22

Los alemanes nos despertaron desclavando las planchas de madera que habían clavado a martillazos sobre la puerta. La luz solar penetraba por las grietas entre las planchas, pequeñas manchitas de luz que brillaban sobre una frente llena de grasa, una bota de piel con suela abarquillada a partir de los dedos o los botones de hueso del chaquetón de un anciano.

Vika estaba echada a mi lado, comiéndose las uñas. Masticaba metódicamente, no como una persona ansiosa con un hábito nervioso, sino como un carnicero afilando sus cuchillos. En algún momento de la noche se había apartado de mí, y yo no había notado su marcha. Levantó la mirada cuando sintió que la estaba observando, y no había huella de afecto en sus ojos. Cualquier brillo de intimidad que yo hubiera podido percibir en la oscuridad había desaparecido a la luz del día.

La puerta se abrió, los alemanes gritaron que nos moviéramos y los campesinos se desengancharon uno de otros. Vi al anciano Edik tapándose con un retorcido índice una ventanilla de la nariz y soplando por la otra un lapo de mocos al suelo, fallando por poco la cara de otro hombre.

—Ah —gruñó Kolya, mientras se envolvía el cuello con la bufanda—, ¿no te gustaría crecer con tus camaradas granjeros en una colectividad?

Cuando los prisioneros empezaban a desfilar por la puerta, un hombre del otro extremo del cobertizo lanzó un grito. Los que lo rodeaban se dieron la vuelta para ver lo que le había asustado, y pronto empezaron a circular rumores ansiosos entre ellos. Desde nuestro rincón todo lo que podíamos ver eran las espaldas de los campesinos. Kolya y yo nos alzamos, sintiendo curiosidad por la conmoción. Vika, sin mostrar interés, se dirigía a la puerta.

Nos llegamos al otro lado del cobertizo, rodeando a los campesinos, y vimos al hombre que aún yacía allí. Era el acusador de Markov, su garganta acuchillada, el rostro blanco como la cal por la cantidad de sangre que había perdido. Debía de haber sido asesinado en su sueño, o lo hubiéramos oído gritar, pero sus ojos habían estado abiertos cuando el cuchillo le cortó la piel, porque sobresalían de sus órbitas, mirando con horror nuestras caras vueltas hacia abajo.

Uno de los campesinos arrancó a tirones las botas del muerto; un segundo se apoderó de sus guantes de piel de oveja; y un tercero le arrancó el labrado cinturón de cuero de las presillas de sus pantalones. Kolya se arrodilló y le quitó el acolchado gorro antes de que nadie más pudiera hacerlo. Yo me di la vuelta y vi a Vika ajustándose su propio gorro de piel de conejo, encajándoselo bien en la frente. Se volvió para mirarme durante un segundo y salió del cobertizo de las herramientas. Un momento más tarde, un soldado alemán penetró en su interior, irritado por el retraso, dispuesto a disparar su arma. Vio el cadáver, la abierta garganta, la sangre que manaba bajo la espalda del muerto y se esparcía por las tablas de madera como un par de monstruosas alas negras. El asesinato enfureció al soldado… Aquello requería una explicación a los oficiales. Hizo preguntas en alemán, más para sí mismo que para ninguno de nosotros, sin esperar respuesta. Kolya se aclaró la garganta y replicó. Yo no podía juzgar el alemán de Kolya, pero el soldado pareció estupefacto al oír su propia lengua hablada por un prisionero.

El alemán movió negativamente la cabeza, dio una breve respuesta e hizo un gesto con el pulgar para que saliéramos del cobertizo. Cuando estábamos fuera, le pregunté a Kolya qué le había dicho.

—Le dije que los campesinos odian a los judíos más de lo que los odia su propia gente.

—¿Y qué respondió él?

—«Hay una manera adecuada de hacer las cosas». Muy germánico —dijo Kolya mientras estaba intentando meterse el nuevo gorro en su desnuda cabeza; de hecho, la prenda no era bastante grande, pero consiguió encajar las orejeras lo suficiente para poder atarse las correas.

—¿Crees que es inteligente hacerles saber que hablas alemán, después de lo que pasó ayer?

—No, me parece que es peligroso. Pero al menos ahora ya no harán más preguntas.

Los prisioneros habíamos sido organizados en una sola fila india. Empezamos a caminar, entrecerrando lo ojos bajo el brillante sol de la mañana, hacia un voluminoso soldado, que evidentemente sufría resaca, su ojos todavía cubiertos por la costra del sueño, que nos tendió a cada uno de nosotros una única galleta redonda, dura y seca como un trozo de carbón.

—Un buen signo —murmuró Kolya, dando golpecitos a su galleta con la uña del dedo.

Pronto estuvimos marchando hacia el sur con la compañía Gebirgsjäger, las cabezas inclinadas contra el viento. Hoy caminábamos por la carretera, aunque el pavimento estaba oculto bajo capas de nieve pisoteada. Unos kilómetros después de la escuela pasamos por delante de un rótulo que señalaba Mga, y se lo indiqué a Kolya.

—Hum. ¿Qué día es hoy?

Tuve que pensar en ello, contando hacia atrás en mi cabeza hasta el sábado.

—Miércoles. Se supone que apareceremos con los huevos mañana.

—Miércoles… No he cagado en trece días. Trece días… ¿Y qué le pasa a todo? No es como si no hubiera comido nada. La sopa de Querida y algunos embutidos, aquellas patatas hervidas de las chicas, una ración de pan… ¿Y qué está haciendo todo eso? ¿Sólo aposentándose en mi barriga, formando una jodida masa?

—¿Quieres cagar? —preguntó Edik. El viejo campesino de la barba había oído las quejas de Kolya y ahora se daba la vuelta para dar su consejo—. Hierve un poco de espino negro y bébete el agua. Nunca falla.

—Maravilloso. ¿Ves algunos espinos negros por ahí?

Edik echó una mirada a los pinos situados al borde de la carretera y movió la cabeza en un gesto negativo.

—Te echaré un silbido si pasamos frente a alguno.

—Muchas gracias. Quizás puedas encontrarme agua hervida, también.

Edik se había vuelto ya hacia delante y había ocupado nuevamente su lugar en la fila, consciente de que uno de los soldados había mirado en nuestra dirección…

—Stalin va a visitar una de las granjas colectivas en las afueras de Moscú —empezó Kolya con su voz de contar chistes—. Quiere ver cómo les va con el último Plan Quinquenal. «Dime, camarada», pregunta a un granjero. «¿Cómo van las patatas este año?». «Muy bien, camarada Stalin. Si las apilamos, llegarían hasta Dios». «Pero si Dios no existe, camarada granjero». «Y tampoco las patatas, camarada Stalin».

—Es viejo.

—Los chistes sólo llegan a viejos si son buenos. Si no, ¿quién sigue contándolos?

—Gente como tú, que no es divertida.

—No puedo hacer nada si nunca ríes. Yo hago reír a las chicas; eso es lo que importa.

—¿Crees que lo hizo ella? —le pregunté.

Kolya me miró, confuso durante un momento, hasta que vio que estaba observando a Vika, que hoy caminaba aparte de nosotros, cerca del frente de la procesión.

—Por supuesto que fue ella.

—Y sólo… Se estuvo apretujando contra mí toda la noche. Cuando caí dormido, su cabeza estaba en mi hombro.

—Eso es lo más cerca del sexo que has estado nunca. ¿Lo ves? Me escuchaste y ya has aprendido.

—¿… y de alguna manera ella consiguió separarse de mí, aunque yo soy un durmiente muy ligero, arrastrarse alrededor de treinta campesinos, en la oscuridad total, cortarle la garganta al hombre y volver? ¿Sin despertar a una sola persona?

Kolya asintió, observando todavía a Vika, que caminaba sola, estudiando el borde de la carretera y la posición de las tropas alemanas.

—Es una asesina con talento.

—Especialmente tratándose de una astrónoma.

—Ja. No creas todo lo que te cuentan.

—¿Crees que está mintiendo?

—Estoy seguro de que fue a la universidad un tiempo. Allí la reclutaron. Pero, vamos, pequeño león, ¿piensas que aprendió a disparar así en la clase de astronomía? Es de la NKVD. Tienen agentes en cada grupo partisano.

—Tú no sabes eso.

Se detuvo durante unos segundos para golpear una bota contra otra, quitándose la nieve pegada en la suela, apoyándose en mi brazo para mantener el equilibrio.

—Yo no sé nada. Quizás tu nombre no sea Lev. Quizás eres el mayor amante de la historia de Rusia. Pero considero los hechos y establezco una conjetura elaborada. Los partisanos son luchadores locales. Por eso son tan eficaces… Conocen la tierra mejor de lo que los alemanes llegarán a conocerla nunca. Tienen amigos en la zona, familia, gente que puede proporcionarles comida, un lugar seguro para dormir. Ahora, dime: ¿a qué distancia estamos de Arkangelsk?

—No lo sé.

—Yo tampoco. ¿Setecientos, ochocientos kilómetros? La frontera alemana probablemente está más cerca. ¿Crees que los partisanos locales simplemente decidieron confiar en una muchacha que apareció de ninguna parte? No; se la enviaron.

Vika caminaba dificultosamente por la nieve, las manos en los bolsillos de su mono. Desde atrás, parecía un chico de doce años vestido con un uniforme de mecánico robado.

—Me pregunto si tiene tetas —dijo Kolya.

Su crudeza me irritó, aunque yo me había preguntado lo mismo. Juzgar la forma de su cuerpo bajo aquel mono demasiado grande era imposible, pero, por lo que yo podía ver, carecía de curvas y era tan delgada como una brizna de hierba.

Kolya notó la expresión en mi cara y sonrió.

—¿Te he ofendido? Lo siento. Realmente te gusta, ¿verdad?

—No lo sé.

—No volveré a hablar de ella de esta manera. ¿Me perdonarás?

—Puedes hablar de ella como a ti te guste.

—No, no. Ahora comprendo. Pero, escucha, éste no es un pez fácil de enganchar.

—¿Vas a darme más consejos de tu libro imaginario?

—No, escucha: haz los chistes que quieras, vale, pero yo sé más sobre estas cosas que tú. Mi opinión es que ella estaba un poquitín enamorada de ese Korsakov, Y aquél era un hombre más duro que tú, así que no puedes impresionarla con tu rudeza.

—No estaba enamorada de él.

—Sólo un poquitín.

—Jamás pensé que iba a impresionarla con mi rudeza. ¿Crees que soy tan estúpido?

—¿Así que la cuestión es con qué la impresionas?

Tras decir aquello Kolya se quedó en silencio durante largo rato, sus ojos entrecerrados, la frente arrugada con expresión de preocupación, mientras ponderaba mis afirmaciones Antes de que se le pudiera ocurrir algo, oímos gritos detrás de nosotros y nos dimos la vuelta, viendo a los soldados hacernos señas para que nos situáramos a un lado de la carretera. Un convoy de Mercedes semiorugas con sus plataformas cubiertas de lona alquitranada pasó con gran estrépito, transportando provisiones y materia, para la primera línea. Nos quedamos observando durante cinco minutos, y sin embargo, el lento convoy rodante no parecía tener fin. A los alemanes no les debía importar gran cosa impresionar a sus prisioneros, pero lo cierto es que yo estaba impresionado. El racionamiento de combustible, en Piter, significaba que raras veces veíamos más de cuatro o cinco vehículos moviéndose durante un día. Yo había contado ya cuarenta de aquellos camiones híbridos, con sus neumáticos de caucho delante y orugas de tanque detrás, estrellas de tres puntas en sus radiadores y cruces negras bordeadas de blanco pintadas en sus traseros.

Detrás de las semiorugas venían coches blindados de ocho ruedas, morteros pesados sobre orugas y camiones ligeros transportando soldados sentados en bancos paralelos, sus rostros cansados y sin afeitar, los fusiles colgados de los hombros, acurrucados en sus blancos anoraks.

Oímos maldiciones procedentes de la parte delantera del convoy, y vimos a los conductores asomándose por la ventanilla para averiguar a qué se debía el problema. A una de las piezas de artillería autopropulsadas se le había aflojado un patín, y mientras sus servidores se apresuraban a fijarlo, el obús lo bloqueaba todo detrás de él. Los soldados de infantería tuvieron la oportunidad de saltar de sus camiones y hacer pis al lado de la carretera. Pronto se formó una línea de varios centenares de soldados y conductores de semiorugas y artilleros que plantaban sus botas y gritaban a sus amigos, inclinándose hacia atrás para ver quién podía lanzar su chorro más lejos. El vapor se elevaba de la nieve amarillenta.

—Mira a esos lamedores de culos meando en nuestra tierra —murmuró Kolya—. No se reirán tanto cuando yo me agache a cagar en medio de Berlín. —La idea lo animó—. Quizás es por eso que no puedo hacerlo ahora. Mis tripas están aguardando la victoria.

—Son tripas patrióticas.

—Cada parte de mí es patriótica. Mi polla silba el himno soviético cuando se corre.

—Siempre que te oigo hablar, se trata de pollas y culos —dijo Vika. Se había deslizado detrás de nosotros según su habitual manera silenciosa, sobresaltándome cuando empezó a hablar—. ¿Por qué no os desnudáis los dos y acabáis de una vez?

—No es a mí a quien él querría desnudar —dijo Kolya con una sonrisa lasciva.

Yo sentí un arrebato de ira y embarazo, pero Vika ignoró el comentario manteniendo su vista fijada en los guardias de vigilancia y los demás prisioneros mientras nos pasaba a los dos medias rebanadas de su sabroso pan de centeno.

—¿Veis los coches de los oficiales al final del convoy? —preguntó, mirando en aquella dirección pero sin levantar una mano para señalar.

—Es el mejor pan que he comido desde el verano —dijo Kolya, tras devorar su ración.

—¿Veis el Kommandeurwagen con los banderines de la esvástica en los guardabarros? Ése es el coche de Abendroth.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.

—Porque he estado siguiéndole durante tres meses. Casi pude dispararle en las afueras de Budogosch. Ése es su coche.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Kolya, que se estaba sacando una semilla de alcaravea metida entre sus dientes.

—Cuando el convoy empiece a moverse otra vez, esperaré hasta que esté cerca y dispararé. No debería ser difícil.

Miré arriba y abajo de la carretera. Nos encontrábamos en medio de lo que parecía un batallón completo, rodeados de centenares de alemanes con fusiles, a pie Y en vehículos blindados. La afirmación de Vika significaba que moriríamos dentro de unos minutos, tanto si acertaba su blanco como si no.

—Dispararé yo —dijo Kolya—. Tú y Lev quedaos aquí con aquellos cretinos de la colectividad. No es necesario que nos maten a todos.

Vika torció los labios en una media sonrisa y negó con la cabeza.

—Soy mejor tiradora.

—Tú nunca me has visto disparar.

—Cierto. Y soy la mejor tiradora.

—No importa —les dije a los dos—. Ambos dispararéis, ¿qué diferencia hay? ¿Creéis que dejarán vivo a ninguno de nosotros después de eso?

—El chico tiene razón —dijo Kolya.

Inspeccionó a los prisioneros analfabetos que se encontraban alrededor de nosotros, moviendo los pies y golpeándose las manos para conservar el calor, la mayor parte de ellos granjeros que nunca habían viajado más allá de unos pocos kilómetros fuera de sus colectividades. En el grupo figuraban algunos soldados rasos del Ejército Rojo. Uno o dos de ellos, estoy seguro, sabían leer tan bien como yo.

—¿Cuántos prisioneros dijeron? ¿Treinta y ocho?

—Treinta y siete ahora —dijo Vika. Me vio mirándola y me devolvió la mirada con aquellos despiadados ojos azules—. ¿Cuánto tiempo piensas que durarás antes de que uno de esos campesinos se dé cuenta de que te faltan algunos trocitos de piel ahí —y señaló a mi ingle— y te delate por un cuenco extra de sopa?

—Treinta y siete… Parece demasiado sacrificio por un solo alemán —dijo Kolya.

—¿Treinta y siete prisioneros enviados a las acerías? Estos hombres ya no son bienes rusos —dijo ella con un tono tranquilo, sin inflexión—. Son mano de obra alemana. Y por Abendroth vale la pena su sacrificio.

Kolya asintió, mirando al Kommandeurwagen en la lejanía.

—Nosotros somos peones y él es una torre; eso es lo que estás diciendo.

—Somos menos que unos peones. Éstos tienen valor.

—Si podemos comer una torre, tenemos valor, también.

Al decir esto, Kolya parpadeó y me miró. De repente una extraña sonrisa apareció en su rostro; toda su cara de cosaco se iluminó ante la magnitud de una nueva idea.

—Quizás haya otra manera. Esperad aquí un momento.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Vika, pero era demasiado tarde.

Kolya ya había empezado a acercarse al más próximo grupo de soldados.

Los alemanes estrecharon los ojos al verlo y movieron los dedos hacia los gatillos de sus armas. Pero Kolya levantó las manos y empezó a charlar con ellos en su lengua nativa, tan alegre y relajado como si estuvieran todos reunidos para contemplar un desfile. Al cabo de treinta segundos se estaban riendo de los chistes o bromas que les contaba. Uno de los soldados le dejó incluso hacer una larga chupada de su cigarrillo.

—Tiene encanto —dijo Vika.

Sonaba como un entomólogo comentando el caparazón de un escarabajo.

—Probablemente piensan que es su hermano ario perdido hace mucho tiempo.

—Vosotros dos formáis una extraña pareja.

—No somos una pareja.

—No me refería a eso. No te preocupes, Lyova, sé que te gustan las chicas.

Mi madre siempre me había llamado Lyova, y oír ese apodo viniendo de la boca de Vika —tan inesperado pero tan natural, como si lo hubiera estado haciendo durante años— casi me produjo ganas de llorar.

—Te hizo enfurecer antes, ¿no? Cuando dijo aquello de desear verme desnuda.

—Dice un montón de estupideces.

—¿Así que no deseas verme desnuda?

Vika mostraba su sonrisa más burlona ahora, de pie con las piernas separadas, las manos metidas en los bolsillos de su mono.

—No lo sé.

En efecto, era una respuesta estúpida y cobarde, pero yo no sabía manejar los picos y valles de la mañana. Por un momento había pensado que me quedaban pocos minutos de vida; al siguiente, una francotiradora de Arkangelsk estaba flirteando conmigo. ¿Estaba realmente flirteando conmigo? Los días se habían convertido en una confusión de catástrofes: lo que parecía imposible por la tarde era un hecho categórico por la noche. Caían cadáveres alemanes del cielo; unos caníbales vendían ristras de salchichas hechas de carne picada de seres humanos en el Mercado del Heno; bloques de apartamentos se derrumbaban; perros convertidos en bombas ambulantes, soldados congelados transformados en postes indicadores; un partisano, con medio rostro, permanecía de pie, tambaleándose en la nieve, mirando con ojos tristes a sus asesinos. Yo no tenía comida en mi barriga, ni grasa en mis huesos, ni tampoco energía para reflexionar sobre este desfile de atrocidades. Sólo seguía moviéndome, esperando encontrar otra media rebanada de pan para mí y una docena de huevos para la hija del coronel.

—Me dijiste que tu padre había sido un famoso poeta.

—No tan famoso.

—¿Es eso lo que quieres ser? ¿Un poeta?

—No. Yo no tengo talento para ello.

—¿Y para qué tienes talento?

—No lo sé. No todo el mundo tiene talento.

—Eso es verdad. Pese a lo que nos dicen siempre.

A juzgar por las apariencias, Kolya estaba dando una gran conferencia a los soldados agrupados a su alrededor en semicírculo, haciendo gestos elaborados para subrayar sus frases. Me señaló con el dedo y yo sentí mi garganta oprimida cuando los soldados alemanes se dieron la vuelta y miraron en mi dirección, curiosos y divertidos.

—¿Qué demonios les estará diciendo?

Vika se encogió de hombros.

—Conseguirá que le peguen un tiro, si no anda con cuidado.

Los soldados parecían dubitativos, pero Kolya siguió engatusándolos y finalmente uno de ellos, meneando la cabeza como si no acabara de creerse lo que estaba escuchando de aquel ruso lunático, se ajustó la correa de su MP40 y se dirigió apresuradamente hacia la parte trasera del convoy. Kolya asintió a los restantes hombres reunidos a su alrededor, hizo una broma final que los hizo reír otra vez y regresó caminando sin prisa hacia nosotros.

—Los nazis te adoran —dijo Vika—. ¿Les estabas citando el Mein Kampf?

—Probé de leerlo una vez. Muy pesado.

—¿Qué les estabas diciendo?

—Les dije que tenía una apuesta para Herr Abendroth. Que mi amigo Lev, un muchacho de quince años del barrio menos elegante de Leningrado, podía jugar sin la dama y aun así ganar al Sturmbannführer en una partida de ajedrez.

—Tengo diecisiete años.

—Oh. Bueno, quince es un insulto aún mayor.

—¿Es una broma? —preguntó Vika, su cabeza inclinada hacia un lado, observando a Kolya y esperando que él le sonriera y explicara que no había hecho una cosa tan estúpida.

—No es ninguna broma.

—¿No piensas que él se preguntará cómo sabías que estaba aquí? ¿Cómo conocías su rango y sabías que jugaba al ajedrez?

—Creo que, en efecto, él se preguntará todas esas cosas. Y que eso despertará su curiosidad y hará que venga a nosotros.

—¿Cuál es la apuesta? —quise saber.

—Si él gana, puede matarnos de un tiro en el acto.

—Puede matarnos de un tiro cuando le venga en gana, estúpido.

—Eso es lo que los soldados dicen. Por supuesto que puede. Pero yo les dije que el Sturmbannführer es un hombre de honor, un hombre de principios. Les dije que confío en su palabra y confío en su espíritu de competición. Esos tipos adoran toda esa mierda de la sangre y el honor.

—¿Y qué conseguiremos, si gano?

—Primero, nos dejará libres a los tres. —Vio nuestras expresiones y nos cortó antes de que pudiéramos hablar—. Sí, sí, pensáis que soy un idiota, pero vosotros dos sois los lentos. No podemos jugar ahora, con el convoy moviéndose. Con un poco de suerte, la partida tendrá lugar esta noche, dentro, lejos de todo esto.

Y Kolya hizo un gesto con la mano, indicando a los soldados alemanes que seguían de pie en relajados círculos, charlando y fumando; las semiorugas cargadas de provisiones; la artillería pesada.

—Nunca nos dejará marchar.

—Evidentemente nunca nos dejará libres. Pero nos resultará mucho más fácil dispararle. Y, si los dioses nos sonríen, quizás incluso tengamos una posibilidad de huir.

—Si los dioses nos sonríen —dijo Vika, burlándose de la pomposidad de Kolya—. ¿Has prestado alguna atención a esta guerra?

Los mecánicos habían reparado la oruga en el obús autopropulsado. El conductor y su tripulación se metieron por la escotilla. Momentos más tarde, el motor tosió y volvió a la vida, y la bestia con su alargada torreta gimió al ponerse en movimiento, rompiendo el hielo que se había formado en torno de sus orugas de acero. Los soldados de infantería no parecían tener mucha prisa en regresar a sus camiones, pero después de sus últimos adioses gritados con voz ronca, mientras los oficiales vociferaban y el convoy empezaba a reemprender su sinuosa marcha, dieron las últimas, y largas, chupadas a sus cigarrillos, los soltaron y volvieron a encaramarse de un brinco a sus semirremolques cubiertos con lonas alquitranadas.

El soldado que había marchado con el mensaje para Abendroth regresó trotando a su unidad. Cuando vio que lo estábamos mirando, hizo un gesto de asentimiento y sonrió. Su cara era sonrosada y carente de vello, sus mejillas redondeadas y resultaba fácil describirlo como un niño calvo y berreante. Nos gritó, una sola palabra en alemán, antes de subirse a su camión ya en movimiento, alargando la mano y dejando que sus compatriotas le izaran a bordo.

—Esta noche —dijo Kolya.

Nuestros guardianes ya nos habían ladrado, sabiendo que nosotros no comprenderíamos y sin importarles. El mensaje era bastante simple. Los prisioneros volvieron a formar filas, con Vika alejada de nosotros y esperamos a que el convoy pasara. Cuando cruzó por delante de nosotros el Kommandeurwagen, traté de descubrir a Abendroth, pero el cristal de la ventanilla era esmerilado.

Recordé algo que me había estado preocupando y me volví hacia Kolya.

—¿Cuál es la segunda cosa que pediste?

—¿Sí?

—Dijiste que si yo ganaba, nos dejaría libres. Así que, ¿cuál es la segunda cosa que pediste?

Bajó su mirada hacia mí, sus cejas se inclinaron una hacia la otra, incrédulo de que yo no fuera capaz de imaginármelo.

—¿No es obvio? Una docena de huevos.