8: La Torre Negra

8

La Torre Negra

El dolor aumentaba de manera constante mientras Malus avanzaba a grandes zancadas por los corredores del palacio del Rey Brujo, y le presionaba los ojos desde el interior como el vapor dentro de una tetera. La sangre le golpeaba las sienes tomo si fueran tambores fúnebres que reverberaban en el estrecho cráneo, hasta el punto de que habría jurado que los sentía en los dientes. Los labios de Malus se tensaban en una feroz mueca de dolor que hacía que los nobles lo miraran con inquietud y los sirvientes posaran la vista fijamente sobre él al apartarse de su camino cuando pasaba.

Sus extremidades funcionaban mecánicamente mientras la mente exhausta luchaba por entender el reciente cambio de su suerte. ¿Cómo había logrado Nagaira hacerse con el mando de un ejército? Sólo habían pasado tres meses desde que se había enfrentado con ella en los túneles del subsuelo de Hag Graef, cuando su hermana había intentado destruir la ciudad en un acto de sanguinaria venganza. Él le había infligido una herida terrible con la Daga de Torxus, un arma mágica que cercenaba el vínculo entre cuerpo y alma, e inmovilizaba a esta última en el sitio en que había sido asesinada para que sufriera como espíritu atormentado para siempre. Sin embargo, su media hermana no había muerto; al igual que Malus, no tenía un alma que la daga pudiera robarle. Había hecho un pacto blasfemo con los Dioses del Caos y había recibido poderes inimaginables a cambio de sus servicios. Tal vez había usado su nuevo poderío para subyugar a algunas tribus del norte, o quizá se las habían entregado como parte del arcano pacto. Él había aprendido amargamente que los Poderes Malignos eran liberales con sus dones, siempre y cuando también fueran satisfechos sus propios intereses.

Y aun así, la tremenda escala de los actos de Nagaira le causaba vértigo a Malus. ¿Cuáles eran sus verdaderos motivos? Tenía que ser algo más que la mera venganza, sin duda. ¿Iba tras Tz’Arkan como creía Morathi? ¿Acaso el demonio por sí solo podía merecer la pena de tantos esfuerzos? Malus sintió que un escalofrío le recorría la espalda al considerar esa posibilidad. No menos de cinco paladines del Caos, poderosos brujos y hechiceros todos ellos, habían combinado sus temibles poderes para invocar y atrapar al demonio en el templo del remoto norte. A pesar de lo poderosos que eran, los paladines sabían que el demonio les conferiría aún más fuerza. Y hasta donde el noble había podido determinar, Tz’Arkan había hecho precisamente eso. Durante un tiempo los paladines habían caminado sobre la tierra como dioses y habían hecho temblar el mundo bajo sus pies.

Malus sabía que Nagaira conocía las historias mucho mejor que él. Sus frías manos se cerraron en puños mientras avanzaba a grandes zancadas por los laberínticos corredores. Ella era capaz de comprender el pasmoso potencial del ser que acechaba bajo la piel de Malus, y sabría cómo someterlo a su propia voluntad.

«Cuando me tenga en sus garras, negociará con el demonio a través de mí —comprendió, y su expresión se tornó feroz—. Incluso podría dejar que el demonio se apoderara de mi alma como prueba de buena voluntad, y luego usar las cinco reliquias para cambiárselas a Tz’Arkan por más poder aún». Podría vengarse de Malus y volverse tremendamente más poderosa en el proceso: el tipo de venganza más dulce que existía, en opinión de él. ¿Y luego? ¿Quién podía saberlo? Tal vez marcharía contra Naggarond de todos modos, para enfrentarse con Malekith. Con Tz’Arkan sometido a su voluntad, Nagaira muy bien podría derrocar al Rey Brujo y reclamar la propiedad de la Tierra Fría.

El dolor continuó aumentando a medida que dejaba atrás la Corte del Dragón. La presión que sentía en los ojos se agudizó hasta causarle la sensación de que agujas puntiagudas se le clavaban para abrirle blancos orificios de luz en el rabillo de los ojos. Pasados diez minutos, le dolía el simple respirar. El aire parecía rasparle los labios y dientes como una lima. Se tambaleó y tendió las manos hacia delante para estabilizarse contra las paredes de piedra desnuda, al mismo tiempo que obligaba a sus piernas a seguir avanzando.

Llegó a la puerta de sus aposentos sin darse cuenta, se apoyó contra los paneles de madera y manoteó en busca de la anilla de hierro en medio de una ciega niebla de dolor. Cómo había hallado el camino de regreso desde la corte a través de los laberínticos pasillos de la fortaleza constituía un misterio que en ese momento era incapaz de considerar. La puerta se abrió de golpe y entró dando traspiés en una estancia brillantemente iluminada, donde sobresaltó a un trío de esclavos que se atareaban en preparar ropas nuevas y disponer una pulimentada armadura en un pedestal situado al pie de la cama. Habían limpiado y afilado el hacha robada, la cual relumbraba sobre una mesa cercana.

—Fuera todos —gruñó Malus, agitando coléricamente las manos hacia las borrosas formas que se inclinaron con incertidumbre al otro lado de la habitación. Avanzó con paso vacilante hasta la mesa y cerró las manos sobre el mango del hacha—. ¡He dicho fuera! —rugió, blandiendo la terrible arma.

Los esclavos huyeron de la habitación en silenciosa estampida, protegiéndose la cabeza con las manos. Cuando la puerta se cerró, dejó que el hacha le resbalara de las manos y se lanzó hacia la cama, donde hundió la cara en las sábanas con un gemido bestial.

Y entonces oyó la voz que le siseó en los tímpanos como una serpiente:

—Me decepcionas, pequeño druchii —susurró el demonio con odio.

Y de pronto sintió que se contraía súbitamente el nido de serpientes que le rodeaba el corazón.

El dolor no podía compararse con nada que hubiera sentido antes. Los pulmones se le vaciaron completamente de aire. Malus jadeó como un pez fuera del agua, con los ojos muy abiertos, aferrándose el pecho. El noble resbaló de la cama hasta caer al suelo y rodó para ponerse de costado en su lucha por respirar.

—¿Qué necedad es esta de doblar la rodilla ante esa parodia de rey y jugar a la guerra, cuando tú y yo tenemos asuntos pendientes? —continuó Tz’Arkan—. ¿Te has acostumbrado demasiado a mi presencia durante estos últimos meses? ¿Has olvidado el trato que tenemos tú y yo? Te aseguro, Darkblade, que yo no lo he hecho.

Un rugido le inundó los oídos y su visión comenzó a enrojecerse como si una marea de sangre ascendiera desde la periferia de su campo visual. Temblando a causa del esfuerzo, Malus inspiró un poco de aire.

—La reliquia… —jadeó—. Mi… madre…

La presa sobre su corazón se apretó de golpe; durante una fracción de segundo Malus tuvo la certeza de que le iba a estallar. Todo lo que veía era rojo; el noble gimió débilmente y cerró los ojos con fuerza.

—¿Qué tiene eso que ver con esto? —gruñó el demonio, y Malus sintió en los huesos el frío toque del enojo de Tz’Arkan—. ¿Es esta otra de sus patéticas maquinaciones?

—Ella dijo…, dijo que el camino que conduce a la reliquia se encuentra aquí —gimió el noble—. Tal vez… está… en la Torre Negra…

—¿Tal vez? —El demonio hervía de furia—. ¿Colgarás tu alma de un hilo tan endeble?

—De momento es… todo lo que tengo —jadeó Malus. Un rugido le inundaba los oídos, haciéndose más fuerte a cada momento. La oscuridad lo llamaba y sintió que se encontraba más cerca de la muerte que nunca antes—. Con independencia de lo que planee… yo formo parte del plan —susurró—. Así pues… no me desviará… del camino; al menos, no de momento.

El demonio no replicó. Durante un solo y agónico instante, Malus sintió que la presa de Tz’Arkan continuaba apretando, y luego, sin previo aviso, simplemente desapareció. Inspiró como un hombre que se ahoga, al mismo tiempo que rodaba para tenderse boca abajo y se mordía el labio inferior con el fin de no gritar. El demonio se enroscaba y reptaba por dentro de su pecho, y deslizaba negros zarcillos por la parte posterior de su cuello y su cráneo.

—Reza porque estés en lo cierto, pequeño druchii —dijo Tz’Arkan—. Cualesquiera que sean sus motivos, no es de ella de quien debes guardarte. Yo me hago más fuerte con cada latido de tu miserable corazón. Dentro de poco seré capaz de hacerte daño de maneras que no puedes imaginar siquiera. Y estaré vigilando cada uno de tus movimientos, Darkblade. Pisa con cuidado.

Sintió que la presencia del demonio disminuía. La presión que notaba dentro de la cabeza comenzó a ceder. Pasaron varios minutos antes de que pudiera enderezarse y parpadear como un búho bajo el resplandor de las pálidas luces brujas. Le dolían todos los músculos. Lentamente, se puso de rodillas. Sobre las piedras situadas debajo de su cabeza cayeron gruesas gotas, y se dio cuenta de que tenía húmedo el labio superior. Se lo tocó con dedos temblorosos, y al retirarlos vio que los tenía sucios de un frío icor negro.

Había un espejo situado junto a la ahora vacía bañera. Malus se acercó a él con paso tambaleante, y miró atentamente el cristal azogado. La cara que le devolvía la mirada era una que apenas reconoció. Tenía el rostro todavía más macilento y demacrado de lo que recordaba, con la piel grisácea tensada sobre músculos como cuerdas, y finas cicatrices blancas que formaban una febril máscara de crueldad y odio. De la afilada nariz, las orejas puntiagudas y los rabillos de los ojos le caían regueros de icor.

¡Sus ojos! Con sobresalto, Malus se dio cuenta de que ya no eran del color del latón caliente; por el contrario, los iris eran como esferas de pulido azabache, tan enormes que casi no se veían las escleróticas. ¿Cuándo se había desvanecido el camuflaje de Tz’Arkan? Pensar que ahora el demonio podía alterarle o cambiarle el cuerpo según fuera su capricho hizo que el miedo calara en Malus hasta el fondo.

Oyó que la puerta de la habitación crujía al abrirse a su espalda. Con rapidez, cogió un paño húmedo que estaba colgado en el borde de la bañera y se lo llevó a la cara.

—Da un paso más y te partiré el cráneo —le gruñó al intruso.

—Te invito a intentarlo —replicó la ya conocida ronca voz de Nuarc—. Pero, con demonio o sin él, creo que lo lamentarías.

El noble se frotó ferozmente las mejillas para disimular la sorpresa.

—Te pido perdón, mi señor —dijo—. Pensaba que era uno de esos malditos sirvientes. —Después de inspeccionarse la cara para asegurarse de que se había limpiado hasta la última gota de icor, envolvió rápidamente el paño manchado y lo arrojó dentro de la bañera. Giró para mirar al general, e hizo un gesto hacia las prendas de ropa y la armadura colocadas sobre la cama.

—Dame un momento para cambiarme, y podré abandonar la fortaleza de inmediato.

Nuarc le dedicó a Malus una penetrante mirada, con expresión dubitativa.

—No pareces estar en condiciones de quitarte siquiera las botas, y mucho menos de hacer frente a otra marcha forzada —gruñó, pero asintió a regañadientes—. Aunque no espero que algo así te detenga. Eres un rencoroso bastardo de corazón duro, ya lo creo que sí. —El señor de la guerra sacó una placa metálica del cinturón, y avanzó hacia el noble—. Aquí tienes el poder del Rey Brujo —dijo al mismo tiempo que se lo ofrecía a Malus con tanta indiferencia como si le pasara una botella de vino—. Te aconsejaría que lo usaras con prudencia, pero ¿de qué serviría? Con ese documento en las manos, puedes muy bien hacer cualquier cosa que te dé la gana, y nadie te mirará de soslayo.

Malus aceptó la placa de manos de Nuarc. Se parecía mucho al poder de hierro que una vez le había concedido el drachau de Hag Graef. Este era un poco más largo, tal vez medía unos cuarenta y cinco centímetros, y el metal que lo protegía era plata sin bruñir en lugar de hierro. Abrió las placas con bisagras y estudió el pergamino del interior.

Había esperado una larga declaración que mencionara sus derechos y privilegios con todo detalle. En cambio, sólo había dos frases sencillas: «El portador de este poder, Malus de Hag Graef, me pertenece y actúa solamente en mi nombre. Haced lo que ordene, o arriesgaos a sufrir mi cólera».

Debajo de las arcaicas frases en idioma druchast, estaba estampado el sello del dragón de Malekith, Rey Brujo de Naggaroth.

Malus cerró las placas con cuidado, y saboreó la sensación del fresco metal en las yemas de los dedos. «Esta es la sensación que causa la omnipotencia», pensó. Con el poder en sus manos, había pocas cosas que no pudiera hacer dentro de las fronteras del reino. Sólo los más altos nobles del territorio eran inmunes a su autoridad, y él no respondía ante nadie más que el Rey Brujo. Una lenta, voraz sonrisa apareció en su rostro.

—Es una trampa, por supuesto —dijo el señor de la guerra al leer la expresión de los negros ojos de Malus—. Estoy seguro de que te das cuenta de eso.

El noble se detuvo y su sonrisa se desvaneció.

—¿Una trampa? —preguntó al mismo tiempo que dejaba cuidadosamente la placa sobre la cama.

Ahora le tocaba a Nuarc el turno de sonreír.

—Por supuesto que lo es. Considera la situación —dijo mientras se paseaba lentamente por la habitación—. Esa hermana tuya ha atacado el reino en un momento en que estamos más vulnerables. Ella lo sabe, ya que sus observaciones sobre Hag Graef y el Arca Negra nos dicen que está bien enterada de hasta qué punto nos hemos debilitado. La única manera que tenemos de detenerla es que se mantenga ocupada durante el tiempo suficiente para que Malekith pueda peinar las ciudades y reunir hasta el último guerrero al que pueda ponerle las manos encima, con el fin de formar un ejército lo bastante grande como para equipararse con el de ella. —El señor de la guerra señaló a Malus con un largo dedo—. Y tú eres lo único que retendrá la atención de Nagaira con absoluta seguridad.

Malus pensó en el asunto.

—De ser así, ¿por qué no enviarme simplemente a la Torre Negra cargado de cadenas? Nagaira hará pedazos la ciudad de todos modos para intentar llegar hasta mí, con o sin el poder del Rey Brujo.

Nuarc le dedicó a Malus una mirada de soslayo.

—Carga de cadenas a un druchii, y buscará la primera oportunidad de escapar. Dale poder a un druchii, y luchará como un demonio para conservarlo, con independencia de los riesgos. —Atravesó la habitación y recogió el poder—. Este trozo de pergamino es más fuerte que cualquier cadena que se haya forjado jamás —declaró con su voz ronca—. Puede ser que te creas listo, pero Malekith es capaz de ver a través de ti. Para él no eres más que otro peón. Te usará como señuelo para atraer a Nagaira hacia la Torre Negra, y una vez que ella haya sido rechazada tú volverás a ser sólo un proscrito.

Malus extendió una mano y le quitó el poder a Nuarc.

—Entonces, ¿por qué me cuentas todo esto? ¿Estás traicionando los planes secretos de tu señor?

El señor de la guerra soltó una áspera, rasposa carcajada.

—¡Será mejor para el Rey Brujo que entiendas la posición en que te encuentras, y que comprendas que no hay nada que puedas hacer para cambiarla! He oído informes sobre tu labor de general en las recientes luchas entre el Arca Negra y Hag Graef; lo hiciste modestamente bien contra las fuerzas de Isilvar. Eres joven y voluntarioso, pero tienes una mente aguda debajo de toda esa necedad. Lo que es más, puedes ser condenadamente impredecible, y esa es la razón por la que estoy aquí —dijo—. Quiero que entiendas hasta qué punto te tiene atrapado Malekith. No intentes ninguna estupidez; no serviría de nada, y probablemente nos dejaría en una posición aún más insostenible que la que ocupamos ahora. La mejor posibilidad que tienes de conservar la cabeza sobre los hombros es obedecer las órdenes y disfrutar del poder que tienes mientras lo tengas.

—Hasta que haya pasado el peligro —declaró Malus con frialdad—, y luego me ataréis a un poste, en la encrucijada.

Nuarc, impávido, miró al noble a los ojos.

—¿Preferirías enfrentarte a las tiernas atenciones de tu hermana?

Malus suspiró.

—Me has convencido, mi señor —dijo, y volvió a arrojar el poder sobre la cama, para comenzar a soltar las correas de la armadura—. Dentro de una hora estaré listo para partir.

—Muy bien —dijo el señor de la guerra con un breve asentimiento de cabeza, y se volvió para salir de la habitación—. Diré a los sirvientes que vuelvan a entrar para que te ayuden a cambiarte y te traigan una buena comida. Probablemente será la última que tomarás durante los próximos días.

Nuarc salió al corredor y les voceó órdenes a los sirvientes. Malus desató los cordones del peto con bruscos y coléricos tirones, mientras posaba una mirada feroz sobre el poder del Rey Brujo.

* * *

Los negros corceles de los infinitos pasaron como una exhalación por encima de la boscosa cumbre y descendieron por la ladera del otro lado, con los brillantes flancos agitados y los lustrosos cascos batiendo las apisonadas cenizas que cubrían el Camino de la Lanza al llegar a la Llanura de Ghrond. Caía una nevada ligera que era arrastrada por el frío viento del norte en lacerantes ráfagas que susurraban entre los oscuros pinos.

En lo alto de la cumbre, Malus frenó a Rencor para observar la amplia llanura, con los dientes desnudos a causa del cortante frío. Ya tenía las mejillas y la nariz agrietadas a causa de las bajas temperaturas, pero el dolor lo mantenía más despierto y alerta que cualquier dosis de barvalk. Su exhausto y dolorido cuerpo oscilaba sobre la silla de montar. Nuarc les había ordenado a los Infinitos que lo llevaran hasta la Torre Negra con toda prontitud, y el paso adoptado había hecho que el viaje desde Har Ganeth por el Camino de los Esclavistas pareciera ocioso en comparación. Se detenían sólo una vez cada pocos días para tomar una comida fría y beber una ración de licor de enanos, y lo poco que pudo dormir el noble fue mientras cabalgaban. Malus ya no podía decir con certeza qué día era, pero hasta donde podía calcular habían cubierto la distancia hasta la Torre Negra en sólo cuatro jornadas. Incluso los negros corceles parecían hallarse al límite de su resistencia, lo que el noble no habría creído posible.

Allá abajo, los jinetes de vanguardia de los infinitos alzaban una nube de polvo gris pálido al galopar por la negra cinta del camino que atravesaba la llanura. La extensión cenicienta se alargaba hacia el este y el oeste hasta donde alcanzaba la vista, mientras que en el horizonte norte se erguía la dentada, rota línea gris hierro de las montañas que señalaban el límite de los Desiertos del Caos. A una legua hacia el norte, más o menos, alzándose de la pálida ceniza como la negra lanza de un centinela, se hallaba la Torre de Ghrond.

Cada una de las seis grandes ciudades de Naggaroth servía a un propósito para los druchii en su conjunto: Karond Kar construía las esbeltas naves negras que los capitanes corsarios usaban en sus incursiones esclavistas, mientras que Clar Karond era la cámara de compensación para el comercio de esclavos generado por los corsarios. De modo similar, Har Ganeth forjaba las armas y armaduras para equipar a los guerreros del Estado, mientras que podía decirse que la Torre Negra era la forja que hacía a los propios guerreros. Cada unidad de soldados reunida en la Tierra Fría era enviada a la Torre Negra para ser entrenada en las artes de la guerra. Unidades de lanceros y caballería se turnaban en las atalayas que había a lo largo de la frontera septentrional, y recibían su bautizo de sangre en incursiones al otro lado de la frontera, al interior de los Desiertos, encabezadas por hijos de prominentes familias nobles que estaban allí para aprender los rudimentos de la comandancia. La Torre Negra era el punto de unión de las marcas septentrionales, construida en una época en que los druchii temían que una invasión procedente de los desiertos fuera una amenaza constante.

El nauglir alcanzó la base de la empinada cuesta con unos cuantos saltos, gruñendo quejicosamente cuando el noble lo espoleó para que se lanzara al trote. Lo poco que Malus sabía sobre la Torre Negra lo había sacado de libros que había en la biblioteca de su padre; Lurhan no había creído necesario dar a su hijo bastardo la formación que habían recibido sus hijos mayores.

Ghrond era una ciudad sólo en cuanto a la población y la abundancia de estructuras; en realidad, se trataba de un campamento militar permanente cuyos edificios estaban únicamente dedicados a propósitos marciales. Esta ciudad fortaleza tenía una muralla exterior de forma hexagonal de más de doce metros de altura, que en la parte superior era lo bastante ancha como para que un destacamento de caballeros pudiera cabalgar sobre sus nauglirs a lo largo de ella, en formación de dos en fondo. Cada ángulo del hexágono estaba doblemente fortificado por un reducto de forma triangular que en sí mismo era una ciudadela, con sus propias barracas, armería y almacenes. El reducto sobresalía bastante de las murallas, con el fin de que los arqueros y lanzadores de virotes pudieran disparar a lo largo de ellas y atrapar a los atacantes en un mortífero fuego cruzado. Al igual que los reductos, las dos entradas de la ciudad también estaban fortificadas con imponentes cuerpos de guardia que podían dejar caer una lluvia de muerte sobre cualquiera que intentara abrirse paso a través de las puertas reforzadas con hierro.

Desde el cuerpo de guardia sur los centinelas veían todo el Camino de la Lanza hasta las lejanas colinas. Al aproximarse los infinitos, el formidable lamento de un cuerno se alzó por encima de las almenas, y la enorme puerta se abrió lentamente. Una mirada a las caras plateadas de los jinetes y a sus negros corceles bastó para convencer a los centinelas de su identidad.

Al cabo de pocos minutos, Malus pasaba por debajo del arco de la puerta sur y entraba en un estrecho túnel alumbrado sólo por un puñado de lámparas de luz bruja. Pesados bloques de piedra parecían presionar desde todas partes, y el noble distinguió estrechas saeteras abiertas a lo largo de ambas paredes y orificios en el techo. Diez metros más allá, el noble se sorprendió al ver que el túnel describía un giro cerrado hacia la derecha, y luego volvía a desviarse a la izquierda. Era una curva que a las carretas les resultaba difícil, y que sería imposible para un ariete, según advirtió con aprobación. Un atacante que lograra penetrar la primera puerta, se encontraría atascado en los oscuros confines del túnel y sería despiadadamente masacrado por los defensores del cuerpo de guardia.

Otros diez metros más adelante, el noble salió por la puerta interior a una pequeña plaza de entrenamiento rodeada por bajas barracas de piedra. En la plaza había soldados de infantería que se entrenaban en formación, y en el aire resonaba el estruendo de los martillos procedente de las forjas cercanas, donde los armeros preparaban los pertrechos de batalla de la guarnición. El comandante de los infantes alzó la espada para saludar a los jinetes que pasaban, y luego volvió a bramarles órdenes a sus soldados.

El espacio que mediaba entre la muralla exterior y la interior estaba abarrotado de barracas, establos, almacenes, forjas y cocinas, todo organizado en distritos fortificados que podían operar como plazas fuertes independientes en caso de que el enemigo abriera una brecha en la muralla exterior. Un invasor tendría que dedicar un tiempo precioso, y miles de vidas, a despejar esos edificios y luchar a lo largo de las estrechas calles, antes de llegar a la muralla interior propiamente dicha. Malus había leído en alguna parte que cada edificio, además, había sido construido de tal modo que la gente del interior podría derrumbarlo cuando toda esperanza se hubiera perdido, y así negarles sus fortificaciones a los conquistadores.

A diferencia de otras ciudades druchii, las calles de Ghrond estaban trazadas en línea recta para facilitar el rápido movimiento de tropas. Malus y los infinitos avanzaron a buen paso por las bulliciosas avenidas. Ante ellos se alzaba la negra mole de la muralla interior de la fortaleza, cuyas almenas erizadas de púas se levantaban dieciocho metros por encima de los distritos fortificados de la ciudad.

Al igual que la muralla exterior, la interior tenía forma hexagonal, con seis pequeños reductos y un solo cuerpo de guardia, de sólida construcción. Al otro lado se alzaba la Torre Negra en sí, rodeada de torres menores como la ciudadela de cualquier drachau, y cubierta de torreones rodeados de púas y provistos de una batería de pesados lanzadores de virotes. Cuando al noble y los infinitos les permitieron atravesar el cuerpo de guardia interior, Malus no pudo evitar sacudir la cabeza con admiración. Todo el poder de las atalayas combinadas no podía igualar la potencia que la sólida construcción confería a aquella fortaleza. Unos pocos miles de druchii podían defender la Torre Negra contra una fuerza más de diez veces superior. Era una trampa mortal expertamente diseñada, construida sólo para acabar con un ejército invasor. Y él, según observó Malus con amargura, estaba destinado a ser el cebo.

Al otro lado de la muralla interior, Malus dio con un pequeño patio umbrío situado al pie de la gran torre. Un destacamento de la Guardia Negra estaba apostado al otro lado del patio, con los blancos rostros impasibles y las alabardas de aspecto malévolo en posición de ataque. Unos ayudantes ataviados con armadura ligera y con la librea del drachau de la torre salieron corriendo de un establo adyacente cuando los infinitos desmontaron pesadamente. Malus hizo otro tanto, y se detuvo sólo para comprobar el buen estado de la alforja que contenía las reliquias del demonio, y pasar una posesiva mano por encima de la envuelta empuñadura de la Espada de Disformidad. Percibió el apagado calor a través de las capas de tela y se sintió terriblemente tentado de desenvolverla y colgarla del cinturón. A fin de cuentas, ¿quién iba a reconocerla allí? Pero el recuerdo de la matanza de Har Ganeth lo obligó a alejar de sí la tentación. No podía permitirse cometer otra inconsciente carnicería en aquel lugar. Con un profundo suspiro, el noble apartó la mano y, en cambio, sacó el hacha de la silla de montar; a continuación, comprobó que llevaba el poder de Malekith bien seguro dentro del cinturón. En ese mismo momento se oyó un entrechocar de acero y un joven noble salió corriendo de la torre al patio.

Estaba claro que el joven druchii procedía de una familia rica. Las empuñaduras de las espadas gemelas estaban adornadas con filigranas de oro y tenían engarzados pequeños rubíes, y la armadura lacada estaba blasonada con runas protectoras de plata y decorada con volutas de oro. Un hadrilkar de plata le rodeaba el esbelto cuello, labrado en forma de serpientes entrelazadas. El estrecho rostro ahusado estaba tenso a causa de la veloz carrera, y del cintillo de oro que le sujetaba el pelo a la altura de la nuca se le habían soltado algunos finos mechones negros. Recorrió rápidamente con la mirada a los jinetes reunidos, y valoró a Malus como el jefe obvio. El joven noble avanzó hasta un hithuan adecuado, y se inclinó profundamente.

—Soy Shevael, caballero al servicio del drachau, el señor Myrchas. ¿En qué puedo ayudarte?

Malus podía imaginar muy bien los pensamientos que pasaban por la mente del joven noble. Su nueva armadura también tenía filigranas de oro y había sido forjada con hechizos de protección, y el pesado hadrilkar de oro del Rey Brujo pendía en torno a su cuello. Sin embargo, no llevaba espadas que señalaran su rango; por el contrario, empuñaba el gastado mango de un hacha de batalla. «El muchacho probablemente piensa que soy el ejecutor personal de Malekith, y que he venido para hacerle una visita a su drachau —reflexionó—. Y la verdad es que no se equivoca demasiado».

—¿Dónde están el señor Myrchas y su vaulkhar? —preguntó Malus con voz ronca de agotamiento.

Los ojos de Shevael se abrieron de par en par.

—Yo…, él…, ellos, quiero decir, ahora están reunidos en consejo…

—Excelente —lo interrumpió Malus—. Llévame hasta ellos.

El joven noble palideció.

—Pero, es decir, tal vez te apetezca tomar un refrigerio después de la larga cabalgata.

—¿Te he pedido un refrigerio? —le espetó Malus. Dejó que el hacha colgara flojamente de sus manos—. Llévame ante tu señor, muchacho, ¿o prefieres oír tú mismo el decreto del Rey Brujo?

Shevael retrocedió un paso.

—¡No, por supuesto que no, mi señor! Es decir…, quiero decir… ¡Por favor, sígueme!

El joven druchii giró sobre los talones y se encaminó a paso rápido hacia la torre. Malus lo siguió con una sonrisa lobuna, y los infinitos echaron a andar silenciosamente junto a él.