8
A la mañana siguiente nos encontrábamos frente a un edificio, a dos manzanas de distancia de la Puerta de Narva, contemplando fijamente un enorme cartel de Zhdanov.
—Éste debe de ser —dijo Kolya, golpeando el suelo con sus pies para mantenerlos calientes…, aunque no parecía posible que hiciera más frío del que había hecho el día anterior.
Sólo una única nube en forma de esqueleto de pez interrumpía el interminable cielo azul. Nos acercamos a la puerta principal del edificio. Estaba cerrada, por supuesto. Kolya dio unos golpes en ella, pero nadie acudió. Nos quedamos allí como idiotas, dando fuertes palmadas, las barbillas enterradas bajo los pliegues de nuestras bufandas.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer ahora?
—Alguien entrará o saldrá finalmente. ¿Qué te pasa a ti hoy? Pareces un poco malhumorado.
—No me pasa nada, a mí —dije, pero hasta yo pude notar el mal humor en mi tono—. Nos llevó una hora llegar aquí, vamos a esperar otra hora para conseguir entrar, y luego no habrá ningún viejo con un corral lleno de gallinas.
—No, no, algo te está molestando. ¿Piensas en el Kirov?
—Naturalmente que pienso en el Kirov —repliqué secamente, irritado con él porque lo cierto es que no pensaba en el Kirov.
—En otoño teníamos un teniente llamado Belak. Militar hasta el tuétano, llevaba el uniforme durante todo el día; luchó contra los Blancos, todo eso. De manera que una noche va y se encuentra a este chico, Levin, llorando por una carta que acababa de recibir. Esto ocurría en una trinchera frente a Zelenogorsk, inmediatamente antes de que los finlandeses la volvieran a tomar. Levin no podía hablar, de tanto que berreaba. Alguien había muerto, a manos de los alemanes. No recuerdo si era su madre, su padre, quizás toda la familia, no lo sé. De todas maneras, Belak cogió la carta, la dobló muy limpiamente, la deslizó en el bolsillo de la guerrera de Levin y dijo: «De acuerdo, sácate eso de encima. Pero después, no quiero verte llorando hasta que Hitler esté colgando de una cuerda».
Kolya miró fijamente a la lejanía, contemplando las palabras del teniente. Debía de pensar que eran muy profundas. A mí me sonaban como fabricadas, la clase de palabras que mi padre siempre odiaba, falso diálogo inventado por algún periodista, aprobado por el Partido, para uno de esos optimistas artículos «¡Héroes del Frente!» que La Verdad de los Jóvenes Pioneros siempre publicaba.
—¿Así que dejó de llorar?
—Bueno, lo dejó en aquel momento. Sólo siguió sorbiéndose las lágrimas un poco más. Pero, aquella noche, volvió a lo mismo. Eso no es realmente lo que importa.
—¿Y qué es lo que importa?
—Que no hay tiempo para sentir pena. Los nazis nos quieren muertos. Podemos llorar por ello tanto como queramos, pero eso no nos ayudará a luchar contra ellos.
—¿Quién está llorando? Yo no lloro.
Kolya no me estaba escuchando. Se le había metido algo entre sus dientes delanteros y trataba de sacarlo con la uña del dedo.
—Belak pisó una mina terrestre unos días más tarde. Mal asunto, estas minas antipersona. Lo que le hacen al cuerpo de un hombre …
Su voz se quebró, contemplando el destrozado cuerpo de su antiguo oficial, y yo me sentí mal por haber insultado al teniente en mi cabeza. Quizás sus palabras respondían a un cliché, pero estaba tratando de ayudar al joven soldado, a distraerlo de la tragedia sufrida en su hogar, y eso tenía más importancia que una manera de expresarse original.
Kolya volvió a golpear la puerta del edificio. Esperó un momento, suspiró y dirigió su mirada a la solitaria nube que andaba a la deriva por el cielo.
—Me gustaría vivir en Argentina durante un año o dos. Nunca he visto el océano. ¿Y tú?
—No.
—Estás de mal humor, israelita mío. Dime por qué.
—Anda y ve a joder a un cerdo.
—¡Ah! ¡Es eso!
Me dio un empujoncito, bailó a mi alrededor, moviendo las manos como un boxeador, fingiendo entrenarse conmigo.
Yo me senté en el peldaño del umbral. Incluso ese pequeño movimiento hizo que una multitud de chispas volaran por el campo de mi visión. Habíamos bebido más té en casa de Sonya al despertar, pero no había comida, y yo estaba ahorrando el resto de mi azúcar de biblioteca. Levanté la mirada hacia Kolya, que me estaba observando ahora con cierta preocupación.
—¿Qué decías anoche? —le pregunté—. ¿Cuando estabas, ya sabes, cuando estabas con ella?
Kolya bizqueó, confuso ante la pregunta.
—¿Con quién? ¿Con Sonya? ¿Qué dije?
—No dejaste de hablar con ella todo el tiempo.
—¿Cuando hacíamos el amor?
La frase misma era embarazosa. Asentí.
Kolya frunció el ceño.
—No sabía que dijera nada.
—¡Estuviste hablando continuamente!
—Lo corriente, supongo. —Apareció una repentina sonrisa en su cara. Se sentó a mi lado en el escalón del dintel—. Pero, por supuesto, si nunca has visitado un país, es probable que no conozcas las costumbres. Tú quieres saber qué decir.
—Estaba sólo haciendo una pregunta.
—Sí, pero tienes curiosidad. ¿Y por qué? Porque estás un poco nervioso. Quieres hacer las cosas adecuadamente cuando tengas la oportunidad. Es muy inteligente por tu parte. ¡Hablo en serio! Deja ya de fruncir el entrecejo. No he conocido a nadie que acepte peor los cumplidos. Ahora, escucha. A las mujeres no les gustan los amantes silenciosos. Te están dando algo precioso y quieren saber que lo aprecias. Haz un pequeño gesto de la cabeza para demostrar que me estás escuchando.
—Estoy escuchando.
—Toda mujer tiene un amante de ensueño y un amante de pesadilla. El amante de pesadilla se limita a yacer encima de ella, aplastándola con su barriga, metiéndole y sacando su pequeño instrumento hasta que ha terminado. Ha cerrado completamente los ojos y no dice una palabra; esencialmente, está solo, masturbándose dentro del minino de la pobre chica. Ahora bien, el amante de ensueño …
Oímos el shush de los patines de un trineo sobre la nieve endurecida y nos dimos la vuelta para ver a dos muchachas tirando de un trineo cargado con cubos de hielo del río. Iban directamente hacia nosotros y yo me levanté, quitándome la chaqueta, aliviado de que la conferencia de Kolya hubiera sido interrumpida. Kolya se levantó a mi lado.
—¡Señoras! ¿Necesitan una mano para acarrear ese hielo?
Las jóvenes intercambiaron una mirada. Eran ambas de mi edad, hermanas o primas, con la misma cara ancha y velloso labio superior. Eran chicas de Piter, desconfiadas con los extraños, pero aun así, encaramándose por las escaleras a su apartamento con cuatro cubos de hielo …
—¿Qué vienen ustedes a hacer aquí? —preguntó una de ellas, con la estirada corrección de una bibliotecaria.
—Nos gustaría hablar con cierto caballero acerca de sus gallinas —dijo Kolya, eligiendo la sinceridad por razones desconocidas.
Yo esperaba que las chicas se rieran de nosotros, pero no fue así.
—Les disparará si suben ahí —dijo la segunda muchacha—. No deja que nadie se acerque a las gallinas.
Kolya y yo nos miramos. Él se lamió los labios y se volvió hacia las jóvenes, mostrando su más seductora sonrisa.
—¿Por qué no nos dejan ustedes llevar los cubos? Ya nos preocuparemos nosotros del viejo.
En el cuarto piso, sudando a través de todas las capas de lana, mis piernas de gaviota temblando por el esfuerzo, empecé a lamentar la decisión. Debía de haber un camino más fácil para entrar en el edificio. Nos tomábamos largas pausas en cada rellano, donde yo jadeaba Y flexionaba las manos, quitándome los mitones para inspeccionar los profundos surcos que las asas de los cubos estaban dejando en mis palmas. Kolya interrogaba a las muchachas sobre sus hábitos de lectura y su capacidad para recitar las estrofas iniciales de Eugenio Oneguin. A mí, las jóvenes me parecían carentes de energía, rumiadoras, sin picardía en sus ojos y nada de chispa en su manera de hablar, pero nadie aburría a Kolya. Charlaba con ellas como si fueran las más deliciosas criaturas que jamás hubieran honrado un baile con su presencia, mirando a los ojos a una y luego a la otra, sin permitirse jamás el silencio. En el cuarto piso ya quedaba claro que ambas muchachas estaban encantadas con él, y tuve ahora la impresión de que estaban intentando decidir cuál de ellas tomaría la delantera.
Una oleada de envidia volvió a apoderarse de mí, aquel sentido de injusticia compuesto de ira y autodesprecio… ¿Por qué les gustaba? ¡El sempiterno fanfarrón! ¿Y por qué le envidiaba yo la atención de aquellas muchachas, que, a fin de cuentas, no me importaban? Ninguna de las dos era ni remotamente atractiva para mí. Este hombre me había salvado la vida ayer mismo, y hoy yo lo maldecía porque unas chicas se volvían torpes en su presencia, la sangre afluía a sus mejillas, miraban al suelo y jugaban con los botones de sus chaquetas.
Pero Sonya me gustaba. Sonya, con su hoyuelo en la mejilla y su calor, dándome la bienvenida a su casa, ofreciéndome quedarme siempre que lo necesitara, aun cuando una semana más sin comida la mataría… La forma de su cráneo era demasiado fácil de distinguir bajo su casi translúcida piel. Quizás me gustaba tanto porque la había conocido sólo treinta minutos después de ver las piedras sepulcrales del Kirov. Quizás la visión de ella me impidió detenerme demasiado en todos mis vecinos, atrapados bajo los pedazos de hormigón.
Incluso cuando aquellas imágenes conseguían penetrar en mi mente, les faltaba mordiente, atravesándola limpiamente, y yo me encontraba otra vez pensando en la hija del coronel, o en el propio coronel, o en el gigante que nos perseguía escaleras abajo con su tubo de acero, o en la mujer del Mercado del Heno vendiendo vasos de tierra de Badayev. Si pensaba siquiera en el Kirov, era el edificio en sí lo que recordaba, mi campo de juegos de la infancia, con sus largos corredores tan bien concebidos para carreras pedestres, sus cajas de escalera con sus ventanas de cristal emplomado tan llenas de capas de polvo que se podía dibujar en ellas tu autorretrato con la punta del dedo, el patio donde todos los niños se reunían después de las primeras grandes nevadas de cada año para la pelea anual de bolas de nieve, los pisos del uno al tres contra los pisos del cuatro al seis.
Mis amigos y vecinos —Vera y Oleg y Grisha y Lyuba Nikolaievna y Zavodilov— parecían irreales ya, como si su muerte hubiera borrado sus vidas. Quizás yo siempre había sabido que un día desaparecerían, y por ello los había mantenido a distancia, reído sus bromas y escuchado sus planes, pero nunca realmente había creído en ellos. Había aprendido a protegerme. Cuando la policía se llevó a mi padre, yo me había convertido en un chico mudo, incapaz de comprender cómo un hombre —aquel hombre voluntarioso, brillante— podía dejar de existir al simple castañeteo de los dedos de un invisible burócrata, como si fuera sólo el humo del cigarrillo exhalado por un aburrido centinela en una atalaya de Siberia, un centinela que se preguntaba si su novia en su pueblo le estaba engañando, y que contemplaba fijamente los ventosos bosques, inconsciente de las grandes fauces azules de cielo encima de él que esperaban tragarse la voluta de humo y al centinela y todo lo que crecía en el terreno, abajo.
Kolya estaba despidiéndose de las chicas, depositando sus cubos dentro del apartamento e indicándome con un gesto que hiciera lo mismo.
—Tened cuidado allí arriba —dijo una de las muchachas, la más atrevida, supongo—. Tiene ochenta años, pero os disparará inmediatamente.
—He estado en el frente luchando con Fritz —dijo Kolya, tranquilizándola con una sonrisa y un guiño—. Creo que puedo manejar a un abuelo chiflado.
—Si queréis comer alguna cosa cuando volváis, vamos a hacer sopa —dijo la segunda chica.
La atrevida le lanzó una mirada, y yo me pregunté, con auténtica curiosidad, qué le irritaba más, si la oferta de comida gratis o la insinuación de flirteo.
Kolya y yo subimos por el último tramo de escaleras hasta la puerta del tejado.
—Éste es el plan —me dijo—. Deja que hable yo. Tengo arte para los viejos.
Empujé la puerta y el viento nos atacó, lanzándonos con fuerza trocitos de hielo y polvo contra el rostro, los residuos de la ciudad. Bajamos la cabeza y nos precipitamos hacia delante, como dos beduinos en una tempestad de arena. Ante nosotros había un espejismo, lo que sólo podía ser un espejismo… Un cobertizo hecho de planchas de madera y techumbre de fieltro, las grietas tapadas con trozos de lana y periódicos viejos. Yo era un chico de ciudad hasta el tuétano; nunca había estado en una granja, o siquiera visto una vaca. Pero sabía que esto era un corral de gallinas. Kolya me miró. Nuestros ojos estaban llorando a causa del viento, pero ambos sonreíamos como locos.
A un extremo del corral había una puerta retorcida con un pestillo de corchete por fuera. Kolya llamó suavemente a la puerta. Nadie respondió.
—¿Hola? ¡No nos dispare! ¡Ajá! Ah, sólo queríamos charlar con usted… ¿Hola? De acuerdo, voy a abrir la puerta. Si eso es una mala idea, si está pensando en disparar, diga algo ahora.
Kolya dio un paso hacia un lado de la puerta, me hizo un gesto para que yo hiciera lo mismo y empujó la puerta con la punta de su bota. Esperamos oír una maldición o un disparo de escopeta, pero nada sucedió. Cuando la cosa parecía segura, nos asomamos al corral. Estaba oscuro dentro, iluminado por una sola lámpara de mecha que colgaba de un gancho de la pared. El suelo estaba cubierto de paja vieja que olía a mierda de ave. Una pared estaba ocupada por jaulas nido vacías, cada una del tamaño de una sola gallina. Un niño estaba sentado en el otro extremo del corral, su espalda contra la pared, las rodillas subidas hasta el pecho. Llevaba una chaqueta de piel de conejo, femenina. Parecía ridícula, pero cálida.
Un hombre muerto se encontraba en la paja bajo las jaulas, su espalda apoyada también contra la pared, los miembros rígidos y extendidos como los de una marioneta abandonada. Tenía una larga barba blanca, la barba de un anarquista del siglo XIX, y una piel como de cera de vela fundida. Una vieja escopeta se encontraba aún sobre su regazo. Por su apariencia, debía de llevar muerto varios días.
Kolya y yo contemplamos el macabro cuadro. Habíamos penetrado en la desgracia privada de alguien y teníamos el sentimiento de culpa de los entrometidos. Al menos yo lo tenía. La vergüenza no afligía a Kolya del mismo modo que a mí. Entró en el corral, se arrodilló al lado del chico y le cogió la rodilla.
—¿Estás bien, soldadito? ¿Necesitas agua?
El chico no le miró. Sus azules ojos parecían enormes en su cara muerta de hambre. Rompí un trozo de azúcar de biblioteca, entré en el corral y alargué la mano. Los ojos del pequeño se desviaron lentamente en mi dirección. Pareció registrar mi presencia y la comida en mi mano, antes de volver a apartar la mirada. Estaba alelado, como perdido.
—¿Es tu abuelo? —preguntó Kolya—. Deberíamos llevarlo a la calle. No es bueno para ti estar sentado solo con él.
El chico abrió la boca e incluso aquel esfuerzo pareció costarle. Sus labios estaban endurecidos, costrosos, como si estuvieran pegados.
—No quiere dejar las aves —dije yo.
Kolya dirigió su mirada hacia las vacías jaulas nido.
—Creo que todo irá bien ahora. Vamos, hay unas estupendas chicas abajo que te darán un poco de sopa y algo de agua para beber.
—No tengo hambre —dijo el pequeño, y entonces supe que estaba condenado.
—Ven con nosotros, de todos modos —dije—. Hace demasiado frío aquí. Te haremos entrar en calor, te conseguiremos un poco de agua.
—Tengo que vigilar las aves.
—Las aves se han ido —dijo Kolya.
—No todas.
Yo dudaba de que el niño resistiera hasta el día siguiente, pero no quería dejarlo morir aquí, solo, con aquel cadáver barbudo y las jaulas vacías. La muerte estaba en todas partes en Piter. Almacenada en grandes montones en la morgue de la ciudad; quemada en hogueras frente al Cementerio Piskarevsky; esparcida por el hielo del lago Ladoga, algo que las gaviotas picoteaban, si es que aún había gaviotas. Pero aquél era un lugar más solitario que cualquier otro que yo hubiera visto.
—Mira —dijo Kolya, sacudiendo una de las vacías jaulas—. No hay nadie en casa. Fuiste un buen vigilante, protegiste a las aves, pero ahora se han ido. Ven con nosotros.
Extendió su enguantada mano, pero el niño la ignoró.
—Ruslan te habría disparado.
—¿Ruslan? —Kolya miró al cuerpo del viejo—. Ruslan era un tipo fiero, ¿eh? Lo veo claramente. Me alegro de que tú seas de los pacíficos.
—Me dijo que todo el mundo en el edificio quería nuestras aves.
—Tenía razón.
—Me decía que vendrían y nos cortarían la garganta si les dejábamos entrar. Robarían nuestras gallinas y las hervirían para hacer sopa. Así que uno de los dos tenía que permanecer siempre despierto y sostener la escopeta.
El niño hablaba en un tono monótono, sin mirarnos nunca, sus ojos vagos y desenfocados. Pude ver ahora que estaba temblando y los dientes le castañeteaban cuando no hablaba. Manchas de color marrón claro salpicaban sus mejillas y su cuello, un último esfuerzo de su cuerpo por aislarse.
—Me decía que las gallinas nos mantendrían vivos hasta que el asedio terminara. Un par de huevos al día, eso y las raciones nos bastarían. Pero no pudimos mantenerlas lo bastante calientes.
—Tienes que olvidarte de esas malditas gallinas. Vamos, dame la mano.
El niño continuó ignorando la mano extendida de Kolya y finalmente éste me hizo un gesto de que le ayudara. Pero yo había visto algo, un movimiento donde no debería haber ningún movimiento, algo que se movía bajo la chaqueta de piel del niño, como si un corazón gigantesco latiera con tanta fuerza que su palpitación fuera visible.
—¿Qué tienes ahí? —pregunté.
El chico acarició la parte delantera de su chaqueta de piel, calmando lo que fuera que tenía debajo. Por primera vez sus ojos encontraron los míos. Débil como estaba, a milímetros de distancia de la línea de llegada pude apreciar la dureza que había en él, la tenacidad que había heredado del viejo.
—Ruslan te habría disparado.
—Sí, sí, sigue diciendo eso. Tú salvaste una de las aves, ¿verdad? Ésa es la última. —Kolya me miró—. ¿Cuántos huevos puede poner una gallina al día?
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa?
—Escucha, niño, te daré trescientos rublos por esa ave.
—La gente solía ofrecernos mil. Él siempre se negaba. Decía que las aves pueden mantenernos vivos todo el invierno. ¿Qué vamos a hacer con los rublos?
—¿Comprar un poco de comida, tal vez? Esa ave va a morir como todas las otras si la mantienes aquí.
El chico movió negativamente la cabeza. Toda aquella charla le había debilitado y sus párpados caían.
—Conforme, ¿qué hay de eso? Venga, dámelo —me dijo Kolya, quitándome el azúcar de biblioteca de la mano. Lo añadió a su última tajada de embutido y trescientos rublos y lo colocó todo en el regazo del chico.
—Eso es todo lo que tenemos. Ahora, escúchame. Vas a morir aquí esta noche si no te mueves. Necesitas comer y necesitas salir del tejado. Vamos a llevarte con aquellas chicas del cuarto piso …
—No me gustan.
—No tienes que casarte con ellas. Vamos a darles este dinero y ellas te darán de comer un poco de sopa y te quedarás unas noches, hasta conseguir que vuelvan tus fuerzas.
Al chico no le quedaban energías más que para ligerísimos movimientos negativos de cabeza, pero su significado estaba claro. No pensaba irse.
—¿Te vas a quedar aquí para proteger la gallina? ¿Y dónde demonios vas a ir para alimentarla?
—Me quedo por Ruslan.
—Que los muertos entierren a los muertos. Tú vienes con nosotros.
El chico empezó a desabrocharse la chaqueta. Sostenía la gallina de plumaje marrón contra su pecho como un recién nacido lactante. Era la gallinita más lamentable que jamás había visto, manchada de barro y aturdida. Un gorrión sano la habría hecho pedazos en una lucha callejera.
Tendió la gallina a Kolya, el cual se quedó mirándola, inseguro de qué decir o hacer.
—Coge —dijo el chico.
Kolya me miró y luego otra vez al niño. Nunca le había visto tan confuso.
—No pude mantener con vida las aves —dijo el chico—. Teníamos dieciséis en octubre. No me queda nada más.
Habíamos deseado desesperadamente la gallina, pero ahora que el chico nos la estaba ofreciendo gratis, algo parecía no encajar.
—Coge —dijo el pequeño—. Estoy cansado de esto.
Kolya cogió la gallina de las manos del niño sosteniendo el ave lejos de su cara, preocupado de que el animal pudiera clavarle las garras en los ojos. Pero a la gallina tampoco le quedaba ninguna violencia. Se quedó fláccida en las palmas de Kolya, temblando bajo el frío, mirando torpemente a ninguna parte.
—Necesita calor —dijo el chico.
Kolya abrió su chaqueta y deslizó el ave dentro de ella, donde podía meterse entre capas de lana y encontrar aún espacio para respirar.
—Ahora marchaos —dijo el niño.
—Ven con nosotros —dije yo, en un último esfuerzo, aunque sabía que era inútil—. No deberías quedarte solo en estos momentos.
—No estoy solo. Idos.
Miré a Kolya y éste asintió. Nos dirigimos hacia la agrietada puerta. Por el camino, me di la vuelta y miré al chico, sentado silenciosamente con su chaqueta de mujer.
—¿Cómo te llamas?
—Vadim.
—Gracias, Vadim.
El chico asintió con la cabeza, sus ojos demasiado azules, demasiado grandes para su pálida, demacrada cara.
Lo dejamos solo en el corral de las gallinas, con el cadáver del viejo y las vacías jaulas nido, la mecha ardiendo con una llama baja en la lámpara, trescientos rublos y la no deseada comida sobre su regazo de piel de conejo.