15: Los encargados de los cadáveres

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Los encargados de los cadáveres

La Torre Negra de Ghrond, cuatro semanas antes.

El estruendo del trueno golpeó las murallas de la fortaleza como un martillazo e hizo que muchos de los defensores situados sobre ellas agacharan la cabeza y gritaran de miedo. El rugido que estremeció la tierra prácticamente ahogó el agudo lamento de los cuernos que gritaban su estridente advertencia desde los reductos. Malus se levantó de la base de las almenas y miró hacia la negrura atravesada por los rayos. Un salvaje viento maloliente le rugió en la cara y enredó los mechones sueltos de su pelo húmedo de sudor.

Todo era oscuridad en la cenicienta llanura. Contó los segundos mientras esperaba el destello pálido de un rayo. ¡Allí! Una cinta de fuego atravesó el firmamento y permitió ver la marea de monstruosidades que cargaba hacia las murallas.

—¡Sa’an’ishar! —les gritó a los lanceros que se acuclillaban contra las almenas, junto a él—. ¡De pie! ¡Aquí llegan!

Ahora, el rugido del ejército que avanzaba podía ser oído por encima de la rugiente tempestad, y el destello y el parpadeo de los rayos cada vez más numerosos desterraban las sombras y permitían ver a los atacantes, que se encontraban a menos de veinte metros de la base de la muralla. Allí, el suelo ya estaba alfombrado por los cadáveres de hombres bestias y bárbaros, y mientras Malus miraba, sobre la aullante horda comenzó a caer una lluvia de negras saetas procedentes de los reductos de la derecha y la izquierda. Hombres bestia carnosos y medio desnudos gritaron y tropezaron, atravesados por mortíferas flechas. Algunos continuaron corriendo mientras que otros cayeron sobre la tierra empapada de sangre y murieron. Pero la hirviente masa continuaba avanzando a la carga, impertérrita ante la mortífera granizada. Largas escalerillas oscilaban por encima de filas de bárbaros de ceñudo rostro; cuando uno de los que transportaban las escalerillas resultaba herido, otro corría a ocupar su lugar. Algunos hombres continuaban andando con dos o tres saetas clavadas en el cuerpo, impelidos por una atroz sed de batalla y por las bendiciones de sus temibles Dioses Malignos.

Malus desenfundó la espada y apretó la mandíbula con fuerza mientras los atacantes se acercaban. Ya tenía la armadura salpicada de sangre seca y pegajoso icor, y sentía como si los brazos fueran de plomo debido a todos los enemigos que había matado. No recordaba si ese era el tercer ataque o el cuarto. A esas alturas ni siquiera sabía si era de día o de noche. Las nubes que habían llegado ante la horda se habían apretujado en torno a la Torre Negra como una mortaja y habían bloqueado la pálida luz solar del norte. Una vez comenzada la lucha, el tiempo había perdido significado.

Con gemidos y amargas maldiciones, los druchii de la compañía asignada a defender ese lienzo de muralla se pusieron lentamente de pie. Eran soldados regulares de Ciar Karond, algo que evidenciaban los ropones azules y los cortos kheitanes ligeros preferidos por los corsarios. Al comenzar el primer ataque los soldados se habían mostrado animados, pero ahora tenían expresiones cansadas y ceñudas, manchadas de mugre y de la sangre de otros. Pasaron un brazo por las correas del vapuleado escudo y recogieron las armas; uno de cada tres empuñó una ballesta de repetición, mientras que los demás desenvainaron cortas espadas. Comprobaron que tenían sus pies bien afianzados en medio de los charcos de sangre casi seca que manchaba las piedras del suelo, y observaron a la masa que avanzaba para ver dónde era probable que las escalerillas tocaran la muralla. Un joven druchii pasó corriendo por la línea para echar sobre las piedras serrín que llevaba en un cubo; el serrín absorbería parte de la sangre cuando la lucha comenzara de verdad, pero nunca era suficiente.

Malus se echó hacia atrás y miró a lo largo de la muralla para asegurarse de que todos los soldados se encontraban de pie. Vio un par de piernas que aún estaban estiradas de través sobre las piedras del adarve, y acudió a paso ligero a echar un vistazo.

—En pie, lancero —gruñó el noble, y se arrodilló ante el guerrero.

Era una mujer joven a la que habían reclutado para luchar con el regimiento a consecuencia de la proclama de guerra de Malekith. No presentaba ninguna marca que Malus pudiera ver, pero su piel estaba blanca como la tiza y tenía los labios azules. Muy probablemente un golpe de martillo o de garrote le había reventado algo bajo la piel, y se había desangrado internamente mientras dormía. Malus la aferró por la cota de malla y la arrastró hasta el lado interno de la muralla, para luego hacerla rodar y echarla abajo. Ya había grandes pilas de cadáveres sobre las losas de piedra situadas a doce metros más abajo, donde otros se encargaban de quitarles la armadura y las armas, y arrastrarlos hasta los hornos crematorios. Incluso en aquellos fríos climas, los muertos podían acarrear una peste capaz de diezmar las defensas de la ciudad-fortaleza.

El resto de la línea parecía preparada, hasta donde podía ver. Cada uno de los ocho lienzos de muralla que se extendían a lo largo de más de cuatro kilómetros entre los voluminosos reductos estaba defendido por un sólo regimiento. En la sección donde se encontraba Malus, el comandante del regimiento fijaba el extremo opuesto del lienzo, mientras que el extremo de Malus lo había fijado el segundo al mando. Los sesos de ese tipo habían acabado esparcidos contra el costado de un merlón situado a pocos metros a la derecha del noble. Él estaba casualmente cerca cuando el oficial había muerto, y sin pensarlo dos veces había avanzado para ocupar su lugar. Eso había sucedido durante el segundo ataque, y allí había permanecido desde entonces.

Malekith no le había dado ninguna orden después de declararlo paladín. Sin soldados bajo su mando —ni siquiera un séquito al que considerar suyo—, era como si lo hubieran apartado a un lado en la precipitación y confusión del ataque inminente. Había encontrado el camino hasta sus aposentos, les había ordenado a los sirvientes que le llenaran la bañera y comida, y había observado mientras un par de herreros de la armería de la fortaleza fijaban un juego de tres cráneos de oro en el peto de su armadura. Los cráneos lo señalaban como paladín del Rey Brujo: Athlan na Dyr, el Cosechador de Cabezas. Por lo que a Malus respectaba, lo convertían en tentador objetivo para todos los hombres bestia con cabeza de toro y todos los bárbaros que pasaban por encima de la muralla.

Sin embargo, cuando los cuernos comenzaron a sonar, se había puesto la armadura para encaminarse hacia las almenas.

Esperaba que cuando empezara el ataque, fuera el paladín de Nagaira quien lo encabezara. El guerrero, protegido por el Amuleto de Vaurog, sería literalmente una máquina de destrucción sobre las murallas de la ciudad, pero Malus esperaba que si tenía detrás de sí los suficientes lanceros, el paladín podría ser derribado durante el tiempo suficiente para quitarle el talismán del cuello. Después de eso podrían cortar en pedazos al bastardo, y colgar de las almenas su cabeza con casco y todo, y Malus hallaría un modo de escabullirse fuera de la fortaleza y encaminarse hacia los Desiertos del Caos.

Pero nada había ido de acuerdo con lo planeado hasta ese momento. El paladín aún no se había dejado ver entre la vocinglera masa, y la mayoría de los guerreros de lo alto de la muralla miraban a Malus con resentimiento y hostilidad abiertos. Los lanceros de la Torre Negra habían oído las historias de la desastrosa expedición al norte, y lo culpaban por la pérdida de sus compañeros y de su comandante, el señor Meiron. Pero no eran ni de lejos los peores; cuando Malus caminaba por lo alto de la muralla se encontró con guerreros de Hag Graef y del Arca Negra, quienes lo veían como al más negro de los villanos tras los malhadados acontecimientos de la primavera anterior. Era muy probable que tanto unos como otros le clavaran una estocada por la espalda o lo empujaran desde lo alto de la muralla durante un ataque, tanto si era paladín del Rey Brujo como si no. Había permanecido durante tanto tiempo con el regimiento de Clar Karond por la sencilla razón de que para ellos no era más que otro oficial.

Ahora estaban disparando los ballesteros de lo alto de la muralla, y Malus oía los gritos de los que morían doce metros más abajo.

—¡Llegan las escaleras! —gritó uno de los guerreros, y el noble corrió a las almenas para ver cuántas habían tocado la muralla en las proximidades.

Sólo había dos: una estaba muy cerca del reducto de la derecha, mientras que la otra se encontraba a casi diez metros a su izquierda. Las que estaban apoyando en puntos más alejados de la línea eran problema de otros. Bárbaros de pies ligeros ya subían por las largas escalerillas, muchos con cuchillos arrojadizos entre los dientes. Otros bárbaros situados en la base de la muralla les lanzaban hachas a los defensores, pero los druchii les hacían poco caso.

—¡Ballesteros, cubrid las escaleras! —chilló el noble, aunque había poca necesidad de hacerlo.

Los hombres de esa parte de la muralla conocían bien la rutina a esas alturas. Las saetas de sus ballestas y las que salían por las saeteras del reducto cercano volaron a lo largo de la línea de hombres que subían tenazmente hacia lo alto de la muralla. Los bárbaros avanzaban impertérritos hacia la tormenta de saetas de negras plumas, y continuaban adelante aun después de haber sido heridos por múltiples de ellas. Cuando no podían seguir subiendo, se arrojaban hacia un lado de la escalerilla, gritando o riendo como dementes hasta que llegaban al suelo, y los de abajo redoblaban sus esfuerzos por llegar a lo alto.

Y a lo alto llegaban. Siempre lo hacían, a pesar de las espantosas bajas que sufrían. Las ballestas sólo podían disparar a una determinada velocidad, y los guerreros del Caos no temían a la muerte. Lenta pero inexorablemente, la línea de guerreros se acercaba cada vez más a las almenas.

—¡Cuatro hombres por cada escalera! —rugió Malus, que corrió a recibir al primer enemigo que pasó por encima de las almenas.

Obedientes, los soldados se apiñaron en torno a la parte superior de cada escalerilla, preparados para acometer a los atacantes desde varias direcciones a la vez. Esto no era esgrima ni elegante juego de fintas, sino pura carnicería destinada a matar hombres tan rápida y eficientemente como fuera posible. Mientras pudieran evitar que los guerreros enemigos establecieran una posición sobre las almenas, casi podrían matar a discreción a los que llegaran.

De repente, el aire zumbó a causa de media docena de hachas que volaron destellando en corto arco cuando las lanzaron los guerreros que estaban más cerca de los últimos peldaños. Se oyó un choque de acero, y uno de los druchii que estaban al lado de Malus cayó en silencio; una de las hachas arrojadas había hendido el yelmo del soldado y se le había clavado en la frente.

—¡Arriba los escudos, malditos! —gritó el noble—. ¡Cuidado con las hachas!

Levantó una mano para comprobar las correas de su nuevo yelmo. Malus detestaba llevarlo puesto, pero era mucho mejor que la alternativa.

En lo alto de la escalerilla apareció una cara sonriente como la de un demonio. Malus saltó hacia el bárbaro con un grito, y evitó por poco que se le clavara en la cara un hacha arrojadiza. Su repentino movimiento hizo que el hombre lanzara mal, y el girante proyectil le pasó con la velocidad de un rayo junto a una oreja; antes de que el bárbaro pudiera desenvainar la espada, Malus le atravesó la garganta de una estocada. La sangre cayó como una cascada por el tatuado pecho del bárbaro, pero él continuó subiendo por la escalerilla hasta llegar a las almenas. Los lanceros lo acometieron por ambos lados con estocadas y tajos, y Malus bajó un hombro y lo estrelló contra el vientre ensangrentado del tambaleante hombre, que salió despedido al vacío.

Pero con su último segundo de vida, el guerrero ganó tiempo para el que venía detrás de él. Una estocada de espada resbaló sobre la armadura que cubría el vientre de Malus, y luego el aullante hombre bestia bajó la cabeza y corneó al noble en el pecho. La fuerza del impacto lo lanzó un par de metros hacia atrás, y el guerrero saltó con rapidez sobre las almenas. Los druchii acometieron al enemigo por ambos lados con estocadas y tajos de sus espadas cortas. Rugiendo de furia, Malus saltó de vuelta a la refriega, donde pilló al guerrero a medio giro y le abrió un tajo en un costado del cuello. La sangre caliente salpicó a los lanceros cuando el astado guerrero se tambaleaba a causa del golpe. Uno de los druchii lo acometió, decidido a acabar con la criatura, pero el hombre bestia no estaba acabado en absoluto. Con un grito parecido a un balido, bajó la ancha espada y le clavó una estocada en un muslo; la hoja hendió el músculo y cortó una arteria importante. El druchii cayó con un alarido, aferrándose la mortal herida, mientras sus compañeros clavaban sus armas en la espalda del hombre bestia.

El siguiente en llegar a las almenas fue un bárbaro que saltó por encima del hombre bestia moribundo, directamente hacia Malus, con la cara contorsionada por una expresión de locura, y los brazos extendidos en un abrazo mortal. El noble gruñó con desdén, se agachó y esquivó limpiamente el temerario ataque del guerrero, y luego se lanzó tras el tambaleante cuerpo del demente y lo hizo caer de una patada por el borde interior de la muralla. El druchii herido intentaba alejarse a rastras de la refriega y dejaba un espeso rastro de sangre en el serrín recién esparcido.

Otro druchii cayó sobre las piedras del adarve, forcejeando con un hombre que empuñaba una daga. Malus se lanzó hacia él, plantó un pie entre los hombros del bárbaro y le partió el cráneo con un tajo descendente de espada. Otros dos guerreros del Caos habían logrado llegar a las almenas, y un tercero aguardaba en lo alto de la escalerilla, desde donde buscaba un espacio por el que subir. Maldiciendo a sus anchas, el noble volvió a zambullirse en la refriega, donde dio eficaz uso a sus largas espadas.

Un hombre bestia cayó con el cuello cortado hasta el espinazo mientras intercambiaba golpes con un lancero que tenía cerca. En ese momento el bárbaro situado a la izquierda de la criatura se desplomaba con la punta de la espada que el noble empuñaba con la siniestra clavada en un riñón. El guerrero de la escalerilla saltó a ocupar el lugar de los caídos, pero Malus lo estaba esperando. Arremetió en el instante en que el bárbaro saltaba, quedó situado debajo del corpulento guerrero y estocó hacia arriba para herir el desprotegido vientre. El bárbaro gritó y descargó el hacha sobre la espalda del noble, pero la encantada armadura desvió el potente tajo. Con los dientes apretados, Malus se tambaleó bajo el peso del guerrero agonizante, pero invocó su odio, empujó hacia delante con todas sus fuerzas y descargó el cuerpo laxo sobre el siguiente hombre que trepaba por la escalerilla. Pillado este último por sorpresa, ambos bárbaros se precipitaron hacia el suelo, entre alaridos.

El siguiente guerrero que subía por la escalera no logró llegar a lo alto antes de que una saeta de ballesta se le clavara en un costado de la cabeza. Por espacio de unos cuantos segundos los defensores dispusieron de un poco de precioso espacio para respirar.

—¡Cerrad filas! —gritó Malus. Señaló el cuerpo laxo del druchii mortalmente herido—. Que alguien lo quite de en medio. ¡Deprisa!

Una rápida comprobación de la otra escalerilla dejó claro que los druchii que se ocupaban de ella tenían la situación bien controlada; hasta el momento, ninguno de los atacantes había llegado siquiera a las murallas antes de morir bajo las armas de los defensores.

Otros lanceros acudieron a la carrera para rodear la escalera junto a la que estaba Malus. Jadeante, el noble retrocedió para dejar que los guerreros descansados lo relevaran. Se pasó una mano de metal por la boca, y por inadvertencia se untó los labios con la sangre de un enemigo. «Madre de la Noche, me vendría bien algo de beber», pensó.

Justo en ese momento oyó una nota aguda que sonaba en el reducto de la derecha. Frunció el ceño, intentando descifrar su significado; luego, oyó guturales rugidos y agónicos gritos procedentes del siguiente lienzo de muralla. Malus escupió una maldición blasfema, se volvió y echó a correr hacia la puerta de hierro del reducto, situada a pocos metros a su derecha. Golpeó la puerta con la empuñadura de la espada, mientras les gritaba imprecaciones a los druchii del otro lado. Un momento después descorrieron los cerrojos, y las pesadas puertas se abrieron para dejarlo entrar.

El noble pasó de largo del centinela de la puerta y corrió por el largo y estrecho pasadizo que conectaba con el lienzo siguiente. Arriba y abajo por el corredor resonaban gritos y órdenes de los grupos de ballesteros y lanzadores de virotes que disparaban desde dentro de la fortificación, señalando los objetivos y pidiendo más municiones. Pasó junto a barriles de agua dentro de los cuales había pesados y largos proyectiles rematados por globos de vidrio que brillaban con funesto resplandor verde: eran proyectiles de peligroso y volátil fuego de dragón, guardados en reserva por si el enemigo enviaba gigantes u otras criaturas de gran tamaño contra las murallas.

El pasadizo continuaba en línea recta a lo largo de casi cincuenta metros, y luego giraba bruscamente a la derecha. Tras cincuenta metros más, el noble llegó a otra puerta de hierro, vigilada por un par de nerviosos centinelas. Manos y espadas golpeaban frenéticamente el otro lado de la puerta. Los centinelas vieron llegar a Malus y se pusieron firmes.

—El enemigo ha alcanzado la muralla —comenzó a decir uno de los centinelas.

—Ya he oído el cuerno —le espetó Malus—. Abrid la puerta y dejadme salir.

Los dos soldados vacilaron, y entonces vieron la temible expresión del rostro del noble. Como uno solo, los dos guerreros se volvieron hacia la puerta y descorrieron los pesados cerrojos.

Casi de inmediato, guerreros presas del pánico comenzaron a empujar la puerta de hierro desde fuera, para abrirla. Gruñendo de furia, Malus la abrió y les rugió a los hombres del otro lado.

—¡Enfrentaos al enemigo, perros indignos! —dijo, bloqueando la puerta con su cuerpo manchado de sangre.

Los lanceros de rostro blanco retrocedieron ante la colérica figura que tenían delante, y Malus avanzó con rapidez para ocupar el espacio que habían dejado libre. Detrás de él, la puerta de hierro volvió a cerrarse y fueron corridos los cerrojos.

—¿Adonde pensáis que vais, bastardos? —se encolerizó el noble—. Estáis aquí para defender este lienzo de muralla o morir en el intento. ¡Esas son las órdenes que os dio el Rey Brujo!

Pero Malus vio de inmediato que la situación era verdaderamente muy grave. En las proximidades del reducto, las almenas estaban literalmente sembradas de lanceros muertos o moribundos, y los bárbaros pasaban como una marea por encima de las almenas. Había cincuenta lanceros entre Malus y la furiosa batalla, todos apretadamente apiñados contra el costado del reducto. Hasta donde podía ver, el enemigo también estaba avanzando con fuerza en la otra dirección, para intentar llegar a una de las rampas que descendían hacia la ciudad propiamente dicha. Si lo lograban, era probable que no hubiese manera de detenerlos.

Había una rampa situada justo a la derecha de Malus, y los bárbaros luchaban con ahínco para llegar a ella. Sólo la apretada masa de aterrados lanceros los mantenía momentáneamente alejados.

—¡Avanzad, malditos sean vuestros ojos! —ordenó el noble—. ¡Aquí atrás no hay dónde ponerse a salvo! ¡Si no os matan los enemigos, no dudéis de que lo haré yo!

Los hombres vacilaron, sopesando las opciones. Una sola mirada a Malus les demostró que el noble hablaba con mortal seriedad y era perfectamente capaz de cumplir la amenaza.

—¡Nuestro comandante ha muerto, noble señor, y no contamos con soldados suficientes para hacer retroceder al enemigo! —gritó uno de los lanceros, un guerrero veterano.

Malus consideró la posibilidad de pedir refuerzos al reducto, pero la descartó de inmediato. Empujó a un lado a un par de lanceros y comprobó el estado de la avenida situada al final de la rampa, donde vio no menos de doscientos absortos druchii que se ocupaban de los cuerpos apilados en la base de la muralla.

—¿Quiénes son esos? —preguntó, señalando con la espada a los encargados de los cadáveres.

El exasperado soldado bajó la mirada hacia los druchii. A pesar del pánico, sus labios se fruncieron con asco.

—Son mercenarios —replicó—, escoria portuaria contratada por el drachau de Ciar Karond. El capitán Thurlayr se negó a permitirles ocupar un sitio sobre la muralla. Dijo que las gaviotas como ellos sólo sirven para picotear a los muertos.

Malus sacudió la cabeza con incredulidad.

—Esa manera de pensar es lo que hizo que mataran a Thurlayr, soldado —le espetó. Aferró al druchii por la pechera de la cota de malla y lo atrajo hacia sí—. ¿Cómo te llamas?

El guerrero miró los negros ojos del noble y palideció.

—Euthen, mi señor.

—Bueno, pues ahora eres el capitán Euthen —siseó Malus—. Hazte cargo de estos necios, y espero que hayan vuelto a la batalla cuando regrese, o te tiraré de la muralla yo mismo. ¿Lo has entendido?

—S…, sí, señor. Con claridad, señor.

—Entonces, ponte a ello, capitán —gritó Malus al mismo tiempo que lo apartaba de un empujón. Sin esperar la réplica, pasó junto al lancero y bajó corriendo por la larga rampa hacia los mercenarios.

Las ratas de puerto tenían aspecto de corsarios, por lo que Malus pudo ver desde lejos. Andrajosos ropones de diferentes colores, kheitanes ligeros y cotas de malla ennegrecidas eran la nota dominante, y los guerreros llevaban un amplio surtido de armas, incluida una profusión de dagas y hachas arrojadizas. Aproximadamente la mitad de los mercenarios estaban concentrados en los muertos de la base de la muralla, despojándolos no sólo de las armas y la armadura, sino también de los objetos de valor. Mientras observaba, uno de los mercenarios acercó una daga al dedo en que un oficial druchii llevaba un anillo, y se lo cortó con un movimiento experto…, para luego perderlo entre la pila de cadáveres que tenía debajo. El resto de los mercenarios estaban sentados sobre los adoquines de la avenida y jugaban a dados o dientes de dragón, sin que parecieran darse cuenta de la desesperada batalla que se libraba en las almenas.

—¡Formad! —gritó Malus a los mercenarios—. ¡El enemigo ha llegado a las almenas, y es hora de que os ganéis el pan!

Los corsarios alzaron los ojos hacia la distante figura del noble como si estuviera hablando en otro idioma. El saqueador que había estado removiendo los cadáveres en busca del dedo del oficial lo miró con el ceño fruncido.

—No se nos permite —le gritó con voz de perplejidad—. Este de aquí —señaló el cadáver del oficial— dijo que no éramos dignos de ponernos «al lado de los verdaderos soldados».

—Además —añadió una mujer mientras recogía los dados—, es mucho más seguro estar aquí abajo.

—¡No seguirá siéndolo durante mucho rato, cuando el enemigo llegue a las rampas! —le espetó Malus—. ¡Y no podréis gastaros vuestras mal detenidas ganancias si estáis colgando del asta del estandarte de un hombre bestia!

Los degolladores se miraron entre sí, mientras consideraban sus opciones. Malus no esperó a que le contestaran, ya que discutir con ellos no haría más que debilitar su ya inestable autoridad, así que lo mejor era actuar como si esperase ser obedecido. Dio media vuelta y subió corriendo por la rampa, y al cabo de unos momentos fue recompensado al oír que alguien de abajo se ponía a bramar órdenes en un tono sorprendentemente profesional. «Al menos hay alguien ahí abajo que sabe lo que está haciendo», pensó.

Sobre las almenas, las cosas parecían haberse puesto realmente feas. El espacio ganado por las fuerzas del Caos era ya de más de quince metros de ancho y se extendía sin parar. Euthen había logrado obligar a los aterrados lanceros a volver a la lucha, pero eran demasiado pocos como para conseguir algo más que no fuera impedir que el enemigo llegara a la rampa cercana.

Malus se metió a empujones entre los lanceros.

—¡Formad una cuña! —gritó, mientras hacía que entraran en algo parecido a una formación a fuerza de codazos y maldiciones—. ¡Más ancha! ¡Tiene que llegar de uno a otro borde del parapeto!

Confiando en que los soldados obedecerían su orden, el noble se abrió camino hasta donde se situaría la punta de la cuña.

Allí encontró a Euthen, el capitán en funciones, que luchaba valientemente contra un bárbaro del Caos de sonrisa burlona que blandía hachas gemelas en sus nudosas manos. Al acercarse, Malus observó cuidadosamente al bárbaro en busca de un signo que le indicara en qué momento iba a atacar. Euthen se adelantó y dirigió un desganado barrido hacia una pierna del enemigo, y el bárbaro se arrojó contra el lancero con un terrible bramido y le lanzó un tajo hacia el hombro izquierdo con un hacha, mientras con la otra hacía volar la corta espada del druchii, que giró en el aire para precipitarse por el borde del parapeto. Pero mientras el guerrero atacaba salvajemente al impotente Euthen, Malus arremetió y le clavó al bárbaro una estocada que le atravesó limpiamente el corazón.

El guerrero cayó sobre las piedras con una maldición en los labios. Mientras tanto, Malus cogió por el cuello al herido Euthen y le dio un suave empujón en dirección a la rampa.

—¡Guerreros de Ciar Karond! —gritó, alzando la espada—. ¡Formad cuña sobre mí!

Apenas acababa de decirlo, cuando un bárbaro pelirrojo lo acometió con un chillido salvaje, trazando en el aire un amplio arco en dirección a la cabeza de Malus con su espadón. El noble vio el movimiento y siseó con desdén, al mismo tiempo que se agachaba y avanzaba un paso para que el tajo pasara inofensivamente por encima de él. Luego, estocó al guerrero en la entrepierna con ambas espadas. El hombre cayó con un alarido terrible, y Malus se movió rápidamente más allá de él para adentrarse en la masa de enemigos.

—¡Avanzad! —ordenó.

Milagrosamente, los lanceros obedecieron. Ahora Malus tenía enemigos por tres lados, pero los hombres situados a izquierda y derecha dirigían sus golpes hacia los soldados que tenían delante. El bárbaro que estaba frente a Malus gruñó y lo atacó con un golpe de hacha que el noble bloqueó con la espada de la mano izquierda, para luego abrir una herida en un muslo del guerrero que tenía a la derecha. El guerrero herido vaciló y el lancero que estaba frente a él lo mató de una estocada en el cuello. Cuando el bárbaro del hacha volvió a atacar, Malus paró el golpe con la espada de la mano derecha y le clavó la otra al bárbaro de la izquierda. A continuación, concentró toda su atención en el enemigo que tenía delante; trabó el hacha con un barrido de la espada de la izquierda y le clavó una estocada al bárbaro en un ojo con el arma que empuñaba en la diestra.

Y así comenzó la matanza. Fría, metódicamente, los druchii empezaron a reducir el espacio ganado por los soldados del Caos. Malus sabía que si al menos lograban abrirse camino hasta las escalerillas del enemigo, podrían interrumpir la llegada de refuerzos y, finalmente, la superioridad numérica eliminaría al resto de bárbaros que habían logrado subir a lo alto de las murallas.

Luchando juntos, los lanceros avanzaban sin parar. Los soldados que eran derribados a ambos lados del noble quedaban de inmediato reemplazados por los lanceros que venían detrás. Cuando habían avanzado casi diez metros ya no quedaban lanceros, pero Malus vio que los saqueadores de cadáveres habían ocupado su lugar. Resultaba evidente que los mercenarios estaban en su elemento con aquel estilo de combate, acostumbrados al poco espacio y la lucha cuerpo a cuerpo de las acciones de abordaje. Derribaban a los bárbaros con tajos bajo mano dirigidos a las piernas, o con cuchillos arrojadizos que les clavaban en la garganta. A veces Malus hería a un guerrero que tenía a un lado, y cuando volvía a mirar al frente se encontraba con que el hombre que había ante él caía con un hacha arrojadiza clavada en la cabeza.

Finalmente, habían interrumpido la llegada de enemigos por las escalerillas y habían reducido el número de bárbaros a menos de una docena, y fue en ese momento cuando las cosas se volvieron realmente peligrosas. Los bárbaros supervivientes se dieron cuenta de que estaban atrapados, y como si fueran un solo hombre decidieron llevarse a la tumba a tantos de sus odiados enemigos como pudieran.

Un guerrero se lanzó gritando hacia Malus con una espada manchada de sangre en la mano derecha y un vapuleado escudo en la izquierda. Con los ojos desorbitados y echando espuma por las comisuras de la boca, lo acometió con una tormenta de golpes que obligó al noble a dedicar toda su atención a desviarlos. Intentó que perdiera el paso con un velocísimo tajo dirigido a los ojos, pero el enemigo se limitó a parar el golpe con el borde del escudo y continuó aporreando la guardia de Malus.

Tan absorto estaba el noble en el combate con el frenético guerrero que no reparó en que el druchii que tenía a la izquierda resbalaba en un charco de sangre y caía con una rodilla a tierra. Su oponente graznó por el triunfo y descargó un golpe con su martillo de guerra… contra un costado de la cabeza de Malus.

Fue un golpe descomunal. En un momento, Malus estaba trabado en mortal combate con el hombre que tenía delante, y al siguiente era lanzado violentamente al suelo. Rebotó de cara contra las piedras, sin que su cerebro lograra entender cómo había llegado hasta allí.

Un rugido le inundó los oídos como si una ruidosa marea subiera y bajara justo por encima de su cabeza. Todo se le volvió borroso; lo único que sentía con perfecta claridad era un fino hilo de icor que le caía por una mejilla.

«Estoy sangrando», pensó, estúpidamente, y se dio cuenta de que era probable que se hallara a punto de morir.

Pero en lugar de ver una espada o un martillo descender hacia su cabeza, vio una bota druchii que se plantaba en el suelo a pocos centímetros de su cara. Continuó el rugido, y la bota siguió adelante para ser reemplazada por otra.

Permaneció allí tendido, viendo cómo las botas pisaban ante él y seguían adelante durante lo que pareció un rato muy largo, y no fue hasta que el rugido de sus oídos disminuyó poco a poco cuando se dio cuenta de que no lo habían matado, después de todo.

Lo siguiente que percibió fue que había manos bruscas que tiraban de él e intentaban colocarlo de espaldas.

—Esa ha sido la cosa más condenada que he visto nunca, si no te importa que lo diga, capitán —declaró una voz—. Me recuerda a ese noble condenadamente estúpido al que conocí…

Las manos lo hicieron rodar hasta dejarlo tendido de espaldas, y Malus se encontró mirando los oscuros ojos de un rostro sonriente. Reconoció las cicatrices y dejó escapar un gruñido de perplejidad.

—Así que estás ahí, Hauclir, condenado canalla —dijo—. ¿Dónde está el vino que pedí? —Y después de eso, el mundo se tornó completamente negro.