19
El partisano que tenía el turno de guardia nos despertó antes del mediodía, irrumpiendo violentamente por la puerta de la cabaña, tratando de mantener baja la voz pese a su pánico.
—Vienen hacia aquí —dijo. Estábamos de pie antes de que él hubiera podido pronunciar su segunda frase reuniendo nuestro equipo, instantáneamente alertas con las noticias de un peligro real. Habíamos dormido con las botas puestas y estábamos preparados para movernos—. Parece una compañía completa. Con prisioneros.
Korsakov deslizó la correa del fusil sobre su hombro.
—¿Infantería?
—No he visto ningún blindado.
Treinta segundos más tarde salíamos en tropel por la retorcida puerta a la hostil luz solar. La cabaña sin ventanas había sido tan oscura como una cripta, y apenas podía abrir los ojos bajo el resplandor del mediodía. Seguimos a Korsakov, y la orden no pronunciada era sencilla: correr.
Nunca tuvimos una oportunidad. Incluso antes de que el último hombre estuviera fuera de la cabaña, pude oír las voces de los alemanes gritando. Me convertí en un animal, sin ningún pensamiento en la cabeza; sólo me empujaba el temor. El aire se había vuelto cálido y la nieve era pesada y húmeda, agarrándose a mis botas, sorbiéndome.
Cuando tenía nueve años, una delegación de famosos comunistas franceses visitó Piter, y el Partido arregló las calles. Obreros con cigarrillos colgándoles de los labios vertían alquitrán fresco en la calle Voinova y lo aplanaban con palustres de largos mangos, convirtiendo mi calle en un bulevar de chocolate fundido. Yo los había estado observando toda la mañana, con los gemelos Antokolsky, justo delante de las puertas del Kirov. No recuerdo que nada desencadenara nuestra decisión colectiva. Sin decir una palabra, sin mirarnos siquiera el uno al otro, nos quitamos los zapatos, los arrojamos al patio y echamos a correr a través de la calle. Podríamos habernos quemado las plantas de los pies, pero no nos importaba; dejamos nuestras huellas en la blanda calzada y seguimos corriendo al llegar al otro lado, mientras los obreros lanzaban maldiciones y agitaban sus palustres en dirección hacia nosotros, sin preocuparse lo suficiente para perseguirnos, sabiendo que no nos podrían pillar nunca.
Mi madre necesitó aquella noche una hora para dejarme limpios los pies fregándolos y restregándolos con piedra pómez. Mi padre estaba junto a la ventana, las manos a la espalda, conteniendo una sonrisa mientras miraba hacia Voinova. Bajo las farolas, la calle parecía perfecta y lisa, excepto por tres pares de pequeñas huellas de pies que echaban a perder la superficie como rastros de gaviotas sobre la arena húmeda.
Correr a través del alquitrán húmedo no era como correr a través de nieve fundida. No sé por qué los recuerdos persisten juntos, pero es así.
Los disparos resonaban entre los abetos. Una bala pasó zumbando por mi lado, tan sonora y tan cerca que me toqué la sien con la mano para ver si me había dado. Vi al hombre que estaba delante de mí caer al suelo y, por la forma como caía, comprendí que nunca volvería a ponerse en pie. Yo no podía moverme más deprisa, tampoco podía tener más miedo; ver caer al hombre no modificó en nada mi actitud. En aquel momento, yo no era ya Lev Abramovich Beniov. No tenía una madre que vivía en Vyazma o a un padre muerto enterrado en algún pedazo de tierra sin marcar. No descendía de los eruditos de la Torá de negros gorros por parte de mi padre o de petit-bourgeois moscovitas por la de mi madre. Si un alemán me hubiera agarrado por el cuello en aquel momento, sacudiéndome y preguntándome mi nombre en un ruso perfecto, no podría haber respondido, no podría haber pronunciado una sola frase para suplicar misericordia.
Vi a Korsakov volverse para disparar a nuestros perseguidores. Antes de que pudiera soltar un solo tiro una bala le partió la mandíbula inferior separándola del cráneo. Parpadeó, sus ojos todavía alertas, pese a que le faltaba media cara. Pasé corriendo por su lado, subiendo por una empinada loma y bajando por el otro lado donde se había formado un arroyo en una estrecha hondonada, el aguanieve borboteando mientras serpenteaba entre las rocas y ramas caídas.
Haciendo caso a algún inexpresado instinto, me desvié de mi camino para seguir la corriente, corriendo colina abajo a lo largo de las resbaladizas piedras, más deprisa ahora de lo que lo había hecho en la nieve. Mi cuerpo esperaba la inevitable bala, la estaca del ferrocarril clavada entre mis omóplatos y que me lanzaría con la cara por delante hacia la fría agua. Pese a todo, me sentía extrañamente ágil, mis pies eligiendo su próximo paso sin consultar al cerebro y las botas chapoteando en el agua helada, sin tropezar nunca.
No sé cuánto tiempo o hasta dónde corrí, pero finalmente tuve que pararme. Me zambullí detrás del tronco de un viejo alerce, sus ramas inclinadas a causa del peso de la nieve, y me senté en las sombras tratando de recobrar el aliento. Mis piernas no dejaban de temblar, aun después de que con mis enguantadas manos tratara de calmarlas apretando los muslos. Cuando los pulmones dejaron de dolerme, paseé la mirada alrededor del tronco y colina arriba.
Tres hombres venían en mi dirección, fusil en mano, andando a un ritmo deliberado. Ninguno de ellos llevaba uniforme alemán. El más cercano llevaba ropa de invierno de esquiador, y comprendí que se trataba del partisano que había visto chupando el anillo de boda del dedo de un muerto. Markov, lo llamaban los otros. Sentí por él un fuerte cariño en aquel momento, por su embotada cara roja, sus hundidos ojos que me habían parecido asesinos la noche anterior.
Tras él venía Kolya, y se me escapó la risa al verlo. Le había conocido un viernes por la noche y no me gustó hasta el lunes, y ahora, martes por la tarde, verlo vivo me hacía gritar de felicidad. Había perdido su gorro de astracán durante la lucha y su rubio cabello le colgaba sobre la frente hasta que se lo apartó. Se volvió para decir algo al hombre que tenía a su lado, sonriendo al hablar, y supe que estaba haciendo una broma muy divertida.
El hombre de su lado resultó ser Vika. A diferencia de Kolya, ella había conservado su gorro; lo llevaba calado hasta las cejas y, aun desde la distancia, pude ver sus lobunos ojos azules moviéndose inquietos bajo el borde de su gorro de piel de conejo. Lo que Kolya le dijo no la divirtió. No parecía siquiera estar escuchando. Se daba la vuelta cada pocos pasos para descubrir a sus posibles perseguidores.
Mi carrera no podía haber durado mucho (¿veinte minutos?, ¿diez?), pero el interior de la choza de trampero parecía ya un recuerdo robado a un extraño. El verdadero terror —la auténtica creencia de que tu vida va a terminar violentamente— lo borra todo excepto a uno mismo del cerebro. De modo que, incluso después de ver a Kolya y a Vika y a Markov, aunque aquellas tres caras me parecían las más hermosas de Rusia, yo no era capaz de gritar sus nombres o agitar la mano. La sombra bajo las combadas ramas del alerce era mi lugar seguro. Ningún daño me había ocurrido desde que llegara allí. Los alemanes no me habían encontrado. Nunca había visto el maxilar de nadie arrancado de su cara, dejando sólo unos desconcertados ojos flotando sobre los despojos del suelo de una carnicería. No era capaz de hacerle señas a Kolya, aunque en cuatro días se había convertido en mi mejor amigo.
Quizás cambié de posición o me estremecí… Debí de hacer algún ligero ruido, porque Vika se giró hacia mí, la culata de su fusil apoyada contra el hombro, la boca apuntando a mi cabeza. Ni siquiera entonces pude hablar lo bastante rápidamente para salvar mi vida. Podía haber gritado su nombre. Cualquier frase en ruso podría haber ayudado.
—Es tu amiguito —le dijo ella a Kolya—. Quizás esté herido.
Kolya corrió hasta llegar a mi lado, apartando las ramas del alerce, agarrándome por las solapas de la chaqueta y balanceando mi cuerpo a izquierda y derecha en busca de agujeros de balas.
—¿Estás herido?
Moví negativamente la cabeza.
—Vamos, entonces. —Me levantó hasta ponerme en pie—. Están detrás, no muy lejos.
—Es demasiado tarde —dijo Vika.
Ella y Markov se habían unido a nosotros en las enclaustradas sombras, e hizo un gesto con el cañón de su fusil hacia la cima de la colina.
Alemanes de blancos anoraks habían traspasado la cima, a menos de doscientos metros de distancia, los fusiles prestos, avanzando cautelosamente mientras escrutaban el terreno por posibles lugares de emboscada. Sólo unos pocos soldados al principio, abriéndose camino con mucho cuidado a través de la nieve; pero iban llegando cada vez más hombres que salvaban la cresta, hasta que la colina entera por encima de nosotros rebosó de hombres que querían matarnos.
Markov sacó unos gemelos de campaña del bolsillo de su mono de camuflaje. Observó a los exploradores avanzados que bajaban por la colina.
—Primera División Gebirgsjäger —susurró, ofreciendo los gemelos a Vika—. ¿Ves las insignias de edelweis?
Ella asintió, apartando los gemelos.
—Estamos jodidos.
Entre las filas de soldados uniformados marchaba un rebaño de prisioneros, las cabezas bajas. Hombres del Ejército Rojo, sus uniformes sucios, caminando con dificultad junto a unos aturdidos civiles, que llevaban lo que habían conseguido agarrar cuando los alemanes asaltaron sus pueblos. Algunos desgraciados marchaban en mangas de camisa, sin chaquetas ni guantes ni gorros. Andaban chapoteando en la nieve, sin levantar la mirada ni decir una palabra, directamente hacia donde estábamos nosotros.
—Parece que una compañía entera se dirige hacia aquí —dijo Markov, guardándose los gemelos y preparando su fusil—. Y tiene que pasarme ahora, cuando tengo los bolsillos llenos de oro.
Vika puso una mano sobre el brazo de Markov.
—¿Tanta prisa tienes en ser un mártir?
El hombre la observó fijamente, en tanto la mira de acero de su arma apuntaba ya al nazi más próximo.
—Disparar a la infantería —dijo ella—, eso no es nada. Nosotros vamos tras los Einsatz.
Él frunció el ceño y le apartó la mano como si ella fuera una mujer enajenada de la calle que hubiera venido a pedirle limosna.
—No tenemos elección. Todo lo que veo son soldados de montaña.
—Los del Einsatzgruppen A viajan con la Primera Gebirgsjäger, Ya lo sabes. Abendroth tiene que estar cerca.
Kolya y yo nos lanzamos una mirada. La noche anterior habíamos oído el nombre de Abendroth por primera vez; aquellas sílabas se habían grabado ya en nuestra mente como sinónimo de pavor. Yo no podía arrancarme la imagen de Zoya retorciéndose en el suelo junto a sus pies cortados. Al hombre en cuestión no lograba imaginármelo, las chicas no nos lo habían descrito, pero sí imaginaba sus manos —salpicadas de sangre, las uñas limadas e inmaculadas—, mientras descansaba la sierra en el suelo de madera de la granja.
—Se acabó —dijo Markov—. Basta de huir.
—Yo no he dicho nada de huir. Ellos han cogido más de cien prisioneros. Nos mezclamos con ellos …
—¿Has perdido la cabeza, so lela? ¿Crees que vas a poder salir ahí fuera con el fusil al aire y los Fritz te dejarán rendirte?
—No nos vamos a rendir.
Con su enguantada mano cogió una rama que colgaba baja, se izó y colocó su fusil en el hueco entre el tronco y la rama. Cuando hubo bajado otra vez al suelo, se quitó la nieve de los guantes e hizo un gesto a Markov para que ocultara su fusil también.
—Vamos a mezclarnos con los prisioneros y a esperar el momento adecuado. Ellos han registrado ya a esas ovejas en busca de posibles armas. Tú llevas una pistola en alguna parte, ¿no es verdad? Vamos, apresúrate. Líbrate del fusil.
—Podrían volver a registrarnos.
—No lo harán.
Los alemanes más próximos estaban a cien metros de distancia, las capuchas muy ajustadas contra sus gorros de campaña. Markov los miró, sus rosadas caras eran unos blancos fáciles para un experto tirador.
—Matarán a la mitad de los prisioneros al anochecer.
—Así que nosotros estaremos en la otra mitad.
Kolya sonrió y asintió, acogiendo con entusiasmo la idea. Era la especie de absurdo proyecto que él mismo podría haber concebido, y no me sorprendió que estuviera encantado con él.
—Vale la pena intentarlo —susurró—. Si vamos con el resto de ellos, todavía hay una posibilidad. Y si nos descubren, vale, tendremos nuestra tanda de disparos, entonces. Es un buen plan.
—Es un plan de mierda —dijo Markov—. ¿Cómo vamos a meternos entre ellos sin que nos vean?
—Aún te quedan algunas granadas, ¿verdad? —preguntó Vika.
Markov la miró fijamente. Parecía la clase de hombre que ha recibido muchos puñetazos en la cara, su nariz chata como la de un boxeador y la mitad de sus dientes desaparecidos de su mandíbula inferior. Finalmente, movió la cabeza en un gesto negativo, colgó su fusil de una rama rota y se asomó de la espesura para contemplar la columna que se aproximaba.
—Eres una auténtica canalla, ¿lo sabías?
—Quítate toda esa ropa blanca —replicó ella—. Pareces un soldado esquiador. Te descubrirán.
Markov se desabrochó rápidamente su mono, se sentó en la nieve y se quitó las botas. Bajo el mono blanco llevaba un chaleco de caza de lona acolchada, varias capas de suéteres de lana y unos pantalones de obrero manchados de pintura. Sacó una granada de palo de un morral de lona, desenvolvió una espoleta del tamaño un cigarrillo y la insertó en la cabeza de la granada.
—Tendremos que cronometrarlo bien —dijo.
Nos acurrucamos en torno del ancho tronco del alerce, agachados e inmóviles, reteniendo la respiración mientras los soldados alemanes pasaban a menos de veinte metros de distancia.
Nadie se había molestado en consultarme, lo cual era lógico, pues yo no había abierto la boca para ofrecer ninguna sugerencia. La verdad es que no había dicho una sola palabra desde que salí corriendo por la puerta de la cabaña de trampero, y ahora era demasiado tarde.
No me gustaba ninguna de las dos opciones. Un tiroteo final podía encajar bien con un endurecido guerrillero como Markov, pero yo no estaba preparado para una misión suicida. Fingir ser prisioneros parecía una curiosa equivocación… ¿Cuánto tiempo sobrevivían los prisioneros estos días? Si alguien me hubiera preguntado, yo habría propuesto otra huida, aunque no estaba seguro de poder correr mucho más, o tratar de subirnos al árbol y esperar mientras los alemanes pasaban por debajo de nosotros. Esconderse entre las ramas parecía una idea cada vez mejor, mientras la avanzadilla de la compañía Gebirgsjäger pasaba sin descubrirnos.
Cuando las primeras filas de prisioneros rusos pasaron por delante de nuestro árbol, Vika hizo un gesto de asentimiento a Markov. Éste, tras hacer una profunde inspiración, se dirigió al borde de la sombra del alerce y arrojó la granada todo lo lejos que pudo.
Desde mi posición ventajosa, no podía decir si alguno de los alemanes observó la granada volando por encima de las cabezas. No oí ningún grito de advertencia. La granada aterrizó con un ahogado zump en la nieve a treinta metros de distancia. Durante unos segundos estuve convencido de que se trataba de un proyectil defectuoso, hasta que estalló con la fuerza suficiente para que la nieve cayera sobre nosotros desde las sacudidas ramas del alerce.
Todos los que marchaban con la compañía, soldados de montaña y prisioneros, se agacharon en un pánico momentáneo, mirando hacia la izquierda donde un gran géiser de nieve había estallado en el aire. Salimos de la sombra del árbol y anduvimos invisibles hacia la harapienta muchedumbre de rusos, mientras los oficiales alemanes empezaban a gritar órdenes, atisbando en los lejanos bosques con sus gemelos de campaña, buscando francotiradores en los árboles. Estábamos muy cerca de nuestros compatriotas cautivos: quince metros de distancia, catorce, trece, caminando tranquilamente, resistiendo el impulso de correr el último trecho corto. A los alemanes les pareció que veían movimiento en los lejanos matorrales; hubo un clamor de gritos y órdenes, dedos que apuntaban, soldados cayendo de bruces al suelo, preparados para disparar desde la posición decúbito prono.
Para cuando comprendieron que no había enemigos a la izquierda, nosotros nos habíamos infiltrado por la derecha. Algunos prisioneros vieron cómo nos uníamos a ellos. No mostraron ningún signo de camaradería o de bienvenida. No parecían sorprendidos de que cuatro recién llegados se hubieran incorporado a sus filas; los cautivos, soldados y civiles, estaban tan derrotados que probablemente pensaran que era natural que unos rusos emergieran de los bosques y secretamente se rindieran al enemigo.
Todos los prisioneros eran varones, desde niños a los que les faltaban dientes y con los mocos congelados colgándoles del labio superior, hasta viejos de encorvadas espaldas y blancas barbas incipientes que brotaban de sus mandíbulas. Vika se había encajado aún más su gorro de piel de conejo; en su informe mono de trabajo, parecía bastante un adolescente al que nadie echaría una segunda mirada.
Al menos dos de los hombres del Ejército Rojo no llevaban botas, sólo sus rotos calcetines de lana para mantener calientes los pies. Los alemanes consideraban un par de botas de cuero, forradas de piel, de fabricación soviética, un preciado trofeo, mucho más cálido y duradero que su propio calzado. Los calcetines de lana de los soldados debían de estar empapados ya con la nieve fundida. Cuando la temperatura cayera y los calcetines se congelaran, los dos hombres tendrían que caminar con bloques de hielo en sus pies. Me pregunté cuánto tiempo más podrían seguir, cuántos kilómetros, el embotamiento extendiéndose desde los dedos de los pies a las pantorrillas y luego a las rodillas. Sus ojos tenían una expresión tan apagada como los ojos de los caballos de tiro que arrastraban trineos a través de las calles de Piter antes de que la comida escaseara y los caballos fueran sacrificados por su carne.
Los alemanes parloteaban en su lengua. Ninguno de ellos parecía mal herido por la fragmentación, aunque un joven soldado con un delgado tajo en las mejillas se había quitado el guante para poder detener la sangre con el pulgar y mostrarlo a sus camaradas, encantado de su primera herida de guerra.
—Creen que se trata de una mina —susurró Kolya. Entrecerró los ojos mientras escuchaba las órdenes del oficial—. Deben de ser tiroleses. Los acentos son una jodienda. Sí, están diciendo que fue una mina terrestre.
Las órdenes de los oficiales circularon hasta llegar a los soldados, que se dieron la vuelta hacia los dóciles prisioneros que aguardaban, e indicaron con sus fusiles que la marcha continuara.
—¡Espera! —gritó uno de los rusos, un civil de gruesos labios de unos cuarenta años que llevaba un gorro acolchado, las orejeras atadas bajo la barbilla—. ¡Este hombre es un partisano!
Y señaló a Markov. Todo el mundo en la ladera de la colina se había quedado en silencio.
—Vino a mi casa hará un mes, me robó todas las patatas, hasta la última migaja de comida que teníamos. ¡Dijo que la necesitaba para la guerra! ¿Oís? ¡Es un partisano! ¡Ha matado a muchos alemanes!
Markov miró fijamente al civil, su cabeza inclinada a un lado como un perro de pelea.
—Cierra la boca —dijo, manteniendo baja la voz, su rostro brillante por la ira.
—¡Tú ya no me vas a decir más lo que debo hacer! ¡No me dirás lo que tengo que hacer!
Un Leutnant llegó a grandes zancadas, seguido de tres soldados, abriéndose paso a través de la multitud de prisioneros que habían rodeado ahora a Markov y a su acusador.
—¿Qué pasa aquí? —bramó.
Era evidentemente el traductor de la compañía, y hablaba ruso con acento ucraniano. Parecía un hombre gordo que recientemente hubiera perdido su gordura, las anchas mejillas caídas, la piel colgando floja sobre los huesos de su rostro.
El acusador estaba allí de pie apuntando con el dedo, como un chico demasiado crecido para su edad con sus orejeras y sus temblorosos labios, dirigiéndose al Leutnant, pero sin apartar nunca la mirada de Markov.
—¡Es un asesino, este hombre! ¡Ha matado a tu gente!
Kolya abrió la boca para hablar en defensa de Markov, pero Vika le clavó el codo en la barriga con fuerza, Y Kolya guardó silencio. Pude ver cómo su mano se metía en el bolsillo de la guerrera, preparando la Tokarev por si era necesaria.
Markov movió negativamente la cabeza, con una extraña, fea, sonrisa que le partía los labios.
—Me cago en tu madre.
—¡No pareces tan valiente ahora! ¡No miras con tanta dureza! Claro, eres un hombre duro cuando robas patatas a la gente corriente. ¿Pero, ahora, qué eres tú? ¿Qué eres?
Markov gruñó y extrajo una pequeña pistola del bolsillo de su chaleco de caza. Fornido como era, la sacó con la rapidez de un pistolero americano, levantando la boca del arma mientras su acusador se tambaleaba hacia atrás y los prisioneros reunidos alrededor se apartaban apresuradamente de la trayectoria.
Pero los alemanes fueron incluso más rápidos. Antes de que Markov pudiera apretar el gatillo, una ráfaga de fuego automático de los MP40 produjo un enjambre de agujeritos a través de la parte delantera del chaleco. Markov se tambaleó, frunciendo el ceño como si hubiera olvidado un nombre importante, y se derrumbó hacia atrás, aterrizando en la blanda nieve mientras flotaban volutas de plumón procedentes del perforado acolchado de su chaleco.
El acusador se quedó mirando fijamente el cuerpo de Markov. Debía de saber a qué conduciría su denuncia, pero ahora que la acción estaba hecha parecía aturdido por el resultado. El Leutnant lo contempló brevemente, tratando de decidir si recompensar o castigar al hombre. Finalmente se quedó con la pistola de Markov como recuerdo y se marchó, dejando todo el lío a sus espaldas. Sus jóvenes soldados lo siguieron, tras echar una mirada al cuerpo de Markov, preguntándose, quizás, cuál de ellos había disparado el tiro que realmente lo mató.
Pronto la compañía estaba marchando de nuevo. Un cambio se había producido, sin embargo. Seis rusos caminaban ahora por delante, a unos diez metros del primer alemán, sirviendo de dragaminas humanos. Cada paso constituía una angustiosa experiencia para ellos, esperando la activación del mecanismo de disparo o el muelle que saltara. Debía de ser tentador echar a correr, pero no habrían conseguido dar ni tres pasos antes de que los soldados los abatieran.
Nadie caminaba cerca del acusador de Markov. Era un hombre infectado, un portador de la peste. Hablaba suavemente consigo mismo, una larga e inaudible discusión, sus ojos mirando rápidamente a izquierda y derecha mientras esperaba la posible represalia.
Yo me encontraba a una docena de hombres por detrás de él, caminando penosamente por la sucia nieve entre Vika y Kolya. Si alguno de los prisioneros hablaba en voz lo suficientemente alta para que los alemanes lo oyeran, uno de los soldados espetaba: «Halts maul!». Nadie necesitaba un traductor para comprender el significado, y el ruso en cuestión cerraba rápidamente la boca, bajaba la cabeza y caminaba un poco más deprisa. Sin embargo, era posible sostener una conversación, si mantenías muy baja la voz y no perdías de vista a los guardias.
—Lamento lo de tu amigo —le murmuré a Vika.
Ella siguió caminando sin responder ni dar señales de que me hubiera oído. Pensé que debía de haberla ofendido.
—Parecía un buen hombre —añadí.
Ambas frases eran totalmente banales, el tipo de vagos sentimientos que uno podría expresar en un funeral de un pariente lejano que realmente no fuera de su agrado. No podía censurarla por ignorarme.
—No lo era —dijo ella finalmente—. Pero, a pesar de todo, me gustaba.
—Ese traidor debería estar colgado de un árbol —susurró Kolya, bajando la cabeza de manera que su voz no llegara a oírse. Fijó su mirada en busca del traidor—. Podría romperle el cuello con las manos. Y sé cómo hacerlo.
—Déjalo en paz —dijo Vika—. Ese tipo no tiene importancia.
—La tuvo para Markov —dije yo.
Vika me miró y sonrió. No era la fría sonrisa carnívora que yo había visto antes. Parecía sorprendida por mi comportamiento, como si acabara de oír a un mongoloide silbar Para Elisa sin fallar una nota.
—Sí, la tuvo para Markov. Eres extraño.
—¿Por qué?
—Es un diablillo retorcido —dijo Kolya, soltándome un afectuoso puñetazo en los riñones—. Pero juega bastante bien al ajedrez.
—¿Por qué soy extraño?
—Markov no era importante —dijo ella—. Yo no soy importante. Tú no eres importante. Ganar la guerra es lo único importante.
—No —dije yo—. No estoy de acuerdo. Markov era importante. Como lo soy yo y lo eres tú. Por eso tenemos que ganar.
Kolya levantó las cejas, impresionado de que yo estuviera enfrentándome a la pequeña fanática.
—Yo soy especialmente importante —anunció—. Estoy escribiendo la gran novela del siglo XX.
—Vosotros dos estáis medio enamorados —dijo ella—. ¿Sabíais eso?
La lúgubre procesión de hombres agotados se había atascado delante de nosotros, el tráfico peatonal detenido, prisioneros confusos tratando de imaginarse por qué habíamos dejado de movernos. Uno de los soldados rusos que no llevaban botas había dejado de caminar. Otros hombres de su capturada unidad le instaban a que se moviera, suplicando y lanzando maldiciones. Él movía negativamente la cabeza, sin decir una palabra, sus pies anclados en la nieve. Un amigo trató de empujarlo hacia delante, pero era inútil. Había elegido su lugar. Cuando los soldados llegaron apresuradamente, agitando sus subfusiles y gritando en su lengua, los hombres del Ejército Rojo se apartaron de mala gana de su condenado camarada. Éste sonrió a los alemanes y levantó una mano en un burlón saludo nazi. Yo aparté la mirada justo a tiempo.