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La línea férrea que conducía a Moscú había sido cortada sólo unos meses antes, pero los raíles estaban ya empezando a oxidarse. La mayor parte de las traviesas habían sido arrancadas del suelo y convertidas en leña para el fuego, aunque estaban impregnadas de creosota y quemarlas constituía un peligro. Kolya caminaba por encima de un raíl, como un gimnasta en la barra de equilibrio, las manos pegadas al costado. Yo le seguía con dificultad, por el centro de las vías, nada dispuesto a jugar su juego, en parte porque estaba irritado con él y en parte porque sabía que perdería.

Los raíles corrían hacia el este pasando por delante de los bloques de apartamentos de ladrillo rojo y los grandes almacenes de tres pisos, así como de las cocheras de tranvías Kotlyarov y de fábricas abandonadas que antaño habían construido artículos que nadie podía ya usar o permitirse durante el tiempo de guerra. Un grupo de muchachas jóvenes que llevaban guardapolvos bajo sus chaquetas de invierno, y estaban bajo la supervisión de un ingeniero del ejército, se afanaban en convertir una oficina de correos en una posición defensiva. La esquina del robusto y viejo edificio había sido demolida para hacer sitio a un nido de ametralladoras.

—Esa de ahí tiene un bonito cuerpo —dijo Kolya, indicando a una mujer con un pañuelo azul de cabeza que descargaba sacos terreros de un camión.

—¿Cómo puedes decirlo?

Era una afirmación absurda. La mujer estaba al menos a cincuenta metros de distancia; su chaqueta era gruesa y acolchada y llevaba varias capas más de ropa debajo de ella.

—Puedo decirlo. Tiene una postura de bailarina.

—Ah.

—Venga, no me sueltes tus ah. Conozco a las bailarinas, créeme. Te llevaré al Teatro Mariinsky una noche de éstas y nos meteremos entre bastidores. Digamos sólo que tengo una reputación.

—Siempre estás hablando de tu reputación.

—Hay pocas cosas en este mundo que me hagan más feliz que los muslos de una bailarina. Galina Uvanova…

—Oh, para.

—¿Qué? Esa mujer es un tesoro nacional. Sus piernas deberían ser esculpidas en bronce.

—Tú nunca has dormido con Galina Uvanova.

Kolya me lanzó una sigilosa sonrisa, una sonrisa que decía que sabía muchas cosas pero que no podía compartirlas todas de una vez.

—Nunca dije que hubiera dormido con ella.

—Lo estabas dando a entender.

—Estoy siendo cruel —reconoció—. Hablarte de cosas de esa naturaleza… Es sádico. Como hablarle de Velázquez a un ciego. Cambiemos de tema.

—¿No quieres hablar sobre bailarinas, con las que nunca has dormido, durante los próximos treinta y nueve kilómetros?

—Tres chicos van a una granja a robar gallinas —empezó con su voz de contar chistes. Usaba un acento diferente para las bromas, aunque yo no podía decir qué clase de acento se suponía que era, o por qué pensaba que eso hacía las cosas más divertidas—. El granjero los oye y se precipita hacia la granja. De manera que los chicos se meten en tres sacos de patatas y se esconden.

—¿Va a ser un chiste largo?

—El granjero pega un puntapié al primer saco, y el chico de dentro dice: «¡Miau!», fingiendo ser un gato.

—Oh, ¿fingía ser un gato?

—Es justo lo que acabo de decir —dijo Kolya, mirándome para ver si yo iba a empezar una discusión.

—Sé que finge ser un gato. Una vez que dice «Miau», es evidente que está fingiendo que es un gato.

—¿Vuelves a estar de mal humor porque me acosté con Sonya? ¿Estás enamorado de ella? ¿Pasaste un buen rato con ese, como se llame, el cirujano? Estabais muy monos acurrucados los dos juntos al lado de la estufa.

—¿Y tú, qué acento estás empleando? ¿Es ucraniano?

—¿Qué acento?

—Cada vez que cuentas un chiste utilizas ese estúpido acento.

—Escucha, Lev, mi pequeño león. Lo siento. Sé que no es fácil para ti yacer ahí toda la noche, con tu cosa en la mano, escuchando su felicidad …

—Mira, tú cuenta tu estúpido chiste.

—… pero te prometo que antes de que llegues a los dieciocho… ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—Oh, cállate.

—Te voy a encontrar una chica. ¡Desprecio calculado! No lo olvides.

Durante todo este rato, él seguía caminando encima del raíl, un pie delante del otro, sin perder nunca el equilibrio, sin mirar nunca abajo, avanzando más deprisa de lo que yo podía hacerlo caminando normalmente.

—¿Por dónde iba? Ah, el granjero que golpea el primer saco: «Miau», y así sucesivamente. Golpea el segundo saco, y el chico de dentro dice: «¡Guau!», fingiendo ser …

Kolya me señaló para que terminara la frase.

—Una vaca.

—Un perro. Cuando golpea el tercer saco, el chico de su interior dice: «¡Patatas!».

Caminamos en silencio.

—Bueno —dijo Kolya finalmente—. Hay quien piensa que es divertido.

En las afueras de la ciudad, los bloques de apartamentos ya no estaban amontonados uno encima del otro. El hormigón y el ladrillo se veían ahora interrumpidos por extensiones de marismas congeladas y parcelas cubiertas de nieve, donde estaba programado levantar futuros edificios, antes de que la guerra pusiera fin a toda construcción. Cuanto más nos alejábamos del centro de la ciudad, menos civiles veíamos. Camiones del ejército con cadenas en los neumáticos pasaban traqueteando, los debilitados soldados subidos a los vehículos de plataforma mirándonos sin el menor interés mientras se dirigían al frente.

—¿Sabes por qué se llama Mga? —preguntó Kolya.

—¿Son las iniciales de alguien?

—Maria Gregorevna Apraksin. Uno de los personajes de El podenco del patio se basa en ella. Heredera de una larga estirpe de mariscales de campo, malversadores y lamedores de culos reales. Está convencida de que su marido trata de asesinarla para poder casarse con su hermana.

—¿Y es así?

—No, al principio, no. Ella está completamente paranoica. Pero no se calla nunca al respecto, y entonces él empieza a enamorarse de la hermana. Y se da cuenta de que realmente la vida sería mejor sin su esposa. De manera que acude a Radchenko en busca de consejo, pero no sabe que Radchenko lleva años jodiendo con la hermanita.

—¿Qué otra cosa escribió?

—¿Hum?

—Ushakovo —dije yo—. ¿Qué otros libros escribió?

El podenco del patio, es todo. Es una historia famosa. El libro se publicó y fue un fracaso. Hubo una sola crítica y lo destrozó. Lo calificó de vulgar y despreciable. Nadie lo leía. Ushakovo trabajó en ese libro durante once años. Once años, ¿puedes imaginarlo? Y desaparece como si hubiera sido lanzado al océano. Pero él inicia el trabajo otra vez, una nueva novela; sus amigos, que tienen acceso a pequeñas partes de ella, dicen que es su obra maestra. Excepto que Ushakovo se vuelve cada vez más religioso, pasando el tiempo con este dignatario de la iglesia que le convence de que la ficción es obra de Satanás. Y, una noche, Ushakovo se queda tan convencido de que va a ir al infierno, que es presa del más completo pánico y arroja el manuscrito al fuego. Puf, se fue.

Aquello me sonaba extrañamente familiar.

—Pero eso es justo lo que le pasó a Gogol.

—Bueno, no; no exactamente. Es muy diferente en lo que se refiere a los detalles. Pero es un interesante paralelismo, estoy de acuerdo.

Los raíles se apartaban de la carretera, pasando por delante de bosquecillos de jóvenes abedules, demasiado pequeños y delgados para servir de leña. Cinco blancos cuerpos yacían boca abajo en la nieve. Una familia de fallecidos en invierno, el padre agarrando todavía la mano de la esposa; sus hijos muertos, esparcidos a corta distancia. Dos estropeadas maletas de piel aparecían abiertas al lado de los cadáveres, vacías de todo excepto de algunos marcos de fotos resquebrajados.

Las botas y ropa de la familia les habían sido arrancadas. Sus nalgas cortadas por hachas, la carne más blanda, la más fácil para hacer empanadas y embutidos. Yo no podía saber si la familia había muerto por arma de fuego o acuchillada, o por la explosión de una granada de la artillería alemana, o por caníbales rusos. Y no quería saberlo. Llevaban muertos bastante tiempo, al menos una semana, y sus cuerpos habían comenzado a formar parte del paisaje.

Kolya y yo continuamos hacia el este a lo largo de la línea de Vologda. Kolya ya no contó más chistes aquella mañana.

Un poco antes del mediodía llegamos al límite de las defensas de Leningrado: marañas de alambradas, zanjas de tres metros de profundidad, dientes de dragón, nidos de ametralladoras, baterías antiaéreas y tanques KV-1 cubiertos de blancas redes de camuflaje. Los soldados que habíamos visto antes nos habían ignorado, pero ahora estábamos demasiado al este para ser civiles, y formábamos una pareja demasiado extraña para ser del ejército. Cuando caminábamos a lo largo de las vías, un grupo de jóvenes soldados rasos, que quitaban la lona alquitranada de un camión con tracción a las seis ruedas, se dio la vuelta para mirarnos.

Su sargento se dirigió hacia nosotros, sin apuntarnos con su carabina, exactamente, pero tampoco apuntando hacia otro lado. Tenía la actitud de un militar de toda la vida, y los pronunciados pómulos y ojos estrechos de un tártaro.

—Vosotros dos, ¿tenéis papeles?

—Los tenemos —dijo Kolya, buscando en su chaqueta—. Tenemos excelentes papeles.

Le tendió la carta del coronel e hizo un gesto señalando al camión.

—¿Es el nuevo modelo de Katyusha?

La lona había caído al suelo, revelando unas filas de soportes paralelos que apuntaban hacia el cielo, esperando ser cargados de cohetes. Según lo que habíamos oído por la radio, los alemanes temían a los lanzacohetes Katyusha más que a cualquier otra arma soviética… Los llamaban los órganos de Stalin, por el aullido bajo y lúgubre que emitían.

El sargento miró al lanzador de cohetes y luego otra vez a Kolya.

—Eso no te importa. ¿De qué ejército eres?

—Del Cincuenta y Cuatro.

—¿El Cincuenta y Cuatro? Deberíais estar en Kirishi.

—Sí —dijo Kolya, brindando al sargento una enigmática sonrisa y asintiendo hacia la carta que estaba en las manos del hombre—. Pero las órdenes son las órdenes.

El sargento desplegó la carta y leyó. Kolya y yo observamos cómo los soldados situaban los cohetes provistos de aletas en la cola sobre los raíles de la Katyusha.

—¡Mandadlos al infierno esta noche! —gritó Kolya.

Los soldados del camión nos miraron y no dijeron nada. Daban la impresión de no haber dormido durante días; les hacía falta toda su concentración para cargar los cohetes sin dejarlos caer; no era cosa de desperdiciar energías en unos locos.

Poco dispuesto a ser ignorado, Kolya empezó a cantar. Tenía una voz de barítono, fuerte y confiada.

—«En la orilla, Katyusha empieza a cantar, acerca de una orgullosa águila gris de la estepa, sobre aquel al que Katyusha ama profundamente, sobre aquel cuyas cartas ella guarda».

El sargento terminó de leer la carta y la volvió a doblar. El mensaje del coronel evidentemente le había impresionado; miró a Kolya ahora con auténtico respeto, siguiendo con la cabeza el ritmo de la vieja canción.

—Eso es. He oído a la propia Ruslanova cantarla durante la Guerra de Invierno. La ayudé con la mano cuando salía de entre bastidores, pensé que tenía una copa de más. ¿Sabéis lo que me dijo? «Gracias, sargento», dijo. «Usted parece un hombre que sabe usar sus manos». ¿Qué piensas de eso? Siempre la escandalosa Ruslanova. Pero es una hermosa canción.

Golpeó en el pecho a Kolya con la carta, devolviéndosela, sonriéndonos a ambos.

—Lamento haberos parado, chicos. Ya sabéis cómo es esto… Me dicen que hay trescientos saboteadores en Leningrado y que llegan más cada día. Pero ahora que sé lo que hacéis, trabajar para el coronel…

Le guiñó un ojo a Kolya.

—Lo sé todo al respecto, organizar a los partisanos, eso es. Dejáis que nosotros, los regulares, los ataquemos por delante, y vosotros los atacáis por detrás. El próximo verano llenaremos el Reichstag de calientes cagajones.

Kolya había leído en voz alta la carta del coronel el día que nos la entregaron, y no hacía mención alguna de partisanos… Decía sólo que no debíamos ser detenidos u hostigados mientras operábamos bajo la discreción del propio coronel… Pero los periódicos estaban llenos de historias sobre simples campesinos que habían sido entrenados para luchar como mortales guerrillas por especialistas de la NKVD.

—No dejéis de hacerlos bailar con el órgano aquí —dijo Kolya. No sé si estaba imitando intencionadamente la manera de hablar del sargento o no—, y nosotros nos aseguraremos de que no puedan conseguir más strudel de la Vaterland.

—¡Ahí vais! ¡Ahí vais! Cortadles las líneas de suministro, hacedles morir de hambre en los bosques, y será otra vez como en 1812.

—Pero no habrá ninguna Elba para Hitler.

—No, no, para él, no. ¡Ninguna Elba para Hitler!

Yo no estaba completamente seguro de que el sargento supiera qué era Elba, pero él se mostraba inflexible sobre que Hitler no la alcanzaría.

—¡Le meteremos una bayoneta en las pelotas, pero ninguna Elba!

—Deberíamos seguir avanzando —dijo Kolya—. Tenemos que llegar a Mga al anochecer.

El sargento dejó escapar un silbido.

—Eso es mucho camino. Quedaos en los bosques, ¿oís? Fritz es dueño de las carreteras, pero un ruso no necesita una carretera para caminar, ¿verdad? ¡Ja! ¿Tenéis bastante pan? ¿No? Nosotros podemos prescindir de un poco. ¡Iván!

El sargento gritaba a un joven y desaliñado soldado raso que estaba junto al camión.

—Busca un poco de pan para estos chicos. Van a cruzar las líneas.