3
Una hora después del alba dos nuevos guardias abrieron la puerta de la celda, nos hicieron levantar y nos pusieron esposas en las muñecas. Ignoraron mis preguntas pero parecieron divertirse cuando Kolya pidió una taza de té y una tortilla. Las bromas debían de ser raras en Las Cruces, porque lo cierto es que no era un chiste tan bueno, pero los guardias se rieron mientras nos señalaban el pasillo. En algún lugar alguien estaba gimiendo, un gemido bajo e interminable, como la sirena de un barco oída desde gran distancia.
Yo no sabía si nos dirigíamos al patíbulo o a una cámara de interrogatorios. Había pasado la noche entera sin dormir. Salvo por un trago del frasco del alemán, no había probado una gota de líquido desde el tejado del Kirov; un chichón del tamaño de la manita de un niño se había hecho allí donde mi frente había golpeado contra el techo —era una mala mañana, realmente; de las peores—, pero yo quería vivir. Quería vivir y sabía que no podría enfrentarme a mi ejecución con gracia. Me arrodillaría ante el verdugo o el pelotón de ejecución y suplicaría por mi juventud, hablaría de las muchas horas de servicio en el tejado aguardando las bombas, de todas las barricadas que había ayudado a construir, de las zanjas que había cavado. Todos nosotros lo habíamos hecho, todos estábamos sirviendo a la causa, pero yo era uno de los verdaderos hijos de Piter y no merecía morir. ¿Qué daño había hecho? Bebernos un coñac alemán… ¿Por esto queréis acabar conmigo? ¿Queréis atarme una áspera cuerda de cáñamo en torno de mi esquelético cuello y acallar mi cerebro para siempre porque robé un cuchillo? Yo no creo que haya grandeza en mí, pero hay algo mejor que eso.
Los guardias nos condujeron a unas escaleras de piedra, de escalones gastados por centenares de miles de talones de botas. Un viejo con una gruesa bufanda gris que le daba dos vueltas al cuello se encontraba sentado al otro lado de los barrotes de hierro que bloqueaban el fondo de la escalera. Nos brindó una pegajosa sonrisa y abrió la cerradura de la verja. Un momento más tarde cruzamos una pesada puerta de madera, saliendo a la luz del sol, emergiendo de Las Cruces intactos y vivos.
Kolya, nada impresionado por nuestro aparente indulto, recogió un poco de nieve limpia con la palma de sus esposadas manos y la chupó. La audacia de esa maniobra me hizo sentir envidia, como también la idea de agua fría en mi lengua. Pero yo no quería hacer nada que irritara a los guardias. Nuestra salida de Las Cruces parecía un extraño error, y yo tenía miedo de que me metieran otra vez dentro si hacía algo equivocado.
Los guardias nos escoltaron hasta un GAZ que aguardaba, con su gran motor zumbando, sus exhaustos tubos de escape vomitando sucio vapor y dos soldados sentados en el asiento delantero, sin mostrar la menor curiosidad, con sus gorros forrados de piel profundamente calados en la frente.
Kolya se dejó caer en el asiento trasero sin esperar una orden.
—¡Caballeros, a la ópera!
Los guardias, sus reglas atemperadas por años de trabajar en Las Cruces, le brindaron a Kolya otra risotada. Los soldados, no. Uno de ellos se dio la vuelta e inspeccionó a Kolya.
—Una palabra más y te rompo el maldito brazo. Si fuera por mí, habrías recibido ya una bala en la cabeza. Jodido desertor. Tú —y esto iba dirigido a mí—, sube.
La boca de Kolya estaba ya abierta y yo comprendí que la violencia se encontraba en marcha. El soldado no parecía un fanfarrón, y Kolya, evidentemente, era incapaz de hacer caso de una simple amenaza.
—No soy un desertor —dijo. Con sus esposadas manos, consiguió arremangar la manga izquierda de su chaqueta, la manga de su suéter del ejército, y las mangas de las dos camisetas que llevaba debajo de éste, y ofreció su brazo al soldado del asiento delantero—. Si quieres romperme el brazo, rómpemelo, pero no soy ningún desertor.
Durante un largo rato, nadie habló… Kolya miraba fijamente al soldado. Éste le devolvía la mirada, y todos los demás observábamos y esperábamos, impresionados por aquel enfrentamiento de personalidades, sintiendo curiosidad por ver quién ganaría. Finalmente, el soldado ocultó la derrota apartando la mirada de Kolya y ladrándome a mí:
—Sube al coche, mierdecilla.
Los guardias sonrieron. Éste era el entretenimiento de su mañana. No tenían prevista ninguna tortura, nada de dientes o uñas que arrancar a un pobre prisionero lanzando alaridos de dolor en su lecho, de manera que se divirtieron observándome a mí, el mierdecilla, deslizándome en el asiento trasero al lado de Kolya.
El soldado conducía muy deprisa, sin importarle en absoluto las resbaladizas superficies de hielo de la carretera. Íbamos a gran velocidad a lo largo de las orillas del helado Neva. Yo llevaba el cuello alzado, por lo que podía proteger mi rostro del viento que penetraba por debajo del techo de lona. Kolya no parecía preocupado por el frío. Miraba fijamente la aguja de la Iglesia de Juan el Bautista, al otro lado del río, sin decir nada.
Torcimos para cruzar el puente Kamennoostrovsky, el viejo acero de sus arcos cubierto de escarcha, las farolas adornadas con carámbanos, a guisa de barbas. Llegamos a la Isla Kamenny, reduciendo sólo un poco la velocidad para rodear un cráter de bomba que había destrozado el centro de la calle, y seguimos por un largo sendero bordeado de los tocones de tilos, aparcando finalmente delante de una magnífica mansión de madera con un pórtico de blancas columnas. Kolya estudió la casa.
—Aquí vivían los Dolgorukov —dijo, cuando bajamos del coche—. Supongo que ninguno de vosotros habéis oído hablar de los Dolgorukov.
—Un puñado de aristócratas a los que les partieron el cuello —dijo uno de los soldados, haciendo un gesto con el cañón del fusil para que nos dirigiéramos a la puerta de la casa.
—Algunos de ellos —admitió Kolya—. Y algunos de ellos durmieron con emperadores.
A la luz del día, Kolya daba la impresión de acabar de salir de uno de los carteles de propaganda pegados a las paredes por toda la ciudad; los rasgos de su rostro eran heroicos: la fuerte mandíbula, la recta nariz, el cabello de un rubio sucio que le caía por la frente. Era un desertor de elegante aspecto.
Los soldados nos escoltaron hasta el porche, donde habían apilado sacos de arena con una altura de un metro veinte para formar un nido de ametralladoras. Dos soldados se encontraban cerca de su arma, pasándose un cigarrillo entre ellos. Kolya husmeó el aire y miró con expresión de anhelo la colilla liada a mano.
—Tabaco auténtico —dijo, antes de que nuestros guías armados empujaran la puerta de la casa y nos introdujeran en su interior.
Yo no había estado dentro de una mansión en toda mi vida; sólo había leído sobre ellas en las novelas: los bailes en los suelos de parquet, los sirvientes repartiendo sopa de soperas de plata, el severo patriarca en su estudio lleno de libros advirtiendo a su llorosa hija que se mantuviera alejada del muchacho de origen humilde. Pero, en tanto que el viejo hogar Dolgorukov seguía pareciendo magnífico visto desde el exterior, la revolución había llegado a su interior. El suelo de mármol aparecía hollado por un millar de botas embarradas, su suciedad intacta desde hacía meses. El papel de la pared manchado de humo se había despegado y se rizaba desde la base. No había sobrevivido ninguno de los muebles originales, como tampoco las pinturas al óleo y los jarrones chinos que debían de haber adornado las paredes y descansado sobre estanterías de teca.
Docenas de agentes uniformados iban apresuradamente de una habitación a la siguiente, abriéndose paso por una escalera doble a la que le faltaba su balaustrada y todas sus barandillas, probablemente arrancadas semanas atrás para servir de leña para el fuego. Los uniformes no eran del Ejército Rojo. Kolya observó que yo estaba mirando fijamente.
—NKVD. Quizás piensan que somos espías.
No hacía falta que Kolya me dijera que los hombres eran de la NKVD. Desde que era pequeño, había sabido qué aspecto tenían sus uniformes, con sus gorras de visera azul y marrón y sus Tokarevs en la funda. Había aprendido a sentir miedo de sus Packards detenidos frente a las puertas del Kirov, los Cuervos Negros, esperando llevarse a algún desgraciado ciudadano lejos de su hogar. La NKVD había arrestado al menos a quince hombres del edificio desde que yo vivía allí. Algunas veces esos hombres regresaban al cabo de unas semanas, la cabeza afeitada y el rostro pálido y sin vida, evitando mis ojos en la escalera mientras subían cojeando a su apartamento. Aquellos hombres destrozados que llegaban a casa debían de haber sido conscientes de lo raros y afortunados que eran, pero no parecían sentir mucha alegría de su supervivencia. Sabían también lo que le había pasado a mi padre, y no se sentían capaces de mirarme a los ojos.
Los soldados siguieron empujándonos hacia delante hasta que entramos en un solario en la parte trasera de la casa, con unas altas cristaleras que ofrecían una hermosa vista del Neva y de los sombríos, impasibles, edificios de apartamentos del barrio de Vyborg, al otro lado del río. Un hombre mayor estaba sentado solo a una sencilla mesa de madera instalada en medio del solario. Tenía un auricular de teléfono sujeto entre la cara y el hombro de manera que podía garabatear con una pluma sobre un bloque de papel mientras escuchaba.
Nos miró mientras aguardábamos en la entrada. Parecía un exboxeador, con su gruesa nariz torcida y aplastada. Las sombras bajo sus hundidos ojos eran profundas, como las arrugas que cruzaban su frente. Llevaba su cabello gris rapado casi hasta el cuero cabelludo. Podría haber tenido unos cincuenta años, pero daba la impresión de que era capaz de levantarse de la silla y apalearnos a todos sin arrugarse el uniforme. Tres estrellas de metal brillaban en las puntas del cuello de su guerrera. Yo no sabía exactamente qué significaban tres estrellas, pero eran tres estrellas más que las que llevaba cualquier otra persona en la mansión.
Arrojó su taco de papel sobre la mesa, y pude ver que no había estado tomando notas, como pensé, sino simplemente dibujando equis una y otra vez, hasta que la hoja entera estaba cubierta de ellas. Por alguna razón, eso me asustó más que su uniforme o su cara de matón. Un hombre que dibujara imágenes de tetas o perros parecía un hombre al que podía comprender. ¿Pero, y un hombre que no dibujaba más que equis?
Mientras nos observaba a Kolya y a mí supe que nos estaba juzgando, condenándonos por nuestros crímenes y sentenciándonos a muerte, todo mientras escuchaba una voz que viajaba por el alambre.
—Bien —dijo finalmente—. Quiero que esté hecho al mediodía. Sin excepciones.
Colgó el teléfono y nos sonrió, y la sonrisa era tan incongruente en su rostro como el hombre y su sencilla mesa de madera lo eran en el espléndido solario de aquella vieja y noble casa. El coronel (porque supuse que aquél era el coronel del que los soldados habían hablado la noche anterior) tenía una bonita sonrisa, sus dientes sorprendentemente blancos, su brutal rostro cambiando instantáneamente de la amenaza a la bienvenida.
—¡El desertor y el saqueador! No necesitamos las esposas. No creo que estos chicos causen ningún problema.
Hizo un gesto a los soldados, que de mala gana sacaron sus llaves y nos quitaron las esposas.
—No soy un desertor —dijo Kolya.
—¿No? Marchaos —ordenó a los soldados, sin preocuparse de mirarlos.
Ellos obedecieron, dejándonos solos con el coronel. Se puso en pie y caminó hacia nosotros, la pistola de su funda golpeando contra su cadera. Kolya permanecía muy recto, en posición de firmes para la inspección del oficial, y yo, sin saber qué hacer, seguí su ejemplo. El coronel siguió avanzando hasta que su apaleada cara casi tocó la de Kolya.
—No eres un desertor, y sin embargo tu unidad informó de que desapareciste y fuiste capturado a cuarenta kilómetros de donde debías estar.
—Bueno, hay una simple explicación…
—Y tú —continuó, volviéndose hacia mí—. Un paracaidista alemán cae en tu bloque y no lo notificas a las autoridades. Decides enriquecerte a costa de la ciudad. ¿Hay una explicación sencilla para eso, también?
Yo necesitaba agua. Mi boca estaba tan seca que la sentía como escamosa, como la piel de un lagarto, y había empezado a ver brillantes chispitas de luz nadando en la periferia de mi visión.
—¿Bien?
—Lo siento —dije.
—¿Lo sientes? —Me miró un momento y soltó una risotada—. Ah, bueno, lo sientes; de acuerdo entonces, todo está bien. Mientras lo sientas, eso es lo importante. Escucha, muchacho. ¿Sabes a cuántas personas he ejecutado? Y no me refiero a las que he ordenado ejecutar, sino a las que he matado yo mismo, con esta Tokarev… —Se golpeó la funda de la pistola—. ¿Quieres hacer una suposición? ¿No? Bien, porque no lo sé; he perdido la cuenta. Y soy la clase de hombre al que le gusta saber. Llevo la cuenta de las cosas: sé exactamente a cuántas mujeres he jodido, y son bastantes, créeme. Tú eres un chico guapo —se dirigía esta vez a Kolya— pero, créeme, no podrás igualarme, aunque llegues a los cien años, y dudo que lo hagas.
Miré fijamente a Kolya, esperando que dijera alguna cosa estúpida, e hiciera que nos mataran a los dos. Pero Kolya, por una vez, no tenía nada que decir.
—«Lo siento» es lo que uno le dice al maestro de escuela cuando rompe un trozo de yeso —continuó el coronel—. Lo de lo siento no funciona para saqueadores y desertores.
—Pensamos que podía llevar un poco de comida en sus bolsillos.
El coronel me miró fijamente durante un largo momento.
—¿Y era así?
—Sólo un poco de coñac. O brandy… Schnapps, quizás.
—Fusilamos a una docena de personas cada día por falsificar tarjetas de racionamiento. ¿Sabes lo que nos dicen, antes de que les metamos una bala en el cerebro? Que tenían hambre. ¡Por supuesto que tenían hambre! Todo el mundo tiene hambre. Eso no nos impide fusilar a los ladrones.
—Yo no estaba robando a rusos…
—Robaste propiedad del Estado. ¿Quitaste algo del cuerpo?
Dudé en responder, tardando todo lo que pude.
—Un cuchillo.
—Ah. El honrado ladrón.
Me arrodillé, desaté la funda de mi tobillo y se la tendí al coronel. Éste se quedó mirando fijamente el cuero alemán.
—¿Tuviste esto contigo toda la noche? ¿Nadie te registró? —Exhaló la respiración, acompañada de una suave maldición, cansado de la incompetencia—. No es extraño que estemos perdiendo la guerra. —Sacó la hoja y estudió la inscripción—. «SANGRE Y HONOR». Ja. Que Dios dé a esos hijos de puta por el culo. ¿Sabes cómo se usa?
—¿Qué?
—El cuchillo. Cortando —dijo, haciendo justamente eso en el aire con la hoja de acero—. Es mejor que clavar. Más difícil de parar. Vas contra la garganta, y si eso no funciona, a los ojos o la barriga. El muslo es buena cosa, también, hay grandes venas en los muslos. —Todas estas instrucciones iban acompañadas de vigorosas demostraciones—. Y nunca pares —dijo, bailando más cerca, el acero centelleando—. Nunca aflojes; mantén siempre el cuchillo en movimiento, mantenlo a la defensiva. —Enfundó el cuchillo y me lo arrojó—. Guárdalo. Lo necesitarás.
Miré fijamente a Kolya, que se encogió de hombros. Todo esto era demasiado extraño para comprenderlo, de modo que no tenía sentido esforzar la mente, tratando de averiguar dónde nos encontrábamos. Volví a ponerme de rodillas y me até nuevamente el cuchillo al tobillo.
El coronel se había acercado a las cristaleras, donde contempló cómo la nieve del día anterior soplaba a través del helado Neva.
—Tu padre era el poeta.
—Sí —admití, permaneciendo muy recto y mirando al cogote del coronel.
Nadie aparte de mi familia había mencionado a mi padre desde hacía cuatro años. Quiero decir literalmente. Ni una palabra.
—Sabía escribir. Lo que le pasó fue… desgraciado.
¿Qué podía decir a esto? Me miré las botas, y supe que Kolya me estaba mirando de reojo, tratando de averiguar qué desgraciado poeta me había engendrado.
—Ninguno de vosotros ha comido hoy —dijo el coronel, sin hacer de ello una pregunta—. Té negro y tostadas. ¿Qué tal suena eso? Quizás podamos encontrar un poco de sopa de pescado en alguna parte. ¡Borya!
Un ordenanza entró en el solario, con un lápiz metido detrás de la oreja.
—Consigue algo de desayuno para estos chicos.
Borya asintió y desapareció tan rápidamente como había aparecido.
Sopa de pescado. Yo no había comido sopa de pescado desde el verano. Sólo la idea era salvaje y exótica, como una muchacha desnuda en una isla del Pacífico.
—Venid por aquí —dijo el coronel.
Abrió una de las cristaleras y salió al frío. Kolya y yo lo seguimos a lo largo de un sendero de grava que conducía, a través de un jardín helado por la escarcha, hasta las orillas del río.
Una muchacha con una chaqueta de piel de zorro patinaba sobre el Neva. En un invierno corriente, podía verse a centenares de muchachas patinando una tarde de fin de semana, pero éste no era un invierno corriente. El hielo era sólido y lo había sido durante semanas, pero ¿quién tenía la fuerza para dibujar ochos? De pie en el helado barro del borde del río, Kolya y yo la contemplábamos del mismo modo que uno mira a un mono que monta una bicicleta de una sola rueda por la calle. Era extrañamente adorable, su oscuro cabello partido por la mitad y recogido en un holgado moño, sus mejillas azotadas por el viento enrojecidas y llenas y saludables. Tardé unos segundos en darme cuenta de por qué tenía un aspecto tan extraño, y entonces se hizo evidente… Incluso desde lejos uno podía decir que la muchacha estaba bien alimentada. No había nada cansado y desesperado en su rostro. Tenía la gracia desenfadada de una atleta; sus piruetas eran controladas y rápidas; nunca perdía el aliento. Sus muslos debían de ser magníficos —largos, pálidos y fuertes— y pude sentir que mi pene se endurecía por primera vez en varios días.
—Va a casarse el próximo viernes —dijo el coronel—. Se casa con un trozo de carne, diría yo, pero está bien. Es un hombre del Partido, puede permitírsela.
—¿Es su hija? —preguntó Kolya.
El coronel sonrió, sus blancos dientes partiendo su cara de matón.
—¿No crees que se parece a mí? No, no, tuvo suerte. Heredó la cara de su madre y el temperamento de su padre… Gracias e éste conquistará el mundo.
Sólo entonces me di cuenta de que los dientes del coronel eran postizos, un puente que parecía abarcar toda la fila superior. Y supe, de repente, pero con seguridad, que aquel hombre había sido torturado. Lo habían traído durante alguna que otra purga; lo llamaron trotskista o Blanco o simpatizante fascista, le arrancaron los dientes de la boca y le golpearon hasta que sus ojos sangraron, hasta que meó sangre y cagó sangre, hasta que llegó la orden de la oficina apropiada de Moscú: «Hemos rehabilitado a este hombre, dejadlo ir ahora, vuelve a ser uno de los nuestros».
Podía imaginarlo porque lo había imaginado a menudo, cuando me preguntaba a mí mismo sobre los últimos días de mi padre. Había tenido la desgracia de ser judío y poeta y medianamente famoso, amigo antaño de Mayakovsky y Mandelstam, amargos enemigos de Obranovich y los demás que él consideraba lenguas de la burocracia, los lanzadores de verso revolucionario que etiquetaron a mi padre de agitador y parásito porque escribía sobre los bajos fondos de Leningrado, aunque —oficialmente— no había bajos fondos en Leningrado. Más que esto, tuvo la temeridad de titular su libro, Piter, el apodo de la ciudad, el nombre que usaban los nativos, pero que estaba prohibido en todo texto soviético porque «San Petersburgo» fue una arrogancia del zar, bautizada por el santo patrón del viejo tirano.
Una tarde de verano de 1937 se llevaron a mi padre de las oficinas de la revista literaria donde trabajaba. Nunca lo devolvieron. La llamada de la oficina de Moscú nunca llegó para él; la rehabilitación no era una opción. Un oficial de inteligencia podía tener valor futuro para el Estado, pero un poeta decadente, no. Quizás había muerto en Las Cruces o en Siberia o en algún lugar entremedio, nunca lo supimos. Si estaba enterrado allí, no hay ninguna marca; si fue quemado, no hay ninguna urna.
Durante mucho tiempo estuve furioso con mi padre por escribir palabras tan peligrosas. Parecía estúpido que un libro fuera más importante que andar por ahí y pegarme en el cogote cuando me hurgaba la nariz. Pero más tarde decidí que él no había elegido insultar al Partido, al menos conscientemente, de la forma como Mandelstam lo había hecho (Mandelstam, con su loca valentía, escribiendo que Stalin tenía unos dedos gordos como babosas y un bigote como dos cucarachas). Mi padre no sabía que Piter era peligroso hasta que se escribieron las revisiones oficiales. Pensaba que estaba escribiendo un libro que leerían quinientas personas, y quizás tenía razón, pero al menos una de esas quinientas personas lo denunció, y eso fue todo.
El coronel había sobrevivido, sin embargo, y, mirándolo, me pregunté si no encontraba extraño, después de haber estado tan cerca de las mandíbulas del tiburón y de alguna manera luchado por encontrar su camino a la playa, que él, que había esperado la misericordia de otro, pudiera ahora decidir por sí mismo si concederla o no. No parecía turbado en aquel momento. Contemplaba cómo su hija patinaba y palmeó con sus destrozadas y nudosas manos cuando la muchacha efectuó un giro.
—De manera que la boda es el viernes. Aun ahora, incluso en medio de todo esto —dijo el coronel, haciendo un gesto con sus manos para abarcar Leningrado, el hambre, la guerra—, ella quiere una boda auténtica, una boda apropiada. Eso es bueno, la vida debe continuar; estamos peleando contra bárbaros, pero debemos seguir siendo humanos, rusos. De manera que habrá música, bailes…, un pastel.
Nos miró a cada uno por turno como si hubiera algo importante en la palabra pastel y necesitara que los dos comprendiéramos.
—Ésa es la tradición, dice mi mujer, necesitamos un pastel. Significa una mala suerte terrible, una boda sin pastel. Bueno, yo he estado luchando toda mi vida contra estas supersticiones campesinas, los curas las empleaban para mantener estúpidas y amedrentadas a las personas, pero mi mujer… Ella quiere el pastel. Durante meses ha estado acumulando su azúcar, su miel, su harina, todo lo demás.
Reflexioné sobre todo esto, los saquitos de azúcar, las jarras de miel, la harina que debía de haber sido auténtica harina, no un mohoso resto salvado de una barcaza torpedeada. La mitad del Kirov podía probablemente sobrevivir un par de semanas sólo con la masa que usaría.
—Tiene todo lo que necesita, todo excepto los huevos. —De nuevo, aquella mirada portentosa—. Los huevos —prosiguió el coronel— son difíciles de encontrar.
Durante varios segundos todos permanecimos en silencio, observando las evoluciones de la hija del coronel.
—La flota podría tener algunos —dijo Kolya.
—No, no tienen.
—Tienen carne en lata. Yo cambié un mazo de naipes por algunas latas de carne a uno de los marineros…
—No tienen huevos.
No me parece que yo sea estúpido, pero me estaba llevando mucho tiempo comprender lo que el coronel nos pedía, y mucho más tiempo encontrar el valor necesario para preguntarle.
—¿Quiere usted que le encontremos huevos?
—Una docena —dijo rápidamente—. Sólo necesita diez, pero supongo que podría romperse alguno, o un par de ellos estar podridos. —Vio nuestra confusión y esbozó su maravillosa sonrisa, agarrándonos por los hombros con la fuerza suficiente para hacerme poner más recto—. Mis hombres dicen que no hay huevos en Leningrado, pero yo creo que hay de todo en Leningrado, incluso ahora, y sólo necesito los tipos adecuados para hallarlo. Un par de ladrones.
—No somos ladrones —dijo Kolya, muy recto, mirando al coronel a los ojos.
Yo hubiera querido darle un puñetazo. Deberíamos estar muertos y congelados, amontonados en una almádena con el resto de los cadáveres del día. Teníamos nuestro indulto. Nuestras vidas habían regresado a cambio de una simple tarea. Una extraña tarea, quizás, pero bastante sencilla. Y ahora él se disponía a arruinarlo todo. Estaba pidiendo su bala, lo cual era malo, pero estaba pidiendo mi bala, también, lo cual era mucho peor.
—¿No sois ladrones? Abandonasteis vuestra unidad… No, no, calla, no digas nada. Abandonasteis vuestra unidad, y en el momento en que hicisteis eso, perdisteis vuestros derechos como soldados del Ejército Rojo… Vuestros derechos a llevar el fusil, a llevar ese uniforme, esas botas. Tú eres un ladrón. Y tú, narizotas, tú saqueaste un cadáver. Era un cadáver alemán, de manera que no me ofende personalmente, pero saquear es robar. Juguemos limpio. Los dos sois ladrones. Ladrones malos. Es cierto, ladrones incompetentes, absolutamente, pero tenéis suerte. Los ladrones buenos no han sido capturados.
Se dio la vuelta y anduvo hacia la casa. Kolya y yo nos retrasamos, observando a la hija del coronel, su piel de zorro centelleando bajo el sol. A estas alturas debía de habernos visto, pero no había reconocido nuestra presencia, no había mirado una sola vez en nuestra dirección. Éramos dos de los lacayos de su padre, y por lo tanto absolutamente aburridos. La estuvimos observando todo el tiempo que pudimos, tratando de grabar su imagen en nuestro cerebro para uso futuro, hasta que el coronel nos soltó un ladrido y corrimos tras él.
—¿Tenéis vuestras tarjetas de racionamiento? —preguntó, dando largas zancadas, terminada su tregua, preparado otra vez para el trabajo del largo día—. Entregádmelas.
Yo guardaba la mía cosida al bolsillo interior de la chaqueta. La solté y vi que Kolya sacaba la suya de su calcetín doblado. El coronel se las quedó.
—Traedme los huevos el jueves al alba y las recuperaréis. En caso contrario, bueno, estaréis todo el mes de enero comiendo nieve, y tampoco habrá tarjetas esperándoos en febrero. Eso suponiendo que uno de mis hombres no os encuentre y os mate antes de entonces, y mis hombres son muy eficaces en esa tarea.
—Pero no son capaces de encontrar huevos —dijo Kolya.
El coronel sonrió.
—Me gustas, muchacho. No vivirás una vida larga, pero me gustas.
Entramos en el solario. El coronel se sentó a su mesa y se quedó mirando fijamente el negro teléfono. Levantó las cejas, recordando algo, abrió el cajón de la mesa y sacó una carta doblada.
Se la tendió a Kolya.
—Es una exención del toque de queda para vosotros dos. A cualquiera que os aborde, le mostráis eso, y tendréis el paso libre. Y aquí tenéis esto, también…
Sacó cuatro billetes de cien rublos de la cartera y se los dio a Kolya, el cual echó una mirada a la carta y a los rublos y deslizó ambas cosas en su bolsillo.
—En junio con eso habría comprado un millar de huevos —dijo el coronel.
—Y volverá a ser así el próximo junio —dijo Kolya—. Los Fritz no aguantarán el invierno.
—Con soldados como tú —dijo el coronel—, pronto estaremos pagando los huevos con marcos alemanes.
Kolya abrió la boca para defenderse, pero el coronel movió negativamente la cabeza.
—¿No comprendes que esto es un regalo? Me traes una docena de huevos el jueves y os devuelvo la vida. ¿Entiendes lo especial de este regalo?
—¿Qué día es hoy?
—Hoy es sábado. Tú desertaste de tu unidad un viernes. Cuando el sol salga mañana, será domingo. ¿Puedes seguir a partir de este punto? ¿Sí? Bien.
Borya regresó con cuatro tostadas en una bandeja azul. Las tostadas habían sido untadas con algo oleoso, manteca quizás, brillante y graso y apetitoso. Otro ayudante entró en el solario tras él llevando dos tazas de humeante té. Esperé a que un tercer ayudante entrara con unos boles de sopa de pescado, pero eso no sucedió.
—Comed deprisa, chicos —dijo el coronel—. Os queda mucho camino que andar.