21: Entre los vivos y los muertos
21
Entre los vivos y los muertos
Columnas de grasiento humo negro se alzaban desde detrás de las murallas interiores de la fortaleza, y el aire estaba cargado de olor a carne asada. Cada ochocientos metros a lo largo de la avenida de dentro de la muralla se alzaba una pira para los druchii muertos, cada una atendida por una veintena de exhaustos sirvientes y un par de oficiales de ojos inexpresivos que anotaban el nombre de cada soldado que era entregado a las llamas. Hacía días que se había abandonado la retirada ordenada de los cadáveres y su traslado a los hornos funerarios. Los muertos se amontonaban con una rapidez mucho mayor de la que podían asumir las cuadrillas, y la mayoría de los integrantes de estas, además, habían sido trasladados a la defensa de las murallas.
Las pilas de enemigos muertos eran aún más enormes; los montones malolientes en algunos sitios sobrepasaban los tres metros y medio, y rodeaban la totalidad del perímetro de la muralla. Malus estaba pasmado por la descomunal escala de la matanza, y más que un poco inquieto ante el celo casi suicida de la horda del Caos. «Nos enterrarán en sus propios muertos si tienen que hacerlo —comprendió con una mezcla de preocupación y admiración—. Sólo les importan la victoria y la destrucción, y continuarán atacándonos hasta que mueran sus jefes o el último bárbaro haya sido arrojado desde lo alto de la muralla».
Se sorprendió preguntándose qué clase de cosas podría lograr él con un ejército semejante, y apartó despiadadamente a un lado esos pensamientos.
Con Hauclir cojeando a su espalda, subió por la larga rampa manchada de sangre hasta las almenas que estaban situadas junto al cuerpo de guardia norte. Los soldados limpiaban los restos del último ataque, y en consecuencia, caían cuerpos y trozos de armadura que pasaban junto a los dos druchii como una granizada sangrienta. La última acometida había concluido ya cuando el noble atravesó el complejo interior al salir de las cuadras de los nauglirs. El repentino silencio que reinaba a lo largo de las almenas resultaba inquietante después de lo que habían parecido horas de alaridos y derramamiento de sangre.
El noble se quedó espantado ante la escena de carnicería con que se encontró en lo alto de la muralla. El parapeto de piedra oscura estaba cubierto por una gruesa capa de sangre, serrín y vísceras, y los lanceros druchii se sentaban o dormían en medio de la porquería, demasiado exhaustos y entorpecidos como para darse cuenta siquiera. Armas rotas y trozos de armadura y de cuerpos sembraban todo lo largo de la muralla. Grandes cuervos daban saltos y se dirigían graznidos unos a otros mientras buscaban los mejores bocados entre los inmóviles cuerpos de los vivos. Incluso Malus, que recientemente había caminado por las calles tintadas de sangre de Har Ganeth, quedó pasmado ante lo que veía. Se volvió a mirar a Hauclir, y vio que la cara del antiguo capitán de la guardia estaba pálida y ceñuda.
Más allá de las murallas, la ciudad exterior era un erial de edificios quemados y toscas tiendas. Exhaustos guerreros del Caos yacían como manadas de perros salvajes a lo largo de las avenidas sembradas de desperdicios, y el matadero en que se había convertido la zona de delante de la muralla interior estaba alfombrado por cientos y más cientos de cadáveres hasta donde llegaba la vista. Entre las ruinas se alzaban aullidos y gritos de voces que farfullaban maldiciones que parecían ladridos en un idioma que ninguno de los defensores podía entender, pero cuyo significado estaba perfectamente claro. Pronto, demasiado pronto, la matanza volvería a empezar.
Cuando Malus se aproximaba a la puerta del cuerpo de guardia, se produjo una conmoción. Un trío de lanceros se esforzaba por sujetar a un cuarto guerrero, que gritaba y se debatía enloquecidamente.
—¡No pararán! ¡No dejarán de venir! —exclamaba, con los oscuros ojos muy abiertos en el rostro cubierto de sangre seca y suciedad—. ¡No podemos quedarnos aquí! ¡No podemos!
Los soldados que luchaban con el aterrado druchii intercambiaban miradas de miedo. Uno de ellos sacó una espada corta.
—¿Qué es todo esto? —les espetó Malus con un tono tan cortante que lo sorprendió incluso a él mismo.
Los guerreros se sobresaltaron ante la imponente voz de mando, e incluso el druchii aterrado se calmó un poco.
Los soldados se miraron unos a otros, y el más veterano se aclaró la garganta.
—No es nada, temido señor —replicó—. Sólo vamos a retirar a este soldado de la muralla. No se encuentra bien.
—A este soldado no le sucede nada malo —gruñó Malus al mismo tiempo que avanzaba y empujaba a los lanceros para abrirse paso hasta el centro del grupo. Aferró al druchii aterrado por el cogote y lo obligó a ponerse de pie—. Tienes los dos ojos y todas las extremidades —le espetó—, así que, dime, ¿qué te pasa?
El lancero temblaba bajo la presa del noble.
—No podemos quedarnos aquí, temido señor —gimió—. Han pasado días, pero ellos continúan atacando…
Malus sacudió al hombre como si fuera una rata.
—Por supuesto que continúan atacando, condenado estúpido —gruñó—. Son animales. Es lo único que saben hacer. —Empujó al hombre contra las almenas e hizo que se inclinara hacia el campamento enemigo—. ¡Escúchalos! ¿Qué oyes?
—¡Aullidos! ¡Negras maldiciones! —gritó el druchii con enojo—. ¡Nunca callan! ¡Siguen así durante horas!
—¡Por supuesto que sí! —le contestó Malus—. ¡Cada una de las bestias de ahí fuera está sentada en el estiércol y maldice tu nombre en voz lo bastante alta como para que lo oigan todos los Dioses Oscuros! ¿Y sabes por qué? Porque nada desean más que atravesar las murallas y matar a todos los seres vivos que puedan encontrar, pero tú no lo permitirás. Ese es el condenado ejército más grande que jamás ha marchado contra Naggaroth, y tú estás sobre esta muralla con tu lanza, y les impedirás que lleguen a la única cosa que desean.
El noble dejó caer al soldado sobre el parapeto incrustado de porquería.
—¡Es ridículo! ¡Absurdo! Cada día se levantan de sus tiendas malolientes y cabriolan como estúpidos ante sus retorcidos altares hasta llegar a un frenesí sanguinario que no podría resistir nada que haya sobre la tierra, y cada día tienen que volver a sus tiendas con la cola entre las patas y lamerse las heridas a la sombra de estas negras murallas. ¡Claro que maldicen tu nombre! El solo hecho de pensar en ti les quema las entrañas como carbón encendido, porque los has derrotado cada vez que te han atacado. Cada condenada vez. —Señaló el campamento enemigo—. Deberías saborear esos sonidos, soldado, porque son un lamento. Son los sonidos del miedo y la desesperación. Y todo es debido a ti.
El conmocionado lancero miraba fijamente a Malus. El noble bajó los ojos hacia él y le sonrió.
—La victoria está al alcance de tu mano, soldado. ¿Vas a dejar que se te escape, o vas a derrotar a esos bastardos de una vez y para siempre?
—¡Puedes contar con nosotros, temido señor! ¡Mataremos hasta la última de esas bestias! —gritó un lancero que se encontraba a pocos metros de distancia.
El grito sobresaltó a Malus que, al mirar en la dirección de la que procedía, se dio cuenta de que la mayoría de los guerreros se habían puesto de pie mientras hablaba, y ahora estaban pendientes de cada una de sus palabras. Sus sucios rostros ensangrentados sonreían con feroz orgullo.
El aterrado lancero se puso de pie, tembloroso. Tragó con dificultad y miró a Malus a los ojos.
—Que vengan, temido señor —dijo—. Los estaré esperando.
Entre los soldados reunidos se alzó una aclamación. Malus sonrió, algo incómodo, y saludó a los supervivientes del regimiento.
—Descansad un poco —gritó, y agitó una mano en dirección al campamento enemigo—. Disfrutad de la música mientras podáis.
Los guerreros rieron, y Malus dio media vuelta para encaminarse con rapidez hacia el cuerpo de guardia.
Nuarc lo esperaba en la entrada de la fortificación. La cara del señor de la guerra estaba tan sucia como la de cualquier soldado raso, con las arrugas ahondadas por el cansancio y el hambre. No obstante, le dedicó a Malus una sonrisa de admiración.
—Eso ha estado muy bien hecho, muchacho —dijo en voz baja—. Probablemente yo me habría limitado a dejar que sus compañeros se ocuparan del problema.
El noble negó con la cabeza.
—Entonces habríamos estado haciéndole el trabajo al enemigo —replicó—. Soy lo bastante rencoroso como para querer hacer que esas bestias trabajen por cada uno de los nuestros que maten.
Nuarc rió entre dientes.
—Bien dicho. —Le hizo un gesto al noble—. Entra. Por tu aspecto, diría que no te vendría mal comer algo.
Condujo a Malus y Hauclir al interior de los oscuros corredores del cuerpo de guardia, donde atravesaron habitaciones desiertas y pasillos flanqueados por barriles llenos de pesados virotes, hasta llegar a una sala larga llena de saeteras que daban al terreno de matanza de delante de la muralla. Alrededor de una docena de soldados druchii de aspecto cansado, tanto hombres como mujeres, miraban hacia el exterior con las ballestas a mano. Un brasero colocado en el centro de la cámara de techo bajo aportaba un poco de calor, y sobre una mesa cercana había un par de hogazas de pan, algunos trozos de queso y pescado seco, junto con media docena de jarras de cuero y varias botellas de vino.
—Servios —dijo Nuarc, que abarcó la mesa con un gesto.
Los soldados que estaban de guardia les lanzaron miradas de depredador a los dos intrusos a los que habían dado la bienvenida a su cubil, como si fueran una manada de perros que de pronto se viera obligada a compartir su carne. A Malus se le revolvió el estómago al ver la comida, pero Hauclir le hizo un respetuoso gesto de asentimiento al señor de la guerra, y se sirvió.
Nuarc vertió un poco de vino en una de las jarras, y bebió un pequeño sorbo.
—Las noticias de tus hazañas han estado propagándose entre los soldados. Primero, la incursión contra las máquinas de asedio, y ahora la batalla dentro del túnel. Estás convirtiéndote rápidamente en el héroe del momento.
Malus soltó un bufido desdeñoso.
—No importa el hecho de que la batalla del túnel no habría tenido lugar si yo no me hubiera dejado engañar por la estratagema de Nagaira —gruñó—. Si esos pobres necios me creen un héroe, la situación es realmente desesperada.
Hauclir rió entre dientes, con un bocado de pescado seco en la boca, pero Nuarc clavó la mirada en el fondo de la jarra de vino y frunció el ceño. Malus captó el gesto y se puso serio de inmediato.
—¿Están muy mal las cosas?
—A estas alturas apenas si podemos resistir —replicó Nuarc con gravedad—. Hasta donde somos capaces de calcular, perdimos algo más de un tercio de los soldados en la debacle de la muralla exterior, y los que quedan están agotados. No nos faltan comida ni armas, pero los constantes ataques han hecho mella. Si tuviéramos otro día de ataques como el de ayer, podríamos perder la muralla interior hacia media tarde.
Esa revelación dejó pasmado a Malus.
—¿Qué se sabe de los refuerzos de Har Ganeth y Karond Kar?
Nuarc sacudió la cabeza con expresión grave.
—No hemos sabido nada. A estas alturas, dudo de que lleguen a tiempo, si es que llegan.
—¿Y qué me dices de esos malditos señores que están en la Torre Negra? —gruñó el noble, que comenzó a pasearse por la larga sala como un lobo enjaulado—. ¿Tienen algún intrépido plan para salvarnos del desastre?
Nuarc volvió a coger la botella de vino.
—He oído rumores —dijo—. ¿Estás seguro de que no quieres vino?
—¡Dioses, no!, mi señor —replicó Malus—. De ese vinagre he bebido bastante para que su efecto me dure algún tiempo.
El señor de la guerra se sirvió una buena cantidad.
—Hay indicios de que tu hermano, el vaulkhar, está contemplando un plan que acabará con el asedio de un plumazo.
Malus rió amargamente entre dientes.
—¿Planea llevar a la guarnición contra la horda del Caos?
Nuarc negó con la cabeza.
—Tiene intención de entregarte a Nagaira.
El escaso humor del noble se desvaneció del todo.
—No puedes hablar en serio.
—Ojalá fuera así —admitió Nuarc—. Pero avergonzaste a Isilvar y a los otros nobles delante del Rey Brujo y, lo que es peor, tus hazañas están ganándose la admiración de los soldados. Eso te hace muy peligroso, por lo que a ellos respecta.
—¡Malekith nunca permitirá algo semejante!
El señor de la guerra se encogió de hombros.
—He servido a Malekith durante más de trescientos años, muchacho, y no soy capaz de decir qué permitirá y qué no. Para mí resulta evidente que está poniendo a prueba a Isilvar y a los otros señores, pero no puedo ni comenzar a deducir con qué finalidad. El caso es que también ellos empiezan a darse cuenta de esto, y los pone nerviosos. Desean que el asedio acabe, y darle a Nagaira lo que quiere es la forma más rápida y fácil de lograrlo.
—Si Isilvar cree eso de verdad, es un estúpido aún mayor de lo que yo imaginaba —dijo Malus, desgarrado entre la cólera asesina y el frío pánico—. Si Nagaira cree que puede tomar la Torre Negra y humillar al Rey Brujo en el proceso, no vacilará en hacerlo.
Nuarc hizo una mueca.
—Temía que fueras a decir algo así —replicó—. Entonces, será mejor que busquemos otra manera de poner fin al asedio antes de que Isilvar y los otros señores decidan hacerse cargo de las cosas.
Malus enseñó los dientes al hacer una mueca de frustración.
—Creo que tomaré un poco de ese vino, después de todo —dijo.
En ese momento, les llegó del norte un retumbo que sacudió la tierra e hizo que la mesa de roble crujiera y las botellas de vino se bambolearan y tintinearan al chocar unas contra otras. Un extraño restallido desgarró el aire, como el sonido de un martillo contra cristal. Los druchii que se encontraban ante las saeteras se pusieron repentinamente alerta, y uno de ellos se volvió hacia Nuarc con una expresión asustada en la cara.
—Será mejor que vengas a ver esto, mi señor —dijo—. Sea lo que sea, no puede ser bueno.
Nuarc y Malus se precipitaron hacia las saeteras y empujaron con un hombro a algunos druchii de ojos desorbitados. La expresión del viejo señor de la guerra se tornó ceñuda.
—Condenación —siseó.
En el exterior, más allá de la lejana curva de la muralla, una enorme columna de arremolinado humo se alzaba hacia el cielo frío y despejado. Se veían verdes cintas de rayos a través del humo, y aunque se encontraba a casi diez kilómetros de distancia, Malus percibía los vientos de la magia, que le causaban oleadas de cosquilleo en la piel. Mientras observaba, la columna de magia negra se levantó más de trescientos metros y propagó sus energías por el cielo. La negrura se extendió desde la columna como un turbulento charco tan negro como la tinta, y un terrible sudario cayó sobre la tierra desgarrada por la guerra. Más truenos resonaron bajo el contaminado cielo, y una repentina ráfaga de viento frío y húmedo golpeó la muralla interior.
—Condenación es la palabra correcta —dijo Malus—. No me gusta nada el aspecto de eso.
Nuarc se volvió hacia uno de los guerreros.
—Que suene la llamada a los puestos de combate —ordenó—. A menos que me equivoque, el enemigo está a punto de golpear con fuerza.
El guerrero asintió, con la cara blanca de miedo, y salió corriendo de la sala.
El viento arreció, y canturreó como un espectro al pasar por las saeteras e inundar las fosas nasales de los druchii con el olor de la tierra húmeda. Por el negro cielo de lo alto destellaban rayos verdes que se reflejaban en las espadas y los escudos de los hombres bestia y los bárbaros que empezaban a avanzar poco a poco por las estrechas calles hacia el terreno de matanza en que se había convertido el espacio de delante de la fortaleza interior. El trueno resonaba en lo alto, y gruesas gotas de grasienta lluvia comenzaron a caer sobre las almenas. Por encima de ellos, en el tejado del cuerpo de guardia, empezaron a gemir los cuernos, cuyas notas casi se perdieron en el viento, cada vez más fuerte.
En cuestión de segundos la lluvia se convirtió en aguacero coloreado de verde por los constantes destellos de los rayos. Un aire frío entraba por las saeteras; los guerreros druchii retrocedieron con una maldición, presas de arcadas debido a un abrumador hedor a podredumbre. Malus también maldijo, pero por una razón completamente distinta. Un momento antes podía ver con claridad al ejército del Caos que se reunía para volver a atacar, pero ahora quedaban completamente oculto por cortinas de aceitosa lluvia. A esas alturas podrían encontrarse a pocos metros de la muralla.
El noble se volvió a mirar a Nuarc.
—¿Intercederán Morathi y sus brujas contra esta espantosa lluvia? ¡Esto podría costamos la muralla interior si no podemos ver a los enemigos hasta que estén de pie sobre las almenas!
Nuarc negó con la cabeza, impotente.
—Ella es aún más difícil de prever que su hijo. Si Malekith le ordena que lo haga, tal vez lo hará.
—¡En ese caso, tienes que volver a la ciudadela y hablar con el Rey Brujo!
El noble se volvió hacia Hauclir, que estaba ocupado en meterse en las mangas del ropón paquetes de comida y una botella de vino.
—Hauclir, deja eso y escolta a Nuarc de vuelta a la Torre Negra. ¡Deprisa!
El antiguo capitán de la guardia cruzó rápidamente los brazos, con lo que hizo desaparecer la comida y el vino robados.
—Como desees, mi señor —refunfuñó.
Nuarc dio rápidamente una serie de órdenes a los guerreros, y llamó por su nombre a media docena para que lo acompañaran de vuelta a la ciudadela. Malus aprovechó la oportunidad para reunirse con Hauclir y conducirlo a la puerta de la sala, fuera del alcance auditivo de los demás.
—Podríamos tener que hacer algo drástico en las próximas horas si los dos pretendemos conseguir lo que queremos de Nagaira.
—¿Drástico? ¿Cómo qué? —susurró Hauclir.
—¿Sinceramente? No tengo ni la más remota idea —replicó Malus, que logró dedicarle una sonrisa de canalla—. Igual que en los viejos tiempos, ¿eh?
Hauclir hizo una mueca de dolor.
—¿Viejos tiempos? ¿Aquellos en los que casi acabamos ahogados, quemados o devorados por demonios?
Malus miró con ferocidad a su antiguo guardia personal.
—Pero, vamos a ver, ¿qué me dices de todos los buenos momentos?
—Esos fueron los buenos momentos.
El noble se tragó una contestación al aproximarse Nuarc y sus escoltas.
—Haz el favor de volver aquí lo más rápidamente posible, condenado canalla —dijo en voz baja.
Malus siguió al pequeño grupo hasta la parte posterior del cuerpo de guardia, y los dejó ante una escalera de caracol que los llevaría hasta una puerta de hierro que se abría junto a la entrada de la muralla interior. Luego, desenvainó las espadas gemelas y se encaminó hacia las almenas.
Momentos más tarde llegó a la salida que daba a lo alto de la muralla y vio que la pesada puerta de roble se estremecía, abofeteada por el aullante viento. Desde el otro lado le llegaban, apagados, gritos y alaridos. El noble reunió valor, abrió la temblorosa puerta… y se encontró al borde del infierno.
Los guerreros druchii se tambaleaban bajo el embate del maloliente viento y la asquerosa lluvia, y muchos estaban acuclillados y apoyaban la parte superior del yelmo contra las almenas para protegerse un poco de la monstruosa tormenta. Tridentes de rayos verdes desgarraban el cielo, aparentemente lo bastante cercanos como para tocarlos. Malus vio semblantes pálidos iluminados por un terror absoluto, y oyó gritos de miedo que sonaban arriba y abajo por toda la línea de lanceros que luchaban. Para su horror, el noble contó casi media docena de escalerillas que ya asomaban por encima del borde de la muralla, y cuyos largueros de madera temblaban al ritmo de centenares de pies que ascendían.
A menos de veinte metros había media docena de guerreros que forcejeaban con una figura que estaba tumbada sobre el parapeto de piedra. Malus oyó gritos de enojo y furia, y vio que una larga daga descendía una y otra vez sobre la figura yacente. Una cólera negra ascendió, hirviendo, desde su corazón.
—¡Levantaos y enfrentaos con el enemigo! —rugió en medio del aullante viento.
Con las espadas en las manos, salió al parapeto sin hacer caso de las cortinas de agua maloliente que el viento le echaba sobre la cara y que penetraban por las rendijas de su armadura.
—¡Los guerreros de Naggaroth no se acobardan ante una tormenta! ¡Luchan o mueren! ¡Escoged!
Las cabezas se volvían a mirar a Malus cuando pasaba. Los rayos destellaban y le conferían a su rostro un aspecto demoníaco. Con lentitud pero sin vacilar, los lanceros del regimiento aferraron las armas y se pusieron de pie. Malus no sabía ni le importaba si lo hacían por honor, por vergüenza o por miedo a lo que él pudiera hacerles.
La pelea aún continuaba cuando Malus llegó hasta ella, y con un grito furioso se puso a patear a los lanceros que le asestaban puñetazos y puñaladas a la víctima. Se alzaron gritos de miedo en respuesta a sus coléricos golpes. Un druchii armado con un cuchillo incluso se volvió contra Malus durante un breve instante, con el arma manchada de sangre preparada para atacar, hasta que se dio cuenta de con quién se enfrentaba y retrocedió con un grito asustado.
Entonces, Malus pudo ver al guerrero que se debatía en el suelo. Cada destello de rayo revelaba espantosas heridas en el pecho, el vientre y las piernas del druchii, horribles tajos abiertos por cuchillo, espada y hacha. El guerrero rodeaba con las manos el cuello de otro lancero e intentaba acercar a la víctima que luchaba a sus desgarrados labios y rotos dientes manchados de sangre.
Malus reparó en la poca sangre que había alrededor del guerrero acuchillado, y entonces, un frío nudo de comprensión le heló las entrañas.
El druchii estaba muerto. Hacía horas que lo estaba.
Con un grito horrorizado, Malus descargó con ambas espadas tajos descendentes que cercenaron el brazo derecho del muerto viviente a la altura del codo y le rebanaron la mitad del cráneo. La criatura retrocedió y su víctima se soltó entre gritos, pero el muerto viviente intentó lanzarse otra vez hacia el guerrero, incluso mientras sus sesos caían sobre el parapeto de piedra. El noble avanzó rápidamente y decapitó a la criatura con un barrido de revés. Sólo entonces el desgraciado ser cayó sobre las piedras, sin vida.
El trueno rugió cerca de los oídos de Malus. Los guerreros gritaron de terror. Uno de los lanceros alzó la mirada hacia Malus, sangrando en abundancia por los profundos arañazos que tenía en una mejilla y el cuello. El noble lo reconoció como el soldado aterrado con el que había hablado apenas minutos antes.
—¡Es la lluvia, temido señor! —gritó por encima del viento—. ¡Cayó sobre la cara de Turhan y lo devolvió a la vida!
—¡Bendita Madre de la Noche! —susurró Malus, que de repente comprendió el plan de Nagaira.
Avanzó con rapidez hasta el borde interior del parapeto y bajó la mirada hacia las sombras profundas del pie de la muralla.
El rayo destelló en el cielo, y Malus entrevió movimiento en los montones de cadáveres desgarrados y destrozados, cientos, tal vez miles, que se desenredaban de las pilas que flanqueaban la avenida interior y avanzaban con paso tambaleante hacia la larga rampa que ascendía hasta las almenas.
La escena, hasta donde Malus podía ver, se repetía a lo largo de todas las secciones de la muralla interior. Las infernales brujerías de su hermana habían atrapado a los defensores entre dos ejércitos: uno de vivos y otro de muertos. «Y acabo de enviar a Hauclir y Nuarc al centro de esa pesadilla», pensó.
Comenzaron a sonar los cuernos a lo largo de toda la muralla. Malus no sabía si era un toque de alarma o de retirada. Era incapaz de empezar a pensar siquiera en cómo podía detenerse a tiempo semejante plaga de muertos vivientes; lo único que podía hacer era defender su zona de la muralla con los soldados y recursos que tenía bajo su mando.
Pensando con rapidez, Malus se volvió hacia el sangrante guerrero.
—¡Tú! ¿Cómo te llamas, lancero?
—Anuric, temido señor —tartamudeó el soldado.
—Ahora eres el sargento Anuric —le espetó Malus. Barrió el aire con la espada manchada de sangre para abarcar a los druchii que habían luchado contra el muerto viviente—. Llévate a estos soldados al cuerpo de guardia tan rápidamente como puedas. ¡Coged todos los proyectiles de aliento de dragón que podáis encontrar, y lanzadlos sobre la rampa! ¿Me has entendido?
El guerrero asintió con la cabeza.
—Entendido, temido señor.
—Entonces, ¿por qué continúas aquí de pie? ¡Vete! —gritó, y los guerreros corrieron a obedecer.
Alaridos y gritos de guerra que sonaron tanto arriba como abajo de la muralla indicaron que los primeros atacantes del Caos habían llegado a lo alto de las escalerillas. Mientras los lanceros iban a la carrera hacia el cuerpo de guardia, Malus dio media vuelta y corrió en sentido contrario para llegar a lo alto de la empinada rampa antes que los cadáveres ambulantes que arrastraban los pies.
Cada uno de los ocho lienzos de la muralla interior medía unos mil doscientos metros, pero ahora ese parecía extenderse varias leguas en la intermitente y caótica oscuridad. Malus resbalaba y daba traspiés sobre las aceitosas piedras, esquivando frenéticos combates entre vociferantes lanceros y aullantes bárbaros del Caos, y era abofeteado por feroces vientos que amenazaban con arrojarlo del parapeto hacia la masa de muertos vivientes que había más abajo. Las breves imágenes de frenética lucha desesperada se sucedían ante los ojos del noble al pasar corriendo. Un lancero caía con un hombre bestia desgarrándole la garganta, y por la boca del druchii manaba un torrente de sangre mientras clavaba su espada una y otra vez en el musculoso pecho de su atacante. Otro lancero gateaba a ciegas por las piedras del suelo del parapeto, chillando como un bebé, con la cara convertida en pulpa. Un par de lanceros aferraban por las trenzas a un bárbaro que estaba en lo alto de las almenas y lo arrojaban de cara contra el parapeto, donde uno de ellos se inclinaba y lo degollaba expertamente de oreja a oreja. El torrente de sangre tibia chapoteó contra los pies de Malus cuando pasó a la carrera.
Se encontraba a veinte metros de la rampa y veía que iba a perder la carrera. El primero de los muertos vivientes casi había llegado a la parte superior, y ninguno de los guerreros del extremo de la línea tenía la más remota idea de lo que se le aproximaba por detrás.
—¡Extremo de la línea! ¡Mirad detrás de vosotros! —gritó Malus a pleno pulmón, pero sus palabras prácticamente se perdieron en la rugiente tormenta y el torbellino de la batalla.
Gruñendo a causa de la frustración, Malus comenzó a gritar otra vez, pero una figura se le echó encima por detrás y lo derribó de cara sobre las piedras.
Malus oyó gruñir al hombre bestia justo por encima de su cabeza y sintió el caliente aliento fétido contra la nuca. Luego, recibió un fuerte golpe, y un dolor lacerante le recorrió el lado derecho de la mandíbula, tras lo cual notó que su caliente y espeso icor le salpicaba la mejilla. Rugiendo como una bestia, el noble intentó darse la vuelta bajo el atacante y estrelló uno de sus acorazados codos contra el óseo hocico del guerrero del Caos. El hombre bestia rugió e intentó apuñalar otra vez a Malus con su cuchillo dentado, pero la hoja resbaló contra el espaldar del noble. Impulsado por el puro instinto, Malus se volvió para quedar completamente boca abajo, y con un veloz giro de muñeca invirtió la manera de aferrar la espada de la mano derecha, para luego barrer con ella por detrás con toda la fuerza que pudo reunir. La hoja se clavó profundamente en el costado del hombre bestia, y Malus continuó rodando y arrojó al aturdido y sangrante guerrero por el borde interior del parapeto, jadeando, Malus se levantó hasta quedar con una rodilla en tierra, y vio que un par de muertos vivientes corrían hacia él con las mugrientas manos tendidas hacia delante.
Los monstruos no muertos habían llegado a lo alto de la muralla, y los druchii del final de la línea ya se veían abrumados. Malus vio que dos lanceros eran atacados por detrás y arrastrados bajo una multitud de manos que desgarraban y mandíbulas que chasqueaban. El resto estaba retrocediendo con gritos horrorizados, cediendo aún más parapeto ante los monstruos que arrastraban los pies.
Malus saltó hacia los dos muertos vivientes con un feroz grito de guerra, mientras sus espadas gemelas tejían un dibujo de descuartizamiento y muerte. Dos rápidos barridos, y las manos de los monstruos fueron cercenadas; luego, el noble dio un veloz paso a la izquierda, y cortó un brazo y la cabeza del muerto viviente que la acechaba por ese lado con dos rápidos tajos. Antes de que el cuerpo tocara siquiera las piedras del parapeto, Malus cambió de postura y acometió a la criatura de la derecha, a la que decapitó limpiamente con un solo y veloz tajo.
—¡Los golpes a la cabeza! —les gritó a los vacilantes guerreros—. ¡Seguidme! —Y se lanzó hacia la masa riendo como un demente.
Los guerreros no muertos desconocían el dolor y el miedo, y sus únicas armas eran las uñas y los dientes, y un vigor antinatural. Impulsado por la furia y el rencoroso odio, Malus abrió un terrible surco entre los muertos vivientes. Sabía que si lograba llegar al extremo superior de la rampa y detener la ola de criaturas que alcanzaban el parapeto, podría retener las almenas. Cortaba dedos y partes de manos, cercenaba brazos y rebanaba cráneos. Bárbaros, hombres bestia y druchii no muertos caían todos ante sus destellantes espadas.
Se abrió camino a lo largo de veinte metros de parapeto empapado de sangre, acometiendo todo lo que se le ponía por delante. La batalla pareció continuar durante horas, hasta que la matanza se convirtió en una especie de danza terrible. Malus oyó detrás de sí los furiosos gritos de los guerreros que lo seguían, y aulló como un lobo al que hubieran dejado suelto en medio de un rebaño de ovejas. Por primera vez desde la marcha contra Hag Graef, varios meses antes, se sintió realmente vivo.
Cuando llegó al otro extremo de la muralla, se sorprendió. Un par de decapitados muertos vivientes se desplomaron sobre las piedras del parapeto, y las espadas arrancaron chispas de la pared del reducto que quedaba detrás de ellos. Otros muertos vivientes intentaban abrirse paso hasta el parapeto, pero ahora un apretado grupo de los druchii que seguían a Malus había llegado al extremo superior de la rampa, y les asestaban tajos a los monstruos con asesina eficiencia. El noble se recostó contra la pared del reducto e intentó lo mejor posible librarse del estado de locura de la batalla.
Justo en ese momento se oyó una detonación crepitante, y una cortina de llamas verdes saltó hacia el cielo a lo largo del interior de la muralla. Entre los druchii se alzaron aclamaciones cuando se encendió el aliento de dragón entre la horda de muertos vivientes. Malus se volvió y vio a Anuric que avanzaba hacia él con paso tambaleante y una clara expresión de alivio en su joven rostro. El lancero alzó una mano para saludar, y luego se le pusieron los ojos en blanco y se desplomó sobre el parapeto. El joven tenía clavadas en la espalda un par de hachas arrojadizas de los bárbaros.
Más allá del cuerpo del lancero, las oleadas de guerreros del Caos que pasaban por encima de las almenas y saltaban sobre los defensores convertían la línea de druchii en una hirviente masa de feroces combates. Los druchii resistían con uñas y dientes, pero el furioso ataque no parecía tener fin.
Malus dejó que los lanceros se encargaran de defender la rampa, y avanzó hacia la vacilante línea. Se detuvo al pasar junto al cuerpo de Anuric, y tras considerarlo un momento, se arrodilló e hizo que rodara para arrojarlo al pie de la muralla y entregarlo a las voraces llamas como correspondía a un hijo de Naggaroth. Luego, se dejó invadir una vez más por la locura de la batalla y saltó, aullando, hacia la refriega.