13: El largo sangriento camino
13
El largo sangriento camino
—¡Aquí llegan otra vez! —gritó uno de los lanceros, cuya voz se quebró de agotamiento y tensión.
Los jinetes bárbaros pasaban como una marea por encima de la cima cenicienta, y los cascos de sus caballos de patas delgadas alzaban nubes de polvo blancuzco que se adhería a los brazos y el rostro desnudo de los jinetes. Los bárbaros lanzaban aullantes bramidos a medida que adquirían velocidad al descender por la suave cuesta y cabalgar directamente hacia las desiguales líneas de la fuerza druchii en retirada.
Las espadas y los escudos entrechocaban con torpeza al prepararse los exhaustos soldados para un ataque más. El señor Meiron bebió un rápido sorbo del vino rebajado con agua que llevaba en la cantimplora de cuero, colgada junto a la cadera, antes de dar órdenes.
—¡Esta vez no dispara nadie! —bramó con su voz ronca—. Conservad las saetas hasta que se os ordene disparar. ¡Primera línea, en esta ocasión mantened altos los condenados escudos!
Malus se echó atrás en la silla de montar y se frotó los ojos para intentar librarse del agotamiento y de la sensación de tenerlos llenos de arena. El grupo de jinetes era más numeroso esa vez; otro destacamento de bárbaros que daba alcance a los agotados atacantes druchii. Los asaltos para golpear y huir eran ejecutados en cada nueva ocasión por grupos más numerosos, y se hacían más frecuentes. Por milésima vez desde el alba, se volvió en la silla para mirar hacia el sur. Habían llegado a la Llanura de Ghrond con la primera luz, y la vista de la torre lejana había renovado un poco sus ánimos; pero en las últimas cuatro horas sólo habían logrado avanzar unos diez kilómetros. Los jinetes del Caos habían estado acosándolos constantemente, mordisqueándoles los talones como manadas de lobos. Los ataques se habían hecho tan numerosos que los lanceros se habían visto obligados a marchar en vanguardia de batalla, avanzando con paso cansado en una desigual formación de seiscientos metros de frente.
Habían marchado durante toda la noche, constantemente acosados por partidas de caza de jinetes del Caos que acometían a las columnas de retaguardia del ejército que se retiraba, para luego desvanecerse en la oscuridad. Durante la mayor parte de la noche, el estandarte superviviente de la caballería ligera había luchado con ahínco para mantener a distancia a los jinetes enemigos, pero ahora sus caballos estaban exhaustos. Malus se había dado cuenta demasiado tarde de que eso formaba parte de la estrategia de los bárbaros, pero ya no tenía remedio. Mientras los salvajes se echaban encima de los lanceros que los esperaban, la caballería druchii sólo pudo observar, impotente, desde el lomo de sus caballos de paso vacilante, situados muy por detrás de las líneas.
El señor Irhaut y la mayor parte de la caballería ligera no habían reaparecido en el curso de la noche. Malus había retenido a los soldados en retirada tanto tiempo como le había sido posible en cada uno de los puntos de repliegue, pero no habían vislumbrado signo alguno de los jinetes perdidos. Finalmente, en el último punto de encuentro, el noble se había visto obligado a tomar una decisión difícil. Había llamado al señor Rasthlan, y les había ordenado a él y a sus exploradores autarii que se separaran del resto e intentaran localizar a la caballería dispersa para reuniría con el cuerpo principal del ejército. Rasthlan había aceptado estoicamente la orden, aunque por sus modales estaba claro que no esperaba encontrar a nadie con vida. Fue la última vez que Malus los vio a él y a sus exploradores.
Ahora se había quedado sin ideas. A lo largo de las últimas cinco horas, los únicos jinetes que habían pasado cabalgando por encima de las cenicientas crestas iban pintados con toscos tatuajes y pedían a gritos sangre druchii.
Los jinetes bárbaros se desplegaron en una atronadora línea para cargar contra los lanceros druchii. Salvajes rostros tatuados gritaban el nombre de blasfemos dioses del norte, y el sol destellaba en la punta de sus cortas lanzas. La experiencia les había enseñado a los druchii que los bárbaros jugarían a llevar la carga hasta el final, para luego arrojar las lanzas casi a quemarropa y volverse para retroceder ladera arriba y preparar otra acometida. En los primeros ataques, los druchii habían castigado severamente a los bárbaros, recibiéndolos con andanadas de saetas de ballesta que mataban a jinetes y caballos por igual. Pero ahora se les estaban agotando las reservas de flechas. Habían vaciado los carros de toda munición restante, pero a pesar de eso sólo les quedaban saetas suficientes para unas pocas andanadas.
Hacía rato que los carros se dedicaban a transportar a los heridos. En cuanto a los nauglirs, eran temibles armas de choque, pero Malus los conocía lo suficiente como para saber que no debía lanzárseles a perseguir a los ágiles caballos de los bárbaros. Al igual que la caballería ligera, los caballeros y los carros supervivientes sólo podían quedarse mirando cómo los atacantes del Caos se les echaban encima en atronadora carrera.
Los bárbaros se acercaban, chillando como espectros atormentados, envueltos en polvaredas cenicientas. Cuando se encontraban a veinte metros, la línea de lanceros druchii se arrodilló como un solo hombre, y los soldados alzaron los vapuleados escudos para protegerse la cara descubierta.
Con un grito furioso, los bárbaros arrojaron sus cortas lanzas negras, que volaron como una nube formando un arco largo hacia los soldados druchii. Las lanzas golpearon los escudos alzados con un repiqueteo en staccato, algunas rebotaron en los curvos yelmos o se clavaron en hombros protegidos por cota de malla. Aquí y allá, un guerrero gritaba y caía, aferrando la lanza que tenía profundamente clavada en el cuerpo.
Cuando la última lanza cayó, Malus sintió que se relajaba, y vio que los lanceros hacían lo mismo: se erguían ligeramente y bajaban un poco los escudos mientras esperaban que los jinetes dieran media vuelta para regresar a la cima del montículo.
Esa vez, sin embargo, no lo hicieron. En medio segundo los bárbaros habían sobrepasado el punto en el que siempre se volvían, y Malus vio que algo iba mal. Para cuando su exhausta mente se dio cuenta de lo que sucedía, ya era demasiado tarde.
Los bárbaros lanzaron otro rugiente grito al mismo tiempo que sacaban espadas y hachas que llevaban al cinturón, y se lanzaban de cabeza contra la línea druchii. Por suerte o intencionadamente, la horda del Caos acometió a uno de los regimientos más castigados y los lanceros retrocedieron a causa del impacto. Las primeras líneas, desprevenidas contra aquella carga repentina, cayeron entre gritos bajo los golpes de los aullantes guerreros del Caos. Las hileras de detrás, dominadas por la conmoción, comenzaron a dar media vuelta y a huir hacia la seguridad ilusoria de los carros.
—¡Que la Diosa los maldiga! —gruñó Malus, y se volvió hacia los caballeros—. ¡Dachvar! ¡Vamos a intervenir!
Dachvar desenvainó la espada con gesto cansado, tenía un costado del cuello y la cara negros de sangre seca de una herida de lanza de la noche anterior.
—La caballería real está preparada, mi señor —dijo con tono grave.
Entre los caballeros supervivientes ya se propagaban gritos mientras se preparaban para la batalla. Tras una noche huyendo, estaban ansiosos por derramar sangre enemiga.
Ahora los desbandados lanceros marchaban despavoridos; dejaban caer las armas mientras se alejaban a la carrera de los enfurecidos bárbaros. Malus dio la bienvenida a la cólera negra que ascendió como una marea desde su corazón y le inundó las extremidades de fuerza y odio.
—¡Sa’an’ishar! —gruñó—. ¡A la carga!
Rencor saltó hacia delante con un gruñido, ansioso ante la perspectiva de comer carne de caballo. Los bárbaros habían tenido el suficiente buen sentido como para atacar el otro extremo de la línea de batalla, alejado de los cansados caballeros, pero los gélidos lanzados a la carga cubrieron los pocos centenares de metros que los separaban en menos de diez segundos. Los bárbaros, perdidos en su orgía de asesinato, no se dieron cuenta de que la muerte se les echaba encima hasta que ya fue demasiado tarde.
Malus dio rienda suelta a Rencor, y desenvainó las dos espadas largas en el momento en que el nauglir saltaba sobre el caballo del bárbaro que iba en cabeza. El roñoso equino fue derribado en medio de un relincho monstruoso, con el espinazo seccionado por las fauces del gélido. El jinete saltó al suelo con una salvaje maldición, sólo para que Dachvar le abriera el cráneo de un tajo al pasar como una exhalación.
—¡Sigue, Rencor! ¡Sigue! —gritó el noble, haciendo avanzar al gélido con las espuelas y la presión de las rodillas.
Rugiendo de hambre, el nauglir se abalanzó hacia otro ágil caballo, le atrapó con los dientes la pata delantera con la que avanzaba y se la cortó de un mordisco en medio de una fuente de amarga sangre. El animal cayó rodando de cabeza, relinchando y retorciéndose, y el gélido le saltó justo encima, donde se puso a morderle el lomo y los cuartos traseros.
Un pataleo de cascos lanzados a la carrera hizo que Malus volviera la cabeza, y vio que un bárbaro corría hacia su espalda, por la izquierda. El noble cogió las riendas con la mano izquierda y tiró con todas sus fuerzas para apartar al nauglir de la presa y hacer girar a la bestia de cara a la amenaza que corría hacia ellos. Sólo lo logró a medias, y el gélido quedó perpendicular al jinete que se les echaba encima. El bárbaro tuvo que escoger entre dar un amplio rodeo que lo situara fuera del alcance de las fauces del gélido y pasar lejos de Malus, o desviarse en la dirección contraria y arriesgarse a recibir un golpe de la mortífera cola del nauglir para poder intercambiar golpes con su jinete. Sonriendo como un demonio, escogió la segunda opción.
Malus recibió al jinete con un alarido furioso y dirigió un tajo a las riendas del caballo con la espada izquierda, seguido por una estocada a los ojos del bárbaro con la espada de la mano derecha. Las riendas fueron cortadas como un hilo, pero el jinete desvió hacia un lado la segunda espada con el borde de acero de su rodela. Riendo, el bárbaro lo acometió con el hacha, y Malus sintió que la hoja del arma impactaba justo por encima de su clavícula y rebotaba sobre la armadura encantada. Quince centímetros más arriba, y le habría abierto una herida en la garganta hasta la espina dorsal.
Rencor rugió y se volvió para lanzar una dentellada a los cuartos traseros del caballo, pero el bárbaro obligó a la montura a pegarse al flanco del gélido y continuó aporreando la guardia del noble druchii. El hacha volvió a descender, ahora hacia la cabeza de Malus, pero esa vez el noble trabó la curva hoja del arma contra el lomo de la espada que empuñaba en la mano izquierda, e intentó atraerla hacia sí. Sin embargo, sus cansados brazos estaban más débiles de lo que él imaginaba, y el bárbaro parecía tenerlos de flexible acero. Sin dejar de reír, el guerrero del caos gruñó algo en su idioma bestial y retiró el hacha, con lo que arrastró a Malus limpiamente fuera de la silla. Lo siguiente que vio el noble druchii fue la redonda protuberancia central de la rodela cuando el jinete la estrelló contra su cara. Gritó de rabia y dolor, cegado por el golpe, y barrió el aire con un amplio arco de la espada que sujetaba con la mano izquierda, cuyo filo halló las costillas del caballo y una pierna del bárbaro. Ambos lanzaron un alarido de pánico, pero el segundo continuó arrastrando la espada del noble con su hacha.
Malus no podía respirar porque la sangre que le manaba de la nariz partida llenaba su boca. Parpadeando para librarse de las lágrimas, miró hacia arriba y vio que el jinete alzaba el escudo manchado de icor y lo dirigía hacia su cuello estirado. Con un grito, Malus giró dolorosamente la cintura y estocó hacia arriba con la espada que tenía libre. La punta de la hoja se clavó en un costado del bárbaro, justo por debajo del borde de su ancho cinturón de cuero. El jinete se puso rígido y su risa cesó por fin. Oscura sangre roja corrió en abundancia por el plano de la hoja del druchii; a Malus se le empapó el puño mientras retorcía el arma dentro de la herida. Arrancó la espada con un convulsivo tirón, y el jinete se deslizó de la silla, sin vida.
Mientras el caballo sin jinete se alejaba a la carrera, Malus volvió a subir a la silla de montar de Rencor y se frotó el dolorido rostro con el dorso del guantelete izquierdo. La batalla ya había acabado; apenas un puñado de bárbaros corría de regreso a la seguridad de las elevaciones, y los miembros de la caballería real permanecían sentados sobre sus monturas en medio de un campo abarrotado de cuerpos de humanos y caballos destrozados. Una cansada aclamación se alzó de las filas de la Guardia Negra, pero el sonido se perdió en el resonante y prolongado trueno que les llegó desde el norte.
Con el ceño fruncido, Malus miró hacia la línea de montañas y vio que en el cielo hervía una masa de nubes negras y purpúreas. En medio de ellas restallaban pálidos rayos, y un frío viento que sabía a sangre vieja agitó el polvo y rozó las caras de los vapuleados druchii.
Entonces, quedó claro el propósito de los constantes ataques. Los bárbaros habían enlentecido la retirada del ejército hasta la velocidad de un caracol para que el resto de la horda pudiera darles alcance.
* * *
El señor Meiron les gritaba salvajes maldiciones a los supervivientes del regimiento desbaratado, y los hacía volver a la formación. La caballería real hizo que sus monturas volvieran a situarse detrás de la línea de batalla, mientras los jinetes lanzaban miradas de inquietud hacia las montañas del norte. Malus se quedó donde estaba durante un momento, mientras sopesaba las probabilidades. Miró hacia el sur, en dirección a la lejana imagen de la torre. Estaba tan cerca…, ¡tan condenadamente cerca!
Perdido en la poco prometedora reflexión, se sobresaltó al oír la voz del señor Meiron.
—Os pido disculpas, mi señor —dijo, malhumorado—. El capitán del regimiento fue uno de los primeros que resultaron muertos en la carga. He asumido personalmente el mando de la unidad, y te aseguro que no le volverán otra vez la espalda al enemigo.
El noble dirigió la mirada hacia la línea de las montañas.
—Está a punto de estallar una tormenta, señor Meiron.
—Eso he visto, mi señor —replicó Meiron, con calma.
—No nos queda mucho tiempo —dijo Malus—. Calculo que aún estamos a unos buenos ocho kilómetros de la torre. ¿A qué velocidad pueden correr tus hombres?
—¿Correr, mi señor? —preguntó el comandante de infantería—. Ya hemos corrido todo lo que podíamos. No, aquí es donde nos quedaremos a resistir.
Malus miró al señor Meiron a los ojos.
—No podemos hacerlo —dijo—. Nos cortarán en pedacitos. Eso de allí es el cuerpo principal de la horda.
—Ya lo sé, mi señor. Por eso carece de sentido echar a correr. Nos tienen. Si huimos, sus jinetes simplemente nos atropellarán. —El señor Meiron se irguió en toda su estatura—. Y nunca en mi vida he huido de un enemigo, menos aún de estos animales. Y no voy a empezar ahora.
Malus entrecerró sus negros ojos.
—Podría ordenártelo.
Meiron se puso rígido.
—En ese caso, me convertirías en un amotinado, mi señor —replicó—. Será mejor que pongas en movimiento a los nauglirs y a esos finos caballeros. No creo que nos quede mucho tiempo ya.
Los dos druchii intercambiaron miradas de entendimiento. Malus asintió con la cabeza.
—Muy bien, señor Meiron —dijo con voz tenebrosa—. No olvidaré esto, y tampoco lo olvidará el enemigo, te lo juro.
El señor druchii asintió con solemnidad.
—Te tomo la palabra, Malus de Hag Graef. En esta vida y en la otra. —Sin decir nada más, el comandante de infantería giró sobre los talones y volvió junto a sus hombres.
Malus lo observó alejarse, con el corazón lleno de amargura.
«En esta vida y en la otra», dijo para sí mismo, y sujetó bien las riendas. Taconeó a Rencor para que se lanzara al trote, y fue hacia los caballeros que aguardaban. Con la ventaja suficiente, los soldados montados podrían llegar hasta la torre, y lo avergonzaba que una parte de él se alegrara de escapar de la trampa de Nagaira.
«Pagarás por esto, hermana —pensó—. Lo juro por la Madre Oscura. Sufrirás cien veces más por cada soldado mío que mates».
Llegó hasta Dachvar y los caballeros, y dio unas pocas órdenes en voz baja, para luego dar media vuelta y encaminarse hacia la caballería ligera. A esta última le ordenó que se pusiera en marcha de inmediato, y cuando echaron a andar hacia la torre, él fue hasta los carros y también les ordenó que se pusieran en movimiento. Los últimos en partir fueron los caballeros, y detrás de todos ellos se situó el propio Malus.
Las negras nubes ya habían superado la línea de las cumbres y avanzaban inexorablemente hacia el sur, en dirección a la torre. Los rayos corrían por el cielo y parecían castigar la espalda de los jinetes con golpes de trueno.
La última visión que Malus tuvo de las vapuleadas filas de lanceros fue una línea de espaldas erguidas y un bosque de lanzas dirigidas hacia la tormenta que avanzaba desde el norte. Atisbó la forma de los cuadrados hombros de Meiron, de pie en la vanguardia de su regimiento, con los ojos fijos al frente, esperando la llegada del enemigo.
A lo largo de las filas posteriores de los regimientos de lanceros, los jóvenes druchii, por cuya expresión era obvio que entendían lo que sucedía, les lanzaban miradas por encima del hombro a los jinetes y caballeros que se retiraban.
* * *
Las nubes de tormenta siguieron a los desanimados jinetes hasta la torre misma, y parecían morderles los talones con destellos de pálido rayo mientras los imprecaban con detonaciones de trueno. Tardaron casi una hora en llegar a las altas murallas negras, y durante todo ese tiempo, Malus se sorprendía mirando por encima del hombro y preguntándose si Meiron y sus hombres continuarían luchando.
Sombríos rostros los observaron desde lo alto de la muralla exterior, mientras se encaminaban hacia la puerta de la torre. Al aproximarse al cuerpo de guardia, Malus vio cuatro estandartes cuya gruesa tela ondeaba suavemente al débil viento sobre las almenas. Vio un cangrejo negro sobre campo blanco y con corona plateada, y un estandarte azul con tres mástiles negros. Entre ambos había un estandarte gris con un nauglir verde oscuro rampante, y por encima de todos se alzaba el estandarte de paño de oro de la perdida Nagarythe, con el signo de la corona y el dragón.
Malekith había llegado con su ejército, y los contingentes de Ciar Karond, Hag Graef y el Arca Negra de Naggor cabalgaban con él.
Durante la larga cabalgada hacia el norte había imaginado que regresaría a la cabeza de un ejército victorioso, con la cabeza de su hermana sujeta al frente, y oiría una fanfarria de trompetas que sonaría sobre las murallas. Ahora volvía derrotado, con apenas los quebrantados restos de los guerreros con los que había partido. Sintió el peso de la mirada de cada soldado mientras apartaba a Rencor a un lado y observaba a los supervivientes de su ejército mientras entraban en la fortaleza. Cuando el último de los caballeros desapareció dentro de las murallas, un coro de lamentos de cuerno se alzó desde el cuerpo de guardia. Al volverse, el noble vio la blanca llanura que tenía delante inundada por la negra marea de los soldados en marcha. La horda de Nagaira había llegado finalmente a la Torre Negra.
Con un rechinar de enormes goznes, las puertas de la fortaleza comenzaron a cerrarse. Malus dirigió una última mirada hacia el norte antes de espolear al nauglir para que entrara.
Los restos de su ejército aguardaban en la plaza de ejercicios del otro lado de las puertas, en formación de desfile a ambos lados del camino central. En medio de la plaza esperaba un druchii solitario que montaba un enorme corcel negro. Malus se aproximó con cautela al viejo general. Incluso Rencor estaba demasiado cansado como para hacer nada más que olfatear en dirección al caballo.
Nuarc cruzó las manos sobre el borrén de la silla y miró al noble de arriba abajo.
—Parece que alguien te ha arrastrado por una carnicería —declaró, sin más preámbulo.
—Una carnicería incendiada —lo corrigió Malus, que le devolvió una mirada feroz.
Para sorpresa del noble, Nuarc asintió con aire sombrío.
—Conozco el lugar —dijo con voz queda. Su expresión se tornó seria y profesional—. Malekith desea oír tu informe.
—Sí, imagino que sí —respondió Malus con un suspiro. Por su cara manchada de sangre pasó una amarga sonrisa.
Nuarc frunció el ceño.
—¿Te divierte algo?
—Estaba pensando en que un millar de valientes druchii acaban de entregar su vida para que yo pueda llegar sano y salvo a mi ejecución —dijo—. Condúceme, Nuarc. No hagamos esperar al Rey Brujo.
Nuarc se ofreció a darle tiempo a Malus para asearse, pero él declinó la oferta con una sonrisa carente de alegría. «Es mejor que el Rey Brujo y los señores reunidos vean qué les depara el futuro», pensó.
El general condujo al noble a través de la puerta interior y entraron en la alta torre. Los andares de Malus eran tan inestables como los de un bebé. Entonces, se dio cuenta de que había permanecido sobre la silla de montar durante dos días seguidos. Resultaba asombroso que las piernas le funcionaran siquiera.
En lo que también reparó fue en que las heridas no le causaban dolor alguno. Una palpación experimental del cuero cabelludo y la rodilla le indicaron que las heridas estaban cicatrizando muy rápidamente gracias a la negra corrupción del demonio. De modo perverso, se preguntó cuántos tajos tendría que asestarle el ejecutor para decapitarlo. ¿Su cuerpo continuaría retorciéndose durante varias horas después, como el de una serpiente?
Nuarc le dirigió una curiosa mirada por encima del hombro. El noble se preguntó si había reído en voz alta. No lo recordaba.
El general lo condujo hasta un par de puertas que tenían grabado el sigilo de Ghrond. Una veintena de infinitos de negro ropón observaron impasiblemente a Malus mientras las puertas se abrían para dejarlo entrar.
Malekith lo estudió con ojos ardientes desde un trono de hierro no menos impresionante que aquel desde el que reinaba en Naggarond. La sala del trono era más grande que la que había en la Corte del Dragón, construida para dar cabida a varios cientos de nobles y sus séquitos. Al pie de la plataforma se veían cuatro sillas ornamentadas dispuestas en semicírculo. Cuatro nobles druchii que lucían atavío marcial se pusieron en pie de un salto, mientras Malus y Nuarc realizaban el largo recorrido desde la puerta. Malus sintió las miradas ardientes como hierros al rojo sobre su piel, pero el calor le causaba poca impresión después del incendio con que se había enfrentado recientemente.
Reconoció de inmediato al señor Myrchas. El drachau de la Torre Negra estaba pálido de rabia, pero en sus ojos negros brilló un destello de miedo cuando Malus fue llevado ante los señores reunidos. «Sin duda, recuerda la conversación que mantuvimos ante la torre —pensó el noble—, y teme que vaya a arrastrarlo conmigo». Una suposición que no era disparatada.
Luego, Malus reconoció al druchii que se encontraba de pie junto a Myrchas, y su corazón se saltó un latido. Por un instante, imaginó que el vengativo espectro de su padre Lurhan había salido del Abismo para atormentarlo. Reconoció la ornamentada armadura de su progenitor y la gran espada Slachyr, la ancestral arma del vaulkhar de Hag Graef, pero la cara del hombre que llevaba puesta la armadura le resultó extraña. La última vez que había visto el rostro de su medio hermano Isilvar, era de color verde pálido, blando y fofo debido a décadas de decadencia carnal. Ahora había desaparecido toda la carne blanda para dejar paso a afilados huesos y ojos muy hundidos que destellaban con un odio casi feroz. Una corona de oro le mantenía retirado de la cara el cabello negro, aún atado con alambres que tenían ganchos y anzuelos ocultos, y su cuello vigoroso estaba rodeado por el grueso hadrilkar de oro de los miembros del séquito del Rey Brujo. Malus reparó en que Isilvar llevaba el collar de súbdito por fuera de un alto cuello de flexible cabritilla. «Sin duda, para evitar que el pesado oro le irrite la delicada piel», pensó el noble con sarcasmo.
Junto a Isilvar había un desgarbado druchii ataviado con ropones de color azul vivo y que llevaba una lustrosa armadura, y de todos los nobles de la habitación fue el único que miró a Malus con otra cosa que no fuera enojo u odio. Malus supuso que se trataba del drachau de Clar Karond, el único gobernante de las seis ciudades al que no había logrado ofender en el último año. El drachau observaba al noble con desconcierto, como si no entendiera el porqué de tantos aspavientos. Malus necesitó un momento para darse cuenta de que el gobernante de Clar Karond estaba un poco borracho.
Al otro lado del señor Myrchas había una alta figura de hombros estrechos que llevaba una ornamentada armadura con filigranas de plata y oro. Tenía el semblante alargado y un pequeño mentón cuadrado; era un druchii apuesto que a Malus le recordó de inmediato a su madre Eldire. Pero en los ojos de Balneth Calamidad no había nada cordial, sólo un negro abismo de odio infinito.
Si los nobles reunidos esperaban que se acobardara bajo sus feroces miradas, se quedaron decepcionados. Él les dedicó sólo la más breve de las miradas, y concentró la mayor parte de su atención en la figura con armadura que ocupaba el trono. Cuando llegó al pie de la plataforma —rodeada por el círculo de señores con expresiones de odio—, bajó lentamente hasta clavar una rodilla en tierra.
—Acudo a tu orden, temida majestad —dijo simplemente.
—¿Has cumplido con mis órdenes, Malus de Hag Graef? —preguntó Malekith, cuya voz salía hirviendo del ornamentado yelmo como el aire de dentro de una forja llena de ascuas.
—Vivo para servir, temida majestad.
—En ese caso, cuéntame todo lo que has hecho.
Y así lo hizo. Relató su llegada a la Torre Negra y su fallido ataque contra el campamento de Nagaira. No descuidó ningún detalle; incluso se refirió, para su propia sorpresa, al heroísmo y el sacrificio del señor Meiron y sus lanceros.
—Es debido a la valentía de ellos que me encuentro de pie aquí para relatar estos hechos, temida majestad —dijo Malus—. Me avergüenza haber conducido a tantos de tus mejores guerreros a su muerte.
—¡Como podéis ver, él se condena libremente! —declaró el señor Myrchas, que señaló al noble con un dedo acusador.
Una vez que quedó claro que Malus no iba a usarlo como chivo expiatorio de la batalla perdida, la actitud del drachau volvía a ser la de siempre.
—¡Merece la misma suerte que sufrió el señor Kuall! ¡Al menos, Kuall no echó por la borda a diez mil de nuestros mejores soldados!
—Por lo que sabemos, condujo a esos soldados a la muerte como parte de un plan que trazó de acuerdo con la propia Nagaira —dijo el nuevo vaulkhar de Hag Graef.
La voz de Isilvar, en otros tiempos sedosa y refinada, era ahora un horror gutural, aún peor que el ronco gruñido de Nuarc. El sonido hizo aflorar una sonrisa a los labios de Malus, que puso buen cuidado en mantener el rostro inclinado hacia el suelo.
—Él y mi hermana han estado conspirando durante años, temida majestad. Fue ella quien dejó mi casa de la ciudad convertida en una ruina, la primavera pasada, y fue él quien desfiguró a nuestro drachau de tal manera que convalece aún en el presente. Para mí está claro que trabajaban juntos para destruir Hag Graef, y creo que ahora conspiran para destruir la Torre Negra y tal vez suplantarte a ti, además. ¡Debemos matarlo de inmediato!
—¡Si va a morir, temida majestad, deja que sea por mi mano! —pidió Balneth Calamidad. El autodenominado Señor Brujo del Arca Negra se situó junto a Malus con los puños cerrados—. El condujo a mi hijo y su ejército a la destrucción ante las murallas de Hag Graef. ¡Esto es un asunto de enemistad de sangre!
—¡Deja que Balneth Calamidad lo mate, temida majestad! —declaró Isilvar—. Permite que vengue a su hijo, y también acabará la enemistad existente entre nuestras ciudades.
Pero Malekith no parecía oír las súplicas de sus vasallos.
—¿Qué puedes decirme sobre ese segundo paladín del Caos?
Malus se encogió de hombros.
—No lo sé, temida majestad. Su aparición en la tienda de Nagaira fue una sorpresa para mí. Pero es poderoso; ha sido favorecido con dones de los Poderes Malignos, y su cuerpo no puede ser herido por las armas mundanas. Sospecho que es el verdadero poder que hay detrás de la horda. Los guerreros lo sirven a él, mientras que él, a su vez, sirve a Nagaira.
—¿Y qué tamaño tiene la hueste que se ha reunido contra nosotros?
Malus se detuvo a pensar. Ahora sabía cómo se había sentido Rasthlan cuando él lo había interrogado días antes.
—Yo diría que el enemigo aún suma alrededor de cien mil guerreros, temida majestad.
El número dejó mudo incluso a Isilvar a causa de la conmoción. Malus oyó con claridad el acero que frotaba contra acero cuando el Rey Brujo se volvió a mirar a Nuarc.
—¿En qué condiciones está nuestro ejército?
—Hemos podido reunir cuarenta y dos mil soldados, temida majestad: dieciocho mil de Naggarond, dos mil del Arca Negra, y diez mil tanto de Hag Graef como de Ciar Karond, además de dos mil mercenarios reclutados entre los sobrantes del puerto de la Ciudad de los Barcos. Tomando en cuenta las bajas sufridas por Malus, eso deja a la guarnición de la Torre Negra con unos catorce mil efectivos. Así que podremos oponer unos cincuenta y seis mil contra la hueste de Nagaira, más que suficiente para desangrar a su ejército contra estas murallas. Cuando lleguen nuestras fuerzas adicionales desde Karond Kar y Har Ganeth, estaremos en posición de inmovilizar al enemigo contra las murallas de la fortaleza y destruirlo.
—Siempre y cuando Nagaira no use su brujería —dijo Isilvar con tono ominoso—, ni nos enfrentemos con una traición desde el interior.
Malus no podía aguantar más. Estaba vapuleado y herido, físicamente exhausto, y ahora comenzaban a dolerle las rodillas. Con un doloroso esfuerzo, se puso en pie, tambaleándose.
—Si complace a tu temida majestad matarme, hagámoslo de una vez —dijo—. Reconozco mi fracaso en el campo de batalla. ¿Qué decides?
Por un momento, nadie habló. Incluso Malekith pareció desconcertado ante la franqueza del agotado noble.
—Yo no veo fracaso alguno en este caso —declaró el Rey Brujo, al fin—. Has atraído a Nagaira hacia la Torre Negra, como te ordené.
—Pero, temida majestad —exclamó Myrchas—, ha perdido la mitad del ejército…
—¿Perdido? —dijo el Rey Brujo—. No. Ha utilizado a esos soldados como debe hacer un señor de la guerra para lograr sus objetivos, mientras luchaba contra un enemigo que ha invadido nuestro reino. Algo que no ha hecho ninguno de vosotros.
—Pero… ¡no podéis tener la intención de nombrarlo vaulkhar de Ghrond! —gritó Myrchas—. No lo aceptaré, no después de todas las ofensas que ha perpetrado contra mis nobles pares.
—No, no será el vaulkhar de la Torre Negra —dijo Malekith—. Ya no comandará ejércitos en el campo de batalla. —El Rey Brujo se inclinó hacia delante desde el trono, y tendió hacia Malus una mano parecida a una zarpa—. Por el contrario, yo lo nombro mi paladín, para que se enfrente a los enemigos del Estado y los mate en mi nombre.
—No puedes decirlo en serio —oyó Malus que decía alguien. Tardó un momento en darse cuenta de que era él mismo quien había hablado.
—Es mi decreto, Malus de Hag Graef, que seas nombrado mi paladín y luzcas sobre la armadura los tres cráneos de oro de Tyran, para que tanto amigos como enemigos sepan que luchas en mi nombre. El honor del reino descansa sobre tus hombros. No lo desampares, o la cólera de la Madre Oscura caerá sobre ti.
—Yo… oigo y obedezco, temida majestad —replicó Malus, que se inclinó ante el trono. El noble sabía que no se trataba de una verdadera recompensa, sino de otra faceta del juego de Malekith. Simplemente estaba demasiado cansado para ver cuál era la estratagema del Rey Brujo. Y en cualquier caso, no podía negarse.
—¿Cómo puede ser esto? —dijo Isilvar, cuya destrozada voz parecía cargada de genuina indignación—. Ha cometido graves crímenes contra el reino y contra tu persona, temida majestad. ¿Cómo es que no sólo continúa vivo, sino que además se le juzga digno de semejante honor?
—Continúa vivo porque el hecho de que así sea sirve a los propósitos del Rey Brujo —declaró una voz dura como el hierro desde el otro lado de la sala.
Morathi salió silenciosamente de las sombras; en sus ojos destellaban la fría amenaza y la autoridad.
—Es una lección que todos vosotros haríais bien en aprender.
—¿Qué noticias traes de mis Novias Oscuras, Morathi? —preguntó Malekith, refiriéndose a las brujas encerradas en el convento de la Torre Negra.
—Son muchachas necias de voluntad débil —replicó Morathi con desdén—. Pero aún podríamos lograr alguna obra decente de ellas antes de que acabe el asedio. Debo tomar medidas para rectificar los vacíos que hay en su formación.
—Hazlo —asintió el Rey Brujo, y luego volvió a mirar a sus nobles vasallos—. Marchaos ahora, y preparaos para el ataque que se avecina. Los guerreros de Nagaira están rodeando la ciudad incluso mientras hablamos. Servidme bien, y vuestra recompensa será grande.
Ninguno de los señores reunidos tenía la más leve duda de cuál sería la alternativa.