19: Fantasmas en la oscuridad

19

Fantasmas en la oscuridad

Malus soñaba que caía hacia la oscuridad. Un viento frío, húmedo y mohoso como una sepultura soplaba contra la parte posterior de su cuello y le enredaba el cabello negro, mientras él se precipitaba al vacío. De vez en cuando, las puntas de sus pies y las puntas de los dedos de sus manos rozaban la apisonada tierra de las paredes del estrecho pozo. Con bastante frecuencia sentía que retorcidas raíces pasaban por sus dedos, pero nunca durante el tiempo suficiente como para atraparlas y salvarse.

Una lenta risa demoníaca resonaba en sus oídos mientras se precipitaba hacia el Abismo.

El impacto, cuando se produjo, los sobresaltó. Reverberó como el trueno en la ruidosa negrura, y tuvo la sensación de que todos los huesos se le hacían añicos como si fueran de cristal. Y sin embargo, no sintió dolor; sólo un frío que lo invadía poco a poco, que se propagaba por él como aceite.

No pudo calcular durante cuánto tiempo permaneció allí tendido. Sentía que del cráneo roto le caía icor frío que se derramaba por la tierra, debajo de él. Quedó, allí tumbado, deseando morir, pero su cuerpo se negaba a rendirse a las heridas.

Luego, le rozó la cara otro viento, esa vez procedente de lo alto. Hedía a sangre, a enfermedad y a vicios corporales, a toda la depravación que Malus podía imaginar y más. Y entonces oyó la risa una vez más, y se dio cuenta de que procedía de él mismo.

Rodó hasta ponerse de rodillas, sintiendo que los huesos le abrían tajos por dentro como si fueran de cortante vidrio. Su estómago sufrió un espasmo y vomitó una sopa de líquido negro y órganos pulverizados sobre la invisible tierra. El viento le hacía cosquillas en el cuello como una amante, y con un gemido se puso trabajosamente de pie y comenzó a correr.

La risa resonó tras él.

—¡Me encanta cuando huyes! —dijo la voz del demonio a su espalda—. ¡Mira por encima del hombro, Malus! ¡Estoy justo aquí, detrás de ti!

Pero no se atrevía a mirar. Si volvía la cabeza, ni que fuera por un instante, sabía que Tz’Arkan podría atraparlo. Mientras continuara corriendo estaría libre.

Malus daba traspiés y tropezaba ciegamente por el largo corredor, con las manos tendidas hacia delante. Se estrellaba a derecha e izquierda contra paredes de tierra apisonada, dura como piedra y que olía a sepultura. Astillas de hueso se le clavaban por dentro de la piel, la atravesaban y luego caían en chorros de fluido negro. Y sin embargo, continuaba corriendo, con el cuerpo unido por nada más que un pánico que lo galvanizaba, y una gélida locura.

Luego, sin previo aviso, llegó al fondo del pasadizo y se estrelló contra una inamovible pared de tierra. Fue lanzado al suelo por el impacto, pero la risa del demonio lo hizo ponerse de pie al instante. Golpeó la pared con los lastimados puños; arañó la tierra de pétrea consistencia, hasta que se arrancó la carne de las puntas de los dedos. La risa se hacía más sonora en sus oídos, y el aire se volvió frío a su alrededor… y entonces una de sus agitadas manos se cerró en torno a algo duro y metálico, que sobresalía de la pared de tierra.

Un escalón de hierro. Lo reconoció de inmediato y comenzó a subir febrilmente, buscando el siguiente con mano frenética, y aferrándolo con una ola de alivio casi histérico. ¿Se encontraba dentro del túnel del subsuelo de la Torre Negra? ¡Tenía que ser así! Ese conocimiento aceleró aún más el ascenso, hasta que pareció que la risa que sonaba detrás de él comenzaba a desvanecerse. Tz’Arkan, al parecer, no sabía cómo trepar. Una risilla demente escapó por sus labios manchados.

La trampilla estaba exactamente donde había calculado que estaría. Malus la empujó y se abrió de golpe, y en ese momento una ola de cálida luz anaranjada entró en el pozo procedente del espacio de lo alto. Entonces, le tocó a él el turno de reír mientras salía a la superficie, desesperado por el resplandor de un fuego honrado.

En ese preciso instante, la mano se cerró en torno a su tobillo.

—Tú y yo no hemos acabado aún, Darkblade —siseó el demonio—. Te has entregado a la oscuridad, ¿recuerdas?

Lanzó un grito, pateó e intentó retirar la pierna, pero el demonio era mucho más fuerte. Lenta, inexorablemente, volvió a arrastrarlo hacia las sombras de abajo.

De pronto sintió que un par de brazos fuertes le rodeaban el pecho y tiraban de él hacia arriba como si fuera un niño. Tz’Arkan resistió durante un momento, forcejeando en vano, y luego la férrea presa que le rodeaba el tobillo cedió. Podría habérsele llevado el pie, pero en ese momento a Malus no le importaba.

Unas manos fuertes lo sacaron del pozo hacia la luz. Él colgaba de esos brazos como un bebé, riendo y llorando de alivio. Una figura sombría avanzó hacia él, silueteada por el fuego. Una mano fría le acarició una mejilla y dejó líneas en la gruesa capa de fango que le cubría la piel.

—Ya estás aquí, amado —graznó la voz de Nagaira. Su media hermana sonrió, y regueros de porquería cayeron por encima de sus destrozados labios cuando se inclinó hacia él. Tenía la pálida piel veteada por palpitantes venas negras, y había sólo negrura donde debería haber tenido los ojos. Malus miró hacia el fondo de esos agujeros y se dio cuenta de que había cosas vivas dentro, seres más antiguos y vastos que el tiempo. Lanzó un alarido e intentó luchar, pero el paladín del Caos lo sujetaba por detrás, y sus manos con guanteletes apretaron los brazos de Malus hasta que entre los dedos revestidos de acero manó un viscoso líquido negro.

—Hemos recorrido un camino muy largo para encontrarte —le dijo Nagaira. Su aliento era frío y pútrido, como aire que escapara de un cadáver. El gélido vacío de sus ojos lo atraía—. Hay muchísimas cosas que quiero mostrarte. Muchísimas que tienes que ver.

Entonces, los labios de ella cubrieron los de Malus, y él sintió el helado sabor de una podredumbre que se retorcía contra su lengua cuando las cosas antiguas que había tras los ojos de Nagaira repararon por primera vez en Malus, y el mundo estalló en dolor.

Cuando abrió los ojos, Malus estaba tendido sobre un frío suelo de piedra, y le dolían los riñones como si se los hubieran pateado.

—Te pido disculpas por eso, mi señor —oyó que decía Hauclir—, pero me dejaste pocas alternativas.

Intentó moverse, y se encontró enredado en algo pesado y voluminoso. Con un gemido, rodó hasta quedar de espaldas y se encontró con que estaba enrollado en la sábana y la manta de una cama. Hauclir se hallaba de pie, a su lado, con una expresión ceñuda en la cara, y sujetaba el garrote con las manos, cubiertas de cicatrices. Por el costado derecho de la cara le bajaban cinco arañazos lívidos.

—¿Esta vez sabes quién soy? —preguntó el antiguo guardia—. ¿O voy a tener que volver a refrescarte la memoria?

—Es más probable que tengas que refrescarme los órganos —replicó Malus con una mueca—. Ayúdame a levantarme, condenado canalla.

Con un gruñido, Hauclir se inclinó y levantó torpemente al noble. Malus miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba de pie en el pasillo del exterior de sus aposentos. Susurró una amarga maldición.

—Otra vez —murmuró.

—¿Quieres decir que no es la primera vez que caminas dormido y atacas a la gente? —refunfuñó Hauclir.

—No, no es la primera vez —replicó Malus, sin reparar para nada en el tono impertinente de Hauclir—. En el nombre de la Madre Oscura, ¿qué está sucediéndome?

—Si no te conociera, diría que estás volviéndote loco —replicó Hauclir—. Desgraciadamente, sí que te conozco. —Miró a su alrededor con rapidez para asegurarse de que estaban a solas—. ¿Es el demonio? —susurró.

Malus frunció el ceño.

—No lo sé. Es posible. Últimamente yo mismo me he hecho esa pregunta. —Tironeó con irritación de la sábana y la manta que le envolvían las piernas—. Salgamos de este corredor antes de que alguien me vea así. ¿Qué hora es?

—Un poco pasada la media mañana, mi señor —respondió Hauclir mientras dejaba a un lado el garrote y se inclinaba para ayudar al noble a desenvolverse—. El señor Nuarc nos dijo que debíamos marcharnos a descansar mientras pudiéramos, ¿lo recuerdas?

Malus salió del envoltorio de sábana y manta manchadas de sudor, e intentó aclarar sus pensamientos.

—Lo último que recuerdo con claridad es que me arrastraba por el suelo de mi habitación y trepaba a la cama. —Sintió en la boca un sabor que le resultaba familiar, e hizo una mueca—. Hubo vino por medio, ¿verdad?

—Sólo un poquitín —asintió Hauclir.

—Creo que me vendría bien un poco más —dijo Malus, y atravesó con paso tambaleante la entrada a sus aposentos.

Las puertas del balcón estaban abiertas otra vez y dejaban pasar un largo rectángulo de pálida luz solar que se extendía hasta la mitad de la habitación. Al arrastrar los pies, golpeó botellas oscuras que se deslizaron, rodando y tintineando por el suelo.

—Por los Dioses del Inframundo, Hauclir —maldijo el noble mientras contemplaba la batería de botellas vacías—. ¿Cuánto bebimos?

—¿Bebimos, mi señor?

No quedaba una sola botella que contuviera ni una gota de líquido útil en su interior. Cada vez más irritado, el noble avanzó dando traspiés hacia el balcón. Una terrible inquietud acechaba en el fondo de su mente, y no sabía bien por qué.

«O tal vez sería mejor decir que me está resultando difícil ser específico —pensó el noble con tristeza—. Bien sabe la Madre Oscura que ya hay suficientes cosas que me fastidian en este momento».

Malus se apantalló los ojos con la mano izquierda y los entrecerró a la luz de la mañana. Un clamor sordo se alzó de la muralla interior, y desde su aventajado punto de observación vio que la horda del Caos estaba atacando la fortaleza interior. La vista lo colmó de aprensión por razones que no pudo explicar.

—¿Cuánto hace que dura ese ataque? —preguntó Malus.

—Comenzó justo al amanecer —replicó Hauclir al reunirse con él en el balcón—. Desde entonces, no han parado. —Miró al noble—. Es buena cosa que estemos aquí arriba, descansando y bebiendo vino, en lugar de ahí abajo, luchando —dijo con intención—. ¿No es cierto, mi señor?

—Vino —dijo el noble, pensativo—. Eso es. Ve a buscar otra botella, ¿quieres? Y algo de comer. Pan, queso, lo que puedas encontrar. Tengo que ponerme la armadura.

El antiguo guardia abrió la boca para protestar, pero lo dejó como causa perdida.

—Como quieras, mi señor —refunfuñó.

* * *

Malus encontró al señor Nuarc junto al cuerpo de guardia de la muralla interior. Daba órdenes a tres regimientos de lanceros a los que estaba dirigiendo contra las aparentemente interminables oleadas de guerreros del Caos. A pocos metros de la puerta había un ariete del que aún saltaban vacilantes llamas, rodeado por los carbonizados cuerpos de quienes lo habían llevado, y los guerreros druchii continuaban empujando largas escalerillas de asedio que eran apoyadas en la muralla por multitud de soldados enemigos. Las saetas de ballesta volaban por los aires como enjambres de moscas para rodear con oscuras nubes de muerte las escalerillas más cercanas al cuerpo de guardia. Una constante lluvia de cuerpos caía por ambos lados de la alta muralla, porque los bárbaros y hombres bestia morían sobre las almenas o los atravesaban las flechas cuando se encontraban en las escaleras de seis metros de altura.

Cuando el noble llegó a las almenas, numerosas cabezas se volvieron a mirarlo. Los lanceros de Hag Graef y el Arca Negra alzaron sus armas para saludarlo mientras pasaba, y una aclamación intermitente los siguió a él y a Hauclir hasta que llegaron al cuerpo de guardia propiamente dicho.

La temeraria incursión contra las catapultas que ahora no eran más que un trío de estructuras carbonizadas que descansaban en la plaza del norte había convertido a Malus y a los mercenarios en héroes de la noche a la mañana. Era una victoria pequeña dentro del gran esquema de los acontecimientos, pero era la primera para los cansados defensores, que la celebraban como sólo podían hacerlo los soldados desesperados.

Incluso la habitual mirada feroz de Nuarc estaba templada por una módica dosis de respeto cuando el noble se reunió con él en lo alto del cuerpo de guardia.

—Creo haberte dicho que durmieras un poco —le gritó el señor de la guerra por encima del estruendo.

—Lo he intentado, pero hacéis demasiado ruido aquí abajo —le respondió el noble, también a gritos—. Supongo que no podríais bajar un poco el volumen.

Nuarc rió.

—No puedo hacer nada si esos bastardos no quieren morir calladitos —replicó.

Malus negó con la cabeza y estudió la batalla que se libraba a lo largo de las murallas.

—¿Está muy mal la cosa? —preguntó.

—De hecho, las cosas nos van bien hasta ahora —replicó Nuarc—. Proporcionalmente, aquí tenemos el doble de los soldados que teníamos en la muralla exterior, y además es más alta y más difícil de escalar. Además, los ataques enemigos son feroces, pero esta vez carecen de coordinación. Creo que tenéis que haber agitado algo cuando destruisteis esas máquinas de asedio, anoche.

—¿Agitado algo? —repitió el noble, pensativo, mientras dirigía la mirada hacia el destrozo de la plaza—. ¿No ha habido ninguna señal de Nagaira ni de su paladín?

—Ni la más mínima —dijo el señor de la guerra—. No sé por qué, pero hace mucho que aprendí a no cuestionar la buena suerte cuando se me presenta.

Pero cuanto más lo pensaba Malus, más inquieto se sentía.

—¿Sucede algo malo, mi señor? —inquirió Hauclir.

—No lo sé —respondió Malus—. Espera…, no. Algo no está bien. Es sólo que no logro determinar de qué se trata.

Hauclir observó la actividad en lo alto de las murallas y se encogió de hombros.

—Desde aquí arriba todo parece estar en su sitio.

—Eso es parte del problema —le aseguró Malus—. Nuarc piensa que anoche agitamos algo cuando atacamos las catapultas, pero yo no soy de la misma opinión. Estaban esperando una incursión, y tenían soldados preparados para hacernos caer en una emboscada.

El antiguo capitán de la guardia lo pensó.

—Tendieron la trampa, y nosotros la hicimos estallar en su cara. Eso bastaría para agitar a cualquiera, ¿no te parece?

Una chispa de comprensión se encendió en la mente de Malus.

—Las catapultas eran una carnada —dijo, mientras una expresión de pavor le invadía el rostro.

El ceño fruncido de Hauclir se ahondó.

—Supongo que sí —dijo— pero nosotros estropeamos la trampa.

—¡No! —gritó Malus—. No me refiero a eso. Sabían que no teníamos más alternativa que la de atacar las catapultas. ¡De hecho, contaban con que lo hiciéramos!

—¿Con qué propósito?

—¿Con cuál crees tú? Ahora saben que tenemos otro medio para salir del castillo.

Hauclir se quedó boquiabierto.

—Y si nosotros podemos salir, ellos pueden entrar. Dioses del Inframundo, mi señor. ¿Es posible que sean tan inteligentes?

—Es de Nagaira de quien estamos hablando. Por supuesto que pueden ser tan inteligentes —gruñó Malus.

De repente, su sueño adquirió una espantosa claridad que hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal.

—Vamos.

—¿Adonde vamos? —preguntó Hauclir, aunque el tono de su voz sugería que ya conocía la respuesta.

—A reunir a tus mercenarios y ver hasta qué punto es inteligente mi hermana —replicó el noble.

La entrada del largo túnel se encontraba en las entrañas de la propia Torre Negra, en el mismo nivel que las gigantescas cisternas de la fortaleza. Con una media docena de lámparas de luz bruja atadas al extremo de largas pértigas finas, Malus, Hauclir y la totalidad de los treinta mercenarios atravesaron apresuradamente las cavernosas cámaras abovedadas y pasaron ante depósitos de piedra en forma de cuenco que contenían las reservas de agua de la ciudad. Llevaban las armas preparadas y dirigían miradas desconfiadas hacia todos los umbríos rincones ante los que pasaban. Malus abría la marcha, temeroso de que llegaran ya demasiado tarde.

—Aun suponiendo que tu teoría sea correcta —dijo Hauclir sin aliento—, las bestias tendrán que encontrar la entrada del túnel, y sé con certeza que no nos siguieron.

—No necesitan vernos para poder seguirnos —replicó Malus, ceñudo—. Podrían haber enviado mastines u hombres bestia tras nuestro rastro. Tenemos suerte de que aún no hayan encontrado la entrada a la fortaleza.

—Supongo que ninguno de vosotros —intervino Bolsillos, que avanzaba a paso ligero detrás de los dos druchii—, habrá traído más de esas terribles esferitas, ¿verdad?

Malus negó con la cabeza.

—Ya nos quedan bastante pocas, y si intentáramos usar una dentro del túnel, consumiría los soportes de madera y se nos derrumbaría todo encima de la cabeza. Y no quiero cortar nuestra única vía de escape a menos que sea absolutamente necesario.

El druchii fue a paso ligero hasta un nicho oscuro que había al otro lado de la red de cisternas. Allí, algo apartada del resto de contenedores de almacenamiento, había una tapa de madera, circular, parecida a las que cerraban las auténticas cisternas de la torre. Siguiendo instrucciones de Malus, dos de los mercenarios apartaron la tapa a un lado y dejaron a la vista una escalera de caracol que se adentraba en la oscuridad.

—Ballestas por delante —ordenó Hauclir, y luego el antiguo capitán de la guardia se volvió a mirar a Diez Pulgares—. Tú te quedas aquí arriba —dijo—. Si oyes ruido de lucha, sales fuera a la máxima velocidad que puedas y traes refuerzos. No me importa a quiénes traigas.

—Sí, capitán —replicó el joven ladrón con los ojos desorbitados de miedo.

Malus le quitó de las manos la ballesta a un mercenario que tenía cerca, y la cargó con rapidez. Cortador se aclaró la garganta antes de hablar.

—Deberíamos apagar las luces —dijo.

Los mercenarios intercambiaron miradas ansiosas. Bolsillos frunció el ceño.

—¿Quieres bajar ahí a ciegas?

—Es mejor bajar a oscuras que iluminados como la aurora —replicó el asesino—. Si esos animales han encontrado la entrada, es probable que lleven antorchas, cosa que nos ofrecerá blancos fáciles.

El noble vio de inmediato que era una medida prudente.

—Haced lo que él dice —ordenó.

Cuando todas las luces fueron extinguidas, el pequeño destacamento de guerreros fue engullido por la oscuridad.

—Los dos que tengan lámparas y estén situados más atrás las llevarán consigo —dijo—. El resto, dejadlas a un lado. Cuando pida luz, vosotros dos encenderéis las lámparas, ¿entendido?

De la parte posterior del grupo ascendieron murmullos de asentimiento. Malus hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras sentía que el corazón le latía violentamente dentro del pecho.

—Muy bien, vamos.

Descendieron por completo a ciegas por la escalera de caracol, arrastrando los pies al bajar un somero escalón por vez. Los hombres tropezaban unos contra otros, susurraban maldiciones, y de vez en cuando la punta de una vaina o espada tintineaba contra la piedra. El aire se hacía lentamente más frío y húmedo. Malus mantenía la ballesta apuntando hacia delante, y escuchaba con atención por si percibía el más leve sonido de pasos que fueran a su encuentro.

Al fin, Malus sintió que una de sus botas raspaba contra la tierra. Un leve movimiento de aire frío le acarició una mejilla, y él se estremeció al recordar el sueño que había tenido hacía poco menos de una hora. Los corsarios se situaron a ambos lados de él, arrastrando los pies.

—¡Chss! —les chistó apenas lo bastante sonoramente como para que lo oyeran los finos oídos de los druchii—. Avanzaremos lentamente unos cuantos metros y nos detendremos. Estad atentos a mi señal. —Gruñidos quedos acusaron recibo a ambos lados y detrás de él.

Se movieron con lentitud por el largo túnel, cuidando de hacer el menor ruido posible. La negrura era total; infinita. Los mercenarios no podían oír nada más que el sonido de su propia respiración, que pasaba a través de los dientes apretados.

—Alto —susurró finalmente, cuando Malus calculó que casi todos los soldados habían llegado al pie de la escalera—. Fila delantera, arrodillaos.

El y los dos mercenarios que tenía a los lados hincaron lentamente una rodilla en tierra, con las ballestas sujetas con fuerza. Miraron hacia la negrura abismal y atendieron para percibir el más ligero sonido que indicara que se acercaba un enemigo.

Pasaron unos minutos. Malus no veía ni rastro de luz en la oscuridad, ni oía el más leve sonido de movimiento. En el aire había una tensión inconfundible, pero sus propios soldados muy bien podrían ser el origen de eso.

El tiempo pasaba lentamente. Los guerreros se removían con incomodidad, lo que provocaba chistidos de advertencia por parte de Hauclir. Malus enseñó los dientes. Estaban ahí fuera. Tenía la certeza de que era así.

El guerrero situado inmediatamente detrás de Malus se inclinó para susurrar al oído del noble.

—Mensaje de Hauclir. Quiere saber si debemos avanzar más por el túnel.

—No —susurró el noble—. El enemigo tendrá que venir hacia nosotros, y aquí estamos mejor situados…

Se quedó inmóvil. ¿Ese sonido era de un pie que había raspado suavemente, más adelante? Malus escuchaba, sin atreverse a respirar. Otro sonido; tal vez un leve tintinear de una hebilla o cadena. O quizá era su imaginación, alimentada por la tensión y la absoluta oscuridad.

Malus meditó la situación y tomó una decisión. Alzó la ballesta hasta el hombro, apuntó a la altura de la cintura y disparó.

El ruido de la cuerda de la ballesta fue lo bastante fuerte como para sobresaltar a los guerreros que estaban detrás de Malus, pero ni remotamente tanto como el alarido de dolor que desgarró la oscuridad, procedente de más adelante.

—¡Ambas filas! ¡Abrid fuego! —ordenó Malus, mientras recargaba con rapidez el arma.

Restallaron más cuerdas de ballesta, y las pesadas saetas se clavaron en escudos o resbalaron sobre armaduras de acero de las que arrancaron brillantes chispas azules. Algunas alcanzaron la carne, lo que provocó más escalofriantes alaridos, y luego el túnel resonó con el tronar de pies que corrían cuando los guerreros del Caos iniciaron la carga.

En los estrechos confines del túnel reverberaron los frenéticos alaridos y blasfemos gritos de guerra. Parecía que un millar de guerreros se lanzaban contra Malus y su pequeño destacamento. En medio de la locura de los gritos y alaridos que resonaban a su alrededor, no había manera de saber a qué distancia estaban.

—¡Continuad disparando! —gritó en medio del estruendo—. Apuntad bajo. ¡No podrán llegar hasta nosotros si bloqueamos el túnel con sus cuerpos!

Disparar. Recargar. Disparar. Durante casi un minuto, los brazos de Malus se movieron a un ritmo mortífero, accionando la palanca de recarga de la ballesta de repetición y disparando hacia la oscuridad. Los bárbaros gritaban y tropezaban con estruendo de malla metálica y escudos ribeteados de acero. El penetrante olor de la sangre y los intestinos que se vaciaban vició el aire del túnel.

Malus volvió a disparar, y esa vez el agónico grito de la víctima surgió casi directamente delante de él.

—¡Primera fila, pasad las ballestas hacia atrás y desenvainad acero! —rugió. Le entregó su arma al guerrero que tenía detrás, y les gritó a los mercenarios por encima del hombro mientras desenvainaba las espadas gemelas—: ¡Luces!

La orden apenas llegó a tiempo. La fría luz verde inundó el estrecho túnel y dejó a la vista un bárbaro armado con un hacha que se hallaba a menos de un metro de Malus. La cara del humano estaba contorsionada en un rictus de furia y dolor, y tenía clavada una saeta de ballesta hasta las plumas en el musculoso hombro izquierdo. El repentino brillo de la luz bruja deslumbró al guerrero durante un instante, y el noble arremetió y atravesó los músculos de la parte superior del muslo del bárbaro con la espada de la mano derecha. De la herida manó una fuente de sangre arterial, y el guerrero se tambaleó, bramando de dolor. Pero antes de que pudiera recuperarse fue lanzado contra el costado del túnel por el guerrero que tenía detrás y que, frenético, acometió para trabarse en combate con los enemigos.

—¡Permaneced con la rodilla en tierra! —les ordenó Malus a los mercenarios que tenía a ambos lados.

El bárbaro, aullando, fue directamente hacia el noble, con el escudo sujeto a baja altura. Malus hizo una finta con la espada derecha y bloqueó un barrido de hacha con la izquierda…, y luego el druchii que estaba detrás de Malus disparó contra la cara del guerrero, a quemarropa. La saeta de acero atravesó limpiamente el cráneo del bárbaro y se clavó en la garganta del que tenía detrás.

No obstante, los dos hombres acababan de desplomarse cuando sus compañeros de tribu ya les pasaban por encima para abalanzarse contra la línea de druchii que luchaba con ahínco. Malus y los mercenarios de vanguardia luchaban como salvajes, clavando estocadas en rodillas, pies, muslos y entrepiernas desprotegidos. Abrían el vientre de los hombres cuando podían, y cuando la guardia del enemigo era demasiado fuerte lo mantenían a distancia durante el tiempo suficiente para que lo matara un ballestero druchii.

Y sin embargo, los bárbaros no parecían acabarse nunca. Los cuerpos comenzaban a apilarse en un montón tan alto ante los druchii que los guerreros del caos tenían que arrastrarlos hacia un lado con el fin de llegar hasta los enemigos. La rodilla que Malus tenía en tierra estaba empapada de sangre derramada. No tardó en perder la cuenta de los hombres que morían intentando abrirse paso por el túnel, y los brazos comenzaron a dolerle de agotamiento debido a la casi constante batalla.

La lucha pareció continuar durante horas, pero Malus sabía que probablemente sólo habían transcurrido unos minutos. Los druchii agotaron las municiones al cabo de poco rato, y la segunda fila desenvainó las espadas y se unió a la lucha directa. Después de eso, los bárbaros pudieron presionarlos más, pero continuaban enfrentados con la difícil tarea de luchar contra dos espadachines por vez.

El agotamiento comenzó a hacerse notar. El druchii de la derecha de Malus vaciló durante apenas un momento, y el hacha de un bárbaro le hizo saltar los sesos. Al instante, otro guerrero se adelantó de un salto y echó una rodilla a tierra en el lugar dejado por el muerto, mientras Malus desjarretaba al bárbaro con un rápido movimiento de muñeca. Detrás de él morían otros druchii heridos por hachas arrojadizas o estocadas de espadas de filo serrado. La formación se contrajo ligeramente y retrocedió un poco hacia la escalera. Malus comenzaba a preguntarse cuándo iban a llegar los refuerzos.

Y entonces, un toque de cuerno bajó repentinamente por el túnel, procedente de la oscuridad, y los bárbaros retrocedieron de inmediato. Se llevaron a rastras a tantos muertos como pudieron, algo que Malus nunca había visto ni oído antes que un bárbaro hiciera. Entre los druchii supervivientes se alzó una exhausta aclamación, pero Malus los hizo callar con un brusco gesto de una mano. Algo no iba bien.

Entonces, lo oyó. Los pesados pasos de pies acorazados que avanzaban como un trueno hacia los vapuleados guerreros druchii. De repente, Malus se dio cuenta de que el enemigo había usado a los bárbaros para cansarlos y hacerles gastar todas las municiones, en preparación del golpe de martillo.

—Madre de la Noche —maldijo—. ¡En pie! —les gritó a los mercenarios que tenía al lado—. ¡Preparaos!

Pero para entonces ya era demasiado tarde.

La enorme figura que apareció ante ellos bajo la luz bruja había sido un hombre en otros tiempos. En algún sentido continuaba siéndolo, pero ahora su cuerpo se intuía hinchado de corrupción. Sus ojos brillaban como ascuas dentro del descomunal yelmo cornudo de hierro negro. El guerrero del Caos llevaba una pesada armadura de la cabeza a los pies, adornada por dentadas púas y retorcidos cuernos, cadenas y crueles ganchos festoneados con cabezas reducidas. Sus enormes manos empuñaban un par de hachas que parecían demasiado grandes para que las blandiera un hombre en su sano juicio y, sin embargo, el guerrero las blandió al acometer a los sorprendidos druchii con un rugido escalofriante.

El mercenario situado a la izquierda de Malus murió sin emitir sonido alguno, con la parte delantera de la cabeza rebanada por un velocísimo barrido de hacha. El druchii que estaba a la derecha de Malus saltó hacia delante con un grito, al mismo tiempo que dirigía una estocada hacia una rendija de la armadura del guerrero, situada justo por encima del muslo. Pero la hoja erró la rendija y resbaló inofensivamente sobre el pulimentado hierro; el guerrero golpeó entonces la cabeza del mercenario con el mango del hacha de la mano izquierda, con tal fuerza que le atravesó el cráneo.

Al ver una brecha en la defensa del guerrero, el noble se lanzó hacia delante y le descargó un tajo sobre la muñeca izquierda, que cortó hasta la mitad, lo que originó una fuente de sangre. Para horror de Malus, el guerrero rió y estrelló el hacha de la mano derecha contra un costado del noble. Sólo los encantamientos entretejidos en la armadura lo salvaron del temible golpe; pero el impacto le hizo perder pie y lo lanzó contra la pared del túnel.

Con un salvaje grito de guerra, Bolsillos cargó contra el enorme guerrero del Caos, sujetando una espada y una daga en sus pequeñas manos. El guerrero gruñó despreciativamente y dirigió hacia ella un revés de hacha. Sin embargo, la ágil druchii se agachó por debajo del vertiginoso barrido del arma, y luego saltó hacia el descomunal pecho del guerrero. Antes de que el sorprendido monstruo pudiera reaccionar, ella aulló como un gato montés y le clavó la daga hasta la empuñadura en el ojo derecho.

Con un grito burbujeante, el guerrero cayó de rodillas, y Bolsillos se apartó de un salto apenas un instante antes de que una pesada hacha impactara contra el cuello del monstruo, lo decapitara y tuviera una nueva fuente de sangre caliente. El guerrero que había detrás del cadáver decapitado pateó el cuerpo hacia un lado con una atronadora maldición y saltó hacia la muchacha, que ya se retiraba, moviendo las hachas a tal velocidad que silbaban y se difuminaban en el aire maloliente.

Los druchii saltaron hacia el monstruo desde tres lados y fueron segados como trigo. El mercenario que cargó por la derecha del guerrero salió despedido de espaldas contra la pared en dos trozos. Justo enfrente, un soldado corrió con la intención de cubrir la retirada de Bolsillos, y acabó decapitado por haberle molestado. Malus se agachó por debajo del mortífero barrido del guerrero y lo acometió por la derecha. La espada de su diestra se estrelló contra el costado de la rodilla de metal del guerrero, y la espada de la izquierda ascendió velozmente, penetró por debajo del mentón y se hundió en su calenturiento cerebro.

Pero la resolución de los mercenarios se había desmoronado ante la acometida de los guerreros del Caos, y dio comienzo una huida aterradora. Malus arrancó la espada del guerrero que caía justo cuando las luces brujas se bambolearon enloquecidamente, y luego se amortecieron con brusquedad cuando los que se batían en retirada arrastraron a los dos portadores de las lámparas por el recodo del túnel, hacia la escalera.

Más guerreros del Caos aullaron pidiendo sangre en medio de la repentina oscuridad. Sudando en abundancia, Malus corrió hacia la escalera tras sus soldados. El ascenso fue una frenética persecución de las luces; los que llevaban las lámparas parecían estar siempre justo en un recodo de la escalera de caracol, así que el noble sólo podía captar atisbos en el oscilante resplandor antes de que se desvanecieran una vez más. Veía rostros aterrados y ojos oscuros desorbitados, miradas temerosas lanzadas por encima de estrechos hombros, y formas que tropezaban y subían casi a gatas por la escalera a la máxima velocidad que les permitían las manos y los pies. Detrás de Malus, en la oscuridad resonaban los salvajes gritos bestiales de los guerreros del Caos que los perseguían.

Luego, sin previo aviso, los estrechos confines de la escalera desembocaron en el espacio abovedado de las cisternas, y la aterrada huida se detuvo en seco. Las lámparas se mecían en el abierto espacio de lo alto y proyectaban estrechos haces de pálida luz. Lo único que Malus podía ver eran las espaldas de cuatro o cinco druchii rezagados que intentaban salir de la escalera, pero oyó con claridad la voz de Hauclir que pasaba por encima de los mercenarios como un trueno.

—¡Si alguno de vosotros da un paso más, le partiré personalmente el cráneo! —rugió—. ¡No cedáis terreno! ¡El enemigo no avanzará más hacia el interior de la ciudadela! ¡Tenemos que resistir a toda costa hasta que lleguen los refuerzos!

«¿Aún no están aquí los refuerzos? —se preguntó Malus—. ¡Bendita Madre de la Noche!».

No sabía si darle las gracias a Hauclir o matarlo. Por un lado, había detenido en seco la huida, pero, por el otro, el noble se encontraba ahora atrapado en la escalera, entre los últimos, ¡con una aullante horda del Caos corriendo hacia él!

Juramentos enfurecidos y gritos sedientos de sangre resonaban enloquecidamente escaleras abajo. Malus dio media vuelta y apuntó con las espadas hacia delante.

—¡Volveos y haced frente al enemigo! —les gritó a los hombres que ahora tenía detrás—. Mientras estemos en la escalera, sólo pueden atacarnos de uno en uno. ¡Podremos resistir aquí durante mucho tiempo, si no perdemos el valor!

Por suerte, los hombres lo escucharon. Percibió el suave ruido de sus pies al girar, y por encima de su cabeza aparecieron espadas. Malus se preparó y se agachó, en espera del inevitable ataque.

Oyó cómo los guerreros que cargaban subían por la escalera, mientras sus gritos se hacían cada vez más fuertes. Era prácticamente imposible ver a mayor distancia que un par de metros escaleras abajo; las lámparas de luz bruja continuaban balanceándose como atrapadas en un vendaval, y proyectaban sombras y luces enloquecidas dentro de la escalera.

Y entonces, cuando parecía que los guerreros estaban casi al otro lado del siguiente giro de la escalera, sus bramidos cesaron. El silencio cayó como un sudario. El noble oyó mercenarios que jadeaban por encima de él. Alguien gimió de miedo. Malus enseñó los dientes y apretó con más fuerza las espadas.

A Malus le llegó el sonido de un tacón de bota que raspaba contra la piedra de uno de los escalones situados más abajo. Primero fue un leve tintineo metálico. Luego, la oscilante luz destelló en la brillante punta de una espada druchii manchada de herrumbre. El noble percibió olor a podredumbre y tierra mojada, como de una sepultura recién abierta.

Con lentitud y elegancia, el paladín del Caos ascendió hacia la oscilante luz, con el yelmo alzado hacia Malus, y el Amuleto de Vaurog destellando en torno al cuello.