kolya alargaba la mano hacia el pomo, Lara le posó la suya sobre la pierna, haciendo que él esperara un momento.
—No lo hagas. No confiarán en ti.
—¿Y por qué no iban a confiar en mí? Soy un soldado del Ejército Rojo.
—Sí, y ellos no. No hay ninguna unidad del Ejército Rojo en treinta kilómetros a la redonda. Pensarán que eres un desertor.
Él sonrió y cubrió la mano de la muchacha con la suya.
—¿Te parezco un desertor? No te preocupes. Tengo papeles.
Los papeles no impresionaron a Lara. Cuando Kolya alargaba la mano otra vez hacia el pomo de la puerta, ella se arrastró para acercarse a la rota ventana.
—¡Gracias por rescatarnos, camaradas! —gritó—. ¡Estos dos son nuestros amigos! ¡Por favor, no les disparéis!
—¿Tú crees que habría fallado su rubia cabezota si hubiera querido acertar? Dile al chistoso ese que salga.
Kolya abrió la puerta y salió al exterior, sus mano bien alzadas. Entrecerró los ojos para mirar hacia la nieve, pero los luchadores seguían fuera de la vista.
—Dile al pequeño que salga aquí también.
Lara y Nina parecían asustadas por mí, pero Lara asintió, diciéndome con un alentador movimiento de la cabeza que todo iría bien. Sentí un breve arranque de ira por la chica. ¿Por qué no podía salir ella? ¿Y por qué tuvieron que venir aquí, en cualquier caso? Si la granja hubiera estado vacía, Kolya y yo podríamos haber dormido durante la noche y marchado por la mañana, descansados y secos. La idea pasó por mi cabeza, inmediatamente seguida de culpa, por su carácter absurdo.
Nina me apretó la mano y me sonrió. Era sin duda la muchacha más hermosa que jamás me había sonreído. Me imaginé describiendo la escena a Oleg Antokolsky. La blanca manita de Nina cogiendo la mía, sus pálidas pestañas agitándose mientras me miraba fijamente, preocupada por mi salvación. Incluso mientras el momento tenía lugar yo lo estaba ya narrando para mi amigo, olvidando en aquel instante que Oleg probablemente nunca oiría la historia, que había muchas posibilidades de que yaciera enterrado bajo los escombros en la calle Voinova.
Traté de devolver la sonrisa a Nina, fracasé y salí por la puerta con las manos en el aire. Desde que empezara la guerra, había leído centenares de relatos sobre héroes del país en acción. Todos ellos se negaban a reconocer que hubieran sido héroes. Eran ciudadanos honrados de la Madre Patria, protegiéndola de los violadores fascistas. Cuando se les preguntaba en las entrevistas por qué se habían lanzado contra el fortín o encaramado a un tanque para soltar una granada por la escotilla, todos respondían que ni siquiera se habían detenido a pensar, que estaban haciendo sólo lo que cualquier otro buen ruso hubiera hecho.
Los héroes y quienes se duermen rápido pueden interrumpir sus pensamientos cuando es necesario. Los cobardes y los insomnes, la gente como yo, se ven atormentados por la cháchara en el cerebro. Cuando salía por la puerta, pensé: «Estoy de pie en el patio delantero de una granja a las afueras de Berezovka y unos partisanos me están apuntando con sus fusiles a la cabeza».
A juzgar por la amplia sonrisa en la cara de Kolya, éste no pensaba nada en absoluto. Nos encontrábamos uno al lado del otro mientras nuestros interrogadores nos observaban. Habíamos dejado los sobretodos en el interior de la granja, lo que nos hacía temblar por el aire frío de la noche, un frío que nos penetraba hasta los huesos.
—Demuéstranos que eres uno de los nuestros. —La voz parecía proceder del costado de una de las balas de heno cubiertas de nieve, y cuando mis ojos se adaptaron a la luz pude distinguir a un hombre arrodillado en las sombras, el fusil alzado contra su hombro—. Dispara a cada uno de los alemanes en la cabeza.
—Bueno, eso no es una gran prueba —dijo Kolya—. Ya están muertos.
La capacidad del hombre para empeorar una situación ya de por sí mala había dejado de sorprenderme. Quizás un héroe es alguien que no se da cuenta de su propia vulnerabilidad. ¿Se trata de valor, entonces, si eres demasiado estúpido para darte cuenta de que eres mortal?
—Si seguimos vivos —dijo el partisano desde la sombra—, porque les disparamos incluso cuando creemos que están muertos.
Kolya asintió. Se acercó al Kübel cuyo motor seguía funcionando en vacío, pero que finalmente se había detenido, sus neumáticos enterrados en un metro de nieve.
—Te estamos observando —advirtió el partisano—. Una bala en cada cabeza.
Kolya disparó al muerto conductor y al muerto pasajero, la boca del arma centelleando en la noche como la cámara de un fotógrafo. Luego se dio la vuelta y anduvo a través de la nieve, deteniéndose para disparar a los alemanes que yacían en sus desgarbadas posturas.
Al llegar al sexto hombre, cuando se detenía para apretar la pistola contra el cráneo del Einsatzkommando, oyó algo. Se puso de rodillas y escuchó por un momento antes de ponerse en pie y gritar:
—¡Éste está vivo aún!
—Por eso tú vas a dispararle.
—Quizás tenga algo útil que decirnos.
—¿Da la impresión de que es capaz de hablar?
Kolya le dio la vuelta al alemán poniéndolo boca arriba. El hombre gemía suavemente. Una espuma rosa brotaba de su boca.
—No —dijo Kolya.
—Eso es porque le destrozamos los pulmones. Ahora hazle un favor y acaba con él.
Kolya se enderezó, apuntó con su pistola y disparó al agonizante en la frente.
—Guárdate el arma en la funda.
Kolya hizo como le ordenaban y los partisanos emergieron de sus escondites, saliendo de detrás de las balas de heno, encaramándose sobre los bajos muros de piedra que separaban los campos de la granja, caminando por la nieve en el borde de los bosques; una docena de hombres con largos capotes, el fusil en la mano, el aliento levantándose por encima de sus cabezas mientras se acercaban a la granja.
La mayor parte de ellos parecían simples granjeros, con sus gorros forrados de piel calados hasta las cejas, rostros anchos y chatos, y con aspecto nada amistoso. No llevaban ningún uniforme común. Algunos calzaban botas de cuero del Ejército Rojo; otros, de fieltro gris. Algunos llevaban capotes de color marrón; otros, gris. Un hombre iba vestido con lo que parecía un uniforme blanco de invierno de soldado esquiador finlandés. Al frente de ellos iba el hombre al que yo tomé por su líder, su mandíbula oscurecida por lo que debía de ser la barba de una semana, un viejo rifle de caza colgando de su hombro. Más tarde, aquella noche, nos enteramos de que su nombre era Korsakov. Si tenía un nombre de pila y un patronímico, nunca lo supimos. Korsakov no era probablemente su verdadero nombre, de todos modos… Los partisanos eran famosos por la paranoia sobre su identidad, y con buen motivo. Los Einsatzkommandos respondían a la resistencia local ejecutando públicamente a las familias de los resistentes conocidos.
Korsakov y dos de sus camaradas se acercaron a nosotros mientras que los demás partisanos registraban a los alemanes muertos, apoderándose de sus subfusiles y municiones, sus cartas y frascos y relojes de pulsera. El hombre del uniforme de esquiador se arrodilló al lado de uno de los cuerpos y trató de arrancar una alianza de boda, de oro, que el cadáver llevaba en su dedo anular. Como no podía conseguirlo, el partisano se metió el dedo en la boca. Me vio mirándole y me guiñó el ojo, sacando el húmedo dedo de su boca y liberando el anillo.
—No os preocupéis por ellos —dijo Korsakov, cuando vio lo que yo estaba observando—. Preocupaos por mí. ¿Por qué estáis aquí?
—Están aquí para organizar a los partisanos —dije Nina.
Ella y Lara habían salido de la granja con sus pies descalzos, envolviéndose con sus brazos, el viento soplando a través de su cabello.
—¿Es verdad eso? ¿Parecemos desorganizados?
—Son amigos. Iban a matar a los alemanes si vosotros no hubierais aparecido.
—¿De veras? Cuánta amabilidad. —Se apartó de ella y les gritó a los partisanos que estaban registrando a los muertos del coche—: ¿Qué tenemos?
—Pescado pequeño —le respondió gritando un partisano barbudo, mientras levantaba la insignia que había arrancado de los cuellos de los oficiales—. Leutnants y Oberleutnants.
Korsakov se encogió de hombros y volvió a mirar a las chicas, especialmente a Nina, valorando sus pálidas pantorrillas y la forma de sus caderas bajo el camisón.
—Vuelve adentro —le dijo—. Ponte algo de ropa. Los alemanes están muertos; ya puedes dejar de ser una puta.
—No me llames eso.
—Te llamo lo que me da la gana. Vuelve adentro.
Lara cogió a Nina de la mano y la arrastró nuevamente a la granja. Kolya las vio marchar y se dio la vuelta hacia el jefe de los partisanos.
—No eres muy amable, camarada.
—Yo no soy tu camarada. Y de no ser por mí, esas chicas tendrían pollas alemanas medio metidas dentro de ellas ahora mismo.
—Con todo …
—Cierra la boca. Llevas un uniforme del ejército, pero no estás con el ejército. ¿Eres un desertor?
—Estamos aquí cumpliendo órdenes. Tengo los papeles en mi capote, dentro de la casa.
—Todo colaborador con que me he encontrado tenía papeles.
—Tengo una carta del coronel Grechko de la NKVD, autorizándome a venir aquí.
Korsakov sonrió y se volvió hacia sus hombres.
—Y el coronel Grechko, ¿tiene autoridad aquí? Me encantan esos oficiales de la ciudad, dándonos órdenes.
Uno de los hombres que se encontraba de pie a su lado, un tipo ágil, de ojos muy juntos, rió sonoramente, mostrándonos sus feos dientes. El otro hombre no se rió. Llevaba mono de camuflaje de invierno adornado con remolinos marrones y blancos, un trompe l’œil de hojas muertas. Sus ojos atisbaban por debajo del borde de su gorro de piel de conejo. Era bajito, más que yo, y joven, sin huella alguna de barba incipiente en sus sonrosadas mejillas. Sus rasgos eran muy finos, los huesos del rostro bien definidos, los labios gruesos, torcidos ahora en una afectada sonrisa mientras me miraba fijamente.
—¿Ves algo extraño? —preguntó, y comprendí que no se trataba en absoluto de un hombre.
—Eres una chica —espetó Kolya, mirándola fijamente.
Yo me sentí estúpido por los dos.
—No te sorprendas tanto —dijo Korsakov—. Es nuestro mejor tirador. ¿Ves aquellos Fritz de allá con media cabeza? Es obra de ella.
Kolya lanzó un silbido, paseando su mirada desde ella a los alemanes muertos y luego al borde del bosque, en el extremo de los campos de la granja.
—¿Desde allí? ¿Qué distancia hay, cuatrocientos metros? ¿Sobre blancos en movimiento?
La muchacha se encogió de hombros.
—No tienes que calcular tanto la trayectoria cuando están corriendo por la nieve.
—Vika va en busca del récord de Lyudmila Pavlichenko —dijo el hombre de los dientes deformados. Quiere ser la francotiradora número uno.
—¿A cuántos está Mila ahora? —quiso saber Kolya.
—Estrella Roja dice que a doscientos —replicó Vika haciendo girar lentamente sus ojos—. El ejército le concede un muerto confirmado cada vez que se suena la nariz.
—Es un fusil alemán, ¿no es verdad?
—Un K noventa y ocho —dijo ella, acariciando el cañón con la palma de la mano—. El mejor fusil del mundo.
Kolya me dio con el codo y susurró en voz baja:
—Se me ha puesto un poco dura.
—¿Qué? —quiso saber Korsakov.
—He dicho que mi polla se me va a desprender si nos quedamos aquí mucho más rato…, perdón por mi lenguaje. —Dirigió a Vika una anticuada reverencia antes de volverse otra vez hacia Korsakov—. Quieres ver mis papeles; entremos y verás mis papeles. Quieres disparar a tus compatriotas aquí en la nieve, conforme, dispáranos. Pero basta ya de quedarnos aquí helados.
El partisano evidentemente prefería la idea de dispararle a Kolya antes que ir a ver los papeles, pero matar a un soldado del ejército no era ninguna minucia, especialmente delante de tantos testigos. Tampoco quería darse por vencido demasiado rápidamente y perder prestigio delante de sus hombres. De manera que los dos se quedaron allí mirándose airadamente durante otros diez segundos mientras yo me mordía el labio para impedirme castañetear los dientes.
Vika rompió el punto muerto.
—Esos dos se están enamorando —dijo—. ¡Miradlos! No son capaces de decidir si quieren luchar entre sí o revolcarse desnudos por la nieve.
Los otros partisanos se rieron y Vika se dirigió hacia la granja ignorando la mirada airada de Korsakov.
—Estoy hambrienta —dijo—. Esas chicas de ahí dentro parece que han estado comiendo chuletas de cerdo todo el invierno.
Los hombres la siguieron, llevando su botín, deseosos de escapar del frío y entrar en la casa. Observé que Vika golpeaba sus botas delante de la puerta. Liberaba de nieve las suelas, y me pregunté qué aspecto debía de tener su cuerpo bajo aquel mono de camuflaje de invierno, bajo las capas de lana y fieltro.
—¿Es tuya? —preguntó Kolya a Korsakov, después de que Vika hubiera entrado en el edificio.
—¿Estás de broma? Ésa es más un chico que una chica.
—Bien —dijo Kolya, soltándome un puñetazo en el brazo—. Porque pienso que mi amigo aquí está colado.
Korsakov me miró y empezó a reír. Siempre he aborrecido que la gente se ría de mí, pero esta vez agradecí su diversión. Comprendí que no iba a matarnos.
—Te deseo la mejor de las suertes, muchacho. Recuerda sólo que puede dispararte a los ojos desde medio kilómetro.