13
Marchamos a paso ligero a través del bosque de abedules, las vías del ferrocarril a nuestra izquierda, el sol cayendo rápidamente en el cielo. Kolya no había dicho una palabra desde lo del campo de los perros muertos. Podía ver que estaba preocupado por el tiempo; había calculado mal nuestra velocidad, cuán deprisa podíamos caminar a través de un terreno cubierto por la nieve, y nuestro desvío había arruinado toda posibilidad de llegar a Mga al anochecer. El frío era un peligro mayor que los alemanes ahora, y la temperatura estaba ya bajando deprisa. Sin un refugio, moriríamos.
No habíamos visto ser humano alguno desde que nos despedimos del sargento tártaro, y mantuvimos la distancia de las abandonadas estaciones del tren en Koloniya Yanino y Dubrovka. Incluso a doscientos metros de distancia podíamos ver la derribada estatua de Lenin frente a la estación de Dubrovka, los negros grafiti sobre la pared de hormigón: STALIN IST TOT! RUSLAND IST TOT! SIE SIND TOT!
A las tres de la tarde, el sol se hundió bajo las colinas occidentales y las nubes grises que se cernían sobre nosotros resplandecieron de color naranja. Oí el zumbido de motores de avión y levanté la mirada viendo a cuatro Messerschmitt que volaban como un rayo hacia Leningrado, tan altos que parecían inofensivos como mosquitos. Me pregunté qué edificios aplastarían, o si serían derribados por nuestros chicos de tierra, o nuestros pilotos en el aire. Parecía maravillosamente abstracto para mí, como la guerra de algún otro. Dondequiera que soltaran sus bombas, no sería sobre mí. Dándome cuenta de que ese pensamiento era mío, experimenté un sentimiento de culpa. Vaya mierdecilla egoísta en que me había convertido.
Estábamos pasando por delante de Berezovka, un nombre que yo había oído por primera vez en septiembre cuando el Ejército Rojo y la Wehrmacht habían chocado delante del pueblo. Según los periódicos, nuestros muchachos habían luchado con gran valor y brillantez táctica, engañando a los comandantes alemanes y frustrando al propio Hitler, que seguía cada incidencia de la batalla desde su sala de guerra de Berlín. Pero todo el mundo en Leningrado sabía leer un artículo del periódico. Las fuerzas rusas eran siempre «tranquilas y decididas», los alemanes «confundidos por la furia de nuestra resistencia»… Estas expresiones eran siempre obligatorias. La información clave aparecía casi al pie de cada artículo, oculto dentro del párrafo de clausura. Si nuestros hombres «se retiraban para preservar nuestra capacidad de lucha» era que habíamos perdido la batalla; si las tropas «se sacrificaban alegremente para repeler a los invasores enemigos», habíamos sido masacrados.
Berezovka fue una masacre. Según los periódicos, el pueblo era famoso por su iglesia, construida por orden directa del propio Pedro, y por un puente donde Pushkin había desafiado a duelo a un rival. Esos hitos habían desaparecido. Berezovka había desaparecido. Unas pocas paredes ennegrecidas por el fuego se alzaban todavía en la nieve; de no ser por eso, no había ningún signo de que el pueblo hubiera existido.
—Son estúpidos —dijo Kolya, mientras bordeábamos los restos calcinados de la aldea.
Levanté la mirada hacia él, no muy seguro de lo que quería decir.
—Los alemanes. Creen que son muy eficientes, la más grande máquina de guerra jamás construida. Pero mira la historia, lee los libros, y los mejores conquistadores siempre dieron a sus enemigos una salida. Podías luchar contra Gengis Khan y que te cortaran la cabeza, o podías someterte y pagarle tributos. Ésta es una elección fácil. Con los alemanes, puedes luchar con ellos y morir, o puedes rendirte y que te maten. Podían haber vuelto a medio país contra el otro medio, pero no tienen sutileza; no comprenden la mente rusa; simplemente lo queman todo.
Lo que Kolya estaba diciendo era bastante cierto, hasta un punto, pero me parecía a mí que los nazis no tenían ningún interés en una invasión sutil. No querían cambiar la mentalidad de nadie, al menos entre las razas inferiores. Los rusos eran un pueblo mestizo, engendrado por hordas de vikingos y hunos, violado por generaciones de ávaros y jázaros, kipchakos y pechenegos, mongoles y suecos, infestado de gitanos y judíos y turcos errantes. Éramos los hijos de un millar de batallas perdidas, y la derrota era nuestra carga permanente. Ya no nos merecíamos existir. Los alemanes creían en la lección de los pinzones de Darwin… La vida debe adaptarse o morir. Ellos se habían adaptado a la cruda realidad; nosotros, unos borrachos de razas mestizas de las estepas rusas, no. Estábamos condenados, y los alemanes estaban sólo desempeñando su papel bajo mandato en la evolución humana.
Yo no dije nada de eso, sin embargo. Todo lo que dije fue:
—Dieron a los franceses una salida.
—Todos los franceses que tenían pelotas murieron en el camino de regreso desde Moscú en 1812. ¿Crees que estoy bromeando? Escucha, hace ciento treinta años tenían el mejor ejército del mundo. Ahora son las putas de Europa, esperando sólo a ser folladas por cualquiera que llegue con una polla dura. ¿Me equivoco? Pues ¿qué les pasó? Borodino, Leipzig, Waterloo. Piensa en ello. El coraje les fue borrado de su capital genético. Su pequeño genio Napoleón castró al país entero.
—Estamos perdiendo la luz.
Levantó la mirada hacia el cielo y asintió.
—Si eso se produce, podemos construir un refugio en tierra y aguantar hasta la mañana.
Caminó más deprisa, acelerando nuestro ya rápido paso, y yo supe que no podría seguirlo mucho tiempo más. La sopa de la noche anterior era un delicioso recuerdo; y el regalo del sargento de la ración de pan había sido devorado antes del mediodía. Cada paso constituía un esfuerzo ahora, como si mis botas hubieran sido cargadas con plomo.
Yo estaba ya tan helado que podía sentir el frío en los dientes; los empastes baratos que taponaban mis cavidades se encogían cuando las temperaturas bajaban en picado. Pero ya no podía sentir las puntas de los dedos aunque llevaba gruesos mitones de lana y había hundido las manos en los bolsillos de mi gabán. Y tampoco sentía la punta de mi nariz. Vaya broma que sería eso… Pasar la mayor parte de mi adolescencia deseando una nariz más pequeña; unas pocas horas más en los bosques, y ya no tendría nariz.
—¿Vamos a construir un refugio subterráneo? ¿Con qué? ¿Trajiste una pala?
—Aún tienes las manos, ¿no? Y el cuchillo.
—Necesitamos ponernos a cobijo en alguna parte.
Kolya hizo un gran espectáculo de mirar alrededor en los oscuros bosques, como si pudiera encontrar una puerta oculta en algunos de los altos pinos.
—No hay cobijo alguno —dijo—. Ahora eres un soldado. Te he reclutado, y los soldados duermen dondequiera que cierran los ojos.
—Eso es muy bonito. Pero necesitamos encontrar cobijo.
Puso su enguantada mano sobre mi pecho y por un segundo pensé que estaba furioso conmigo, ofendido por mi mala voluntad para hacer frente a la noche invernal al aire libre. Pero no me estaba reprendiendo; me estaba haciendo callar. Hizo un gesto con la barbilla hacia un camino de acceso que corría paralelamente a las vías del ferrocarril. Estaba a un centenar de metros de distancia y las sombras iban en aumento, pero había aún suficiente luz para ver a un soldado ruso de pie, dándonos la espalda, su fusil colgando del hombro.
—¿Un partisano? —susurré.
—No, es del ejército regular.
—Quizás hemos vuelto a tomar Berezovka. ¿Un contraataque?
—Quizás —susurró Kolya.
Nos acercamos al centinela, avanzando cuidadosamente. No conocíamos ninguna contraseña y nadie con un fusil esperaría a ver si éramos rusos auténticos.
—¡Camarada! —gritó Kolya cuando nos encontrábamos a cincuenta metros de distancia, las manos levantadas por encima de la cabeza—. ¡No dispares! ¡Estamos aquí bajo órdenes especiales!
El centinela no se dio la vuelta. Muchos soldados habían perdido el oído los últimos meses; las granadas, al hacer explosión, habían roto muchos tímpanos. Kolya y yo intercambiamos una mirada y nos acercamos: El soldado tenía nieve hasta las rodillas. Estaba demasiado inmóvil. Ningún ser humano posa como una estatua en medio de un frío tan severo. Yo tracé un círculo completo, sin dejar de examinar el bosque, convencido de que se trataba de una trampa. Nada se movía excepto las ramas de los abedules bajo el viento.
Nos acercarnos al soldado del fusil. Debía de haber sido una auténtica bestia en vida, con sus cejas prominentes y sus muñecas gruesas como mangos de un hacha. Pero llevaba muerto varios días, su piel, blanca como el papel, demasiado apretada alrededor del cráneo, a punto de partirse. Un pequeño y limpio agujero de bala, encostrado con sangre congelada, le perforaba la mejilla justo por debajo del ojo izquierdo. Un cartel de madera le colgaba del cuello con un trozo de alambre y la frase Proletarier aller Länder, vereinigt euch! escrita con un rotulador negro. Yo no hablaba alemán pero conocía la frase, como todo muchacho y muchacha de Rusia que había sufrido interminables charlas sobre materialismo dialéctico: «¡Proletarios de todo el mundo, uníos!».
Arranqué el cartel del cuello del soldado muerto procurando no dejar que el alambre frío como el hielo le rozara la cara, y lo arrojé a un lado. Kolya desabrochó la correa del fusil e inspeccionó el arma: un Mosin-Nagant con el cerrojo torcido. Lo probó varias veces, movió negativamente la cabeza y lo dejó caer al suelo. El soldado llevaba una pistolera de cadera con una pistola Tokarev; un bucle de cuero atravesaba un agujero en la empuñadura del arma, asegurándola a la pistolera. El hombre era un oficial, portador de pistola… La Tokarev no estaba pensada para alemanes, sino para los rusos que se negaban a avanzar.
Kolya sacó la automática, soltó el bucle, comprobó la culata de la pistola y vio que habían quitado el cargador. Las cananas del oficial estaban vacías, también. Kolya desabrochó la guerrera del hombre y encontró lo que andaba buscando, una bolsita de arpillera con una cinta de cuero y hebilla de acero.
—Algunas veces las guardan dentro de la guerrera al llegar la noche —dijo, abriendo la bolsa y sacando tres cargadores de pistola—. La hebilla es demasiado brillante y refleja la luz de la luna.
Deslizó en su lugar uno de los cargadores y probó el mecanismo. Satisfecho de que la pistola se encontrara en buen estado, se la metió junto con la munición extra en el bolsillo del abrigo.
Tratamos de sacar al muerto de la nieve, pero el terreno estaba congelado y el cadáver tan arraigado como un árbol. El crepúsculo empezaba a drenar todos los colores del bosque; la noche estaba casi encima de nosotros; no había tiempo para ocuparse de cadáveres.
Nos apresuramos a partir hacia el este, caminando cerca de las vías ahora, esperando que los posibles alemanes que se movieran a través de los helados bosques lo hicieran en vehículos, fáciles de oír a distancia. Los cuervos habían dejado de graznar y el viento de soplar. Los únicos sonidos que se oían eran los de nuestras botas hundiéndose en la nieve y el lejano, arrítmico, tamborileo de las granadas de mortero cayendo en torno a Piter. Yo trataba de ocultar mi rostro detrás de la lana de mi bufanda y el cuello de la chaqueta, intentando usar el calor de mi respiración para calentarme las mejillas. Kolya palmeaba sus enguantadas manos y se había calado tanto su negro gorro de piel que casi le cubría los ojos.
Unos kilómetros al este de Berezovka rodeamos el perímetro de una finca agrícola de considerable tamaño, los ondulados campos de nieve delimitados por bajos muros de piedra. Balas de heno grandes como iglús yacían abandonadas en los campos, la cosecha interrumpida, los granjeros huidos al este o muertos. Una vieja granja de piedra se alzaba en el otro extremo de la finca, protegida del viento del norte por un bosquecillo de alerces de cincuenta metros de altura. La luz de la lumbre brillaba a través de las ventanas de cuarterones, cálida y como mantecosa, derramándose sobre la nieve delante de la casa. Un humo negro brotaba de la chimenea, apenas visible como una mancha que dibujaba espirales contra el cielo azul oscuro. Parecía la casa más acogedora jamás construida, la residencia campestre del general favorito del emperador, calentada y bien provista para la Navidad con las carnes y pasteles favoritos de todo el mundo.
Miré a Kolya mientras nos abríamos camino con dificultad por la nieve. Él movió la cabeza negativamente, pero sin apartar los ojos de la granja, y pude ver el anhelo en su expresión.
—Es una mala idea —dijo.
—Es una idea mejor que congelarse mortalmente en el camino hacia Mga.
—¿Quién te crees que está ahí? ¿Un caballero rural, sentado junto al fuego, acariciando a su perro? ¿Crees que estamos en una maldita historia de Turguenev? Todas las casas de la localidad fueron quemadas, y sólo queda ésta en pie. ¿Qué pasó? ¿Tuvieron suerte? Hay alemanes ahí; oficiales, probablemente. ¿Vamos a asaltar la casa con una pistola y un cuchillo?
—Si seguimos caminando, estamos muertos. Si vamos a la casa y los alemanes están ahí, estamos muertos. Pero si no hay alemanes …
—Bueno, digamos que son rusos —dijo Kolya—. Eso quiere decir que los alemanes los dejan quedarse ahí, lo cual significa que están trabajando con los alemanes, lo cual quiere decir que son el enemigo.
—Así que podemos apropiarnos de comida del enemigo, ¿no? ¿Y de una cama?
—Escucha, Lev, sé que estás cansado. Sé que tienes frío. Pero confía en mí, confía en un soldado, esto no funcionará.
—Yo no voy a seguir. Prefiero arriesgarme en la granja.
—Podría haber un lugar en el siguiente pueblo.
—¿Y cómo sabes que hay un siguiente pueblo? Él último estaba hecho cenizas. ¿Cuánto falta para Mga, quince kilómetros? Quizás tú puedas llegar. Yo no puedo.
Kolya lanzó un suspiro, frotándose la cara con su guante de piel, tratando de conseguir activar un poco la circulación.
—Admito que no vamos a conseguir llegar a Mga. Ya no es una opción. Hace horas que lo sé.
—¿Y no querías decírmelo? ¿A qué distancia estamos?
—Muy lejos. La mala noticia es que creo que no vamos por el buen camino.
—¿Qué quieres decir? —Kolya no dejaba de mirar a la granja, y tuve que sacudirlo para llamar su atención—. ¿Qué quieres decir con eso de que no vamos por el buen camino?
—Deberíamos haber cruzado el Neva hace horas. Y no creo que Berezovka esté en la línea de Mga.
—No crees… ¿Por qué no dijiste nada?
—No quería que te entrara el pánico.
Estaba demasiado oscuro para ver la expresión en su estúpida cara de cosaco.
—Me dijiste que Mga estaba en la línea férrea de Moscú.
—Y lo está.
—Me dijiste que todo lo que teníamos que hacer era seguir las vías de Moscú y éstas nos llevarían a Mga.
—Si todo es cierto.
—Pues, ¿dónde coño estamos?
—En Berezovka.
Hice una profunda aspiración. Deseé poseer unos poderosos puños para aplastarle el cráneo.
—¿Cuáles son las buenas noticias?
—¿Perdón?
—Dijiste que la mala noticia es que no vamos en dirección correcta.
—No hay ninguna buena noticia. Sólo porque haya malas noticias eso no quiere decir que haya buenas noticias, también.
Ya no quedaba nada por decir, así que empezamos a caminar hacia la granja. La luna se alzaba por encima de las copas de los árboles. La nieve cubierta de hielo crujía bajo mis botas, y si algún francotirador alemán estaba apuntando a mi cabeza, deseé que tuviera buena puntería. Estaba hambriento, pero sabía cómo manejar mi hambre; éramos todos expertos en tratar con el hambre. El frío era brutal, pero yo estaba acostumbrado al frío también. Mis piernas eran las que me estaban traicionando. Antes de la guerra ya eran débiles, nada aptas para correr y saltar y lo que fuera para lo que estaban destinadas. El asedio las había reducido a unos palos de escoba. Incluso, aunque hubiéramos estado en el camino correcto hacia Mga, yo nunca hubiera podido llegar. No podría haber caminado ni cinco minutos más.
A medio camino de la granja, Kolya se puso a mi altura. Había sacado la pistola Tokarev y la sostenía en su enguantada mano.
—Si es que vamos a hacer esto —dijo—, no tenemos que comportarnos como unos estúpidos al respecto.
Me llevó detrás de la casa y me hizo esperar en el porche trasero bajo el alero, donde se veía la leña amontonada y seca. Una lata de tres kilos de caviar de Beluga no me habría parecido un lujo mayor en aquel momento que toda aquella leña limpiamente apilada, alzándose en formación entrecruzada hasta más arriba de mi cabeza.
Kolya se encaramó a una congelada ventana y atisbó dentro, la negra y lustrosa piel de su gorro de astracán brillando bajo la luz del hogar. Dentro de la casa sonaba música en un fonógrafo… Jazz al piano, algún americano.
—¿Quién está ahí? —susurré.
Él levantó la palma para silenciarme. Parecía transfigurado por lo que fuera que veía, y me pregunté si no habíamos tropezado con más caníbales en las nevadas profundidades del país, o, más probablemente, con los restos mutilados de la familia que antaño había vivido aquí.
Pero Kolya ya había tratado con caníbales antes y había visto muchos cadáveres. Esto era algo nuevo, algo inesperado, y, al cabo de otros treinta segundos, desobedecí su orden y me uní a él en la ventana, procurando no romper ninguno de los carámbanos que colgaban del dintel. Me acurruqué a su lado y atisbé por encima del borde inferior del hielo.
Dos muchachas en camisón bailaban al son de la música de jazz. Eran preciosas y jóvenes, no mayores que yo, y la rubia dirigía a la morena. Era muy pálida y tenía la garganta y las mejillas cubiertas de pecas, las cejas y las pestañas tan finas que desaparecían cuando se las miraba de costado. La muchacha de cabello oscuro era más bajita y torpe, incapaz de llevar el ritmo en la síncopa. Sus dientes eran demasiado grandes para su boca, y los brazos eran regordetes, con pliegues en las muñecas como los de un bebé. Uno no se hubiera fijado en ella en tiempo de paz, paseando por la Nevsky, pero había algo salvajemente exótico ahora en una niña regordeta. Alguien con poder la amaba y la mantenía bien alimentada.
Me quedé tan aturdido por la visión de las muchachas bailarinas que no me fijé por un momento en que no estaban solas. Otras dos muchachas yacían boca abajo sobre una alfombra de piel de oso delante de la chimenea. Ambas apoyaban su barbilla sobre las manos los codos en la alfombra, observando la danza con una expresión seria en su rostro. Una de ellas parecía chechena, sus negras cejas casi juntándose encima de su nariz y los labios pintados de un rojo brillante. Llevaba el cabello envuelto en una toalla húmeda, como si acabara de bañarse. La otra chica poseía el largo y elegante cuello de una bailarina, su nariz formando un perfecto ángulo recto de perfil, y su cabello castaño recogido detrás en apretadas coletas.
El interior de la granja parecía más bien un pabellón de caza. Las cabezas de animales muertos festoneaban las paredes de la gran sala: un oso pardo, un jabalí, un íbice con enormes y enrollados cuernos y desaliñada barbita. Un lobo y un lince disecados flanqueaban la chimenea, en una pose de caza, a punto de atacar, la boca abierta y los colmillos de un blanco brillante. Algunas velas ardían en candelabros de pared.
Kolya y yo permanecimos agachados fuera de la ventana y contemplamos la escena hasta que la canción terminó y la muchacha de aspecto checheno se puso en pie para cambiar el disco.
—Vuelve a poner ése —dijo la rubia.
Su voz quedaba ahogada por el cristal de la ventana, pero aún resultaba fácil de oír.
—¡Otra vez, no, por favor! —dijo su compañera— algo que conozca. Pon a Eddie Rozner.
Me volví para mirar a Kolya. Esperaba que estuviera sonriendo, estático ante aquella visión surrealista con que nos habíamos tropezado en medio del nevado yermo. Pero tenía un aspecto ceñudo, sus labios apretados, cierta irritación en sus ojos.
—Vamos —dijo, poniéndose en pie y empujándome otra vez alrededor de la casa hasta la parte delantera.
Un nuevo disco había empezado a sonar, más jazz, un trompetista dirigiendo su banda en una alegre carga.
—¿Vamos a entrar? Creo que tenían comida ahí. Me pareció ver un poco …
—Estoy seguro de que tienen mucha comida.
Y llamó a la puerta principal de la granja. La música cesó de sonar. Unos pocos segundos más tarde, la muchacha rubia apareció detrás de la ventana de cuarterones situada junto a la puerta. Nos miró fijamente durante largo rato sin decir nada ni hacer ningún movimiento hacia la puerta.
—Somos rusos —dijo Kolya—. Abra la puerta.
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ustedes no deberían estar aquí.
—Lo sé —dijo él, levantando la pistola para que la chica pudiera verla—. Pero estamos; así que abre la puerta, maldita sea tu madre.
La rubia miró hacia atrás en dirección a la gran sala. Susurró algo a alguien que no estaba a la vista y escuchó la respuesta. Asintiendo, volvió a mirarnos a nosotros, hizo una profunda aspiración y abrió la puerta.
Al entrar en la casa sentí como si penetrara en la panza de una ballena, el lugar más cálido en que había estado desde hacía meses. Seguimos a la rubia a la gran sala, donde sus tres amigas se encontraban de pie con aspecto incómodo, sus dedos jugando con los dobladillos de sus camisones. La morenita de los brazos regordetes parecía a punto de llorar; su labio inferior temblaba mientras miraba fijamente la pistola de Kolya.
—¿Hay alguien más aquí? —preguntó éste.
La rubia movió negativamente la cabeza.
—¿Cuándo vendrán? —siguió preguntando Kolya.
Las muchachas intercambiaron miradas.
—¿Quiénes? —preguntó la que parecía chechena.
—No jueguen conmigo, queridas damas. Soy un oficial del Ejército Rojo, bajo órdenes especiales …
—¿Él es un oficial, también? —quiso saber la rubia, mirándome.
No estaba sonriendo, exactamente, pero pude ver diversión en sus ojos.
—No, él no es oficial, es un soldado de tropa …
—¿Un soldado de tropa? ¿De veras? ¿Qué edad tienes, dulzura?
Todas las chicas me estaban mirando ahora. Bajo el calor de la estancia, bajo el peso de sus miradas, pude sentir que la sangre afluía a mi rostro.
—Diecinueve —dije, enderezándome todo lo que pude—. Veinte en abril.
—Vaya por Dios, eres bajito para diecinueve —dijo la chechena.
—Quince, a lo sumo —dijo la rubia.
Kolya amartilló la pistola, tras meter una bala en la recámara…, un sonido muy dramático en la silenciosa habitación. El gesto me pareció excesivamente teatral, pero Kolya tenía una manera especial de llevar a cabo gestos teatrales. Mantuvo la pistola apuntando al suelo y miró a la cara de cada chica, tomándose su tiempo con cada una.
—Hemos hecho un largo camino —dijo—. Mi amigo está cansado. Yo estoy cansado. De manera que os pregunto, por última vez: ¿cuándo vienen?
—Generalmente, llegan alrededor de la medianoche —dijo la morena regordeta. Las otras chicas la miraron atentamente, pero no dijeron nada—. Después de acabar con el fuego de la artillería.
—¿Es eso cierto? ¿Así que cuando se han hartado de disparar su artillería contra todos nosotros en Piter, los alemanes vienen aquí por la noche y vosotras cuidáis de ellos?
En algunos aspectos yo soy profundamente estúpido. No digo esto por modestia. Creo que soy más inteligente que el ser humano promedio, aunque quizás la inteligencia no debería ser considerada como una medida simple como un velocímetro, sino una serie de tacómetros, odómetros, altímetros y todo lo demás. Mi padre me enseñó a leer cuando yo tenía cuatro años, de lo cual siempre presumía con sus amigos, pero mi incapacidad para aprender el francés o recordar las fechas de las victorias de Suvorov debía de haberle molestado. Era un verdadero erudito, capaz de recitar cualquier estrofa de Eugenio Oneguin a petición, hablaba fluidamente inglés y francés, y era tan experto en física teórica que sus profesores de la universidad consideraron su renuncia a favor de la poesía como una pequeña tragedia. Me gustaría que hubieran sido más carismáticos, sus profesores. Me gustaría que le hubieran enseñado el consuelo de la física, que hubieran explicado a su estudiante estrella por qué la forma del universo y el peso de la luz eran más importantes que los versos no rimados sobre los timadores y abortistas de Leningrado.
Mi padre habría sabido qué estaba pasando en aquella granja en el momento en que mirara por la ventana, incluso a los diecisiete años. De modo que me sentí como un idiota cuando finalmente comprendí por qué aquellas muchachas estaban aquí, quién las alimentaba y se aseguraba de que tenían bastante leña amontonada bajo los aleros.
La muchacha rubia miró airada a Kolya, las ventanillas de su nariz ensanchándose, su piel enrojeciendo bajo sus pecas.
—Tú… —empezó a decir, y por un momento no fue capaz de decir nada más, tan intensa era su ira que no podía articular—. ¿Tú vienes aquí y nos condenas? ¿El héroe del Ejército Rojo? ¿Dónde habéis estado tú y tu ejército? Los alemanes llegaron y lo quemaron todo, ¿y dónde estaba tu ejército? Mataron a tiros a mis hermanitos, a mi padre, a mi abuelo, a todos los hombres del pueblo, mientras tú y tus amigos os cobijabais en algún lugar… ¿Tú vienes aquí y me apuntas con esa arma?
—No estoy apuntando mi arma contra nadie —dijo Kolya.
Era un comentario extrañamente manso viniendo de él, y yo sabía que ya había perdido la batalla.
—Yo haría cualquier cosa para proteger a mi hermana —continuó ella, señalando con la cabeza a la morena regordeta—. Lo que fuera. Y tú deberías protegernos a nosotras. El glorioso Ejército Rojo. ¡Defensores del Pueblo! ¿Dónde estabais?
—Estábamos luchando contra ellos …
—No podéis proteger a todo el mundo. Nos abandonasteis. Si no vivimos en la ciudad, no debemos de ser importantes. ¿Es así? ¡Que se hagan con los campesinos! ¿Es eso?
—La mitad de los hombres de mi unidad murió luchando por …
—¿La mitad? ¡Si yo fuera general, todos mis soldados morirían antes de dejar que un solo nazi penetrara en nuestro país!
—Bueno —replicó Kolya, y durante varios segundos no dijo nada más. Finalmente se guardó su automática—. Me alegro de que no seas general.