5

Si tenías algo que querías vender, comprar o trocar, ibas al Mercado del Heno. Antes de la guerra, los tenderetes de las calles eran considerados la avenida Nevsky de los pobres. Después de que empezara el bloqueo, cuando las tiendas de lujo fueron cerrando una por una, cuando las cadenas de restaurantes cerraron sus puertas y las carnicerías ya no tenían carne en sus cámaras, el Mercado del Heno prosperó. Las esposas de los generales trocaban sus collares de ámbar por sacos de harina de trigo. Miembros del Partido regateaban con campesinos que habían traído furtivamente mercancía del campo, discutiendo cuántas patatas podrían comprar por un aderezo de plata antigua. Si las negociaciones duraban demasiado, los campesinos agitaban las manos despectivamente y se apartaban de la gente de la ciudad. «Comeos vuestra plata», decían, encogiéndose de hombros. Y casi siempre conseguían el precio que habían pedido.

Anduvimos de puesto en puesto, contemplando los montones de botas de cuero, algunas todavía ensangrentadas de los pies de sus anteriores dueños. Los fusiles y las pistolas Tokarevs eran baratos, se compraban fácilmente por unos pocos rublos o doscientos gramos de carne. Las Lugers y las granadas eran más caras, pero estaban disponibles si preguntabas a la persona adecuada. Un tenderete vendía vasos de tierra a cien rublos cada uno… Barro de Bayadev, lo llamaban, sacado del terreno situado bajo el almacén de comida, bombardeado y empapado de azúcar fundido.

Kolya se paró delante de un puesto donde un hombre encorvado, con guantes y un parche en el ojo, y que llevaba una pipa apagada en la boca, vendía botellas sin etiqueta de un licor claro.

—¿Qué es esto? —quiso saber Kolya.

—Vodka.

—¿Vodka? ¿Hecho de qué?

—De madera.

—Eso no es vodka, amigo mío. Eso es alcohol de madera.

—¿Lo quieres o no?

—No estamos aquí por eso —le dije a Kolya, que me ignoró.

—Eso vuelve ciego a un hombre —le dijo Kolya al hombre del puesto.

El tuerto movió negativamente la cabeza, aburrido ante la ignorancia, pero deseando ejercer algún esfuerzo para realizar una venta.

—Lo sirves a través de tela —dijo—. Siete capas. Después de eso, es seguro.

—Suena como un elixir para dioses —dijo Kolya—. Deberías llamarlo Pecado Siete Capas. Es un buen nombre para una bebida.

—¿Lo quieres?

—Me llevaré una botella si bebes un poco conmigo.

—Es demasiado temprano para mí.

Kolya se encogió de hombros.

—Si tomas un trago, compraré la botella. De lo contrario, qué quieres que te diga, la guerra me ha vuelto cínico.

—Doscientos rublos la botella.

—Cien. Bebamos.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté yo, pero él ni siquiera me miró.

El tuerto dejó su fría pipa sobre la mesa, sacó un vaso de té y buscó en su tenderete un trozo de tela.

—Toma —dijo Kolya, tendiéndole un pañuelo blanco—. Está limpio. Relativamente.

Observamos cómo el hombre doblaba tres veces el pañuelo y cubría con él la boca del vaso de té. Vertió el licor lentamente. Incluso allí afuera, con el viento soplando, el mejunje olía como veneno, como un producto de limpieza usado en el piso de una fábrica. El tuerto dejó a un lado el pañuelo, que estaba ahora empapado de un residuo jabonoso. Levantó el vaso, sorbió un poco del líquido y lo volvió a depositar sobre la mesa, siempre con una expresión imperturbable.

Kolya inspeccionó el nivel de líquido en la taza, asegurándose de que el vendedor había tomado realmente un sorbo. Satisfecho, cogió el vaso y nos hizo un saludo.

—¡Por la Madre Rusia!

Vació de un trago el alcohol de madera, soltó con fuerza el vaso sobre la mesa y tosió como atragantándose. Me agarró por el hombro, tratando de apoyarse, sus ojos abiertos de par en par y llorosos.

—Me has matado —dijo, casi incapaz de emitir las palabras de su garganta, señalando con un dedo acusador al tuerto.

—Yo no te dije que lo bebieras deprisa —replicó el tuerto, nada impresionado, volviendo a meterse la pipa en la boca—. Cien rublos.

—Lev… Lev, ¿estás ahí?

La cara de Kolya estaba vuelta hacia mí, pero sus ojos no enfocaban, dando la impresión de que me atravesaban.

—Muy divertido.

Kolya sonrió y se puso derecho.

—No puedo engañar a un judío, debería haberlo sabido. Muy bien, págale a este hombre.

—¿Qué?

—Adelante —dijo, haciendo un gesto hacia el vendedor, que estaba aguardando—. Dale al hombre su dinero.

—Yo no tengo ningún dinero.

—¡No trates de engañarme, chico! —rugió Kolya, agarrando el cuello de mi abrigo y sacudiéndome hasta que sentí que mis huesos traqueteaban—. ¡Soy un soldado del Ejército Rojo y no voy a tolerar ningún robo!

Bruscamente, me soltó. Metió sus manos en los bolsillos de mi chaqueta y sacó pedazos de papel, un trozo de cordel y pelusa, nada parecido a dinero. Kolya suspiró y se volvió hacia el vendedor.

—Al parecer no tenemos dinero. Me temo que habremos de cancelar la transacción.

—¿Piensas que porque eres un soldado —dijo el tuerto, abriéndose la chaqueta para mostrarnos la empuñadura de una daga finlandesa— no te voy a cortar en pedazos?

—Tengo un vaso de veneno ya en mi barriga. Así que, ¿por qué no lo intentas?

Kolya sonrió al hombre y esperó una respuesta. No había nada detrás de los azules ojos de Kolya, ni miedo, ni ira, ni excitación ante la perspectiva de una pelea… Nada. Éste, aprendí, era su don. El peligro le volvía tranquilo. A su alrededor la gente se enfrentaría a su terror de las diversas maneras habituales: estoicismo, histeria, falsa jovialidad o alguna combinación de las tres cosas. Pero Kolya, supongo, nunca creía completamente en ninguna de ellas. Todo lo que se refería a la guerra era ridículo: la barbaridad de los alemanes, la propaganda del Partido, el fuego cruzado de las balas incendiarias que iluminaban el cielo nocturno. Todo le parecía como la historia de alguna otra persona, una historia asombrosamente detallada en la que se había visto metido y de la que ahora no podía escapar.

—Sigue tu camino o te cortaré los labios —dijo el tuerto, masticando el cañón de su apagada pipa y con la mano en la empuñadura de su daga.

Kolya le dirigió un saludo y se marchó al siguiente puesto, relajado y despreocupado como si toda la transacción hubiera sido limpia y fácil. Yo le seguí, sintiendo que el corazón me latía furiosamente en el pecho.

—Limitémonos a buscar los huevos —dije—. ¿Por qué tienes que andar por ahí provocando a la gente?

—Necesitaba un trago; me tomé un trago y me siento vivo otra vez. —Hizo una profunda aspiración y exhaló a través de unos apretados labios, observando cómo la condensación se elevaba en el aire—. Ambos deberíamos haber muerto anoche. ¿Comprendes eso? ¿Comprendes lo afortunados que somos? Pues disfrútalo.

Me detuve ante un puesto donde una vieja campesina que llevaba un pañuelo vendía empanadillas de una carne color gris pálido. Kolya y yo miramos la carne. Parecía bastante fresca, brillaba por la grasa, pero ninguno de los dos quería saber de qué clase de animal la habían hecho.

—¿Tiene usted huevos? —le pregunté a la vieja.

—¿Huevos? —preguntó, inclinándose para oír—. No los tenemos desde septiembre.

—Necesitamos una docena —dijo Kolya—. Podemos pagar buen dinero.

—Aunque paguen un millón de rublos —dijo ella—. No hay huevos. Al menos en Piter.

—¿Dónde, pues?

Ella se encogió de hombros, las arrugas marcándose en su rostro tan profundamente que parecían esculpidas.

—Tengo carne. Si quieres carne, son trescientos, por dos empanadas. Nada de huevos.

Fuimos de puesto en puesto, preguntando a todo el mundo si tenían huevos, pero nadie en el Mercado del Heno había visto ninguno desde septiembre. Algunas personas tenían teorías sobre dónde se podían encontrar: oficiales de alto rango del ejército los habían sacado de Moscú; granjeros de fuera de la ciudad los entregaban a los alemanes, junto con mantequilla y leche fresca, a cambio de su vida; un viejo que vivía cerca de la Puerta de Narva conservaba pollos en un gallinero del tejado. Este último rumor parecía claramente absurdo, pero el chico que nos lo contó insistía en que era cierto.

—Si matas una gallina, puede que te dure una semana. Pero si la conservas viva, bueno, un huevo al día, junto con tus raciones, eso te hará llegar hasta el verano.

—Pero tienes que alimentar a la gallina —dijo Kolya—. ¿Y quién consigue comida para una gallina?

El chico, su negro y rizado cabello asomando por debajo de un viejo gorro de la Marina Imperial, movió negativamente la cabeza como si fuera una pregunta tonta.

—Las gallinas comen de todo. Una cucharada de serrín es todo lo que necesitan.

El niño vendía lo que la gente llamaba azúcar de biblioteca, hecho de rasgar las tapas de libros, quitando con un cuchillo la cola de la encuadernación, hirviéndola y dándole forma nuevamente como barras que podías envolver en papel. Aquello sabía a cera, pero había proteína en la cola, proteína que te mantenía vivo, y los libros de la ciudad iban desapareciendo igual que las palomas.

—¿Y tú has visto esas gallinas? —preguntó Kolya.

—Mi hermano las ha visto. El viejo duerme en el gallinero por la noche con una escopeta. Todo el mundo, en el edificio, quiere esas gallinas.

Kolya me miró y yo meneé negativamente la cabeza. Oíamos diez mitos diferentes del asedio cada día, historias de cámaras secretas de carne llenas de perniles de vaca congelados, de despensas atestadas de latas de caviar y salchichas de ternera. Pero siempre era el hermano o el primo de alguien el que había visto el tesoro. La gente creía en esas historias porque corroboraban su convicción de que alguien, en alguna parte, estaba dándose un festín mientras el resto de la ciudad se moría de hambre. Y tenían razón, por supuesto… La hija del coronel quizás no comía pato asado para cenar, pero seguro que cenaba.

—El viejo no puede quedarse en el gallinero todo el tiempo —le dije al muchacho—. Tiene que ir a buscar sus raciones. Tiene que hacer pis y usar el lavabo. Alguien le habría cogido las gallinas hace meses.

—Mea en el tejado. Cuando necesita hacer lo otro, no lo sé, quizás es lo que alimenta a las gallinas.

Kolya asintió, impresionado por los modos inteligentes del viejo de mantener vivas las aves, aunque estaba convencido de que el chico iba inventando la historia a medida que sus labios se movían.

—¿Cuándo fue la última vez que cagaste? —me preguntó Kolya bruscamente.

—No lo sé. Hace una semana, supongo.

—Yo llevo nueve días. Los he estado contando. ¡Nueve días! Cuando finalmente ocurra, celebraré una gran fiesta e invitaré a las chicas más guapas de la universidad.

—Invita a la hija del coronel.

—Lo haré, no lo dudes. Mi fiesta de la mierda será mucho mejor que esa boda que ella está planeando.

—El nuevo pan de racionamiento duele cuando lo sacas —dijo el muchacho de cabello rizado—. Mi padre dice que es toda la celulosa que están metiéndole.

—¿Dónde encontraremos al viejo de las gallinas?

—No sé la dirección. Si vas a pie hacia la avenida Stachek desde la Puerta de Narva, pasarás por delante del edificio. Hay un gran cartel de Zhdanov[3] en la pared.

—Hay un cartel de Zhdanov en la mitad de los edificios de Piter —dije, sintiéndome un poco irritado—. ¿Vamos a caminar tres kilómetros más para encontrar un puñado de gallinas que no existen?

—El muchacho no miente —dijo Kolya, dando una palmadita al chico en los hombros—. Si lo hace, volveremos y le romperemos los dedos. Sabe que somos de la NKVD.

—Vosotros no sois de la NKVD —dijo el chico.

Kolya sacó la carta del coronel del bolsillo de su chaqueta y golpeó la mejilla del muchacho con ella.

—Ésta es una carta de un coronel de la NKVD autorizándonos para buscar huevos. ¿Qué piensas de eso?

—¿Tienes otra de Stalin, autorizándote a secarte el culo?

—Primero tendrá que autorizarme a cagar.

No me quedé lo suficiente para enterarme de cómo acababa la conversación. Si Kolya quería recorrer a pie la ciudad buscando las fabulosas gallinas, era asunto suyo, pero estaba cayendo la noche y yo quería volver a casa. No había pegado ojo en treinta y tantas horas. Me di la vuelta y me dirigí a casa, al Kirov, tratando de recordar cuánto pan había escondido bajo la baldosa suelta de la cocina. Quizás Vera tenía algo para mí. Me lo debía después de la forma como había corrido, sin mirar atrás, pese a que yo la había rescatado. Se me ocurrió que Vera y los demás debían de haber pensado que estaba muerto. Me pregunté cómo había reaccionado ella, si había llorado, ocultando la cara en el pecho de Grisha mientras éste la consolaba, o quizás lo apartaba, irritada, porque Grisha había huido, la había abandonado, mientras yo me quedaba detrás y la salvaba de una segura ejecución. Y Grisha diría: «Lo sé, lo sé, soy un cobarde, perdóname», y ella le perdonaría, porque Vera se lo perdonaba todo a Grisha, y él le secaría a ella las lágrimas y le diría que nunca me olvidarían, nunca olvidarían mi sacrificio. Pero, por supuesto…, al cabo de un año ya no serían capaces ni de recordar mi cara.

—Eh, tú. ¿Eres el que andas buscando huevos?

Obsesionado con mi patética fantasía, tardé un momento en darme cuenta de que la pregunta iba dirigida a mí. Me di la vuelta y descubrí a un gigante barbudo que me estaba mirando, los brazos cruzados sobre el pecho, balanceándose atrás y adelante sobre los talones de sus botas. Era el hombre más alto que jamás había visto, mucho más que Kolya, y con un pecho dos veces más grande. Sus manos desnudas parecían lo bastante grandes para romperme el cráneo como una cáscara de nuez. Su barba era espesa y negra, y brillaba como si estuviera aceitada. Me pregunté cuánta comida necesitaría cada día un hombre de ese tamaño, cómo podía mantener la carne sobre su titánico esqueleto.

—¿Tienes huevos? —pregunté, pestañeándole.

—¿Qué tienes tú para mí?

—Dinero. Tenemos dinero. Espera, deja que vaya a buscar a mi amigo.

Corrí hacia el Mercado del Heno. Por primera vez desde que le había conocido, me sentí feliz de ver la rubia cabeza de Kolya. Éste seguía bromeando con el niño de los rizos, probablemente describiendo su sueño de una gloriosa cagada.

—¡Hola, ahí está! —gritó él cuando me vio—. Pensaba que te habías escapado sin mí.

—Hay un hombre que dice que tiene huevos.

—¡Excelente! —Kolya se volvió hacia el chico—. Hijo, ha sido un gran placer.

Retrocedimos por el camino por donde yo había venido, pasando frente a los puestos que ahora estaban cerrando para la noche. Kolya me tendió un azúcar de biblioteca envuelto.

—Aquí tienes, amigo mío. Esta noche nos regalamos.

—¿Te lo dio el chico?

—¿Dármelo? Me lo vendió.

—¿Cuánto?

—Cien por dos.

—¡Cien! —Miré airadamente a Kolya mientras éste desenvolvía su barrita y mordía un poco, haciendo una mueca ante el sabor—. ¿De modo que nos quedan trescientos, nada más?

—Correcto. Una aritmética impresionante.

—Ese dinero es para los huevos.

—Bueno, no podernos andar cazando huevos sin algo que nos mantenga en pie.

El hombre barbudo nos estaba esperando en la linde del Mercado del Heno, los brazos todavía cruzados sobre el pecho. Valoró a Kolya a medida que nos acercábamos, del mismo modo que un boxeador torna las medidas de su adversario.

—¿Sois sólo vosotros dos?

—¿Cuántos de nosotros necesitas? —preguntó Kolya como respuesta, sonriendo al gigante—. He oído que vendes huevos.

—Lo vendo todo. ¿Qué tenéis para mí?

—Tenemos dinero —dije, bastante seguro de que ya había hablado de eso.

—¿Cuánto?

—Bastante —dijo Kolya—. Necesitamos una docena de huevos.

El hombre barbudo lanzó un silbido.

—Estáis de suerte. Es todo lo que tengo.

—¿Lo ves? —dijo Kolya, agarrándome del hombro—. No era tan difícil.

—Seguidme —dijo el gigante, cruzando la calle.

—¿Adónde vamos? —quise saber mientras le seguíamos.

—Los guardo dentro. No es seguro tenerlos aquí fuera. Los soldados vienen cada pocos días, roban todo lo que quieren, y si alguien dice algo, le disparan.

—Bueno, los soldados están defendiendo la ciudad —dijo Kolya—. No pueden luchar si se mueren de hambre.

El gigante miró la guerrera de Kolya y sus botas de reglamento.

—¿Por qué no estás tú defendiendo la ciudad?

—Estoy en una misión para cierto coronel. Nada de lo que necesites preocuparte.

—Este coronel os envía a ti y al muchacho en una misión a buscar huevos, ¿es eso?

El gigante nos sonrió. Sus dientes brillaban como unos dados sin números dentro de su negra barba. No se creía a Kolya, desde luego. ¿Quién lo haría?

Caminamos a lo largo del Canal Fontanka, con el hielo atestado de cadáveres abandonados, algunos cubiertos de sudarios sujetos con piedras, otros desprovistos de sus cálidas ropas, sus blancos rostros mirando fijamente el cielo que se iba oscureciendo. El viento estaba empezando a despertarse para la noche y observé el rubio cabello de una mujer muerta que revoloteaba sobre su rostro. Seguro que se había sentido orgullosa de aquel cabello, que se lo lavaba dos veces por semana y se lo cepillaba durante veinte minutos antes de acostarse. Ahora el pelo estaba tratando de protegerla, de ocultar su descomposición a los ojos de los extraños.

El gigante nos condujo a un edificio de ladrillos de cinco plantas, todas sus ventanas tapadas con contrachapado. Un enorme cartel, de dos pisos de altura, reproducía la imagen de una madre joven que sacaba a su hijo muerto de un edificio en llamas. ¡MUERTE A LOS ASESINOS DE NIÑOS!, rezaba el texto del cartel. Tras buscar la llave en el bolsillo de su chaqueta, el gigante abrió la puerta de la calle y la mantuvo abierta para nosotros. Yo agarré a Kolya por la manga antes de que pudiera entrar.

—¿Por qué no traes los huevos aquí? —le pregunté al gigante.

—Yo estoy aún vivo porque sé cómo llevar mis negocios. Y no hago negocios en la calle.

Yo podía sentir que mi escroto se ponía tenso, mis tímidas bolas arrastrándose más cerca de mi cuerpo. Pero había nacido y me había criado en Piter; no era ningún tonto, y traté de mantener mi voz firme mientras hablaba.

—Yo no hago negocios en apartamentos de extraños.

—Caballeros, caballeros —dijo Kolya, con una amplia sonrisa—. No hace falta toda esa sospecha. Una docena de huevos. Di el precio.

—Mil.

—¿Mil rublos? ¿Por una docena de huevos? —Me reí—. ¿Son de Fabergé?

El gigante de la negra barba, que seguía manteniendo abierta la puerta, me lanzó una mirada furiosa. Dejé de reír.

—Están vendiendo vasos de sucia tierra por un centenar de rublos —me dijo—. ¿Qué es mejor, un huevo o un vaso de tierra?

—Escucha —dijo Kolya—, puedes quedarte aquí todo el día regateando con mi amiguito judío o podemos hablar como hombres honrados. Tenemos trescientos rublos. Es todo lo que tenemos. ¿Hay trato?

El gigante continuó mirándome fijamente. Yo no le había gustado desde el comienzo; ahora que sabía que era judío pude ver que quería arrancarme la piel de la cara. Alargó su enorme mano hacia Kolya, reclamando el dinero.

—Ah, no, en este punto debo darle la razón a mi compañero —dijo Kolya, meneando negativamente la cabeza—. Primero, los huevos; luego, el dinero.

—No pienso traerlos aquí. Todo el mundo está muerto de hambre y todo el mundo tiene un arma.

—Eres un hombre espantosamente grande para tener tanto miedo —se burló Kolya.

El gigante miró a Kolya con algo semejante a la curiosidad, como si no pudiera creer del todo que estaba oyendo el insulto. Finalmente, sonrió, exhibiendo aquellos dientes blancos como dados de marfil.

—Hay un hombre boca abajo ahí fuera —dijo, haciendo un gesto con su barbilla hacia el Canal Fontanka—. No fue el hambre lo que lo mató, y tampoco el frío. Un ladrillo le rompió el cráneo. ¿Quieres preguntarme cómo lo sé?

—Te entiendo —dijo Kolya en un tono bastante agradable. Atisbó en la oscuridad del vestíbulo del edificio. Bueno, por si sirve de algo, un ladrillo es más rápido.

Kolya me dio un golpecito en la espalda y entramos.

Todo lo que sabía me decía que echara a correr. Aquel hombre nos estaba llevando a una trampa. Prácticamente acababa de confesar que era un asesino. Kolya había reconocido estúpidamente cuánto dinero llevábamos. No era mucho, pero trescientos rublos y dos tarjetas de racionamiento —que el gigante debía de haber supuesto que aún teníamos— era algo por lo que fácilmente uno podía ser muerto estos días.

Pero ¿qué otra elección teníamos? ¿Dirigirnos a la Puerta de Narva y encontrar a algún imaginario anciano y su gallinero? Estábamos arriesgando la vida al entrar en el edificio pero, en cualquier caso, si no encontrábamos pronto los huevos, estábamos muertos.

Seguí a Kolya. La puerta de la casa se cerró detrás de nosotros. Estaba oscuro dentro, pues no había electricidad para las bombillas, y solamente el final de la luz diurna penetraba a través de las rendijas del contrachapado que cubría las ventanas. Oí que el gigante se movía detrás de mí y alargué la mano hacia la rodilla, listo para desenfundar mi cuchillo. Pero él pasó por mi lado y subió por la escalera, dos peldaños cada vez. Kolya y yo nos miramos mutuamente. Cuando Barbanegra desapareció de la vista, saqué el cuchillo alemán y lo deslicé en el bolsillo de la chaqueta. Kolya alzó las cejas, posiblemente impresionado por la acción, o quizás como un gesto de burla. Subimos por las escaleras recorriendo los peldaños de uno en uno; sin embargo, jadeábamos cuando llegamos al primer piso.

—¿Dónde conseguiste los huevos? —quiso saber Kolya, gritándole al gigante que estaba ya un tramo por encima de nosotros.

El hombretón no parecía afectado por la ascensión. Él y la hija del coronel eran las dos personas más en forma que había visto en Piter desde hacía meses. Volví a preguntarme dónde conseguía su energía.

—Conozco a un campesino que trabaja en una granja cerca de Mga.

—Pensaba que los alemanes habían tomado Mga.

—Lo hicieron. A los alemanes les gustan sus huevos, también. Vienen cada día y agarran todo lo que pueden encontrar, pero mi amigo esconde unos cuantos. No puede esconder demasiados o se lo imaginarían.

El gigante se detuvo en el tercer piso y dio unos golpecitos en la puerta de un apartamento.

—¿Quién es?

—Soy yo —dijo—. Con un par de clientes.

Oímos que se descorría un cerrojo y la puerta se abrió. Una mujer tocada con un sombrero de piel masculino y un delantal de carnicero ensangrentado parpadeó al vernos a Kolya y a mí mientras se secaba la nariz con su enguantada mano.

—Lo que me estaba preguntando —dijo Kolya— es cómo evitas que los huevos se congelen. Porque unos huevos congelados no nos van a servir de mucho, me temo.

La mujer miró a Kolya como si éste estuviera hablando en japonés.

—Los mantenemos en el samovar —dijo el gigante—. Vamos, acabemos con esto.

Hizo un gesto para que entráramos en el apartamento. La mujer silenciosa se apartó a un lado para dejarnos pasar y Kolya entró directamente, sin la menor preocupación, mirando a su alrededor con una sonrisa como si acabara de ser invitado a la casa de una nueva novia. Yo esperé junto a la puerta hasta que el gigante puso su mano sobre mi hombro. No me empujó, exactamente, pero con una mano de aquel tamaño el efecto fue el mismo.

Lámparas de mecha iluminaban el pequeño apartamento, y nuestras alargadas sombras se deslizaron por las paredes, a través de las desgastadas alfombras que cubrían el suelo, del samovar de latón del rincón y de una sábana colgada en el otro extremo de la habitación y que separaba la zona de dormir, supuse. Cuando el gigante cerró la puerta, la sábana ondeó como un vestido de mujer al viento. Un momento antes de que se posara otra vez, vi lo que había detrás de ella… No una cama, ningún mueble en absoluto, sólo tajadas de carne blanca colgando de ganchos, suspendidas de unos tubos de calefacción mediante pesadas cadenas, con chapas de plástico para recoger el goteo. Quizás durante medio segundo pensé que se trataba de un cerdo, quizás mi cerebro trató de convencer a mis ojos de que no estaban viendo lo que estaban viendo: un muslo desollado que sólo podía ser el muslo de una mujer, la caja torácica de un niño, un brazo cortado al que le faltaba el dedo anular de la mano.

El cuchillo estaba en mi mano antes de que me pudiera dar cuenta de que era eso lo que quería… Algo se movió detrás de mí, y yo me giré y lancé una cuchillada, gritando, incapaz de formar las palabras, ya que tenía la garganta constreñida. El gigante se había sacado de su chaqueta un trozo de tubo de acero de unos treinta centímetros de longitud; bailó a mi alrededor, mucho más rápido de lo que un hombre de aquel tamaño debía hacerlo, esquivando fácilmente el acero alemán.

La mujer del gigante sacó un cuchillo de carnicero de la bolsa de su delantal. Era rápida, también, pero Kolya resultó ser más rápido aún, girando sobre su pie de detrás y golpeando a la mujer con un puñetazo cruzado a la mandíbula. La mujer cayó desplomada al suelo.

—Corre —dijo Kolya.

Obedecí. Pensaba que la puerta debía de estar cerrada, pero no era así; pensaba que el tubo del gigante me aplastaría el cráneo, pero no lo hizo; y me encontré en el pasillo, corriendo como un rayo hacia la escalera, saltando casi el tramo entero hasta el rellano de abajo. Oí un gran grito de pura furia no expresada en palabras, así como el ruido sordo de las botas de clavos del gigante sobre las tablas del suelo cuando cargó a través de la habitación. Yo estaba detenido allí con mi mano en la baranda, incapaz de recuperar el aliento, incapaz de volver a subir por la escalera hasta el apartamento de los caníbales. Oí el terrible sonido del acero golpeando contra el cráneo o el contrachapado.

Estaba traicionando a Kolya, abandonándolo cuando él se encontraba sin ninguna arma, y yo poseía un buen cuchillo. Traté de obligar a mis pies a moverse, a que me llevaran de vuelta a la batalla, pero estaba temblando tanto que no era capaz de mantener firme la mano del cuchillo. Más gritos, más ruidos sordos del tubo sobre… ¿sobre qué? Copos de yeso cayeron del techo encima de mí. Permanecía agachado, acobardado, en las escaleras, seguro de que Kolya estaba muerto, seguro de que yo no podría correr lo bastante deprisa para escapar del gigante… Su mujer me cortaría en expertas tajadas con aquel pesado cuchillo de carnicero, y pronto partes de mí estarían colgando de las cadenas de acero mientras el resto de mi sangre goteaba sobre las planchas.

El griterío continuó, las paredes se estremecieron, Kolya aún no estaba muerto. Sujeté el cuchillo con ambas manos y puse un pie sobre el escalón de encima de mí. Podía deslizarme en el apartamento mientras el caníbal estaba distraído, clavarle el cuchillo en la espalda… Pero la hoja me parecía muy endeble ahora, demasiado pequeña para matar gigantes. Le pincharía, le sacaría un poco de sangre y él se daría la vuelta, me agarraría por la cabeza y me sacaría los globos oculares del cráneo.

Di otro paso hacia arriba, y en aquel momento Kolya salió disparado del apartamento, sus botas patinando sobre el suelo mientras él casi pasaba de largo de la escalera. Dio la vuelta, abalanzándose por el tramo y agarrándome por el cuello para llevarme con él.

—¡Corre, pequeño estúpido! ¡Corre!

Ambos corrimos, y siempre que yo desfallecía, o casi tropezaba en un escalón resbaladizo, la mano de Kolya estaba allí para sostenerme. Oía los gritos sobre nosotros, oía a aquel cuerpo monstruosamente pesado bajando por la escalera detrás de nosotros, pero nunca miré atrás y nunca corrí más deprisa. En medio de todo aquel terror, de los gritos y las pisadas y los gemidos de nuestros tacones sobre los peldaños de madera, había algo más, algo extraño. Kolya se estaba riendo.

Conseguimos salir por la puerta principal del edificio a la oscura calle, el cielo nocturno ya entrecruzado por reflectores errantes. Las aceras estaban vacías; no había nadie cerca para ayudarnos. Nos lanzamos hacia el medio de la calle, recorrimos rápidamente tres manzanas, mirando por encima del hombro para ver si el gigante seguía persiguiéndonos, pero nunca lo vimos y nunca redujimos la marcha. Finalmente, divisamos un coche del ejército y corrimos a interceptarlo, los brazos levantados, obligando al conductor a pisar el freno, mientras los neumáticos resbalaban en el pavimento.

—¡Salid de la calle, mierdecillas sin madre! —gritó el conductor.

—Camaradas oficiales —dijo Kolya, levantando las palmas, hablando calmosamente y con su perpetua, extraña, confianza—, hay caníbales en aquel edificio de ahí atrás. Acabamos de escapar de ellos.

—Hay caníbales en cada edificio —dijo el chófer—. Bienvenidos a Leningrado. Ahora apartaos.

Otra voz gritó desde dentro del coche: «¡Esperad un momento!». Del vehículo bajó un oficial. Parecía más un profesor de matemáticas que un militar, con su aseado bigote gris y su frágil cuello. Estudió el uniforme de Kolya y luego le miró a los ojos.

—¿Por qué no está usted con su regimiento? —quiso saber.

Kolya sacó del bolsillo la carta del coronel y se la mostró al oficial. Pude ver que la expresión del hombre cambiaba. Asintió a Kolya y nos hizo un gesto para que subiéramos al coche.

—Acompañadnos.

Cinco minutos más tarde, Kolya y yo entrábamos en el apartamento de los caníbales, esta vez escoltados por cuatro soldados que apuntaban con sus Tokarevs a los cuatro rincones de la habitación. Aun rodeados por hombres armados, el miedo casi me sofocaba. Cuando vi la caja torácica colgando de su cadena de acero, el muslo desollado y el brazo, quise cerrar los ojos y no volverlos a abrir. Incluso los soldados, pese a lo duros que eran, acostumbrados a cargar con los cuerpos mutilados de sus camaradas del campo de batalla, apartaban la mirada de las balanceantes cadenas.

El gigante y su mujer habían desaparecido. Lo habían dejado todo a sus espaldas, las lámparas de mecha todavía encendidas, el té calentándose aún en el samovar, pero habían huido en la noche. El oficial meneó negativamente la cabeza, tras pasear su mirada por el apartamento. Agujeros abiertos nos contemplaban desde las paredes como bocas, allí donde el tubo de acero había golpeado.

—Pondremos sus nombres en la lista, cancelaremos sus tarjetas de racionamiento, todo eso; pero será pura suerte que los pillemos. En estos momentos no es que haya mucha fuerza de policía.

—¿Dónde va a ocultarse? —preguntó Kolya—. Es el hijo de puta más grande que he visto en Piter.

—Entonces mejor será que lo veas tú primero —dijo uno de los soldados, deslizando su dedo a lo largo del borde dentado de uno de los agujeros producidos en la pared.