25
La nieve se había fundido durante el día y congelado nuevamente por la noche, creando un suelo traicionero, una piel de escarcha que se agrietaba a cada paso que dábamos. El dedo me dolía tanto que resultaba difícil pensar en otra cosa. Seguíamos andando porque teníamos que seguir andando, porque habíamos llegado demasiado lejos para detenernos ahora, pero ignoro de dónde procedía la energía necesaria para dar cada paso. Hay un lugar más allá del hambre, de la fatiga, donde el tiempo no parece moverse y el sufrimiento del cuerpo ya no parece enteramente tuyo.
Nada de esto se aplicaba a Kolya. Había comido tan poco como yo, aunque había dormido mejor la noche anterior en el cobertizo de las herramientas, con los analfabetos, tan confortablemente como si lo hiciera en un lecho de plumas del Hotel Europa. Mientras yo avanzaba dificultosamente con la cabeza baja, Kolya miraba a su alrededor al paisaje iluminado por la luna como un artista dando un paseo. Parecía que teníamos toda Rusia para nosotros. Durante horas no vimos signo alguno de humanidad, aparte de los abandonados campos de cultivo.
Cada pocos minutos, introducía la mano en su chaqueta, asegurándose de que el jersey seguía metido dentro de sus pantalones ceñidos con el cinturón y la caja de huevos estaba segura.
—¿Te he contado la historia del podenco del patio?
—¿Tu novela?
—Sí, pero de dónde procede el título.
—Probablemente.
—No. No me parece que lo haya hecho. El héroe, Radchenko, vive en un viejo edificio en la Isla Vasilevsky. Una mansión en realidad, construida para uno de los generales de Alejandro, pero que ahora se está cayendo a pedazos, con ocho familias diferentes viviendo allí, todas enemistadas entre sí. Una noche, en medio del invierno, un viejo perro penetra en el patio, se echa junto a la puerta y lo convierte en su hogar. Una bestia grande y vieja, su morro ya grisáceo, una de sus orejas mordida en alguna pelea siglos atrás. Radchenko se despierta tarde a la mañana siguiente, mira por la ventana y ve al perro que yace allí con la cabeza entre las patas. Siente pena por el pobre cabrón; hace frío y no hay nada que comer. De manera que encuentra un trozo de embutido seco y abre la ventana, justo en el momento en que las campanas de la iglesia empiezan a sonar para indicar el mediodía.
—¿En qué año estamos?
—¿Qué? No lo sé. Mil ochocientos ochenta y tres. Radchenko silba y el perro levanta la mirada. Le arroja el embutido, el perro lo engulle, Radchenko sonríe, cierra la ventana y regresa a la cama. Recuerda ahora, Lev, en este momento hace cinco años que no ha salido del apartamento. Al día siguiente, Radchenko está aún durmiendo cuando suenan las campanas de la iglesia al mediodía. Cuando las campanas callan, oye un ladrido fuera. Y luego otro. Finalmente, se desliza fuera de la cama, abre la ventana, mira hacia abajo al patio y ve al perro que le está mirando, con la lengua colgándole de la boca, esperando ser alimentado. De manera que Radchenko encuentra algo que arrojar al viejo animal, y, a partir de entonces, cada vez que las campanas resuenan al mediodía, el perro espera su almuerzo bajo la ventana.
—Como el perro de Pavlov.
—Sí —dijo Kolya, un poco molesto—, como el perro de Pavlov, excepto que aquí hay poesía. Pasan dos años. El podenco del patio conoce a todo el mundo del edificio y los deja pasar sin problemas, pero si un extraño llega a las puertas, el viejo animal se convierte en un terror, gruñendo y mostrando los dientes. Los residentes lo adoran, es su guardián, ya ni siquiera cierran las puertas. Algunas veces Radchenko se pasa una tarde entera, sentado en una silla junto a la ventana, contemplando cómo el perro observa a la gente que cruza las puertas. Nunca se olvida del ritual del mediodía, siempre procurando tener mucha comida, buena carne para arrojarle. Una mañana, Radchenko está en cama, teniendo un maravilloso sueño sobre una mujer a la que admiraba cuando era pequeño, una íntima amiga de su madre. Las campanas de la iglesia suenan y Radchenko se despierta con una sonrisa, estira los brazos, se dirige a la ventana, la abre y mira hacia abajo, al patio. El podenco yace de costado junto a la puerta, muy quieto, y al punto Radchenko sabe que el animal está muerto. Recuerda, Radchenko nunca lo ha tocado, nunca le ha rascado detrás de la oreja o fregado la barriga o nada de eso, pero, con todo, ha llegado a querer al viejo mestizo, considerándolo un amigo leal. Durante casi una hora, Radchenko se queda mirando fijamente al animal, hasta que se da cuenta de que nadie va a enterrarlo. Es un perro callejero. ¿A quién le corresponde hacerlo? Radchenko no ha salido del apartamento en siete años: la idea de salir le produce náuseas, pero aún le sienta peor la idea de dejar que el podenco se pudra al sol. ¿Comprendes lo dramático de esta situación? Sale del apartamento, baja por las escaleras y llega a la puerta del edificio; sale a la luz del sol, ¡por primera vez en siete años!, coge el perro y se lo lleva fuera del patio.
—¿Dónde lo entierra?
—No lo sé. En uno de los jardines de la universidad, quizás.
—No le dejarían hacer eso.
—Todavía no me he imaginado esa parte. Te estás perdiendo lo esencial de la historia…
—Y necesita una pala.
—Sí, necesita una pala. Tienes el romanticismo de una puta de estación de tren, ¿lo sabías? Quizás ni siquiera escribiré la escena del entierro. ¿Cómo sería? Lo dejaré a tu imaginación.
—Probablemente una buena idea. Podría ser lacrimosa. Perros muertos, no lo sé.
—¿Pero te gusta?
—Creo que sí.
—¿Crees que si? Es una hermosa historia.
—Es buena, me gusta.
—¿Y el título? ¿El podenco del patio? ¿Comprendes ahora por qué es un gran titulo? Todas esas mujeres vienen a ver a Radchenko, tratando constantemente de hacer que salga con ellas, y nunca lo hace. Es casi como un juego para ellas; todas quieren ser la primera en seducirlo para que salga, pero ninguna lo consigue. Sólo el perro, un viejo animal sin dueño.
—El perro del patio no sería tan bueno.
—No.
—¿Cuál es la diferencia entre un perro y un podenco?
—Los podencos cazan.
Kolya me agarró por el brazo, sus ojos se abrieron de par en par, obligándome a detener la marcha. Al principio pensé que oía algo, el gruñido del motor de un Panzer o los gritos de soldados lejanos, pero lo que fuera que exigía su atención parecía interno. Me sostenía el brazo con fuerza, sus labios ligeramente separados, una mirada de intensa concentración en su rostro, como si necesitara recordar el nombre de una chica pero sólo tuviera la primera letra.
—¿Qué? —pregunté.
Él levantó mi mano y yo esperé. Detenerme durante diez segundos siquiera me hacía desear echarme en la nieve y cerrar los ojos, sólo por unos minutos, sólo lo suficiente para quitarme el peso de los pies y menear los dedos para devolverlos a la vida.
—Está viniendo —dijo—. Puedo sentirlo.
—¿Qué está viniendo?
—¡La mierda! ¡Oh, vamos ya, cabrona, vamos!
Corrió apresuradamente tras un árbol y yo lo esperé, balanceándome bajo el viento. Quería sentarme, pero alguna irritante voz dentro de mi cráneo me decía que sentarse era peligroso, que, si me sentaba, nunca volvería a ponerme en pie.
Para cuando Kolya regresó, yo me estaba durmiendo de pie, un montaje de incoherentes imágenes de sueños centelleando a través de mi mente. Kolya me agarró del brazo, sobresaltándome, y exhibió una sonrisa de cosaco.
—Amigo mío, ya no soy un ateo. Vamos, quiero mostrártelo.
—¿Bromeas? No quiero verlo.
—Tienes que ver esto. Debe de ser un récord.
Tiró de mi brazo, tratando de hacer que lo siguiera, pero yo clavé mis botas en la nieve e incliné mi peso hacia atrás.
—No, no, vámonos; no tenemos tiempo.
—¿Tienes miedo de ver mi mierda batidora de récords?
—Si no estamos con el coronel al alba …
—¡Esto es algo extraordinario! Algo de lo que hablarás a tus nietos.
Kolya tiraba con su fuerza superior y yo pude sentir que empezaba a venirme abajo, cuando sus manos enguantadas resbalaron en la manga de mi chaqueta y se cayó sobre la nieve escarchada. Su primera reacción fue reír, pero dejó de hacerlo cuando se acordó de los huevos.
—Joder —exclamó, mirándome.
Por primera vez en nuestro viaje vi algo bastante parecido al auténtico temor en sus ojos.
—No me digas que los has roto. No me digas eso.
—¿Que yo los he roto? ¿Por qué sólo yo? ¿Por qué no has venido sencillamente a ver la mierda?
—¡Yo no quería ver tu mierda! —le grité, sin importarme ya los enemigos que pudieran estar moviéndose por aquellos mismos bosques—. ¡Dime si están rotos!
Sentándose en el suelo, se desabrochó la guerrera, sacó la caja y la inspeccionó en busca de daños, deslizando la mano por los listones de madera. Hizo una profunda aspiración, se sacó el guante de la mano derecha y cautelosamente palpó dentro de la caja rellena de paja con sus dedos desnudos.
—¿Bien?
—Están en buen estado.
Después de que la caja estuviera protegida del frío y segura bajo el jersey de Kolya, reanudamos nuestra marcha hacia el norte. Él no volvió a hacer mención de la histórica cagada, pero yo podía darme cuenta de que estaba irritado de que no hubiera ido con él para dar testimonio. Ahora, cuando contara la historia a sus amigos, no tendría ninguna verificación que apoyara sus palabras.
A cada momento buscaba el poderoso reflector vagando por el cielo. A veces lo perdíamos de vista durante un kilómetro o dos, nuestra visión bloqueada por árboles o colinas, pero siempre lo volvíamos a encontrar. A medida que nos acercábamos a Piter, veíamos más proyectores, pero el primero era el más potente, tanto que parecía iluminar a la luna cuando la luz pasaba por encima de aquellos fríos y distantes cráteres.
—Apostaría algo a que el coronel quedará sorprendido de vernos —dijo Kolya—. Debe de pensar que a estas alturas estamos muertos. Será feliz con los huevos. Le pediré que nos invite a la boda de su hija. ¿Por qué no? Su mujer nos adorará. Y quizás consiga un baile con la novia, enseñarle algunos pasos, hacerle saber que no soy contrario a las mujeres casadas.
—Yo ni siquiera sé dónde vamos a dormir esta noche.
—Iremos a casa de Sonya. No pienses más en ello. Estoy seguro de que el coronel nos dará algo de comida como compensación por nuestros problemas; la compartiremos con ella, intentaremos encender un fuego. Y mañana tendré que ir a buscar mi batallón. Ja, los chicos se quedarán sorprendidos al verme.
—Ella ni siquiera me conoce; no puedo quedarme allí.
—Pues claro que puedes. Somos amigos ahora, Lev. ¿No es verdad? Sonya es amiga mía, tú eres amigo mío; no te preocupes, tiene mucho espacio. Aunque quedarse con ella podría no ser excitante, ahora que has conocido a Vika.
—Vika me da miedo.
—A mí también me da miedo. Pero te gusta un poco, reconócelo.
Yo sonreí, pensando en los ojos de Vika, en su grueso labio superior, en la precisa curva de su cuello.
—Probablemente piense que soy demasiado joven para ella.
—Quizás. Pero le salvaste la vida allá. Aquella bala iba dirigida a su cabeza.
—Te salvé la vida a ti, también.
—No, yo tenía al Fritz bajo control.
—No lo creas, él tenía aquella arma…
—El día en que algún bávaro marchador del paso de la oca me derrote en una pelea…
La discusión prosiguió, pasando de un análisis de la partida de ajedrez y mis supuestos errores a los probables invitados a la boda de la hija del coronel, y luego al destino de las cuatro chicas que conocimos en la granja. La conversación me mantenía despierto, la mente alejada de mis insensibles pies y unas piernas rígidas como zancos debajo de mí. El cielo resplandecía, sombra tras sombra, y nos tropezamos con una carretera pavimentada donde la nieve estaba apisonada y caminar era más fácil. Antes de que el sol se hubiera levantado al este, vimos el anillo exterior de las fortificaciones de Piter; las trincheras como oscuros tajos en la nieve; los dientes de dragón, de cemento; las marañas de raíles de tren oxidados brotando del frío terreno; kilómetro tras kilómetro de alambre de púas rodeando postes de madera.
—Te diré una cosa —dijo Kolya—. Quiero una porción de ese maldito pastel de boda. Teniendo en cuenta lo que hemos pasado, es justo. —Un momento más tarde, dijo—: ¿Qué están haciendo? —Y un instante después oí el disparo. Kolya me agarró de la chaqueta y me hizo caer al suelo. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas—. Nos están disparando —dijo, respondiendo a su propia pregunta—. ¡Eh, eh! ¡Somos rusos! ¡No disparéis!
Pero más balas rasgaron el aire por encima de nosotros.
—¡Somos rusos, maldita sea vuestra madre, escuchadme! ¿No oís mi voz? ¿No me oís? ¡Tenemos papeles del coronel Grechko! ¡Coronel Grechko! ¿No oís?
Los fusiles callaron, pero nosotros permanecimos echados sobre la barriga y con los brazos encima de la cabeza. Detrás de las fortificaciones pudimos oír a un oficial gritando a sus hombres.
Kolya levantó la cabeza y atisbó hacia las trincheras, situadas a unos cien metros hacia el norte.
—¿No han oído hablar de los tiros de advertencia?
—Quizás ésos eran tiros de advertencia.
—No, estaban apuntando a nuestras cabezas. No saben disparar, eso es todo. Un puñado de palurdos de los Talleres, imagino. Probablemente recibieron sus fusiles hace una semana. —Hizo bocina con las manos en torno de su boca y gritó—: ¡Eh! ¿Podéis oírme? ¿Queréis ahorrar vuestras balas para Fritz?
—¡Levanta las manos y camina lentamente hacia nosotros! —fue la réplica dicha a voz en grito.
—¿No vais a dispararnos si nos ponemos en pie?
—No, si nos gusta tu aspecto.
—A tu madre le gusta mi aspecto —murmuró Kolya—. ¿Estás listo, pequeño león?
Cuando nos levantábamos, Kolya hizo una mueca y se tambaleó, casi cayéndose. Yo le agarré del brazo para sostenerle. Frunciendo el ceño, se quitó la nieve de la pechera de su chaqueta antes de retorcerse para examinar la parte baja de su espalda. Ambos vimos el agujero de bala perforando la gruesa lana, a la altura de la cadera.
—¡Tirad las armas! —gritó el oficial desde la distante trinchera.
Kolya arrojó a un lado su MP40.
—¡Me habéis dado! —les gritó. Se desabrochó la guerrera y estudió el agujero en el fondillo de sus pantalones—. ¿Eres capaz de creerlo? Esos cabritos me han dado en el culo.
—¡Camina hacia nosotros con las manos arriba!
—¡Me habéis disparado en el culo, maldito idiota! ¡No puedo caminar hacia ninguna parte!
Puse mi mano en el brazo de Kolya, ayudándole a permanecer de pie: no podía apoyar peso alguno sobre su pierna derecha.
—Deberías sentarte —le dije.
—No puedo sentarme. ¿Cómo voy a sentarme si tengo una bala en mi trasero? ¿Puedes creerlo?
—¿Puedes arrodillarte? No creo que debas permanecer de pie.
—¿Sabes toda la mierda que van a soltarme cuando llegue a mi batallón? ¿Disparado en el culo por unos jodidos aficionados salidos de la línea de montaje?
Le ayudé cuando se echaba en el suelo. Hizo una mueca de dolor cuando su rodilla derecha tocó la nieve, forzándole la pierna. Los oficiales de la trinchera debieron de haber celebrado una conferencia improvisada. Una nueva voz nos gritó ahora, una voz más vieja, con más autoridad.
—¡Quedaos donde estáis! ¡Nosotros nos acercaremos!
Kolya soltó un gruñido.
—Quedaos donde estáis, nos dice. Sí, creo que voy a hacer eso, ahora que he recibido una de sus jodidas balas de fusil en mi trasero.
—Quizás lo atravesó. Eso es mejor, ¿no?, si lo ha atravesado.
—¿Quieres bajarme los pantalones y comprobarlo? —preguntó sonriendo dolorosamente.
—¿Debería hacer algo? ¿Qué puedo hacer?
—Presionar, dicen. No te preocupes, lo haré yo.
Desató el cordel de su gorro de piel, se quitó éste y lo apretó contra el agujero de bala. Tuvo que cerrar los ojos un momento, inhalando profundamente. Cuando los volvió a abrir, pareció recordar algo; con su mano libre buscó bajo su jersey y sacó la caja de los huevos.
—Guárdala bajo tu chaqueta —ordenó—. No queremos que se congelen. Y no los dejes caer, por favor.
Unos minutos más tarde, vimos un GAZ rodando hacia nosotros, un modelo blindado con gruesos neumáticos de nieve y una ametralladora pesada montada en la parte trasera. El artillero mantenía la amplia boca del arma apuntando a nuestras cabezas cuando el coche frenó a nuestro lado.
Un sargento y un teniente saltaron del vehículo y se acercaron a nosotros, las manos en las culatas de sus enfundadas pistolas. El sargento hizo una pausa al lado del descartado MP40 que yacía en la nieve. Contempló el subfusil por un momento antes de mirar a Kolya.
—Nuestros francotiradores vieron el arma alemana. Hicieron lo que tenían que hacer.
—¿Francotiradores? ¿Así los llamáis? ¿Están entrenados para disparar a los hombres en el culo?
—¿Por qué lleváis un arma alemana?
—Está sangrando, necesita ayuda —les dije—. ¿No puede hacer estas preguntas más tarde?
El teniente me miró, su chata y aburrida cara desprovista de toda emoción, salvo una ligera hostilidad. Llevaba la cabeza afeitada e iba sin sombrero, como si no tuviera conciencia del frío viento que nos acosaba.
—¿Eres un civil? ¿Me estás dando órdenes? Puedo ejecutarte ahora mismo por violar el toque de queda y salir de los límites de la ciudad sin permiso.
—Por favor, camarada oficial. Si nos quedamos aquí mucho más rato, morirá desangrado.
Kolya se metió la mano en el bolsillo, sacó la carta del coronel y se la ofreció a los oficiales. El teniente la leyó, con un gesto desdeñoso al principio, pero poniéndose rígido al ver la firma al pie de la página.
—Deberíais haber dicho algo —murmuró.
Hizo un gesto con la mano al conductor y al artillero de que vinieran a ayudar.
—Debería… ¡Estuve gritando el nombre del coronel mientras nos disparabais!
—Mis hombres hicieron lo que debían. Estabais avanzando con armas enemigas, no nos avisaron por anticipado…
—Kolya —dije, mi mano en su hombro.
Él levantó la mirada hacia mí, su boca ya abierta, dispuesto a atacar al teniente. Pero, por una vez en su vida, comprendió que era mejor callarse. Sonreía, poniendo los ojos en blanco de vez en cuando, pero entonces vio la expresión de preocupación que cruzaba por mi rostro. Siguió mi mirada hacia el lugar donde la sangre estaba manchando la nieve, la pierna de su pantalón ya empapada. La sucia nieve parecía los helados de cereza que mi padre solía comprarme en las ferias de verano.
—No te preocupes —dijo Kolya, mirando la sangre—. No es mucha, no te preocupes.
El conductor lo agarró por debajo de los sobacos, el artillero lo cogió por las rodillas, y entre ambos lo llevaron al asiento trasero del todavía parado GAZ. Yo me agaché en el espacio entre el asiento del conductor y el trasero donde Kolya yacía boca abajo, con el abrigo echado por encima para darle calor. Salimos hacia las trincheras, y Kolya cerraba los ojos cada vez que el conductor pegaba un brinco por un bache de la carretera. Yo le había quitado el gorro empapado de sangre y lo apretaba contra la herida de bala, tratando de mantener la suficiente presión para detener la hemorragia, sin llegar a hacerle daño.
Él sonreía, los ojos cerrados.
—Me gustaría más que fuera Vika la que me pusiera la mano en el culo.
—¿Te duele mucho?
—¿Te han herido de bala alguna vez en el trasero?
—No.
—Bueno, la respuesta es sí, sí duele. Aunque me siento feliz de que no hayan dado en el otro lado. Por favor, teniente —dijo Kolya en voz alta—, ¿les dará las gracias a sus francotiradores por no dispararme a las pelotas?
El teniente, sentado en el lugar del pasajero, miró a la carretera delante de él y no respondió, su desnuda calva salpicada de pequeñas cicatrices blancas.
—Las mujeres de Leningrado se lo agradecerán también.
—Le llevamos al hospital de los Talleres —dijo el teniente—. Ahí es donde están los mejores cirujanos.
—Muy bien. Estoy seguro de que la NKVD le dará una medalla. Y cuando me dejen a mí, por favor lleven a mi amiguito aquí a la Isla Kamenny. Tiene un paquete importante para el coronel.
El teniente permaneció sentado en un hosco silencio, irritado de que tuviera que recibir órdenes de un soldado raso, pero poco dispuesto a correr el riesgo de crearse un poderoso enemigo. Nos detuvimos en una barricada de sacos terreros, y casi perdimos dos minutos cuando los soldados bajaron una plataforma de madera a través de la trinchera para que pudiéramos cruzar. El conductor les ladraba que se dieran prisa, pero aun así los soldados divagaban, cansados e indiferentes, discutiendo sobre la manera adecuada de situar el puente. Finalmente, conseguimos llegar al otro lado. El chófer pisó el gas y pasamos como una exhalación por delante de emplazamientos de ametralladoras festoneados de sacos terreros.
—¿Está muy lejos el hospital? —pregunté al conductor.
—Diez minutos. Ocho si tenemos suerte.
—Pues tratad de tener suerte —dijo Kolya.
Sus ojos estaban ahora fuertemente cerrados, el rostro apretado contra el asiento, su rubio cabello colgándole de la frente. En el último minuto se había puesto muy pálido y no podía dejar de temblar. Descansé mi mano libre sobre su nuca, y la piel estaba fría al tacto.
—No te preocupes —me dijo—. He visto amigos míos sangrando más que esto y una semana más tarde ya habían vuelto, completamente cosidos.
—No estoy preocupado.
—Hay mucha sangre en el cuerpo humano. ¿Cuánta, cinco litros?
—No lo sé.
—Parece mucha, pero apostaría algo a que no he perdido ni un litro. Quizás uno, a lo sumo.
—Tal vez no deberías hablar tanto.
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo hablar? Escucha, tú irás a la boda. Baila con la hija del coronel y luego vienes al hospital y me lo cuentas. Quiero detalles. Lo que ella llevaba, cómo olía, todo eso. He estado masturbándome pensando en ella durante cinco días seguidos, ¿lo sabías? Bueno, una vez con Vika. Lo siento. Pero, lo que hizo en el corral de las ovejas, atándose el cinturón al pecho. Tú la viste. ¿Puedes criticarme?
—¿Cuándo tuviste tiempo de hacer eso?
—En la interminable y jodida marcha hasta aquí. Uno aprende a masturbarse en movimiento cuando está en el ejército. La mano en el bolsillo, no es un truco muy especial.
—¿Te masturbaste pensando en Vika mientras veníamos anoche?
—No iba a decírtelo. Tú te estuviste durmiendo de pie la mitad de la noche. Yo me aburría y tenía que hacer algo. Ahora estás furioso. No te enfades conmigo.
—Por supuesto que no estoy furioso.
El chófer apretó los frenos con fuerza, y Kolya se habría caído del asiento trasero de no haberlo sujetado yo. Me enderecé y atisbé por la ventanilla. Habíamos llegado al borde de los desperdigados Talleres Kirov, una ciudad en sí mismos, donde decenas de miles de obreros trabajaban día y noche. Granadas de la artillería y bombas de la Luftwaffe habían aplastado algunos de los talleres de construcción y reparación de máquinas; vacías ventanas en todo el complejo habían sido cubiertas con lonas de plástico; cráteres llenos de hielo señalaban los patios. Pero aun ahora, con millares de obreros evacuados y otros miles más muertos o esperando morir en el frente, aun ahora, las chimeneas seguían humeando, los callejones hormigueaban de mujeres empujando carros llenos de carbón, el aire resonaba con el clamor de zumbantes tornos y laminadoras y prensas hidráulicas que moldeaban el acero.
Una línea de tanques T-34 recién terminada había salido de un taller de montaje tan grande como un hangar de aviones. Ocho de los tanques, su acero sin pintar todavía, rodaban con gran estrépito sobre la sucia nieve, bloqueando la carretera.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó Kolya.
Su voz sonaba mucho más débil que un minuto antes, y oírle hablar así despertó mi temor.
—Están pasando algunos tanques.
—¿Treinta y cuatros?
—Sí.
—Buenos tanques.
Finalmente, los tanques pasaron y seguimos disparados hacia delante. El conductor tenía el pie posado en el acelerador, una segura mano sobre el volante, y conocía bien los Talleres. Atajó por callejones traseros detrás de los talleres de turbinas; voló a través de calles sin asfaltar por delante de los alojamientos de los obreros, unos cobertizos con techo de hojalata rematados por pequeños y chatos tubos de estufa… Pero incluso a un experto le llevó tiempo llegar al otro lado de la laberíntica ciudad-fábrica.
—Allí —dijo el teniente finalmente, señalando a un almacén de ladrillo que se había convertido en el hospital local.
Se dio la vuelta en su asiento y miró al herido. Al no poder distinguir el rostro de Kolya, me miró a mí, en actitud interrogativa. Yo me encogí de hombros, diciendo: No sé.
—¡Demonios! —gritó el chófer, dando una palmada al volante y pisando con fuerza los frenos otra vez.
Una pequeña locomotora resoplaba a través de las vías que dividían los Talleres en dos partes, arrastrando furgones con chatarra para fundir.
—¿Lev?
—¿Sí?
—¿Estamos cerca?
—Creo que estamos muy cerca.
Los labios de Kolya se habían vuelto azules; su respiración, rápida y superficial.
—¿Hay un poco de agua? —preguntó.
—¿Alguien tiene agua?
Mi voz se quebró al hacerla pregunta. Parecía un niño asustado.
El artillero pasó una cantimplora al asiento. Yo desenrosqué el tapón, ladeé la cabeza de Kolya y traté de verterle el agua en la boca, pero terminó derramada por el asiento. Él consiguió levantar la cabeza un poco y le eché algo por la garganta, pero se atragantó y la escupió. Cuando intenté darle más, la rehusó con un leve movimiento de la cabeza y le devolví la cantimplora al artillero.
Dándome cuenta de que Kolya debía de tener frío, me quité el gorro y se lo puse a él, avergonzado de no haber pensado antes en ello. Aun así, él seguía temblando, su rostro bañado por el sudor, la piel pálida y salpicada de manchas escarlatas del tamaño de una moneda.
Pude ver las puertas del hospital, a menos de un centenar de metros de distancia, a través de las separaciones entre los furgones rodantes. Nuestro conductor permanecía sentado, encorvado hacia delante, sus brazos envolviendo el volante, asintiendo impacientemente con la cabeza mientras esperaba. El teniente no dejaba de mirar hacia atrás, a Kolya, cada vez más preocupado.
—¿Lev? ¿Te gusta el título?
—¿Qué título?
—El podenco del patio.
—Es un buen título.
—Podría simplemente titularlo Radchenko.
—El podenco del patio es mejor.
—A mí también me lo parece.
Abrió los ojos, aquellos pálidos ojos azules de cosaco, y me sonrió. Ambos sabíamos que iba a morir. Se estremeció, yaciendo sobre el asiento trasero bajo su guerrera, sus dientes muy blancos contrastando con sus labios azules. Siempre he creído que aquella sonrisa era un regalo para mí. Kolya no tenía fe alguna en la divinidad o en la vida futura. No creía que fuera a dirigirse a un lugar mejor o a lugar alguno siquiera. Nada de ángeles esperando para recogerlo. Sonreía porque sabía lo aterrorizado que estaba yo de morir. Eso es lo que creo, sabía que yo estaba aterrorizado y quería hacerlo un poco más fácil para mí.
—¿Puedes creértelo? De un tiro en el culo disparado por mi propia gente.
Yo quería decir algo, hacer alguna estúpida broma para distraerlo. Debería haber dicho algo, desearía haberlo hecho, aunque todavía no se me ocurren las palabras adecuadas. Si le decía que lo quería, él hubiera guiñado el ojo y dicho: «No es extraño que tengas las manos en mi culo, ¿verdad?».
Ni siquiera Kolya podía mantener la sonrisa tanto rato. Volvió a cerrar los ojos. Cuando habló, su boca estaba seca, sus labios como pegados mientras trataba de formar las palabras.
—No es así como lo había imaginado —me dijo.