1
Nunca había tenido tanta hambre; nunca había tenido tanto frío. Cuando dormíamos, si es que dormíamos, soñábamos con los festines que tan despreocupadamente nos habíamos dado siete meses antes —todo aquel pan con mantequilla, los budines de patatas, los embutidos—, comidos con indiferencia, tragados sin saborear, dejando grandes restos en el plato, pedazos de grasa. En junio de 1941, antes de que llegaran los alemanes, pensábamos que éramos pobres. Pero ahora, en invierno, junio parecía el paraíso.
Por la noche, el viento soplaba con tanta fuerza y durante tanto tiempo que te sobresaltaba cuando se detenía; los goznes de los postigos del arrasado café de la esquina dejaban de crujir durante unos inquietantes segundos, como si se acercara un depredador y los animales más pequeños guardaran silencio, aterrorizados. Los postigos mismos habían sido arrancados para leña en noviembre. No quedaba ni un trozo de madera en Leningrado. Cualquier indicio de madera, los listones de los bancos de los parques, las tablas del suelo de los edificios destruidos… Todo había desaparecido ardiendo en la estufa de alguien. Las palomas ya no existían, tampoco, capturadas y cocinadas en hielo fundido del Neva. A nadie le importaba matar a las palomas. Eran los perros y los gatos los que causaban problemas. Habíamos oído rumores en octubre de que alguien había asado al perro mestizo de la familia y lo había dividido en cuatro trozos para cenar; nos reímos y movimos negativamente la cabeza; sin llegar a creérnoslo, y también preguntándonos si un perro tendría buen sabor con la suficiente sal… Había aún mucha sal; incluso cuando todo lo demás se agotaba, teníamos sal. En enero, los rumores se habían convertido en un hecho natural. Nadie, excepto los mejor relacionados, podía seguir alimentando a una mascota, de manera que las mascotas nos alimentaban a nosotros.
Había dos teorías sobre los gordos y los delgados. Algunos decían que aquellos que estaban gordos antes de la guerra tenían una posibilidad mayor de supervivencia: una semana sin comer no transformaba a un hombre regordete en un esqueleto. Otros decían que las personas flacas estaban más acostumbradas a comer poco y podían soportar mejor el shock del hambre. Yo me alineaba en este segundo bando, puramente por egoísmo. Había sido un canijo desde mi nacimiento. Nariz grande, pelo negro, piel acribillada de acné… Reconozcamos que yo no encajaba con la idea de un buen partido para una muchacha. Pero la guerra me hacía más atractivo. Otros se encogían a medida que las tarjetas de racionamiento se recortaban cada vez más, mermando a aquellos que parecían el hombre fuerte del circo antes de la invasión. Yo, en cambio, no tenía músculo que perder. Como las musarañas que seguían buscando carroña mientras los dinosaurios se venían abajo a su alrededor, yo estaba construido para las privaciones.
Una Nochevieja me encontraba sentado en el tejado del Kirov, el edificio de apartamentos en que vivía desde que tenía cinco años (aunque no tuvo nombre hasta el 34, cuando Kirov fue muerto a tiros y la mitad de la ciudad fue bautizada en honor a él), observando los gordos y grises dirigibles antiaéreos que pululaban bajo las nubes, esperando a los aviones de bombardeo. En ese momento del año, el sol permanece en el cielo sólo durante seis horas, escabulléndose de horizonte a horizonte como si fuera un espectro. Cada noche, cuatro de nosotros nos sentábamos en el tejado durante un turno de tres horas, armados con baldes de agua, cubos de arena, tenazas de hierro y palas, envueltos en todas las camisas y suéteres y chaquetas que podíamos encontrar, observando el cielo. Éramos el servicio contra incendios. Los alemanes habían decidido que tomar por asalto la ciudad sería demasiado costoso, así que, en vez de ello, nos cercaban, intentando matarnos de hambre, bombardearnos, quemarnos.
Antes de empezar la guerra, vivían mil cien personas en el Kirov. Por Nochevieja, el número se aproximaba a cuatrocientos. La mayor parte de los niños pequeños habían sido evacuados antes de que los alemanes completaran el cerco en septiembre. Mi madre y mi hermanita, Taisya, fueron a Vyazma para quedarse con mi tío. La noche antes de su marcha me peleé con mi madre, la única pelea que jamás hemos tenido… O, más concretamente, la única vez que yo me he peleado en mi vida. Quería que me fuera con ellas, desde luego, lejos de los invasores, a lo más profundo del país, donde los bombarderos no pudieran encontrarnos. Pero yo no iba a dejar Piter[1]. Yo era un hombre, defendería mi ciudad, sería un Nevsky del siglo XX. Quizás yo no era tan ridículo. Tenía un verdadero argumento: si todas las personas sanas huían, Leningrado caería bajo los fascistas. Y, sin Leningrado, sin la Ciudad de los Obreros construyendo tanques y fusiles para el Ejército Rojo, ¿qué posibilidades tenía Rusia?
Mi madre pensaba que era un argumento estúpido. Yo apenas tenía diecisiete años. No soldaba blindajes en los Talleres y no podía alistarme en el ejército hasta casi un año más tarde. La defensa de Leningrado no tenía nada que ver conmigo; yo era sólo otra boca que alimentar. Ignoré estos insultos.
«Soy bombero», le dije, porque era cierto, el concejal municipal había ordenado la creación de diez mil unidades de extinción de incendios, y yo era el orgulloso comandante de la Brigada del Quinto Piso del Kirov.
Mi madre aún no había cumplido cuarenta, pero ya tenía el pelo gris. Se sentó ante mí a la mesa de la cocina, sosteniendo una de mis manos entre las suyas. Era una mujer muy bajita, apenas de un metro cincuenta y dos, y yo había tenido miedo de ella desde mi nacimiento.
«Eres un idiota», me dijo. Quizás esto parezca injurioso, pero mi madre siempre me llamaba «su» idiota, y por ese motivo yo lo consideraba como un apodo afectuoso. «La ciudad estaba aquí antes que tú. Y lo estará después de ti. Taisya y yo te necesitamos».
Tenía razón. Un hijo mejor que yo habría marchado con ella, igual que un hermano mayor. Taisya me adoraba, saltaba encima de mí cuando llegaba a casa de la escuela, me leía los tontos poemitas que escribía como deberes en honor de los mártires de la revolución, dibujaba caricaturas de mi perfil de narizotas en su libreta. Generalmente, yo quería estrangularla. No sentía ningún deseo de recorrer el país con mi madre y mi hermana pequeña. Tenía diecisiete años y estaba desbordado por la creencia en mi propio destino heroico. La declaración de Molotov durante su discurso radiofónico el primer día de la guerra (NUESTRA CAUSA ES JUSTA; EL ENEMIGO SERÁ DERROTADO; TRIUNFAREMOS) había sido impresa en miles de carteles, pegados en todas las paredes de la ciudad. Yo creía en la causa; no huiría del enemigo; no me perdería el triunfo.
Madre y Taisya se marcharon a la mañana siguiente. Parte del camino la hicieron en autobús, otras veces haciendo autostop en camiones del ejército, y también caminando interminables kilómetros por caminos rurales con botas de suelas partidas. Les llevó tres semanas llegar allí, pero lo consiguieron, sanas y salvas finalmente. Me enviaron una carta describiendo su viaje, el terror y la fatiga. Quizás ella quería que yo me sintiera culpable por abandonarlas, y así fue, pero también sabía que era mejor que ellas se hubieran ido. La gran batalla estaba al llegar y ellas no debían estar en el frente. El siete de octubre los alemanes tomaron Vyazma y cesaron sus cartas.
Me gustaría decir que noté su ausencia cuando se hubieron ido, y la verdad es que algunas noches me sentí solo, y siempre echaba de menos la cocina de mi madre, pero había fantaseado mucho sobre estar solo desde que era pequeño. Mis cuentos populares favoritos siempre representaban a huérfanos despabilados que cruzaban el bosque oscuro, sobreviviendo a todos los peligros, resolviendo los problemas con astucia, burlando a sus enemigos, encontrando su fortuna en mitad de sus vagabundeos. No diría que era feliz —estábamos todos demasiado hambrientos para ser felices— pero creía que aquí finalmente estaba el Sentido. Si Leningrado caía, Rusia caería. Si Rusia caía, el fascismo conquistaría el mundo. Todos nosotros creíamos esto. Yo aún lo creo.
De manera que era demasiado joven para el ejército, pero lo bastante mayor para cavar fosos antitanques de día y guardar los tejados por la noche. Mi brigada de trabajo la formaban mis amigos del cuarto piso: Vera Osipovna, una violonchelista de talento, y los gemelos pelirrojos Antokolsky, cuyo único talento era echarse pedos en armonía. Los primeros días de la guerra habíamos fumado cigarrillos en el tejado, adoptando posturas de soldados, bravos y fuertes y de mandíbula cuadrada, escrutando los cielos en busca del enemigo. A finales de diciembre, se habían terminado los cigarrillos en Leningrado, al menos aquellos hechos con tabaco. Algunas almas desesperadas machacaban hojas caídas de los árboles, las liaban con papel, y las llamaban Luces de Otoño, pretendiendo que las hojas adecuadas proporcionaban un humo decente, pero en el Kirov, muy lejos del más próximo árbol que se mantuviera en pie, esto nunca constituyó una opción. Nos pasábamos los minutos sobrantes cazando ratas, que debían de haber pensado que la desaparición de los gatos de la ciudad era la respuesta a todas sus antiguas plegarias, hasta que comprendieron que ya no quedaba nada que comer en la basura.
Tras varios meses de raids de bombardeos, éramos capaces ya de identificar a los diversos aviones alemanes por el zumbido de su motor. Aquella noche, eran los Junkers 88, como venían siendo desde hacía semanas, reemplazando a los Heinkels y Dorniers que nuestros aviones de caza habían conseguido derribar en gran número. Tan espantosa como nuestra ciudad se había convertido a la luz del día, después de hacerse oscuro había una extraña belleza en el asedio. Desde el tejado del Kirov, si la luna había salido, podíamos ver todo Leningrado: la aguja de la torre del Almirantazgo (rociada de pintura gris para oscurecerla a los bombarderos); la Fortaleza de Pedro y Pablo (sus agujas cubiertas de redes de camuflaje); la cúpula de San Isaac y la Iglesia del Salvador en la Sangre Derramada. Podíamos ver a los soldados manejando los cañones antiaéreos en los tejados de los edificios vecinos. La Flota del Báltico había echado el ancla en el Neva; los barcos flotaban allí, cual gigantescos centinelas grises, disparando sus grandes cañones contra los emplazamientos de la artillería nazi.
Lo más hermoso eran los combates aéreos. Los Ju 88 y los Sujois volaban en círculo sobre la ciudad, invisibles desde abajo a menos que fueran captados por el ojo de los poderosos proyectores. Los Sujois tenían unas grandes estrellas rojas pintadas en la cara inferior de las alas, para que nuestra artillería antiaérea no tratara de derribarlos. Cada pocas noches veíamos una batalla iluminada por los focos como si estuviera en un escenario, con los más pesados y lentos bombarderos alemanes ladeándose exageradamente para dejar que sus artilleros apuntaran a los esquivos cazas rusos. Cuando un Junkers era derribado, el ardiente esqueleto del avión cayendo como un ángel arrojado del cielo, un tremendo grito de desafío se alzaba de los tejados por toda la ciudad, con los artilleros y bomberos levantando el puño para saludar al piloto victorioso.
Teníamos una pequeña radio con nosotros en el tejado. Por Nochevieja oímos los carillones de Spassky de Moscú tocando La Internacional. Vera había encontrado una cebolla en alguna parte; la cortó en cuatro trozos sobre un plato untado con aceite de girasol. Cuando la cebolla hubo desaparecido, limpiamos el resto del aceite con nuestro pan de racionamiento. El pan de racionamiento no sabía igual que el pan. No sabía a comida. Después de que los alemanes bombardearan los almacenes de grano de Badayev, las panaderías de la ciudad se volvieron creativas. Todo aquello que podía ser añadido a la receta sin envenenar a la gente, era añadido. La ciudad entera pasaba hambre, nadie tenía lo suficiente para comer, y sin embargo, todo el mundo maldecía el pan, la harina de serrín, lo dura que se volvía con el frío. La gente se rompía los dientes tratando de masticarla. Aun hoy, cuando incluso he olvidado las caras de la gente que amaba, puedo recordar todavía el sabor de aquel pan.
Media cebolla y una hogaza de pan de 125 gramos partida en cuatro trozos… Eso era una comida decente. Nos echábamos boca arriba, envueltos en mantas, contemplando los dirigibles antiaéreos, con sus largos ronzales, empujados por el viento, escuchando el metrónomo de la radio. Cuando no había música que tocar o noticias que informar, la emisora de radio transmitía el sonido de un metrónomo, aquel interminable tictic que nos hacía saber que la ciudad seguía sin ser conquistada, con los fascistas todavía ante sus puertas. El metrónomo radiado era el corazón palpitante de Piter, y los alemanes nunca lo detuvieron.
Fue Vera la que descubrió al hombre que caía del cielo. Gritó y señaló con el dedo, y todos nos pusimos en pie para ver mejor. Uno de los focos se proyectó sobre un paracaidista descendiendo hacia la ciudad, su dosel de seda formando un bulbo de tulipán blanco encima de él.
—Un Fritz —dijo Oleg Antokolsky, y estaba en los cierto; pudimos ver el gris uniforme de la Luftwaffe.
¿De dónde había salido? Ninguno de nosotros había oído los sonidos de un combate aéreo o el estampido de un cañón antiaéreo. Y hacía casi una hora que no oíamos pasar un bombardero encima de nuestras cabezas.
—Quizás ha empezado —dijo Vera.
Llevábamos semanas oyendo rumores de que los alemanes preparaban un masivo lanzamiento de paracaidistas, una incursión final para arrancar la miserable espina de Leningrado del trasero de su ejército victorioso. En cualquier momento, esperábamos levantar la mirada y ver a miles de nazis empujados por el viento hacia la ciudad, una tormenta de nieve de blancos paracaídas ocultando el cielo; pero docenas de proyectores horadaban la oscuridad y no encontraron más enemigos. Estaba sólo éste, y, a juzgar por la flojedad del cuerpo suspendido del arnés del paracaídas, ya estaba muerto.
Observamos cómo iba a la deriva, congelado bajo el reflector, tan bajo que podíamos ver que le faltaba una de sus negras botas.
—Viene hacia nosotros —dije yo.
El viento lo empujaba hacia la calle Voinova. Los gemelos se miraron.
—Una Luger[2] —dijo Oleg.
—La Luftwaffe no lleva Lugers —dijo Grisha. Era cinco minutos más viejo, y la autoridad sobre el armamento nazi—. Lleva Walther PPK.
Vera me sonrió.
—Chocolate alemán.
Corrimos hacia la puerta de la escalera, abandonando nuestras herramientas de bombero, y bajamos precipitadamente por la oscura escalera. Éramos unos estúpidos, desde luego. Un resbalón sobre uno de aquellos escalones de hormigón, sin grasa ni músculo para amortiguar la caída, significaba un hueso roto, y un hueso roto significaba la muerte. Pero a ninguno de nosotros nos importó. Éramos muy jóvenes, y un alemán muerto estaba cayendo sobre la calle Voinova transportando regalos de das Vaterland.
Esprintamos a través del patio y nos encaramamos por encima de la cerrada verja. Todas las farolas de la calle estaban a oscuras. La ciudad entera estaba a oscuras —para dificultar la tarea de los bombarderos y también porque la mayor parte de la electricidad era desviada a las fábricas de municiones— pero la luna era lo bastante brillante para permitirnos ver. La calle Voinova estaba completamente libre y desierta, tras seis horas bajo el toque de queda. No se veían coches. Sólo el personal militar y del gobierno tenía acceso a la gasolina, y todos los automóviles civiles habían sido requisados durante los primeros meses de la guerra. Cintas de papel cruzaban los escaparates de las tiendas; la radio nos había informado de que eso hacía los cristales más resistentes a la rotura. Quizás era cierto, aunque yo había paseado por delante de muchas fachadas de Leningrado donde no quedaba nada en el marco de la ventana excepto una tira de papel colgando.
Ya en la calle, miramos hacia el cielo, pero no pudimos descubrir a nuestro hombre.
—¿Dónde ha ido?
—¿Crees que habrá aterrizado en un tejado?
Los reflectores escrutaban el cielo, pero estaban todos montados en lo alto de edificios elevados y ninguno de ellos tenía un ángulo que le permitiera iluminar la calle Voinova. Vera tiró del cuello de mi sobretodo, un grande y viejo chaquetón de la marina heredado de mi padre y todavía demasiado holgado para mí, pero más cálido que cualquier otra cosa que poseyera.
Me di la vuelta y lo vi deslizarse calle abajo, a nuestro alemán, su única bota negra patinando sobre el helado pavimento, el gran dosel de su paracaídas blanco todavía hinchado por el viento, que lo empujaba hacia la verja del Kirov, su barbilla hundida contra el pecho, su oscuro cabello salpicado de cristales de hielo, el rostro exangüe bajo la luz de la luna. Nos quedamos muy quietos y le vimos acercarse como navegando. Aquel invierno habíamos visto cosas que ningún ojo debía ver; creíamos que estábamos curados de toda sorpresa, pero andábamos equivocados, y si el alemán hubiera sacado su Walther y empezado a disparar, ninguno de nosotros habría sido capaz de conseguir que nuestros pies se movieran a tiempo. Pero el muerto seguía muerto, y finalmente el viento amainó, el paracaídas se deshinchó y el aviador se desplomó sobre el pavimento, siendo arrastrado unos metros más, boca abajo, como humillación final.
Nos reunimos en torno del piloto. Se trataba de un hombre alto, bien formado, y, de haberlo visto andando por Piter en ropas de calle, lo habríamos reconocido inmediatamente como un infiltrado… Tenía el cuerpo de un hombre que comía cada día.
Grisha se arrodilló y desarmó al alemán.
—Walther PPK. Os lo dije.
Pusimos el cadáver boca arriba. Su pálido rostro mostraba arañazos, la piel erosionada por el asfalto, las abrasiones tan desprovistas de color como la piel que aún estaba intacta. Los muertos no sufren magulladuras. No podía decir si había muerto asustado, o desafiador, o con una actitud pacífica. No había ningún rastro de vida o personalidad en su rostro… Parecía un cadáver que hubiera nacido cadáver.
Oleg le arrancó los negros guantes de piel mientras Vera se ocupaba del pañuelo y las gafas. Encontré una funda atada al tobillo del piloto y saqué de ella un cuchillo equilibrado con precisión, con un guardamano de plata y una hoja de quince centímetros de un solo filo, así como unas palabras escritas que no fui capaz de leer a la luz de la luna. Volví a meter la hoja en la funda y me até ésta a mi propio tobillo, sintiendo por primera vez en varios meses que mi destino guerrero estaba finalmente haciéndose realidad.
Oleg encontró la cartera del muerto y sonrió mientras contaba los marcos alemanes. Vera, por su parte, se quedó con un cronómetro, dos veces más grande que un reloj de muñeca normal, que el alemán había llevado en torno de la manga de su chaqueta de vuelo. Grisha encontró un par de gemelos plegados en un estuche de piel, dos cargadores extras para la Walther y un pequeño frasco de petaca. Desenroscó el tapón, olió y me pasó el frasco.
—¿Coñac?
Tomé un sorbo y asentí.
—Coñac.
—¿Y cuándo has probado tú alguna vez el coñac? —quiso saber Vera.
—En el pasado.
—¿Cuándo?
—Déjame ver —dijo Oleg.
La botella recorrió todo el círculo, con nosotros cuatro en cuclillas en torno del piloto caído, sorbiendo el licor que podía haber sido coñac, o brandy o Armagnac. Ninguno de nosotros conocía la diferencia. Fuera lo que fuera, aquella cosa nos calentaba la barriga.
Vera contempló fijamente la cara del alemán. Su expresión no suscitaba compasión, ni miedo, sólo curiosidad y desprecio… El invasor había venido a soltar sus bombas sobre nuestra ciudad y en vez de eso había caído él mismo. Nosotros no lo habíamos abatido, pero en todo caso nos sentíamos triunfantes. Nadie más en el Kirov había tropezado con el cadáver de un enemigo. Seríamos la comidilla del bloque de apartamentos por la mañana.
—¿Cómo creéis que murió? —preguntó ella.
No había heridas de bala que estropearan el cuerpo, ni cabello o piel chamuscada, ningún signo en absoluto de violencia. Su piel era demasiado blanca para un ser vivo, pero nada la había atravesado.
—Se congeló hasta morir —les dije.
Y lo dije con autoridad porque sabía que era cierto y no tenía manera de demostrarlo. El piloto había saltado en paracaídas a miles de pies de altura en la noche de Leningrado. El aire a nivel del suelo ya era demasiado frío para las ropas que llevaba… Allá arriba en las nubes, fuera de su cálida cabina, no tenía ninguna probabilidad de sobrevivir.
Grisha levantó el frasco a guisa de saludo.
—Brindo por el frío.
El frasco empezó a circular nuevamente. Pero nunca me llegó. Tendríamos que haber oído el motor del coche desde dos manzanas de distancia —la ciudad después del toque de queda estaba tan silenciosa como la luna, pero estábamos demasiado ocupados bebiendo el licor de nuestro alemán, haciendo nuestros brindis. Sólo cuando el GAZ giró para entrar en la calle Voinova, con los neumáticos chirriando sobre el asfalto, sus faros atravesando la oscuridad hacia nosotros, nos dimos cuenta del peligro. El castigo por violar el toque de queda sin permiso era la ejecución sumaria. El castigo por abandonar un destacamento antiincendios era la ejecución sumaria. El castigo por saqueo era la ejecución sumaria. Los tribunales ya no funcionaban; los agentes de policía estaban en las líneas del frente, las cárceles medio llenas y su población menguando con rapidez. ¿Quién tenía comida para un enemigo del Estado? Si quebrantabas la ley y te pillaban, estabas muerto. No había tiempo para sutilezas legales.
De manera que echamos a correr. Conocíamos el Kirov mejor que nadie. En cuanto hubiéramos traspasado la verja del patio y penetrado en la helada oscuridad del extenso edificio, nadie podía encontrarnos aunque dispusieran de tres meses para buscarnos. Pudimos oír a los soldados gritándonos que nos detuviéramos, pero eso no importaba; las voces no nos asustaban, sólo las balas establecían la diferencia, y nadie había apretado un gatillo hasta el momento. Grisha llegó a la puerta el primero —era lo más parecido a un atleta entre nosotros—, se encaramó a los barrotes de hierro y se izó a lo alto. Oleg llegó inmediatamente detrás de él, y yo inmediatamente detrás de Oleg. Nuestros cuerpos estaban débiles y teníamos los músculos encogidos por falta de proteínas, pero el miedo nos ayudó a escalar la verja más deprisa de lo que nunca lo habíamos hecho.
Cuando estaba a punto de llegar a la cima miré hacia atrás y vi que Vera había resbalado en el hielo. Me miraba fijamente, sus ojos desorbitados y temerosos, sobre manos y rodillas mientras el GAZ frenaba junto al cuerpo del piloto alemán y cuatro soldados salían de él. Estaban a unos siete metros de distancia, los fusiles en sus manos, pero yo aún tenía tiempo de saltar de la verja y desaparecer en el Kirov.
Quisiera poder deciros que la idea de abandonar a Vera nunca cruzó por mi cabeza, que mi amiga estaba en peligro y que fui a rescatarla sin vacilación. La verdad es, sin embargo, que en aquel momento la odié. La odié por ser tan torpe en el peor momento posible, por dirigirse a mí con sus ojos llenos de pánico, eligiéndome para ser su salvador, aun cuando Grisha era el único al que había besado. Yo sabía que no podría vivir con el recuerdo de aquellos ojos suplicándome, y ella lo sabía, también, y la odié incluso mientras saltaba de la verja, la ayudaba a ponerse en pie y la izaba a los barrotes de hierro. Yo estaba débil, pero Vera no debía de pesar ni cuarenta kilos. La levanté hasta la verja mientras los soldados gritaban, los talones de sus botas golpeaban el pavimento y los fusiles eran amartillados con un sonoro crac.
Vera subió hasta lo alto y yo me encaramé detrás de ella, ignorando a los soldados. Si me detenía, me rodearían, me dirían que yo era un enemigo del Estado, me obligarían a arrodillarme y me dispararían en la nuca. Ahora era un blanco fácil, pero quizás estaban borrachos, quizás eran unos chicos de la ciudad como yo, que nunca habían disparado en su vida; quizás fallarían a propósito porque sabían que yo era un patriota y un defensor de la ciudad y me había escabullido del Kirov sólo porque un alemán había caído desde seis mil metros a mi calle, ¿y qué muchacho ruso de diecisiete años no se escabulliría para ver a un fascista muerto?
Mi barbilla había llegado a lo alto de la verja cuando sentí que unas manos enguantadas me rodeaban los tobillos. Unas manos fuertes, las manos de hombres del ejército que comían dos veces al día. Vi a Vera entrar corriendo en el Kirov, sin volver la vista atrás. Traté de encaramarme por los barrotes de hierro, pero los soldados me arrastraron hacia abajo, me arrojaron a la acera y se pusieron en pie a mi lado, con las bocas de sus Tokarevs clavadas en mis mejillas. Ninguno de los soldados parecía mayor de diecinueve años y a ninguno parecía importarle salpicar la calle con mis sesos.
—Da la impresión de estar cagado de miedo, éste.
—¿Teníais una fiesta aquí, hijo? ¿Habéis encontrado un poco de schnapps?
—Es apto para el coronel. Puede subir junto con el Fritz.
Dos de ellos se agacharon, me agarraron por los sobacos, me obligaron a ponerme en pie, me condujeron hasta el todavía parado GAZ y me metieron en el asiento trasero. Los otros dos soldados levantaron al alemán por las manos y las botas y lo echaron dentro del coche a mi lado.
—Mantenlo caliente —dijo uno de ellos, y todos rieron como si fuera el chiste más divertido jamás contado.
Se metieron en el coche y cerraron las puertas de golpe.
Yo decidí que aún estaba vivo porque querían ejecutarme en público, como advertencia a los demás saqueadores. Unos minutos antes, yo me había sentido mucho más poderoso que el piloto muerto. Ahora, mientras avanzábamos a gran velocidad por la oscura calle, sorteando cráteres de bombas y montones de escombros, el cadáver parecía sonreírme con afectación, sus blancos labios una cicatriz que partía su congelada cara. Nos dirigíamos al mismo lugar.