5: La fortaleza de hierro
5
La fortaleza de hierro
Hielo oscuro afluyó a las venas de Malus cuando los guerreros se cerraron a su alrededor.
La ola de poder demoníaco lo conmocionó y le arrancó un alarido de horror. El tiempo se estiró como la cuerda de un arco; los movimientos de los infinitos se ralentizaron hasta dar la impresión de que se arrastraban, mientras que el cuerpo de Malus hervía de despiadado vigor. Interiormente, el noble retrocedió con terror y asco ante aquella inesperada salvación.
—Yo no he pedido esto, demonio —siseó—. ¡No puedes obligarme a aceptar tus malditos dones!
—Las cosas han cambiado, Darkblade —dijo Tz’Arkan, cuya risa fue como un temblor sobre la piel de Malus—. Ahora tengo libertad para protegerte como me parezca más conveniente. Sería de esperar que me estuvieras agradecido. ¿Imaginas que Malekith ha enviado a sus escogidos con órdenes de matarte? Si te hubiera querido muerto, podría haber enviado a diez mil lanceros al interior del bosque para hacerte salir como si fueras un oso. No, están aquí para arrastrarte hasta Naggarond cargado de cadenas, donde sufrirás tormentos que ningún druchii cuerdo podría imaginar.
—¡Retíralo! —le gruñó Malus—. Retira tu maldito hielo de mis venas. ¡Ni lo quiero ni lo necesito!
—No se puede hacer retroceder a las estaciones del año —replicó Tz’Arkan con frialdad—. Has tenido tu primavera y tu verano, pequeño druchii. Dentro de poco será otoño. El invierno no puede seguirlo desde muy lejos. El hielo llegará, tanto si lo deseas como si no.
Malus apretó los puños en torno al vapuleado mango del hacha y rugió como una bestia herida. Los guerreros enmascarados continuaban deslizándose hacia él, tan lentamente que parecían eternizarse entre un paso y el siguiente. Imaginaba que si hubieran llevado la cara descubierta podría haber visto que se les estiraba como cera fundida mientras la sorpresa se registraba grado a grado al ver que el noble se movía como un rayo ante ellos. Entonces, como un ejecutor, acometió a su primera víctima y se dispuso a ahogar su desdicha en una marea de sangre caliente. Sin embargo, antes de que pudiera dar un sólo paso, una voz fría y melodiosa le habló al oído.
—Tu brujería es impresionante, Malus de Hag Graef, pero al final no cambia nada.
El noble giró sobre sí mismo con la garganta contraída de miedo. Su hacha cantó al hender el aire en dirección al cuello de la bruja, pero ella se movió como si él estuviera totalmente quieto. Extendió un brazo sin esfuerzo aparente y le tocó el peto con las yemas de los dedos.
Detrás de los ojos de Malus estalló fuego azul. Sintió que se caía, y la cara de plata de la bruja se alejó hacia la oscuridad. Su voz sonó como una campana.
—Ahora perteneces al Rey Brujo.
* * *
La noche ya había caído cuando se despertó. Abrió los ojos a los cambiantes matices de las auroras boreales que brillaban en un cielo de finales de verano inquietantemente despejado. Las estrellas eran tan frías y despiadadas como diamantes, y las lunas gemelas proyectaban extrañas sombras sobre el brumoso paisaje. En los extremos de su campo visual se movían de manera silenciosa figuras con ropones negros, y oyó que había gente que hablaba lacónicamente en voz baja.
Estaba tendido como un cadáver sobre el duro suelo y aún llevaba puesta la vapuleada armadura. No lo retenía atadura ninguna, pero sentía el cuerpo como si fuera de plomo. Con un gruñido, intentó sentarse, pero lo máximo que logró fue levantarse un poco, apoyado en los codos.
De inmediato vio que se encontraba en el centro de un pequeño campamento situado en algún punto del Camino de los Esclavistas, al oeste de Har Ganeth. No había fuegos, sino sólo pequeños globos de luz bruja que descansaban sobre trípodes bajos de hierro, y tal vez unas doce tiendas plantadas en ordenado agrupamiento alrededor del sitio en que él yacía. Vio guerreros enmascarados que se afanaban en desmontar y guardar las tiendas mientras él observaba, y otro grupo ensillaba una veintena de caballos negros como el carbón que estaban atados a una hilera de estacas situadas a una docena de metros de distancia. Una niebla marina gris se enroscaba en torno a los lustrosos cascos de las caballerías, cuyos ojos teñía de verde la luz bruja que se reflejaba en ellos.
Los infinitos se ocupaban de sus tareas y prestaban a Malus tanta atención como si fuera una manta enrollada. Con rapidez comprobó que no se veía su hacha por ninguna parte, y que le habían quitado las dos dagas que llevaba al cinturón. No había grilletes que le sujetaran las muñecas ni los tobillos, lo cual revelaba muchísimo sobre las capacidades de sus captores. Los infinitos y sus brujas estaban seguros de que, si intentaba echar a correr, no llegaría muy lejos.
—Estás despierto —dijo una sobrenatural voz musical. Era fría y dulce como una trompeta o una campanilla de plata, e hizo que un escalofrío recorriera la espalda del noble.
Malus intentó volver la cabeza para mirar a la bruja, pero el esfuerzo lo dejó exhausto. De nuevo se tendió en el suelo mientras la druchii enmascarada daba un rodeo en torno a él y se arrodillaba grácilmente a su lado. Llevaba una estrecha botella de vidrio tallado en una mano, y una bruñida copa de plata en la otra.
—Eso está bien. Nos marcharemos dentro de poco.
Vertió un poco de líquido negro en la copa y se la tendió a Malus. El noble estudió con recelo los ojos de la bruja. Se veían grandes y oscuros dentro de los agujeros de la lustrosa máscara, y le recordaron, por encima de todo, a la franca y seria mirada de una niña. Apretó las mandíbulas, se incorporó sobre un codo y tendió la otra mano hacia la copa, lentamente.
—¿Dónde está el ejército? —preguntó, cansado.
La bruja ladeó la cabeza.
—¿Ejército? No hay ningún ejército.
Malus frunció el ceño, y sus oscuras cejas se arrugaron con aire consternado. Estudió el negro líquido del fondo de la copa y bebió un pequeño sorbo. El potente licor le causó quemazón en la lengua y bajó por su garganta como si fuera hierro fundido. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Y dónde está Malekith, entonces? —jadeó, luchando contra el impulso de toser.
—El Rey Brujo está en Naggarond —replicó ella, como si eso lo explicara todo—. Se nos ha ordenado llevarte ante él.
El licor quemó a Malus por dentro, pero también devolvió algo de fuerza a sus extremidades. Hizo de tripas corazón y vació la copa.
—Esto me recuerda una ocasión en que bebí aceite de lámpara, cuando era niño —comentó, enronquecido—. Honradamente, el aceite era más sabroso.
—Se trata de un licor de los enanos llamado barvalk —explicó la bruja, que aceptó la copa vacía—. Los jinetes oscuros lo llevan consigo en las frías noches de invierno. Mantiene caliente la sangre y aguza la mente.
—Probablemente también sirva para lustrar la plata —murmuró Malus.
Sin embargo, admitió en silencio que sus extremidades habían comenzado a recobrar la soltura, y su mente estaba alerta y despierta. Con una sonrisa triste, se sentó con la espalda bien erguida y estiró brazos y hombros.
La bruja estaba totalmente a su alcance. Su mirada era sincera y sus modales relajados. No le había representado el más mínimo esfuerzo apresarla y cerrar las manos alrededor de su cuello. «Pero, y luego, ¿qué?», se preguntó Malus. ¿Era la misma bruja que lo había derribado en el bosque con un simple toque? No lo sabía. Y aunque lograra matarla, luego, ¿qué?
Estaba rodeado por más de una docena de guerreros, y aun en el caso de que lograra huir de ellos, los infinitos ya habían demostrado que podían seguirle fácilmente el rastro mediante su magia.
Malus dejó caer los hombros dentro de los confines de la armadura. Engrilletarlo habría sido completamente innecesario. No tenía adonde ir, y lo sabían.
Entonces, recordó lo que le había dicho Eldire: «La senda que va hasta la quinta reliquia lleva a Naggarond».
Cabía la posibilidad de que el hecho de haber caído en poder de los infinitos fuera una bendición camuflada.
—De acuerdo —dijo Malus, intentando parecer resignado a su destino—. ¿Y ahora qué?
La bruja se puso de pie.
—Hay comida preparada en aquella tienda de allí —dijo al mismo tiempo que señalaba por encima de un hombro de Malus—. Si tienes hambre, come. Cabalgaremos durante toda la noche, y no volveremos a detenernos hasta el mediodía de mañana.
Malus asintió con la cabeza. En verdad, la comida era lo último que tenía en mente en ese momento, pero era mejor alimentarse mientras pudiera.
—¿Dónde está mi montura?
La bruja se volvió e inclinó la bruñida máscara hacia la línea de árboles del norte.
—A tu gélido están atendiéndolo allí, fuera del campamento —replicó—. Acude junto a él cuando hayas roto el ayuno, y aguarda la orden de partida.
Sin despedirse siquiera, la bruja comenzó a alejarse.
—¡Espera! —la llamó Malus—. ¿Cómo te llamas?
La druchii se detuvo. Su cabeza giró levemente y la luz lunar brilló en una de las redondas mejillas.
—No tengo nombre —dijo con tono de infantil diversión—. Soy infinita.
Sin aguardar réplica alguna, se reunió con un grupo de figuras cercanas que preparaban alforjas. Al cabo de poco rato, a Malus le resultó imposible saber cuál de las idénticas figuras era ella.
El noble sacudió la cabeza con cansancio y se puso de pie. La guardia personal de Malekith continuaba levantando el campamento con rapidez y eficiencia, sin apenas dedicarle una mirada de soslayo al prisionero. A menos de veinte metros al sur, una caravana de comerciantes de esclavos conducía sus jaulas con ruedas hacia el norte por el Camino de los Esclavistas, en dirección a Karond Kar. Oyó que los boyeros maldecían a los impasibles bueyes, que avanzaban impelidos alternativamente por el maestro esclavista y sus hijos. Uno de los jóvenes druchii levantó entonces la mirada y contempló con curiosidad el pequeño campamento. Vio que Malus lo observaba y alzó el trenzado látigo para saludarlo.
Malus le devolvió el saludo con una mano, y el joven esclavista espoleó el caballo para avanzar a medio galope hasta la vanguardia de la caravana. Sin dejar de sacudir la cabeza, el noble se encaminó hacia la tienda que le había indicado la bruja, con la esperanza de que los infinitos hubieran llevado carne y queso consigo, y tal vez un poco de vino decente.
Una vez levantado el campamento y hecho el equipaje, los infinitos establecieron una velocidad rigurosa para llevar al prisionero hasta Naggarond. Montados en sus corceles preternaturales, los enmascarados druchii cabalgaron durante toda la noche y la mitad del día siguiente, antes de hacer finalmente un alto bajo una fría lluvia intermitente.
Los caballos bufaron y patearon el suelo cuando los condujeron fuera del camino, hacia las altas pasturas; su respiración se condensaba en nubecillas a causa del intenso frío. Los animales no le hacían el menor caso al gélido, que iba en medio de ellos; engendrados a partir de purasangres llevados hasta allí desde la hundida Nagarythe, los negros corceles eran paridos en los establos brujos de la propia Naggarond, y no temían ni a hombre ni a bestia. Primos de los oscuros corceles que montaban los mensajeros del reino, cuando se les dejaba correr a su antojo eran veloces como los vientos de tormenta, y podían correr durante días sin cansarse.
Por lo que a Rencor respectaba, el nauglir le prestaba poca atención a cualquier cosa, incluido Malus. Desde el encuentro con la infinita, cerca del campamento del bosque, el gélido se había mostrado extrañamente manso y pasivo, y obedecía las órdenes con tanta docilidad como un esclavo azotado. En el camino, el nauglir avanzaba a la misma velocidad que el resto del grupo, sin hacer caso de las sutiles órdenes del noble.
Rencor siguió a los caballos cuando se apartaron del camino, y se sentó sobre los cuartos traseros al mismo tiempo que alzaba la cabeza, algo animado al sentir la agradable caricia de la lluvia. Malus bajó de la silla de montar e intentó estirarse para suavizar las contracturas que tenía en las caderas y los hombros. Aunque las duras cabalgatas no eran algo nuevo para él, más de catorce horas en la silla lo habían dejado como si lo hubieran molido a garrotazos.
Los enmascarados druchii se deslizaron sin esfuerzo de las sillas e inspeccionaron silenciosamente las monturas para comprobar el estado de los cascos, los músculos y los tendones con manos expertas. Malus hizo lo mismo con Rencor, aunque el noble buscaba evidencias de muy diferente clase.
Un momento después había encontrado el agrupamiento de runas mágicas pintadas con una especie de tinta añil sobre el huesudo cráneo del nauglir. La lluvia no ejercía ningún efecto sobre ellas ni se difuminaron cuando las frotó con un pulgar. Malus dio unas palmaditas en el cuello de Rencor, con resignación. Los infinitos habían usurpado su control sobre la montura y habían convertido así a Rencor en una especie de carcelero para él. No podría espolear al gélido para que se volviera contra los jinetes aunque quisiera infectarlo.
Sin nada más que hacer, Malus se recostó contra un flanco de Rencor y esperó. Pasados unos minutos, uno de los guerreros remontó la columna con una botella de barvalk y media salchicha. Cuando le llegó el turno, Malus se armó de valor y aceptó la copa que le ofrecía, para luego devorar una gruesa loncha de salchicha. En cuanto el guerrero acabó la ronda, regresó a paso ligero hasta la vanguardia de la formación y, sin mediar palabra, los infinitos volvieron a montar. El descanso de mediodía había durado poco más de quince minutos.
Cabalgaron durante el resto del día y hasta bien entrada la noche. En cabeza iba el estandarte del dragón, perteneciente al Rey Brujo de Naggaroth, y las caravanas de esclavos que viajaban en ambas direcciones se apartaban y aguardaban, con la cabeza inclinada, a que los jinetes negros pasaran de largo en medio de un galope atronador. Ya habían transcurrido casi cuatro horas desde la puesta del sol cuando los infinitos finalmente ordenaron un alto, condujeron a las monturas fuera del camino y prepararon una comida fría, alumbrados por luz bruja. Con frío, mojado y dolorido de pies a cabeza, Malus sacó las mantas enrolladas de la silla de montar y cayó al suelo, agotado, junto a Rencor.
Apenas había cerrado los ojos cuando una de las brujas se arrodilló junto a él con un puñado de pescado salado y un trozo de pan envuelto en un cuadrado de tela engrasada. Aceptó la comida sin pensar, mientras su exhausto cerebro registraba vagamente que era cerca de medianoche y los guerreros estaban montando otra vez. Gimiendo, el noble guardó las mantas y se instaló sobre la montura, donde comió la magra ración de alimento mientras avanzaban.
Al final de la segunda noche los jinetes habían llegado al extremo oriental del Mar Maligno, y estaban a un día de cabalgada de la encrucijada donde el Camino de los Esclavistas se encontraba con el Camino de la Lanza, que se dirigía al norte, hacia los Desiertos del Caos. La ración de barvalk se había ido haciendo más generosa en cada descanso, y Malus descubrió que estaba acostumbrándose al sabor. No le aliviaba los dolores de la cabalgada interminable, pero hacía que le resultaran ligeramente más tolerables. Mientras los jinetes comían y descansaban, Malus resistió las exigencias de sueño de su cuerpo y dedicó el tiempo a organizar cuidadosamente las bolsas. Rebuscó en la alforja donde estaban ocultas tres de las reliquias del demonio, y sacó el paquete que contenía el Ídolo de Kolkuth. Cuando lo colocó encima del resto del contenido de la alforja, sintió la frialdad de la figura de latón a través de las capas de gastada tela. Durante el día de viaje había forjado un plan para escapar. Una vez que los infinitos lo llevaran al interior de la Fortaleza de Hierro, esperaría hasta el último momento antes de coger el ídolo y usar su poder para transportarse lejos de sus captores. Tenía la certeza de que dentro de la fortaleza podría encontrar abundantes escondrijos desde los que comenzar la búsqueda del Amuleto de Vaurog.
Claro estaba, que sería necesario que las brujas no pudieran valerse de sus espectros para localizarlo una vez más, y que el control que tenían sobre Rencor no forzara al nauglir a volverse contra su amo.
Los infinitos intercambiaban sus posiciones dentro de la formación durante el viaje. Malus no tenía claro por qué hacían eso, a no ser que fuera para limitar todo lo posible exponerse a él. Después del segundo día pensó en trabar conversación con una de las brujas que cabalgaban a su lado, y se quedó sorprendido cuando ella respondió a todas las preguntas que le formuló. Le contó que los infinitos eran entregados a la Fortaleza de Hierro cuando eran bebés, exigidos como una especie de diezmo a todas las familias nobles de Naggarond. Las brujas recibían su formación de la propia Morathi, mientras que a los guerreros los enseñaba un noble llamado señor Nuarc, el mejor señor de la guerra de la horda del Rey Brujo. Servían a Malekith hasta la muerte, momento en el cual su máscara y pertrechos eran entregados a un neófito que aguardaba. Los infinitos eran siempre un millar; guardaban los predios de la Fortaleza de Hierro y marchaban con el Rey Brujo cuando los druchii iban a la guerra.
Por lo que Malus pudo determinar, los infinitos no deseaban nada ni tenían el más leve rastro de pensamiento independiente ni de ambición. Eran esencialmente incorruptibles, lo que a Malus lo hizo sentir frustrado y horrorizado al mismo tiempo.
Tentado por la locuacidad de la bruja y su aparente falta de malicia, Malus le preguntó cómo se las habían arreglado para encontrarlo.
—Tiene que haber sido mediante brujería —comentó con tono despreocupado—. ¿Cómo, si no, habríais sabido que debíais buscar en un claro sin nombre, situado en medio de un vasto bosque?
—Todas aprendemos a invocar espectros —replicó la bruja, cuya voz aniñada estaba teñida de sorpresa, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. No cuesta nada invocar a un recadero para que se encargue de la búsqueda, siempre y cuando tengas el nombre del sujeto.
—¿Un recadero? —preguntó Malus.
La bruja soltó una risilla desde detrás de la máscara de plata.
—Es el más débil de los espectros; poco más que un fragmento de esencia espiritual, lo bastante inteligente como para obedecer órdenes pero completamente desprovisto de voluntad e iniciativa. Se le pueden encomendar tareas sencillas, pero su alcance no es muy grande. —Sacudió la cabeza con gesto condescendiente mientras miraba a Malus—. Me sorprende que sepas tan poco, dada la demostración que hiciste en el bosque.
—Mi conocimiento es… especializado —replicó Malus—. ¿Dices que su alcance es corto?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí. Tienen poca potencia propia, y dependen de las energías de quien los invoca para mantenerse activos en el reino físico. Un invocador puede enviar a un recadero quizá a una distancia de unas pocas docenas de kilómetros, pero no más.
El noble apartó la mirada y fingió estudiar la tenue silueta de la fortaleza Dachvar con el fin de ocultar su ceño fruncido de consternación. «¿Una docena de kilómetros?», pensó. Tal vez no era una gran distancia para una bruja, pero eso significaba que tendría que usar el ídolo para salir completamente de Naggarond con el fin de escapar a su radio de influencia. Quizá si pudiera encontrar un escondrijo en las colinas cercanas, y luego usar el ídolo para ir y venir de la fortaleza…
De repente, se irguió en la silla y se volvió a mirar a la bruja.
—¿Has dicho que un recadero no puede ir más allá de unas pocas docenas de kilómetros?
—Por supuesto —replicó ella.
—Entonces, ¿cómo sabíais dónde buscarme? ¡Podría haber estado en Har Ganeth o en el camino hacia Karond Kar…! ¡Podría haberme hecho a la mar a bordo de una nave corsaria, por amor de la Madre Oscura!
La bruja se encogió de hombros.
—Se nos dijo que te buscáramos a lo largo del Camino de los Esclavistas —dijo.
«¿Y cómo supo eso Malekith?», se preguntó Malus. Estaba seguro de que no iba a gustarle la respuesta.
Bien pasada la medianoche de la cuarta jornada, llegaron a la encrucijada de caminos. El aire era frío y limpio, y el noble tembló en la silla tanto de agotamiento como de miedo cuando los jinetes tiraron de las riendas para que las monturas se aquietaran hasta ir al paso, y atravesaron el bosque de almas ardientes.
La última vez que Malus había pasado por allí, iba a la cabeza de un pequeño ejército y marchaba hacia el sur para conquistar Hag Graef en nombre de Balneth Calamidad. Las figuras marchitas atadas con alambre a las altas astas de hierro que rodeaban la encrucijada y quemadas por llamas brujas le habían inspirado poco terror en aquel entonces. Ahora se encontró escuchando sus débiles gritos enloquecidos y temiendo ver la estaca vacía que el Rey Brujo le tenía reservada a él. Sólo los nobles que violaban las leyes de Malekith eran condenados a arder en la encrucijada, algunos agonizando durante años mientras los elementos desgastaban sus cuerpos centímetro a centímetro. Mientras pasaba entre las chisporroteantes teas que habían sido hombres poderosos, Malus no pudo evitar temblar ante el destino que le aguardaba. Tendió una mano hacia atrás para comprobar que aún llevaba la alforja en la que guardaba el ídolo, y para asegurarse de que podría cogerlo con rapidez cuando llegara el momento.
Al otro lado de la encrucijada se veía una estrecha franja de camino que brillaba con fantasmal blancura bajo la luz lunar. El Camino del Odio sólo conducía a Naggarond, y estaba pavimentado con los cráneos de cien mil elfos. El pataleo de los cascos de los corceles negros sonaba a hueco sobre los huesos mágicamente tratados, y los jinetes se erguían más sobre las monturas al acercarse a su hogar.
El camino serpenteaba entre oscuras colinas muertas y a través de resonantes valles densamente poblados por robles y fresnos, mientras a lo lejos las altas murallas y puntiagudas torres de Naggarond se alzaban cada vez más arriba en el cielo añil. Vacilantes luces brujas brillaban como un millar de ojos en los edificios de la ciudad-fortaleza y le conferían una especie de fría vida meditabunda. Ese no era un lugar construido sobre un despiadado poder como Hag Graef, ni teñido por la sed de sangre como Har Ganeth; Naggarond era negro, eterno odio tallado en frío mármol y forjado en inflexible hierro. Era la forma física del implacable corazón de los druchii.
Avanzaron por el Camino del Odio durante una hora más, hasta que al fin coronaron una cumbre rocosa y llegaron a una plana llanura sin rasgos destacables que se extendía hasta una árida ladera de montaña. Naggarond se enroscaba sobre sí misma en aquel llano como un dragón enorme, rodeada por una relumbrante muralla de unos dieciocho metros de altura. Altas torres erizadas de púas de hierro se alzaban sobre la muralla, separadas más o menos por un kilómetro y medio de distancia, de modo que pudieran dejar caer nubes de flechas y pesadas piedras sobre cualquier invasor. Ante sí, Malus veía un enorme cuerpo de guardia que constituía una pequeña fortaleza en sí mismo, encumbrado sobre una doble puerta hecha de placas de hierro bruñido de unos seis metros de altura. El noble sacudió la cabeza, maravillado. En otra época había pensado que las fortificaciones de Hag Graef eran temibles, pero en realidad no eran nada comparadas con la formidable mole de las de Naggarond.
Los jinetes oscuros condujeron sus caballos directamente hacia el otro lado de la llanura y se aproximaron a las puertas de hierro. No les dieron el alto desde las dentadas almenas del cuerpo de guardia; era evidente que la mera visión de las bruñidas máscaras plateadas de los infinitos bastaba para franquearles el paso. Una de las descomunales puertas se abrió con un terrible chirrido, y la columna entró al trote por un amplio túnel que pasaba por debajo del cuerpo de guardia. La oscuridad parecía ejercer presión desde todas partes, y el noble luchó para no encoger los hombros al pensar en las saeteras y canales para aceite que sin duda coronaban la piedra.
Malus esperaba salir del túnel a una gran plaza abierta, muy al estilo de otras ciudades druchii. Sin embargo, se encontró en una estrecha calle flanqueada por altos edificios de piedra con puertas de roble muy hundidas en los muros. En tederos que colgaban sobre muchas de las entradas brillaban lámparas brujas que creaban círculos de luz temblorosa en medio de un sinuoso sendero de sombras abismales. Los cascos de los corceles negros arrancaban chispas de los adoquines grises y creaban un golpeteo atronador que reverberaba en los muros separados por muy poca distancia.
Todas las ciudades druchii eran lugares laberínticos y traicioneros, llenos de callejones sin salida y giros confusos destinados a atrapar y matar a los incautos, pero Naggarond no se parecía a ninguna ciudad viva que Malus hubiese visto jamás. Una vez dentro de las murallas, no había puntos de referencia a partir de los cuales uno pudiera orientarse; casi todas las calles acababan en una encrucijada que conectaba con otras tres vías que seguían direcciones impredecibles. Ninguno de los edificios que vio tenía señales o sigilos que indicaran qué era, y si en alguna parte había plazas de mercado, él no llegó a verlas. Al cabo de pocos minutos estaba completamente perdido, y sabía, sin lugar a dudas, que apenas acababan de entrar en los barrios periféricos de la ciudad.
Cabalgaron durante más de una hora a través del laberinto, sin más compañía que los ecos de sus pasos. Malus no vio ni un solo ser vivo a lo largo del recorrido: ni ciudadanos ni guardias de la ciudad, ni borrachos ni ladrones, ni oráculos de pacotilla ni degolladores. La ciudad le recordaba en todo a las casas de los muertos, esa ciudad de criptas situada en el este, donde los antiguos muertos de Nagarythe eran temerosamente confinados en bóvedas de piedra.
Había otras tres murallas defensivas que subdividían la ciudad, cerradas a su vez por otras tres pesadas puertas de hierro. Altas casas silenciosas parecían pegarse con fuerza contra ambos lados de esas murallas interiores. Malus tuvo la sensación de que, al ser la primera de las seis ciudades, Naggarond había crecido a trompicones a medida que prosperaba el reino, expandiéndose más allá de sus propias murallas una y otra vez, hasta quedar con tantos anillos como un viejo árbol nudoso.
Así pues, cuando se detuvieron ante la cuarta muralla de relumbrante piedra, la exhausta mente de Malus tardó un rato en percibir la estrecha entrada arqueada y el cuerpo de guardia formado por hojas de hierro forjado. Luces brujas brillaban en los ojos de dragones de hierro que se alzaban a ambos lados de la formidable puerta, cuyas alas abiertas estaban hechas de placas de hierro batido tan afiladas como espadas. Al otro lado del cuerpo de guardia se elevaba una profusión de torres muy apiñadas que parecía un bosque de bruñidas hojas de lanza, hendidas por ventanas estrechas como saeteras en las que brillaba fuego brujo. De detrás de los muros de la Fortaleza de Hierro se alzaban jirones de vapor que ascendían entre las torres hacia las lunas gemelas como si fueran dedos provistos de garras.
Al fin habían llegado a la Fortaleza de Hierro, ciudadela del inmortal Rey Brujo.